humanidad

Confusiones kantianas[1]

 Me encontré ayer en la excelente página de facebook de filosofía en inglés, Philosophy Matters, con un artículo titulado «Kant confusion», de MIchael Rosen, que quiero reseñar muy brevemente.

A estas alturas de la historia de la filosofía, debería quedar completamente erradicada aquella interpretación exclusivamente formalista de la ética del filósofo de Königsberg que la tiene como un mero procedimiento formal y vacío para el análisis de los principios que deberían regir la conducta humana. El artículo de Rosen hace de un excelente contrapeso más, cuando va más allá de la defensa de kantianos respetables como es el caso de la británica Onora O’Neill, que mantiene una lógica procedimental basada sobre todo en la primera formulación del imperativo categórico (la ley moral).

Rosen es claro en que la formulación más significativa de la ley moral es precisamente la segunda, que tiene al valor de la humanidad como el aspecto fundamental de la ética kantiana (posición que, para bien, se está volviendo estándar en la interpretación contemporánea). En esta línea, lo que perdemos en precisión científica para una eventual derivación de deberes humanos desde el concepto de universalidad de la primera formulación, lo ganamos en la profundidad de la reflexión e interpretación basada en aquello que denota respeto por dicho valor.

Rosen anota:

If the categorical imperative were a universal, algorithmic decision procedure it would resolve that question one way or the other. If it is rather, as I suspect, a matter of deciding between different conceptions of what counts as showing respect for humanity in one’s person, the matter is much less straightforward: there is no unambiguous, independent test.

Ya he argumentado también que la ética kantiana debe dejar de ser vista como una ética procedimental y afirmarse en cambio como una ética de la conciencia moral y de la reflexión basada en el valor de la dignidad humana.

Los dejo con el siguiente video introductorio[2]:


[1] Esta entrada corresponde a un ejercicio para el Taller de elaboración de hipertextos de la USIL.

[2] Por motivos de orden estético, evito poner el video en otros tamaños.

El corazón humano (o sobre el misterio en la ética de Kant)[1]

“Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir”. (KpV 5:161-162)

«Debí, por tanto, suprimir el saber, para obtener lugar para la fe». (BXXX)

Resumen:

La ponencia busca hacer explícito el espacio que Kant delimita deliberadamente en su teoría ética para aquello que no se puede comprender, que se encuentra más allá de los límites de la mera razón. Este espacio, se mostrará, está ligado al recurso que Kant hace de la figura del corazón humano (Herz), uso consistente y sistemático a lo largo de sus principales obras sobre moral y religión. El corazón será el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables. De este modo, veremos cómo el problema filosófico de fundamentación de la moralidad, la existencia misma de la ley moral, queda inevitablemente tras un velo de misterio. 

Immanuel Kant se refiere al proyecto que lleva a cabo en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres como el de «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad» (G 4:392)[2]. En el primer capítulo, Kant allana el terreno partiendo de algunos conceptos ‒que él supone son‒ propios del entendimiento moral común, limitándose a mostrar que una buena forma de explicar el origen del deber moral es recurriendo a la figura de una ley universalmente válida. Es en el segundo capítulo, propiamente, donde Kant encuentra el principio partiendo del examen del concepto de una voluntad que en el ser humano no es sino imperfecta (G 4:412-413), y tras explicitarlo como una idea de la razón (G 4:431) termina presentándolo como el principio de la autonomía de la voluntad: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Esto, puesto de otro modo, significa únicamente que estamos obligados por una ley interna, presente en nosotros nos guste o no, y que nos manda a respetar la dignidad de todas las personas, respetar su capacidad de elegir cómo vivir sus vidas, su humanidad, en tanto respeten la misma capacidad en los demás.

No obstante, Kant reconoce al final del capítulo que todavía no ha logrado establecer dicho principio como algo más que una fantasmagoría, es decir, que exista «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). Precisamente, en el tercer capítulo, Kant se propone concluir con su proyecto de fundamentación, y se encuentra finalmente con un límite insuperable, al punto de  terminar afirmando que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72).

En las últimas líneas de la obra, Kant termina rindiéndose ante el «misterio» que supone «la incondicionada necesidad práctica del imperativo moral» (G 4:463), que equivale justamente a no poder demostrar aquello que quedó pendiente al final del segundo capítulo: que la ley moral exista de verdad. El problema es de la mayor importancia. Si bien una ley de la razón operando en un orden distinto del fenoménico es ciertamente pensable, la moralidad no puede concebirse como descansado en una mera posibilidad del pensamiento. Tiene que ser real para todos y cada uno de los seres racionales, pertenezcan o no a este planeta llamado Tierra. Reconocer el misterio que supone el problema, insoluble, dirá Kant, constituye «todo cuanto en justicia puede ser exigido de una filosofía que, en materia de principios, aspira a llegar hasta los confines de la razón humana» (G 4:463).

Cuando en la Crítica de la razón práctica Kant parece haber reemplazado por completo su intento ‒fallido‒ de establecer definitivamente la ley moral del tercer capítulo de la Fundamentación, y termina más bien apelando a su existencia como la «del único factum de la razón pura» (KpV 5:31), cabe preguntarse si nos encontramos ante un giro dogmático en su pensamiento ético fundacional, lo que significaría haber dejado de lado aquel misterio reconocido en su obra anterior.

La tesis que busco defender en esta ponencia apunta a que el misterio señalado al final de la Fundamentación subsiste en sus obras posteriores sobre moral y religión, donde lo vemos frecuentemente ligado al uso que el filósofo hace de la figura del corazón (Herz). Así, el problema insoluble para la razón humana de cómo pueda ser práctica la razón pura, se mantiene al afirmar que la ley moral hace contacto en nuestra sensibilidad precisamente en el corazón humano, contacto a su vez incomprensible; el corazón humano es el lugar donde la ley moral se hace real. De la misma forma, el problema que supone nuestro yo verdadero, nuestra interioridad más recóndita, independiente del mundo de los fenómenos, se mantendrá cuando Kant señale, también de forma constante, la insondabilidad última del corazón, refiriéndose al razonamiento moral y a nuestras motivaciones. Para lo primero recurriré principalmente a la Crítica de la razón práctica, y, para lo segundo, a La metafísica de las costumbres.

Espero establecer que, más que un rol accesorio, la figura del corazón denota un uso sistemático que, al salir a la luz, mostrará todo un ámbito inherente a la teoría ética de Kant preocupado por delimitar el misterio que aparece al final de la Fundamentación, habiendo cumplido cabalmente su promesa de limitar el conocimiento para dejarle lugar a la fe.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Que la ley moral (una idea de la razón, válida por lo tanto para todo ser racional[3]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar, constituye un problema insuperable para el uso especulativo de nuestra misma razón[4].

¿Por qué la existencia de la moralidad supone tanto problema? Nadie duda de su existencia. Todos reconocemos la validez de ciertas normas: no mentir, no matar, ayudar al prójimo. Y estas pueden ser explicadas como resultado de una mezcla de mecanismos evolutivamente adquiridos como la capacidad empática, por un lado, y ciertas convenciones sociales, relativas a un determinado lugar y momento histórico. Pero si nos quedamos a este nivel, creía Kant, entonces alguien podría decidir usar su libertad para ponerse por encima de esta obligación, que falla en ser absolutamente categórica. Pensemos en alguien que no haya desarrollado su capacidad empática, o la descuide día a día. Esta persona, además, reconoce que las normas son convenciones sociales, y con este pensamiento decide poner su propia libertad por encima, encontrarse más allá del bien y del mal. Para esta persona, Dios ha muerto y todo está permitido. Kant considera esta posibilidad y la rechaza. Del mismo modo, Dostoievski también rechaza esta posibilidad. Tiene que haber algo, tan fuerte como un Dios monoteísta con poder absoluto, que nos obligue además de nuestra constitución sensible y de las convenciones morales, o costumbres. Su propuesta de una ley moral como una ley de la razón humana es precisamente eso. No resulta curioso que finalmente probar la existencia de dicha ley resulte tan difícil como probar la existencia misma de Dios.

No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (G 4:445), es un supuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana y que no se pone realmente en duda[5]. Siguiendo esta misma creencia, que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros[6], nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (KpV 5:72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil, un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

Esta discusión se da en el capítulo «En torno a los móviles de la razón pura práctica» (KpV 5:73-76). Kant elabora: la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo, sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (KpV 5:72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume y Adam Smith (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (KpV 5:74-76). Será recién en la segunda parte de la obra, la «Metodología de la razón pura práctica», donde Kant dará luces al respecto, al abordar el problema de cómo la ley moral accede al interior de cada individuo concreto, y ejerce influencia sobre sus máximas.

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (KpV 5:151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano repetidas veces (KpV 5:152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber. Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

El corazón hace del lugar donde la ley moral se inserta y ejerce su influjo puro en nuestra sensibilidad. Constituye así el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Pero la respuesta a la pregunta de cómo la ley moral se inserta en el corazón es un método práctico: mientras más pura sea presentada, tendrá mayor fuerza en el individuo (KpV 5:156). Cualquier intento especulativo de explicar este contacto nos refiere al misterio de la libertad humana, que en la Fundamentación queda sin resolución.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Pasemos a ocuparnos ahora en el problema del carácter insondable del corazón. Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (MS 6:392). La autocoacción que es una condición esencial de la virtud humana, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación. No obstante, sólo podemos acercarnos a este fin, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras, puesto que, señala Kant, “no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma” (MS 6:392; cf. G 4: 407). Exactamente esta misma idea aparece al comienzo del segundo capítulo de la Fundamentación, y en numerosos otros pasajes.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es “alguien que conoce profundamente los corazones” (MS 6:430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral, donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (MS 6:439). No obstante, no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia efectiva de un ser supremo fuera de nosotros.  Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (MS 6:441).

Estos pasajes, que atraviesan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética, están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, que está lejos de ser un mero procedimiento de nuestro intelecto; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano, cuyas “profundidades […] son insondables” (MS 6:447)[7]. Por supuesto que el problema de la insondabilidad del corazón en lo que concierne a nuestras motivaciones está estrechamente ligado al problema del contacto entre la ley moral y nuestra sensibilidad. Poder observar el contacto significaría poder examinar nuestras motivaciones con precisión científica. Esto supondría la resolución del misterio que supone la libertad humana.

De esta forma, espero haber mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón en las principales obras de ética de Immanuel Kant, y que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier indagación teórica. Esto deja al descubierto que la teoría ética de Kant, en dos aspectos fundamentales, reposa en un terreno misterioso. La ley moral que Kant intentó establecer en la Fundamentación, se mantiene siempre un paso más allá de nuestras indagaciones. Incluso en relación a nuestra experiencia íntima de la moralidad, nunca podemos estar seguros de su existencia, si bien Kant insiste en que debemos de estarlo. La fe religiosa, precisamente, consistirá únicamente en la creencia de que la virtud es algo real, de que existe algo más allá de nuestra arbitrariedad que nos obliga a ser mejores.

Con verdadera humildad, Kant ha delimitado un vacío en torno a problemas ético-religiosos de fundamental importancia, que, como ya hemos visto, están ligados a la figura del corazón humano. Quiero proponer, no obstante, que Kant no pretendía que nada pueda decirse sobre este vacío. Todo lo contrario. La riqueza de este vacío se plasmará en la creencia en las distintas divinidades o cosmovisiones (que bien pueden ser ateas), y que tienen como núcleo el misterio que supone la moralidad, que el ser humano ha llenado de distintos modos a lo largo de la historia con ciertos mitos ilustrativos (ya sea el de Moisés o Jesús, la divinidad interior de los estoicos, el tercer ojo o los sentimientos morales). En este sentido, ciertos aspectos del discurso mismo de Kant sobre una ley de la razón que opera en un mundo distinto al de los fenómenos pueden ser vistos igualmente como poseyendo un carácter mitológico, ficticio. La superación del nihilismo, que amenaza a la moralidad al no poder establecerse la ley práctica, requiere de un acto de fe, que jamás debemos entender como la creencia en una divinidad, sino como una forma de actuar en el mundo: un como si la moralidad fuera algo real. La ética de Kant, sin comprometerse con alguna tradición religiosa en particular, se compromete con lo más profundo de todas a la vez.


[1] Este es el texto de la ponencia que tuve el agrado de leer en el Primer Congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española, el miércoles 14 de noviembre del 2012 en Bogotá.

[2] Las citas a la obra de Kant son a las traducciones al español presentes en la Bibliografía, y refieren a la numeración de la Academia de Berlín (Ak), acompañadas de las siglas en alemán de la respectiva obra: Fundamentación, G; Crítica de la razón práctica, KpV; La metafísica de las costumbres, MS. La excepción será la Crítica de la razón pura (KrV), donde referiremos a la numeración A/B.

[3] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

[4] En la Crítica de la razón práctica Kant reitera lo mencionado repetidas veces en el tercer capítulo de la Fundamentación: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (KpV 5:72).

[5] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. KpV 5:161-162).

[6] Ver el famoso pasaje del colofón de la Crítica de la razón práctica, citado debajo del título (KpV 5:161-162).

[7] La cita continúa: “¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio?” (MS 6:447).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002a.

Groundwork for the Metaphysics of Morals. Traducción de Allen W. Wood. Nueva York: Yale University Press, 2002b.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

La predisposición humana al bien

A pesar de señalar la existencia en el ser humano de una maldad innata, que lo corrompe de raíz (R 6:29-39), Kant no era misántropo. Este mal radical, en realidad, se encuentra inserto, entretejido en un ser que está predispuesto «al bien» (R 6:28). Esta predisposición consta de tres clases.

La primera predisposición, a la animalidad, refiere al instinto de supervivencia, de reproducción sexual (propagación de la especie), y a la necesidad de vivir en comunidad (R 6:26). Sobre esta predisposición se insertan vicios tales como la gula, la lujuria y la necesidad salvaje de vivir fuera de cualquier orden legal, aunque Kant es decisivo al aclarar que estos vicios «no proceden por sí mismos de aquella [pre]disposición como raíz» (R 6:26-27). Es decir, si bien el mal radical contamina esta predisposición, su origen propiamente debe buscarse en otro lado. En el capítulo 1.4.3 examinaremos exactamente cómo el mal radical corrompe las primeras dos clases de la predisposición al bien.

La predisposición a la humanidad, o social, involucra ya un elemento racional (ausente en la primera), y nos insta a lo que a grandes rasgos llamamos cultura, que en un principio puede entenderse como la necesidad de procurarnos la calidad de iguales ante los ojos de los demás, pero eventualmente puede derivar en «los mayores vicios» (R 6:27). Los vicios respectivos se darían sobre la base de actitudes como los celos y la rivalidad, y serían tales como «la envidia, la ingratitud, la alegría del mal ajeno, etc.», y en el «más alto grado de su malignidad» se denominan «vicios diabólicos» (R 6:27). Más adelante, Kant negará que el ser humano sea capaz de poseer una intención diabólica, que entiende como la capacidad de «acoger lo malo como malo» (R 6:37); exactamente qué está en juego con la resistencia de Kant para permitir dicha intención, será abordado en el capítulo 1.5. Pero, como acabamos de ver, Kant no niega que el ser humano sea capaz de realizar las peores acciones, al punto de considerar a los vicios respectivos con dicho calificativo.

Hay todavía una tercera predisposición, a la personalidad, o a la moralidad, que, siguiendo a la tradición, consiste en considerarnos como teniendo la ley moral inscrita —ya de alguna forma— en nuestros corazones[1]. En lenguaje de Kant, esto se expresa como considerando al respeto que nos genera la ley moral como un incentivo, suficiente por sí mismo, para determinar nuestro arbitrio (R 6:27); es decir, que la razón pura sea efectivamente práctica[2]. En esta predisposición «absolutamente nada malo puede injertarse» (R 6:27-28).

Es en el mismo texto de la Religión donde Kant afirma categóricamente que nuestra sensibilidad, tanto animal como social, nos constituye para el bien (R 6:28). Al comienzo de la segunda parte de la Religión, Kant es todavía más directo, y afirma que el enemigo de la moralidad «no ha de ser buscado en las inclinaciones naturales, meramente indisciplinadas pero que se presentan abiertamente y sin disfraz a la conciencia de todos, sino que es un enemigo en cierto modo invisible, que se esconde tras la Razón, y es por ello tanto más peligroso» (R 6:57), a la vez que agrega que  «las inclinaciones naturales son, consideradas en sí mismas, buenas, estos es: no reprobables, y querer extirparlas no solamente es vano, sino que sería también dañino y censurable» (R 6:58). Kant descarta explícitamente que el origen del mal se encuentre en nuestra sensibilidad (R 6:34-35). Que quede establecido que el origen del mal está ligado, pues, a la segunda predisposición, a nuestra humanidad.

Y sin embargo, el ser humano es considerado, en la teoría de Kant, como malo por naturaleza. Exactamente qué significa » naturaleza» en este contexto será explicado en las próximas secciones. Por el momento, hay que señalar que Kant cree que la maldad innata implica una propensión (Hang) que todos los seres humanos poseemos y de la que somos responsables, condición que, además, resulta evidente a cualquier observación.


[1] Probablemente el ejemplo más cercano a Kant: «Y lo que Dios quiere que haga un hombre, no se lo hace decir por otro hombre, se lo dice él mismo, lo escribe en el fondo de su corazón» (Rousseau 1998: 313).

[2] Sin embargo, esto es indemostrable: «[…] explicar cómo pueda ser práctica la razón pura, es algo para lo que toda razón humana es totalmente incapaz y cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461). Profundizaremos en este punto a lo largo del tercer capítulo.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

La ley moral (o el principio supremo de la moralidad)

Cuando en este blog hablamos de la ley moral nos referimos al mandato supremo de la ética, que podría resumirse de la siguiente forma: Respeta la dignidad en tu persona y en la de los demás. Entendemos la dignidad como la capacidad autónoma de las personas, la libertad de decidir cómo vivir sus vidas, en comunidad con otros.

De forma más específica, nos referimos a la ley que es presentada por Kant de forma completa en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, primero, como el requerimiento de universalidad de las máximas: «[…] obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal» (G 4:421); en segundo lugar, como incluyendo un elemento material, un fin en sí mismo, algo con valor absoluto sin el cual un mandato que obligue categóricamente sería imposible: «Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio» (G 4:429); en tercer lugar, ambas fórmulas son integradas en una idea de la razón, a saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431). En este sentido, la ley moral es indemostrable dado que es un concepto de la razón al cual no puede corresponderle un contenido empírico, si bien la moralidad exige que la consideremos como algo real, mediante un acto de fe racional.

La versión definitiva de la ley moral, en forma de imperativo y no de mera idea, es el principio de autonomía, que reza así: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Considerar que este principio se encuentra como una ley operando en el interior de todo ser racional, o de forma más precisa, en el uso de su capacidad racional, significa que todo ser racional posee dignidad, en tanto no está sometido a otra ley que la que él mismo se da (en tanto ser racional). El imperativo categórico nos exige que veamos a todas las personas como poseyendo igual valor, el valor más elevado que podamos concebir, y que actuemos acorde a dicho reconocimiento.

Estas divagaciones complementan la entrada más leída de este blog, que más de tres años después, considero un tanto obsoleta.

Sobre cómo la idea de una voluntad racional autónoma se vuelve imperativo, ver esta breve entrada.

Top 13 de entradas de Los sueños de un visionario en el 2011

Al igual que en el 2009 y en el 2010, presento las que considero son las mejores entradas del 2011 en este blog. A diferencia de años anteriores, será un top 13 y no un top 10. Para el próximo año no espero muchos cambios en la forma de Los sueños de un visionario, mas sí un incremento de entradas más elaboradas, como complemento de las meramente expositivas. Como se apreciará, la presencia de Immanuel Kant en este blog ha sido rivalizada (o, más bien, complementada) por la del gran escritor ruso Fiódor Dostoievski. Sin más, veamos qué tenemos.

13. ¿Nada más que dos artículos de fe?

El blog (o sea, yo) se enriqueció ilimitadamente con una lectura más atenta de la crítica de la razón a sí misma que llevara a cabo Immanuel Kant, lo que, a su vez, permitió profundizar en el problema metafísico que significa fundamentar la moral.

Ver también:

Prácticamente libres.

Dos tipos —muy distintos— de idealismo, de acuerdo a Kant.

12. La felicidad del perro.

La concepción de felicidad aristotélica aplica a la especie canina. Un argumento a favor de por qué la felicidad es una idea filosófica (y no una descripción de nuestra actividad neuronal).

Ver también:

La virtud del pueblo japonés.

El concepto de eudaimonía de Aristóteles: Una reformulación.

El deber en la ética de Aristóteles.

11. ¿Por qué no matar a la vieja? (o una entrada sobre los imperativos de la moralidad)

Una entrada basada en el problema fundamental de Crímen y castigo. En retrospectiva, el problema tiene más potencial, y la entrada no le hace del todo justicia. Es, además, uno de los tantos intentos de juntar a Kant con Dostoievski.

Ver también:

¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoievski.

10. Play the game.

Una breve pero estética entrada donde complemento la presentación de un problema ético con una canción.

Ver también:

Music and Life.

Mona Lisas and Mad Hatters.

Lou Reed define el amor.

9. La religión dentro de los límites de la mera razón, partes I y II.

Finalmente este año se le empezó a hacer justicia en este blog a la crítica ilustrada de la religión que lleva a cabo Immanuel Kant. Más que un despecho absoluto, en realidad Kant tenía un profundo respeto por la religión en general, y la cristiana en particular; en tanto estén al servicio de la moralidad, claro, constituyen precisamente su más profunda expresión.

Ver también:

Jesús de Nazaret, una mera interpretación racional.

Un ejemplo de fe beatificante (y otro de fe de prestación).

8. El liberalismo político y la regulación de los medios de comunicación (o sobre una de las consecuencias más audaces del primer principio de justicia de John Rawls).

Este año la coyuntura política peruana fui incluso más controversial de lo común, y este blog no fue indiferente.

Ver también:

Once motivos por los que votaré por Gana Perú en estas elecciones.

No a Keiko.

Cristo sedado.

7. Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).

La Ilustración no rechaza la religión, sino que explicita el orden moral que le es propio. Una lectura crítica de la Biblia encontrará dentro de esta misma los principios hermeneúticos correctos para su lectura, o algo por el estilo…

Ver también:

Breve comentario al comentario de Erich Luna sobre el libro de Job (o sobre los límites de la teología).

Sobre el conocimiento propio de la metafísica (o una justificación ilustrada de la Biblia, por si alguien la pidió).

6. ¿Qué es Dios? Una concepción existencial, mística y práctica.

Erich Fromm fue fundamental en los primeros meses de este año para empezar a darle forma a mis investigaciones kantianas, que ciertamente se enriquecieron del psicoanalista y tomaron un matiz más personal y profundo.

Ver también:

Una definición ética de la racionalidad¿Es posible una fe racional en el progreso de la humanidad?

5. La necesidad de la idea de Dios, y una —¿verdadera?— declaración de amor (o una entrada doble sobre Los hermanos Karamázov).

Supongo que uno puede marcar varios antes y después en su propia vida. Uno que se me ocurre está marcado por mi lectura de Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, en mi humilde opinión la mejor novela jamás escrita. Su influencia en toda la modesta filosofía producida aquí es evidente, y lo seguirá siendo.

Ver también:

Amor humilde.

El superhombre de… Dostoievski.

4. El agnosticismo (o sobre la posibilidad de la existencia de un ave reptil gigante que controla todo).

Nadie trata problemas morales de forma tan penetrante como Trey Parker y Matt Stone. Ya era hora de que el agnosticismo sea ridiculizado como una posición intelectual en sí misma vacía.

Ver también:

Super Mejores Amigos.

¡Feliz día de San Pedro y San Pablo!

Do’s and don’ts of Reason (o cómo usar bien nuestra racionalidad).

3. ¿Qué es el corazón? (o sobre el misterio en la ética de Kant).

Esta entrada marca el inicio, propiamente, del tema que me ocupará buena parte del próximo año, en el que concluiré mi tesis de Maestría sobre el mal radical en la ética de Kant. Un aspecto descuidado, el corazón en las obras sobre ética de Kant delimita el lugar donde colindan la razón y la sensibilidad, y que nos resulta en última instancia insondable.

Ver también:

¿Qué es la verdad? (o sobre la existencia de una ley moral).

Deontología del corazón.

2. Ideas dobles (o sobre lo insondable en las propias motivaciones).

El príncipe Myshkin, encarnación del ideal de moralidad de Dostoievski, no podía faltar en este Top 13. Si bien meramente expositivas, las entradas basadas en sus ideas constituyen buena parte de la carne de este blog este año que se acaba.

Ver también:

La aniquiladora crítica al catolicismo del príncipe Myshkin.

Las cuatro historias del príncipe Myshkin: una «refutación» del ateísmo (o sobre lo que es propio de la religión).

1. Lawrence of Arabia: la historia de un profeta moderno.

Ya estaba presente tan pronto como en febrero la semilla de lo que significaría el problema fundamental que finalmente será el centro de mis investigaciones filosóficas para el año que viene (así como de mi tesis de Maestría), y que se  ha vuelto explícito en el último mes. me refiero a lo insondable de las motivaciones humanas y cómo puede encajar esta esfera inevitablemente existencial, donde habita una experiencia profundamente religiosa en una teoría ética sostenida en la racionalidad.

Mención honrosa: El pisco sour ideal.

¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoiesvski

La versión final de mi ponencia del VII Simposio de Estudiantes de Filosofía, cuya sumilla pueden encontrar aquí.

Su servidor bloguero, segundo desde la derecha, acompañado de los inefables (de izquierda a derecha) Raphael Aybar, Maverick Díaz y Rubén Merino.

La famosa y malentendida tesis kantiana acerca del mal radical en la naturaleza humana, que corrompe nuestra disposición moral de raíz, nos obliga a cambiar nuestro foco de atención del mal que vemos en las acciones de los demás, al mal dentro de uno mismo. Digámoslo sin rodeos: de acuerdo a Kant, ninguno de nosotros se salva; todos somos moralmente malos. Si creyésemos que sí, que estamos libres de mal, o de pecado, si quieren, probablemente sea precisamente porque este mal que nos ataca de raíz, este cáncer moral, se ha arraigado tanto en nuestro interior que nos impide ver nuestra propia mentira.

Para una persona ilustrada, de mente abierta, esto no tiene por qué incomodar… tanto. De arranque tenemos que aceptar que no somos perfectos, que no siempre somos justos, que no hacemos todo lo que podríamos para ayudar a otras personas, que a veces tenemos «malos pensamientos»… en fin. Podemos reconocer una serie de rubros en los que podemos mejorar. La palabra virtud, fuera de la filosofía (e incluso dentro), está desfasada. Pero la virtud es precisamente la fuerza de la que hacemos uso para intentar mejorar quiénes somos apuntando a una imagen, ya sea borrosa, de quiénes queremos ser.

Cuando Kant dice que todos somos malos, tal sentencia, hay que aclarar, permite por supuesto una diferencia de grado: algunos son (o somos) efectivamente más malos que otros. De forma más precisa, la virtud, entendida como la fortaleza para aspirar a un ideal propiamente moral, no es algo que poseamos por naturaleza, o incluso nos venga fácil en la situación actual de competencia en que los seres humanos nos encontramos unos respecto de otros. Cuando Kant dice que todos somos radicalmente malos, lo único que está diciendo es que no somos todo lo virtuosos que podríamos ser, no hacemos de la ley moral, esto es, del respeto a la dignidad en uno mismo y en otros, el móvil último de nuestras acciones.

Esto es bastante obvio, me parece, y no necesitamos que Kant nos lo diga para saberlo; sin embargo, sobre esta afirmación evidente es que se sientan las bases para entender la concepción de una religión racional que será el tema de esta ponencia.

Lo que me propongo hacer en esta exposición es ahondar sobre el tipo de religión que Kant construye precisamente sobre la necesidad de superar este mal radical, y voy a abogar también por su actualidad y relevancia. Además, sugeriré que la concepción kantiana de religión tiene mucho en común con la que Fiódor Dostoievski esboza en su obra cumbre: Los hermanos Karamázov, lo que no viene sin algunas tensiones y problemas. Empecemos.

El planteamiento ilustrado del problema de Dios, de la idea de Dios, por parte de Immanuel Kant, ha sido regularmente subestimado, siempre con el prejuicio de Kant como protestante, y de crianza pietista. Cualquier aporte suyo siempre terminaría concorde a la imagen de Kant como un devoto cristiano.

Quiero optar por una interpretación distinta de su filosofía, una que tenga en cuenta, por ejemplo, que Kant mismo, según sabemos por las fuentes bibliográficas disponibles, no creía ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3).

Pero antes de pasar a la exposición del pensamiento de Kant, considero importante aterrizar el problema en un lenguaje existencial, para no quedarnos meramente en la frialdad  de los conceptos filosóficos. Para esto, nos introduciremos en la problemática a partir de un pasaje de Los hermanos Karamázov, donde se plantea constantemente el problema de Dios, no únicamente desde la irrelevante cuestión acerca de su existencia como creador del mundo, sino desde las implicancias morales que acarrearía dicho mundo sin un soberano moral.

Iván Fiódorovich, una de los hermanos Karamázov, ateo, no obstante, señala:

 […] en el siglo dieciocho hubo un viejo pecador que afirmaba: si no hubiera Dios, habría que inventarlo, s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, en efecto, el hombre ha inventado a Dios. Lo extraño, lo sorprendente no es que Dios exista en verdad; lo asombroso es que semejante idea (la idea de que Dios es necesario) haya podido meterse en la cabeza de un animal tan fiero y maligno como es el hombre; hasta tal punto es sacrosanta, hasta tal punto es enternecedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. (Dostoievski 1996: 383)

Quiero mostrar que el uso del término idea que encontramos en la cita es precisamente el mismo que postula Kant en su crítica a la metafísica tradicional, y en consecuencia, examinar el tipo de religión que se puede concebir desde una idea tal.

Uno de los principales objetivos de la filosofía crítica, desde el punto de vista moral, es el de «suprimir el saber, para obtener lugar para la fe» (Kant 2007: 31). Seguimos a Kant cuando señala que «las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura», proposiciones sobre la existencia de Dios y de una vida futura, jamás podrán ser demostradas, pues «no se refieren a objetos de la experiencia» (para la sensibilidad) ni «a la posibilidad interna de ellos» (en el entendimiento) (2007: 768); pero de la misma forma, será «apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario» (Kant 2007: 769).

Digámoslo más claramente: si aceptamos que Dios no se encuentra en el mundo espacio temporal, ni está inscrito en el funcionamiento de nuestro entendimiento, de forma innata, por ejemplo, entonces jamás podremos afirmar al nivel de un conocimiento científico, ni que Dios existe, pero tampoco que no existe.

No obstante, nos queda la fe en las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma. Estos dos artículos de fe dependen de nuestra propia subjetividad moral autónoma, accesible por igual a «todos los seres humanos sin distinción» (Kant 2007: 843). Es decir, si no tenemos ninguna prueba sensible, como un milagro, ni tampoco una prueba lógica o matemática, como una de esas argumentaciones pretensiosas y refinadas, lo único que nos queda es una fe basada en nuestra autonomía moral.

Lo valioso acerca de la idea de Dios está en que nos permita pensar con mayor claridad el sentido que nosotros mismos podemos darle a la existencia de nuestra ‒otrora insignificante‒ especie de seres animales. Claro que esto conlleva el riesgo de la pérdida de nuestra autonomía, o de la mera búsqueda de un consuelo para los distintos males de la vida; o peor aún, que esta idea pierda su significación moral y sea corrompida por el interés propio y la tan humana necesidad de dominar a otros.

A pesar de los riesgos, podemos pensar la fe, en este contexto, como el compromiso con una idea, en tanto la reconocemos como importante y significativa.

Más el discurso hasta ahora se ha limitado a exponer desde un punto de vista epistemológico el problema. Recién ahora pasaremos a examinar qué tipo de religiosidad es posible sobre la base de estas meras ideas.

Para Kant, la praxis religiosa corresponde a la necesidad de salir del estado de naturaleza ético, en el cual nos encontramos al pertenecer ya a un estado civil de derecho, que nos coloca bajo leyes públicas ejercidas coactivamente por una autoridad estatal (Kant 2001: 119). A diferencia del estado de naturaleza jurídico, nadie puede obligarnos a salir del estado de naturaleza ético:

[…] en una comunidad política ya existente todos los ciudadanos políticos como tales se encuentran en el estado de naturaleza ético y están autorizados a permanecer en él; pues sería una contradicción […] que la comunidad política debiese forzar a sus ciudadanos a entrar en una comunidad ética, dado que esta última ya en su concepto lleva consigo la libertad respecto a toda coacción. (Kant 2001: 120)

Lo propio de salir del estado de naturaleza ético, entrando de esa forma en un estado civil ético, que consiste en la unión de los hombres «bajo leyes no coactivas, esto es: bajo meras leyes de virtud» (Kant 2001: 119), es precisamente que lo hacemos de forma completamente libre, y nadie puede obligarnos. La praxis religiosa únicamente tiene sentido dentro del ámbito de la libertad moral, de un querer ir más allá de las leyes jurídicas que ya de por sí son suficientes para vivir en paz y de forma segura en una sociedad.

Apliquemos esto a nuestra realidad. Actualmente, en Perú, si bien de forma precaria, nos encontramos en un estado civil de derecho: existen leyes que tenemos que obedecer nos guste o no, y no podemos simplemente decidir volver a un estado de naturaleza en sentido jurídico, a una sociedad sin leyes (por más que cuando nos subimos a la combi hacemos básicamente eso). Pero es recién en este estado civil donde podemos libremente elegir participar de una comunidad con fines que, si bien no se oponen a los de la ley, buscan ir más allá, como por ejemplo organizarnos para recaudar fondos y ayudar a algún miembro de la comunidad que pueda estar enfermo; estas son las leyes de virtud de las que habla Kant, la búsqueda de la propia perfección moral así como de la felicidad ajena, que serían el objeto de una comunidad religiosa, o una iglesia, si quieren. Como acotación, es innegable que en Perú existen numerosas parroquias, no sólo católicas sino también evangélicas, que efectivamente realizan actividades de este tipo. La praxis religiosa de la que está hablando Kant no es algo totalmente nuevo, sino que, de alguna forma u otra, siempre ha existido.

De esta forma, es considerado aberrante o contradictorio cualquier intento por parte del Estado de imponer leyes de naturaleza ética o religiosa:

Pero ¡ay del legislador que quisiera llevar a efecto mediante coacción una constitución erigida sobre fines éticos! Porque con ello no sólo haría justamente lo contrario de la constitución ética, sino que además minaría y haría insegura su constitución política. (Kant 2001: 120)

La purga de cualquier aspecto religioso de la esfera de lo político no sólo tiene como mira proteger los derechos civiles fundamentales de los ciudadanos, como la libertad de culto, sino dar el espacio adecuado para una verdadera praxis religiosa, libre. La secularización, por tanto, no debe verse como hostil a las religiones, sino como todo lo contrario.

Consistentemente con lo ya dicho, una iglesia deberá respetar ciertos principios. Primero, debe apuntar a la universalidad. Si bien puede estar «dividida en opiniones contingentes y desunida, sin embargo, atendiendo a la mira esencial, está erigida sobre principios que han de conducirla necesariamente a la universal unión en una iglesia única» (Kant 2001: 127).

En segundo lugar, su composición (o calidad) debe darse mediante «la pureza, la unión bajo motivos impulsores que no sean otros que los morales. (Purificada de la imbecilidad de la superstición y de la locura del fanatismo)» (Kant 2001: 127).

Kant, y supongo muchos de nosotros, vería con malos ojos el unirse a una comunidad religiosa principalmente para sacar provecho material de la ayuda de los demás, o por temor al castigo después de la muerte, o por cualquier otro motivo que no sea uno propiamente moral, como el del respeto al prójimo, con el que queremos entablar una comunicación que vaya más allá de la de meros ciudadanos; por supuesto que esta hipotética persona seguiría siendo libre de hacerlo. Mirar con malos ojos no significa, en este caso, prohibir.

De la misma forma, bajo este criterio podríamos juzgar la capacidad de los líderes de una determinada iglesia. Por ejemplo, dentro del Catolicismo, tenemos figuras como Gustavo Gutiérrez, por mencionar la más cercana, al cual podemos reconocerle móviles propiamente morales, como la lucha contra la pobreza y la injusticia social; pero también dentro de esta misma iglesia, nos encontramos, para mencionar otro ejemplo obvio, con un cardenal Cipriani, para quien y cuyos seguidores no resultan en lo absoluto duros o exagerados los adjetivos que utiliza Kant: imbecilidad, superstición, locura, fanatismo. No descubro nada nuevo al afirmar que muchos líderes religiosos exaltan conductas injustificables desde un punto de vista moral, y deben condenarse de forma pública, lo que, de nuevo, no equivale a prohibir o censurar.

En tercer lugar, la relación entre sus miembros debe darse «bajo el principio de libertad, tanto [de] sus miembros entre sí como la externa de la iglesia con el poder político, ambas cosas en un Estado libre«, y sin jerarquías de ningún tipo (Kant 2001: 127). Prohibir, por ejemplo, el sacerdocio al género femenino es algo irracional y aberrante. Incluso la distinción misma entre laicos y clérigos es considerada por Kant como «degradante» (2001: 151).

En cuanto a su modalidad, su constitución tiene que permanecer inmutable. Lo que no quita que su administración, enteramente contingente, pueda variar «según el tiempo y las circunstancias» (Kant 2001: 127-128).

Finalmente, entonces, cómo sería esta iglesia, ¿a qué se parecerá? Kant nos brinda la siguiente comparación:

Con la que mejor podría ser comparada es con la de una comunidad doméstica (familia) bajo un padre moral comunitario, aunque invisible, en tanto su hijo santo, que conoce su voluntad y a la vez está en parentesco de sangre con todos los miembros de la comunidad, le representa en cuanto a hacer conocida más de cerca su voluntad a aquéllos, que por ello honran en él al padre y así entran entre sí en una voluntaria, universal y duradera unión de corazón. (Kant 2001: 128)

Hay una clara alusión a Jesús en dicha cita, cuya peculiaridad no descansa en cualquier elemento sobrenatural, sino en que, en su condición de un ser humano más, es capaz de comprender y seguir la voluntad divina (para Kant netamente moral), que, sin embargo, también se encuentra a nuestro alcance, aunque la condición humana de enfrentamiento o insociable sociabilidad (precisamente, el estado de naturaleza ético), nos dificulte seguirla, y de ahí que necesitemos (o podamos necesitar) de un guía moral, cuya autoridad es reconocida gracias a nuestra propia facultad moral autónoma.

Aclaremos que si seguimos las enseñanzas de Cristo, de acuerdo a Kant, esto será únicamente en la medida que lo reconocemos libremente como a alguien digno de seguir. Y lo mismo podría pasar, sin contradicción alguna, con los líderes de otras religiones, incluso al mismo tiempo, aprendiendo de todos a la vez.

Debemos introducir ahora la diferencia entre una fe religiosa pura (fe racional) y una fe eclesiástica (histórica). Esta diferencia será fundamental para entender la —aparentemente— controversial tesis de Kant, según la cual «sólo hay una (verdadera) Religión» (Kant 2001: 134). Kant nos explica la diferencia del siguiente modo:

La fe religiosa pura es ciertamente la única que puede fundar una iglesia universal; pues es una mera fe racional, que se deja comunicar a cualquiera para convencerlo, en tanto que una fe histórica basada sólo en hechos no puede extender su influjo más que hasta donde pueden llegar, según circunstancias de tiempo y lugar, los relatos relacionados con la capacidad de juzgar su fidedignidad. (Kant 2001: 128)

Esta mera fe racional equivale a nuestra capacidad autónoma de reconocer a qué estamos obligados moralmente, mediante el uso de nuestra razón, el pensar por nosotros mismos, aunque nunca de forma solipsista, sino siempre en diálogo con otros, y buscando la máxima coherencia posible entre nuestras creencias. Subyace a toda la filosofía crítica de Kant el presupuesto de que efectivamente todos los seres humanos, en tanto seres racionales, tenemos la capacidad —falible, sin duda alguna— de reconocer la diferencia objetiva entre el bien y el mal.

En cambio, creencias acerca de la supuesta divinidad de Jesús, acerca de la naturaleza de la Trinidad, e incluso las enseñanzas mismas de Jesús (al igual que de cualquier otro profeta), corresponden a una fe eclesiástica e histórica, que es enteramente contingente, y cuya validez justamente depende de su conformidad con la fe religiosa pura.

Mas Kant no va a negar la importancia que tiene la fe eclesiástica, pues, en vista de sus contenidos más tangibles, es la única sobre la que se puede «fundar una iglesia», pues no basta con la frialdad de la fe racional, y esto debido a «una particular debilidad de la naturaleza humana» (Kant 2001: 128-129). Añade:

Los hombres, conscientes de su impotencia en el conocimiento de las cosas suprasensibles […], no son fáciles de convencer de que la aplicación constante a una conducta moralmente buena sea todo lo que Dios pide de los hombres para que éstos seas súbditos agradables a él en su reino. (Kant 2001: 129)

Queda señalado que lo único que podemos considerar racionalmente es requerido de nosotros por Dios es una conducta moralmente buena, o el cultivo de una buena voluntad.

Por ejemplo, veamos un par de los pasajes más significativos de los Evangelios:

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. (Mateo 5: 43-48)

No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 7:21)

El requerimiento moral presente en ambos pasajes no depende de algo sobrenatural, sino del mero reconocimiento de un ideal moral, que nos obliga al margen de nuestros deseos o caprichos arbitrarios. Reconocemos la validez de esos pasajes no por un sometimiento ciego a una voluntad divina, sino porque lo expresado por esta supuesta voluntad divina se adecúa a lo que nos dice nuestra propia capacidad racional. De esta forma, la única religión verdadera es aquella que se sostiene en la fe racional, y es accesible a todos universalmente mediante el uso de nuestra propia razón autónoma.

Kant fuerza la última cita y termina sugiriendo que un cristiano será aquel que ame incluso a su enemigo, al margen del cuerpo doctrinal de creencias que profese.

Volviendo a lo anterior expuesto, debe quedar absolutamente claro, no obstante, que afirmar que existe sólo una religión verdadera, por paradójico que suene, no atenta contra la diversidad de religiones, sino que precisamente reafirmar la capacidad autónoma de cada persona (y por tanto, de distintos grupos de personas, o comunidades) de acceder a esta única religión generará necesariamente distintos modos de creencia. Veamos:

Se puede añadir que en las iglesias diversas, que se separan unas de otras por la diversidad de sus modos de creencia, puede encontrarse sin embargo una y la misma verdadera Religión. (Kant 2001: 134)

Esta distinción se tendría que hacer notar en nuestro uso cotidiano del lenguaje:

Es, pues, más conveniente […] decir: este hombre es de esta o aquella creencia (judía, mahometana, cristiana, católica, luterana), que decir: es de esta o aquella Religión. (Kant 2001: 134)

Así, no sólo ningún modo de creencia puede imponerse a otro, sino que quedan sólidamente establecidas las bases para el diálogo entre los distintos modos de creencia, pues comparten esta religión única y netamente moral.

Ambas formas de fe coexisten, pero la fe eclesiástica tiene a la fe racional como su «intérprete supremo» (Kant 2001: 136). Es más, se puede decir que la fe eclesial puede contener dentro de sí a la fe racional (aunque muchas veces oscurecida o corrompida), y es la presencia de esta última lo que «constituye aquello que [en la primera] es auténtica Religión» (Kant 2001: 139). En el segundo pasaje de la Biblia que veíamos, teníamos a la fe histórica cristiana expresando al mismo tiempo una verdad fundamental que sólo podemos reconocer gracias a la fe racional.

De este modo, Kant afirma que la moralidad no debe ser interpretada según la Biblia, sino más bien la Biblia según la moralidad (2001: 137n); y si bien adecuar el texto sagrado a los principios morales racionales puede generar interpretaciones forzadas respecto de ciertos pasajes, esto es igual preferible a «una interpretación literal que o bien no contiene absolutamente nada para la moralidad o bien opera en contra de los motivos impulsores de esta» (2001: 137).

La función de una fe eclesial (o un modo de creencia) se dirige siempre a un cierto pueblo en una época determinada (Kant 2001: 142); la función de la fe religiosa pura, posesión de cada persona, será la de regular y hacer primar la moral en un determinado modo de creencia, pues resulta innegable la propensión de las instituciones religiosas (tanto de las personas que las integran como sus seguidores) a corromperse, y buscar la dominación terrena, traicionando de esta forma los principios fundamentales de la moralidad y de la religión misma, que como hemos visto, coinciden. Ejemplo: el Vaticano. No se me ocurre nada más lejano a las enseñanzas fundamentales de los evangelios que el papel que ha desarrollado la Iglesia Católica en los pocos milenios de su existencia (aunque es innegable que algunas cosas buenas ha hecho).

Dostoievski nos dice precisamente eso en boca de uno de sus protagonistas. Roma, al incorporar el Cristianismo en su estructura estatal pagana, terminó destruyéndolo. Una verdadera iglesia cristiana, como la de los primeros siglos, tiene que ser libre, regida únicamente por nuestra conciencia moral, ayudada por supuesto, de las enseñanzas de Jesús. El Vaticano es la vergüenza del Cristianismo.

Debe resultar evidente que ambos tipos de fe se encontrarán en los distintos modos de creencia históricos, y ningún modo de creencia particular podrá adjudicarse la exclusividad de la fe racional. Esta terminología kantiana, por lo tanto, no debe resultar hostil a ningún modo de creencia existente, así como tampoco favoreciendo a uno específico (como al cristianismo, o dentro de él, al protestantismo, y menos aún, al pietismo).

Puesto que Kant habla de la idea de una religión racional, sí es posible hablar de un progreso, a saber, que «el tránsito gradual de la fe eclesial al dominio único de la fe religiosa pura es el acercamiento del reino de Dios» (Kant 2001: 143). Puesto de otra forma, el cambio de «la forma de una degradante fe coactiva por una forma eclesial que sea adecuada a la dignidad de una Religión moral, a saber: la forma de una fe libre» (Kant 2001: 153n). Digámoslo sin ambigüedades: desde este punto de vista, un modo de creencia en el que sus miembros estén obligados por la fuerza a actuar de tal o cual modo será inferior a aquel otro en el que sus creyentes tengan libertad de conciencia.

Este ideal se mantendrá siempre inalcanzable, y cualquier intento humano con miras a este fin será siempre uno de acercamiento.

[Una religión racional] Es una idea de la Razón, cuya presentación en una intuición [sensible] que le sea adecuada nos es imposible, pero que como principio regulativo práctico tiene realidad objetiva para actuar en orden a ese fin de la unidad de la Religión racional pura. (2001: 153n)

Puesto de otro modo, en la medida que esta idea nos parece razonable, podemos actuar dentro de las instituciones religiosas ya existentes e intentar cambiarlas de forma que se adecúen a la idea, mas nunca de forma perfecta. Un ejemplo sería que las monjas de una determinada congregación entren en huelga y exijan que finalmente se les reconozca la posibilidad de acceder al sacerdocio.

No es menos importante señalar que, en la medida que estamos en el ámbito de las ideas de la razón, su validez depende únicamente del «consenso de ciudadanos libres» (Kant 2007: 766), y por lo tanto, esta visión sobre la religión no podrá ser jamás impuesta, sino únicamente razonablemente aceptada.

Nos adentramos ya en la recta final de esta ponencia, y se vuelve imprescindible hablar un poco del Cristianismo.

 Alguien podría pensar que este modo de creencia ha tenido bastante éxito, si tomamos en cuenta que empezó con una sola persona, y ahora son más de 2000 millones. Pero, ¿qué tanto ha arraigado verdaderamente el Cristianismo? ¿Qué diferencia a los cristianos de hoy en día (y no me refiero a sus intelectuales, sino a los creyentes) de, no sé, digamos, los romanos de la época de Jesús? ¿Alguien podría afirmar, con siquiera un mínimo de convicción, que el creyente cristiano promedio está más cerca de un ideal moral que cualquier creyente de algún otro modo de creencia de cualquier otra época? Puesto todavía de otro modo, ¿cuántos verdaderos cristianos hay hoy en el mundo?

Por supuesto que hay ilimitadas formas de interpretar los Evangelios, yo únicamente me refiero a aquella que tanto Kant como Dostoievski aceptarían, la que hace énfasis en el sometimiento a un ideal moral que nos trasciende, y que incluye un respeto absoluto al prójimo, humildad, un escrutinio constante de nuestras motivaciones por parte de nuestra propia conciencia moral, y quizás el elemento más importante: una fe libre.

Esta interpretación mucho más exigente del Cristianismo lleva a Dostoievski a afirmar que la sociedad cristiana «se sostiene únicamente sobre siete justos» (Dostoievski 1996: 155). Esto está en el otro polo respecto del Cristianismo de Alan García, que lo acoge incluso a él.

Si bien hasta hace unos momentos todo parecía andar muy bien; tenemos como meta la idea de una comunidad religiosa plenamente democrática, donde cada quien participe libremente, y que se rija únicamente por principios morales que puedan ser universalizables, al menos en un sentido amplio. Pero ha llegado el momento de hacer las preguntas difíciles, y ya cae de maduro el siguiente cuestionamiento: ¿qué tan plausible o realista es esta idea?

Después de relatar una serie de hechos reales, entre los más crueles que podemos imaginar, llevados a cabo precisamente por seres humanos, Iván Karamázov cuenta la parábola de un hipotético encuentro en el año 1500 entre el Gran Inquisidor (no confundir con el Gran Canciller) y Jesucristo mismo, que ha vuelto a la tierra, pero ha sido rápidamente capturado y condenado a la hoguera por la Iglesia Católica, que lo ve, con justa razón, como un peligro para sus intereses, como un estorbo.

La escalofriante crítica del Gran Inquisidor a su prisionero apunta precisamente en contra de una fe libre y su inadecuación con la naturaleza humana, que es débil, vil, servil, pues los hombres somos «esclavos, aun habiendo sido creados rebeldes» (Dostoievski 1996: 412). De acuerdo al Gran Inquisidor, Jesús debió bajar de la cruz y someter a toda la humanidad en ese preciso instante. Pero no lo hizo porque quería una «fe libre, no milagrosa» (Dostoievski 1996: 412). Lo poco que ha arraigado verdaderamente el Cristianismo después de 2000 años, o algún otro modo de creencia basado en principios similares, parecería darle la razón a Iván, quien ha cuestionado la plausibilidad de dicho ideal. La humanidad parecería necesitar de una Iglesia fuerte, autoritaria, de un Gran Inquisidor que nos guíe como los borregos que somos.

Pero la dificultad en la realización de un ideal —de nuevo, siempre imperfecta—, y en este caso, quizás el más elevado de todos los ideales, no puede ser un motivo para rechazarlo. O quizás la forma en que Iván concibe la praxis religiosa, como una lucha sobre todo individual, vuelve el camino más tortuoso.

Intentar sobreponernos individualmente a nuestra naturaleza de viles esclavos, o al mal radical en nuestra naturaleza, como diría Kant, es una labor digna del Mesías; por eso Kant ve a la religión, que es la forma de superar esta condición, siempre como una práctica comunitaria, a la que además antepone el problema de la consecución de «una sociedad civil que administre universalmente el derecho«, o una «constitución civil perfectamente justa» (2006: 10-11).

El mal sólo puede vencerse en comunidad con otros:

El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (Kant 2001: 118)

O tal vez la cuestión acerca de la plausibilidad o realismo del ideal termine siendo irrelevante. Quizás la oposición entre elegir seguir al Profeta o al Gran Inquisidor sea tan sólo aparente, pues apenas una alternativa implique siquiera elección alguna.

Muchas gracias.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

Por una religión dentro de los límites de la mera razón (o cómo es posible una religión basada en meras ideas)[1]

«Muchas son las cosas de la tierra que se nos mantienen ocultas; en cambio, se nos ha concedido el don, misterioso y secreto, de percibir nuestro nexo vivo con el mundo del más allá, con un mundo superior y mejor […]»

(Dostoievski 1996: 499)

Introducción

El objetivo del presente ensayo será dar luces acerca del fenómeno de la secularización, valiéndonos tanto de la definición de religión que Mark Taylor propone en After God, a la vez que hacemos uso de algunos conceptos de la filosofía de la religión de Immanuel Kant, así como del espíritu ilustrado que atraviesa su obra.

De esta forma, no seguiremos a Taylor en su posterior análisis de la tradición, sino que haremos, más bien, uso instrumental de su definición de religión e intentaremos integrarla con la filosofía de Kant, esperando obtener así un entendimiento de la secularización todavía vigente, y que se condiga con las principales teorías políticas liberales de la actualidad.

De arranque, aceptamos como uno de nuestros presupuestos la tesis de Taylor según la cual la secularización es un fenómeno religioso (2007: xiii; 132). No obstante, creemos que si esta tesis no es explicada al margen de las tradiciones existentes, o llevada a sus últimas consecuencias, se termina oscureciendo lo que la secularización propiamente es; o puesto de otro modo, lo que la distingue de otras formas de religiosidad.

Así, empezaremos con una exposición conceptual de la definición de religión de Mark Taylor; luego intentaremos conectarla con el planteamiento del problema ilustrado de Immanuel Kant, para lo cual recurriremos a una serie de sus conceptos, así como a algunas imágenes literarias de la obra cumbre de Fiódor Dostoievski, Los hermanos Karamázov; finalmente, presentaremos, a manera de esbozo, una posible definición de secularización, inspirada en las teorías de Taylor y de Kant.

Por una definición compleja de religión

El loable objetivo de Mark Taylor en el primer capítulo de After God es el de darnos las herramientas conceptuales para pensar el fenómeno de la religión con la complejidad que le es propio. Identificar la religión exclusivamente con ciertos ritos, del todo prescindibles (y con la superstición que los suele caracterizar), reduciendo de esta forma su alcance, y pensando que la política, la psicología y la ciencia (entre otras disciplinas) pueden reemplazar completamente el vacío que aquella deja, es fallar completamente en la compresión de lo que la religión propiamente es, y la forma en que «existe una dimensión religiosa inherente a toda la cultura» (Taylor 2007: 3).

Así como existen formas de religiosidad que buscan «simplicidad, seguridad y certeza»,  a la vez que vuelven absolutas normas relativas y «dividen el mundo en opuestos excluyentes» (Taylor 2007: 4); la religión, para Taylor, entendida en toda su complejidad, no sólo provee «cimientos seguros», sino que tiene la función de «desestabilizar cualquier tipo de religiosidad al subvertir la lógica oposicional del o lo uno o lo otro» (2007: 4).

La definición de religión propuesta por Mark Taylor es la siguiente:

La religión es una red [network] emergente, compleja y adaptativa de símbolos, mitos, y rituales que, por un lado, configuran [figure] esquemas [schema] de sentimientos, pensamientos y acciones que le dan significado y sentido a la vida, y por otro lado, desbaratan, dislocan y desfiguran cualquier estructura estabilizadora. (Taylor 2007: 12)

Estos esquemas serán válidos en la medida que nos permitan «hacer predicciones útiles» que incluyan «la interpretación y extrapolación, y a veces la generalización» de situaciones nuevas y de las «regularidades de la experiencia» (Taylor 2007: 13). Su viabilidad depende precisamente de «su exactitud teórica y eficacia práctica» (Taylor 2007: 16).

El acto de configurar esquemas incluirá en sí mismo siempre «algo que no puede ser representado ni comprendido», cualquier configuración [figures] «estará siempre desfigurada como si desde su interior» (Taylor 2007: 20).

Una red religiosa sería una más entre otras como una filosófica, otra de las artes, de las ciencias naturales y las ciencias sociales (Taylor 2007: 29). Los esquemas generados por estas distintas redes no serían independientes, sino que estarían interrelacionados y su constitución sería interdependiente (Taylor 2007: 15).

La función propia de la red religiosa, de acuerdo a Taylor, sería la de abordar «os problemas teológicos, antropológicos y cosmológicos», que pueden articularse en torno a las figuras interrelacionadas de Dios, alma [self], y mundo (2007: 22). Estas tres figuras corresponden, en la filosofía crítica de Kant, a las tres ideas trascendentales, configuradoras de sentido, de la misma forma llamadas ideas de Dios, alma y mundo.

Así como Taylor afirma que «la estructura y el desarrollo del conocimiento debe ser consistente con la estructura y el desarrollo de los fenómenos investigados» (2007: 30), la función de las ideas trascendentales kantianas será únicamente exigir «integridad del uso del entendimiento en la concatenación de la experiencia» (Kant 1999: 209).

Aceptando la definición de Mark Taylor, entonces, procederemos a examinar algunos aspectos de la filosofía de la religión de Kant, y ver hasta qué punto son compatibles con aquella, y en qué sentido pueden expandirla y enriquecerla.

Dios como una hipótesis trascendental

El planteamiento ilustrado del problema de Dios, de la idea de Dios, por parte de Immanuel Kant, ha sido regularmente subestimado por buena parte de los comentaristas, siempre con el prejuicio de Kant como protestante, y de crianza pietista. Cualquier aporte suyo siempre terminaría concorde a la imagen de Kant como un devoto cristiano.

Queremos optar por una interpretación distinta del pensamiento del filósofo de Königsberg, una que tenga en cuenta que Kant mismo no creía ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3). Será de suma importancia para el proyecto del presente ensayo mostrar que es posible y razonable hablar sobre religión sin comprometerse con ninguna en particular. Es más, será necesario poder contar con herramientas para hacer precisamente esto si es que nuestra propuesta concebirá la secularización como el advenimiento de un orden religioso neutro, estrictamente racional y moral (luego veremos cómo esto pueda ser compatible con la existencia de las grandes religiones históricas).

Para empezar con esta propuesta, será importante aterrizar este cuestionamiento en un lenguaje existencial, y no meramente el frío lenguaje filosófico. Para esto, haremos uso de Los hermanos Karamázov, donde se plantea constantemente el problema de Dios, no únicamente desde la irrelevante cuestión acerca de su existencia como creador del mundo, sino desde las implicancias morales que acarrearía dicho mundo sin un soberano moral.

Iván Fiódorovich, una de los hermanos Karamázov, ateo, no obstante, señala:

[…] en el siglo dieciocho hubo un viejo pecador que afirmaba: si no hubiera Dios, habría que inventarlo, s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, en efecto, el hombre ha inventado a Dios. Lo extraño, lo sorprendente no es que Dios exista en verdad; lo asombroso es que semejante idea (la idea de que Dios es necesario) haya podido meterse en la cabeza de un animal tan fiero y maligno como es el hombre; hasta tal punto es sacrosanta, hasta tal punto es enternecedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. (Dostoievski 1996: 383)

Queremos mostrar que el uso del término idea es precisamente el mismo que postula Kant en su crítica a la metafísica tradicional, y en consecuencia el tipo de religión que se puede concebir desde una idea tal, y cómo inevitablemente nos lleva considerar la secularización, no como la desaparición de la religión, sino como un tipo distinto de religiosidad.

Uno de los principales objetivos de la filosofía crítica, desde el punto de vista moral, es el de «suprimir el saber, para obtener lugar para la fe» (Kant 2007: 31; BXXX). Seguimos a Kant cuando señala que «las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura», sobre la existencia de Dios y de una vida futura, jamás podrán ser demostradas, pues «no se refieren a objetos de la experiencia» (sensibilidad) ni «a la posibilidad interna de ellos» (entendimiento) (2007: 768); pero de la misma forma, será «apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario» (Kant 2007: 769).

Es así que tanto Dios como la inmortalidad del alma quedan rebajados (¿o elevados?) a la condición de una hipótesis trascendental, que pueden ser usadas en el campo de batalla de la razón pura «como armas de guerra», mas nunca para «fundar en ellas un derecho, sino sólo para defenderlo» (Kant 2007: 798).

Lo que está en juego con tales ideas en el uso práctico de nuestra razón no es sino la moralidad misma. Mas no es esta última la que depende de las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma, sino que la fe en estos dos artículos de fe depende de nuestra propia subjetividad moral autónoma[2], accesible por igual a «todos los seres humanos sin distinción» (Kant 2007: 843).

Lo valioso acerca de la idea de Dios está en que nos permita pensar con mayor claridad el sentido que nosotros mismos podemos darle a la existencia de nuestra ‒otrora insignificante‒ especie de seres animales. Claro que esto conlleva el riesgo de la pérdida de nuestra autonomía, o de la mera búsqueda de un consuelo para los distintos males de la vida; o peor aún, que esta idea pierda su significación moral y sea corrompida por el interés propio y la tan humana necesidad de dominar a otros.

A pesar de los riesgos, podemos pensar la fe, en este contexto, como el compromiso con una idea, en tanto la reconocemos como importante y significativa.

Más el discurso hasta ahora se ha limitado a exponer desde un punto de vista epistemológico el problema. Recién ahora pasaremos a examinar qué tipo de religiosidad es posible sobre la base de estas meras ideas, y cómo esto nos pueda dar luces acerca del fenómeno religioso que es la secularización.

La religión dentro de los límites de la mera razón

Para Kant, la praxis religiosa corresponde a la necesidad de salir del estado de naturaleza ético, en el cual nos encontramos al pertenecer a un estado civil de derecho, que nos coloca bajo leyes públicas ejercidas coactivamente por una autoridad estatal (Kant 2001: 119). A diferencia del estado de naturaleza jurídico, nadie puede obligarnos a salir del estado de naturaleza ético:

[…] en una comunidad política ya existente todos los ciudadanos políticos como tales se encuentran en el estado de naturaleza ético y están autorizados a permanecer en él; pues sería una contradicción […] que la comunidad política debiese forzar a sus ciudadanos a entrar en una comunidad ética, dado que esta última ya en su concepto lleva consigo la libertad respecto a toda coacción. (Kant 2001: 120)

Lo propio de salir del estado de naturaleza ético, entrando de esa forma en un estado civil ético, que consiste en la unión de los hombres «bajo leyes no coactivas, esto es: bajo meras leyes de virtud» (Kant 2001: 119), es precisamente que lo hacemos de forma completamente libre, y nadie puede obligarnos. La praxis religiosa únicamente tiene sentido dentro del ámbito de la libertad moral, de un querer ir más allá de las leyes jurídicas que ya de por sí son suficientes para vivir en paz y de forma segura en una sociedad.

De esta forma, es considerado aberrante o contradictorio cualquier intento por parte del Estado de imponer leyes de naturaleza ética o religiosa:

Pero ¡ay del legislador que quisiera llevar a efecto mediante coacción una constitución erigida sobre fines éticos! Porque con ello no sólo haría justamente lo contrario de la constitución ética, sino que además minaría y haría insegura su constitución política. (Kant 2001: 120)

La purga de cualquier aspecto religioso de lo político no sólo tiene como mira proteger los derechos civiles de los ciudadanos, sino dar el espacio adecuado para una verdadera praxis religiosa, libre. En esto consiste un primer momento de la secularización, la separación entre cualquier religión del poder coercitivo estatal. En este primer sentido, propiamente, no se puede hablar de la secularización como un fenómeno religioso.

Consistentemente con lo ya dicho, una iglesia deberá respetar ciertos principios. Primero, debe apuntar a la universalidad. Si bien puede estar «dividida en opiniones contingentes y desunida, sin embargo, atendiendo a la mira esencial, está erigida sobre principios que han de conducirla necesariamente a la universal unión en una iglesia única (así pues, ninguna división en sectas)» (Kant 2001: 127).

En segundo lugar, su composición (o calidad) debe darse mediante «la pureza, la unión bajo motivos impulsores que no sean otros que los morales. (Purificada de la imbecilidad de la superstición y de la locura del fanatismo)» (Kant 2001: 127).

En tercer lugar, la relación entre sus miembros debe darse «bajo el principio de libertad, tanto [de] sus miembros entre sí como la externa de la iglesia con el poder político, ambas cosas en un Estado libre«, y sin jerarquías de ningún tipo (Kant 2001: 127).

En cuanto a su modalidad, su constitución tiene que permanecer inmutable. Lo que no quita que su administración, enteramente contingente, pueda variar «según el tiempo y las circunstancias» (Kant 2001: 127-128).

Finalmente, entonces, cómo sería esta iglesia, ¿a qué se parecerá? Kant nos brinda la siguiente comparación:

Con la que mejor podría ser comparada es con la de una comunidad doméstica (familia) bajo un padre moral comunitario, aunque invisible, en tanto su hijo santo, que conoce su voluntad y a la vez está en parentesco de sangre con todos los miembros de la comunidad, le representa en cuanto a hacer conocida más de cerca su voluntad a aquéllos, que por ello honran en él al padre y así entran entre sí en una voluntaria, universal y duradera unión de corazón. (Kant 2001: 128)

Hay una clara alusión a Jesús en dicha cita, cuya peculiaridad no descansa en cualquier elemento sobrenatural, sino en que, en su condición de un ser humano más, es capaz de comprender y seguir la voluntad divina (para Kant netamente moral), que también se encuentra a nuestro alcance, aunque la condición humana de enfrentamiento o insociable sociabilidad (precisamente, el estado de naturaleza ético), nos dificulte seguirla, y de ahí que necesitemos (o podamos necesitar) de un guía moral, cuya autoridad es reconocida gracias a nuestra propia facultad moral autónoma.

Debemos introducir ahora la diferencia entre una fe religiosa pura (fe racional) y una fe eclesiástica (histórica). Esta diferencia será fundamental para entender la —aparentemente— controversial tesis de Kant, según la cual «sólo hay una (verdadera) Religión» (Kant 2001: 134). Kant nos explica la diferencia del siguiente modo:

La fe religiosa pura es ciertamente la única que puede fundar una iglesia universal; pues es una mera fe racional, que se deja comunicar a cualquiera para convencerlo, en tanto que una fe histórica basada sólo en hechos no puede extender su influjo más que hasta donde pueden llegar, según circunstancias de tiempo y lugar, los relatos relacionados con la capacidad de juzgar su fidedignidad. (Kant 2001: 128)

Esta mera fe racional equivale a nuestra capacidad autónoma de reconocer a qué estamos obligados moralmente, mediante el uso de nuestra razón, el pensar por nosotros mismos, aunque nunca de forma solipsista, sino siempre en diálogo con otros, y buscando la máxima coherencia posible entre nuestras creencias.

En cambio, creencias acerca de la supuesta divinidad de Jesús, acerca de la naturaleza de la Trinidad, e incluso las enseñanzas misma de Jesús (al igual que de cualquier otro profeta), corresponden a una fe eclesiástica e histórica, que es enteramente contingente, y cuya validez justamente depende de su conformidad con la fe religiosa pura.

Mas Kant no va a negar la importancia que tiene la fe eclesiástica, pues, en vista de sus contenidos más tangibles, es la única sobre la que se puede «fundar una iglesia», pues no basta con la frialdad de la fe racional, y esto debido a «una particular debilidad de la naturaleza humana» (Kant 2001: 128-129). Añade:

Los hombres, conscientes de su impotencia en el conocimiento de las cosas suprasensibles […], no son fáciles de convencer de que la aplicación constante a una conducta moralmente buena sea todo lo que Dios pide de los hombres para que éstos seas súbditos agradables a él en su reino. (Kant 2001: 129)

Queda señalado que lo único que podemos considerar racionalmente es requerido de nosotros por Dios es una conducta moralmente buena, o el cultivo de una buena voluntad.

De esta forma, la única religión verdadera es aquella que se sostiene en la fe racional, y es accesible a todos universalmente mediante el uso de nuestra propia razón autónoma.

Debe quedar absolutamente claro, no obstante, que esta afirmación no atenta contra la diversidad de religiones, sino que precisamente reafirmar la capacidad autónoma de cada persona (y por tanto, de distintos grupos de personas, o comunidades) de acceder a esta única religión generará necesariamente distintos modos de creencia. Veamos:

Se puede añadir que en las iglesias diversas, que se separan unas de otras por la diversidad de sus modos de creencia, puede encontrarse sin embargo una y la misma verdadera Religión. (Kant 2001: 134)

Esta distinción se tendría que hacer notar en nuestro uso cotidiano del lenguaje:

Es, pues, más conveniente […] decir: este hombre es de esta o aquella creencia (judía, mahometana, cristiana, católica, luterana), que decir: es de esta o aquella Religión. (Kant 2001: 134)

Así, no sólo ningún modo de creencia puede imponerse a otro (pues sería absurdo que un modo de creencia pretenda el monopolio de la única religión verdadera), sino que quedan sólidamente establecidas las bases para el diálogo entre los distintos modos de creencia, pues comparten esta religión única y netamente moral.

Evidentemente, existe una clara correspondencia entre la fe eclesiástica histórica y los modos de creencia, por un lado, y la fe racional con la única religión verdadera, por el otro. Ambas formas de fe pueden coexistir, pero la fe eclesiástica tiene a la fe racional como su «intérprete supremo» (Kant 2001: 136).

Es más, se puede decir que la fe eclesial puede contener dentro de sí a la fe racional (aunque muchas veces oscurecida o corrompida), y es la presencia de esta última lo que «constituye aquello que [en la primera] es auténtica Religión» (Kant 2001: 139).

De este modo, Kant afirma que la moralidad no debe ser interpretada según la Biblia, sino más bien la Biblia según la moralidad (2001: 137n); y si bien adecuar el texto sagrado a los principios morales racionales puede generar interpretaciones forzadas respecto de ciertos pasajes, esto es igual preferible a «una interpretación literal que o bien no contiene absolutamente nada para la moralidad o bien opera en contra de los motivos impulsores de esta» (2001: 137).

La función de una fe eclesial (o un modo de creencia) se dirige siempre a «un cierto pueblo en un cierto tiempo en un sistema que se mantiene de un modo constante» (Kant 2001: 142); la función de la fe religiosa pura, posesión de cada persona, será la de regular y hacer primar la moral en un determinado modo de creencia, pues resulta innegable la propensión de las instituciones religiosas (tanto de las personas que las integran como sus seguidores) a corromperse, y buscar la dominación terrena, traicionando de esta forma los principios fundamentales de la moralidad y de la religión misma, que como hemos visto, coinciden.

Puesto que en realidad la fe religiosa jamás podrá darse en su forma pura, sino que siempre estará acompañada de ciertas características de una fe eclesiástica, Kant introduce dos nuevos tipos de fe, mutuamente excluyentes. La fe beatificante sería posesión de «todo aquel en quien la creencia eclesial, refiriéndose a su meta, la fe religiosa pura, es práctica» (Kant 2001: 143); esta fe será libre, «fundada sobre puras intenciones del corazón» (Kant 2001: 144). Por otro lado, tenemos a la fe de prestación, que «busca hacerse agradable a Dios mediante acciones (del cultus) que (aunque trabajosas) no tienen por sí ningún valor moral», y son por lo tanto acciones «que también un hombre malo puede ejecutar» (Kant 2001: 144).

Debe resultar evidente que ambos tipos de fe se encontrarán en los distintos modos de creencia históricos, y ningún modo de creencia particular podrá adjudicarse la exclusividad de la fe beatificante. Esta terminología kantiana, por lo tanto, no debe resultar hostil a ningún modo de creencia existente, así como tampoco favoreciendo a uno específico (como el cristianismo, o dentro de él, el protestantismo, y menos aún, el pietismo).

Podremos entender ahora un segundo sentido de secularización, el menos aparente, y que, como afirma Mark Taylor, constituye un fenómeno religioso; a saber, que «el tránsito gradual de la fe eclesial al dominio único de la fe religiosa pura es el acercamiento del reino de Dios» (Kant 2001: 143). Puesto de otra forma, el cambio de «la forma de una degradante fe coactiva por una forma eclesial que sea adecuada a la dignidad de una Religión moral, a saber: la forma de una fe libre» (Kant 2001: 153n).

Pero esta secularización, que depende de la idea de una religión racional, se mantendrá siempre inalcanzable, y cualquier intento humano con miras a este fin será siempre uno de acercamiento[3]. Además, en la medida que estamos en el ámbito de las ideas de la razón, su validez depende únicamente del «consenso de ciudadanos libres» (Kant 2007: 766), y por lo tanto, esta visión sobre la religión no podrá ser jamás impuesta, sino únicamente razonablemente aceptada.

Conclusiones

Una red religiosa, tal como se deriva de la definición de Mark Taylor, así como los esquemas que pueda incluir, tendrán que ser evaluados por una moral universalista y racional si es que de lo que se trata es  de medir el grado de secularización que una red determinada posee. Así, un determinado modo de creencia, como el mormonismo, que no permitía el sacerdocio de hombres de origen africano hasta 1978 (atentando contra la universalidad como característica de una iglesia verdadera), puede ser justamente evaluada, respecto de ese aspecto, como menos secularizada que una que sí lo permita. De la misma forma puede ser condenada la exclusión de las mujeres de esta misma institución (el sacerdocio) en el cristianismo.

No es posible hablar de la secularización como un fenómeno religioso si no aceptamos como criterio decisivo la independencia de la moralidad, y la sumisión gradual de las religiones históricas a esta autonomía. Por supuesto que cuando hablamos de moralidad no nos referimos a la moral de Kant, ni a una moralidad occidental y europea. Cómo sea posible o siquiera legítimo hablar de una moral universal es un problema que escapa el alcance de este trabajo. Más semejante labor no debe oscurecer la cada vez más predominante presencia en el mundo de una moral basada en el respeto absoluto a la dignidad humana, que es, a grandes rasgos, lo único que la moralidad toda exige de nosotros.

Cualquier visión comprehensiva, o un metarrelato, ciertamente conlleva el riesgo de ser usada de forma abusiva, sin lugar a dudas; pero justamente es esta visión de la secularización la que puede enfrentar mejor y con mayor claridad tales peligros, afirmando la pluralidad de creencias sobre la base del respeto mutuo.


[1] Lo que sigue es mi ensayo final de un curso de la Maestría en Filosofía, del 2011-1, dictado por Luis Bacigalupo, sobre secularización.

[2] Veamos la siguiente cita:

[…] la convicción no es certeza lógica, sino certeza moral; y como descansa en fundamentos subjetivos (de la disposición moral del ánimo, resulta que ni siquiera debo decir: es moralmente cierto que hay un Dios, etc., sino: yo estoy moralmente cierto, etc. Eso significa: la fe en un Dios y en otro mundo está tan entrelazada con mi disposición moral de ánimo, que así como no corro peligro de perder la última, así tampoco me preocupo porque pueda serme arrancada jamás la primera. (Kant 2007: 841-842)

Debe quedar claro que la moralidad no depende de la existencia de un ser suprasensible, sino de nuestra propia racionalidad.

[3] Kant afirma, consecuentemente con su epistemología:

[Una religión racional] Es una idea de la Razón, cuya presentación en una intuición que le sea adecuada nos es imposible, pero que como principio regulativo práctico tiene realidad objetiva para actuar en orden a ese fin de la unidad de la Religión racional pura. (2001: 153n)

Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

TAYLOR, Mark C.

After God. Chicago: The University of Chicago Press, 2007.

El superhombre de… Dostoievski

Una importante aclaración previa: esta descripción del hombre-dios no puede ser atribuida directamente a Dostoievski, sino que sale de la boca de Satanás, tal como es imaginado por Iván Fiódorovich Karamázov.

A mi modo de ver, no hay que destruir nada, lo único que hace falta es acabar en la humanidad con la idea de Dios, ¡es por ahí por donde hay que poner las manos a la obra! Es por ahí, por ahí, por donde hace falta empezar, ¡oh, ciegos, que nada comprenden! Cuando la humanidad rechace a Dios (yo creo que ese periodo llegará de modo paralelo a como llegan los periodos geológicos), sin necesidad de antropofagia se derrumbará por sí misma toda la antigua ideología y, sobre todo, toda la antigua moral, todo se renovará. Los seres humanos se reunirán para exprimir de la vida cuánto ésta pueda dar, pero sólo para alcanzar la felicidad y la alegría en este mundo. El hombre se encumbrará con un espíritu divino, con un orgullo titánico y aparecerá el hombre-dios. Venciendo a cada hora y ya sin límites a la naturaleza, el hombre, gracias a su voluntad y a la ciencia, experimentará a cada hora un placer tan excelso que le sustituirá todas las anteriores esperanzas en los placeres celestes. Cada uno sabrá que es mortal en cuerpo y alma, sin resurrección, y aceptará la muerte orgullosa y tranquilamente, como un dios. Comprenderá por orgullo que no tiene por qué murmurar de que la vida sea sólo un instante y amará a su prójimo sin necesidad de recompensa alguna. El amor satisfará sólo el instante de la vida, pero la simple conciencia de su brevedad hará más poderoso su fuego, en tanta medida cuanto anteriormente se dispersa en las esperanzas del amor de ultratumba y sin fin… (Dostoievski: 941)

Esta idea del superhombre, que es fundamental para Friedrich Nietzsche, aparece de forma similar (como pueden juzgar) ya en la obra literaria de Dostoievski, de la mano del correlato necesario de la muerte de Dios.

Continúa Satanás:

Pero, comoquiera que, dada la contumacia estupidez humana, eso quizá no se produzca ni en mil años, a todo aquel que ya ahora tenga conciencia de la verdad le será permitido ordenar su vida tal como le plazca en consecuencia con los nuevos principios. En este sentido, para él «todo está permitido». Es más: aunque nunca llegue el periodo indicado, comoquiera que no existen Dios ni la inmortalidad, nada impide al nuevo hombre hacerse hombre-dios, aunque sea él solo en todo el mundo, y ya, desde luego, en su nuevo rango, saltarse con alegre corazón todos los obstáculos morales del anterior hombre esclavo, si es preciso. ¡Para Dios, la ley no existe! ¡ Donde esté Dios, el lugar ya es divino! Donde esté yo, aquél será al instante el primer lugar… «Todo está permitido». (Dostoievski: 941-942)

No obstante, me parece que Dostoievski, a diferencia de Nietzsche, está lejos de afirmar esta idea, que si es llevada a sus últimas consecuencias, quizás pueda resultar nociva para la humanidad. «Para Dios, la ley no existe» es una afirmación bastante fuerte y controvertida.

El hombre-dios, desde una perspectiva distinta, podría ser aquel que descubra no que no existe una ley externa, sino que ésta, más bien, proviene de sí mismo… Sólo digo.

Para una entrada con una temática similar, ver: La necesidad de la idea de Dios, y una —¿verdadera?— declaración de amor (o una entrada doble sobre Los hermanos Karamázov).


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

Top 10 de entradas 2010

Al igual que el año pasado, me pareció pertinente recopilar las entradas más memorables de este humilde blog a lo largo del año que nos deja. Ya anuncié algunos ligeros cambios hace varias semanas, así que vamos directo a la cuestión:

Si bien me gradué el 2009, que esta foto represente el breve exilio, tanto como el retorno, de este bloguero respecto de la filosofía.

10. Pensamiento Homero.

Nunca falta algo de comic relief.

Ver también Independent Thought Alarm.

9. Un robot Descartes.

Algo que quiero hacer cada vez más es comentar obras de ficción, ya sean de literatura o cine, haciendo uso de conceptos filosóficos. Si bien esta entrada es sobre todo expositiva, demuestra lo bien que le sienta la filosofía a la ciencia ficción.

8. Palabras inmortales.

Esta entrada es breve, y consiste básicamente en una cita de la Apología. No obstante, la fuerza de la misma la coloca en este ranking sin dificultad alguna.

7. La virtud en Aristóteles, Kant y MacIntyre (cortesía de Allen W. Wood).

Una de las oposiciones más comunes en nuestras días, al hablar de ética, es la que se hace entre Aristóteles y Kant. No obstante, tal dicotomía es artificiosa y es una de las más excelsas labores de este blog colaborar a un mejor entendimiento del pensamiento de ambos autores.

Ver también:

Allen Wood y la nueva aurora del pensamiento ético kantiano.

6. Una carta de Somos, el (infame) Museo de la Memoria, y la dignidad humana.

Considero de suma importancia el aporte que puedan hacer los conceptos de una teoría ética a problemas de actualidad, de tal forma que podamos pensarlos mejor. Esta entrada es un intento precisamente de eso.

Ver también Mario Vargas Llosa y la legalización de las drogas.

5. Un héroe kantiano.

No existe un abismo entre la racionalidad y nuestras emociones, pues estas últimas sirven en muchos casos precisamente como razones. La ética kantiana, contraria a su imagen más común, es perfectamente consciente de esto.

Ver también:

Guía práctica para ser kantiano hoy (cortesía de Allen W. Wood).

¿En qué consiste la buena voluntad?

Actuar por deber (y no meramente conforme al deber).

4. Racionalidad y cosmopolitismo (o un post sobre Kant y los estoicos).

El estoicismo ha tenido una presencia fuerte en este blog durante la segunda parte del año, y no podría ser para menos.

Ver también:

Pensamientos de aurora.

Racionalidad y sociabilidad.

3. Aplicando la ley moral (u otro post sobre Battlestar Galactica y robots).

Battlestar Galactica es una de las mejores series de televisión, y en buena parte gracias a la profundidad con la que abordan una serie de problemas éticos. Double win para este blog.

Ver también:

Matar robots como un crimen en contra de… la humanidad.

Marvelman #16 (o por qué no ser irracionales).

2. Máximas.

Mi libro del año ha sido sin lugar a dudas Kant: A Biography, de Manfred Kuehn. Este es la primera entrada que hice al respecto, y luego vendrían muchas más, incluidos también los versos con los que termina el libro y que resumen perfectamente la personalidad del filósofo de Königsberg.

Ver también:

Reflexiones de Kant sobre el significado de la vida.

Sobre las creencias religiosas de Immanuel Kant.

El «otro» giro copernicano de Kant.

1. Valor social vs. dignidad (o sobre experimentos de tranvías).

La historia de nuestra especie se puede pensar desde el conflicto entre el valor social, culturalmente adquirido, con el reconocimiento de la dignidad absoluta inherente a todo ser racional.

Ver también:

El mes morado y Alianza Lima (o pensando la tradición desde MacIntyre y Rawls).

El «giro» de John Rawls (o sobre un falso debate entre comunitaristas y liberales).

Mención honrosa: la entrada que actualizó el nombre del blog.

Y eso es todo.