razón práctica

El corazón humano (o sobre el misterio en la ética de Kant)[1]

“Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir”. (KpV 5:161-162)

«Debí, por tanto, suprimir el saber, para obtener lugar para la fe». (BXXX)

Resumen:

La ponencia busca hacer explícito el espacio que Kant delimita deliberadamente en su teoría ética para aquello que no se puede comprender, que se encuentra más allá de los límites de la mera razón. Este espacio, se mostrará, está ligado al recurso que Kant hace de la figura del corazón humano (Herz), uso consistente y sistemático a lo largo de sus principales obras sobre moral y religión. El corazón será el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables. De este modo, veremos cómo el problema filosófico de fundamentación de la moralidad, la existencia misma de la ley moral, queda inevitablemente tras un velo de misterio. 

Immanuel Kant se refiere al proyecto que lleva a cabo en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres como el de «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad» (G 4:392)[2]. En el primer capítulo, Kant allana el terreno partiendo de algunos conceptos ‒que él supone son‒ propios del entendimiento moral común, limitándose a mostrar que una buena forma de explicar el origen del deber moral es recurriendo a la figura de una ley universalmente válida. Es en el segundo capítulo, propiamente, donde Kant encuentra el principio partiendo del examen del concepto de una voluntad que en el ser humano no es sino imperfecta (G 4:412-413), y tras explicitarlo como una idea de la razón (G 4:431) termina presentándolo como el principio de la autonomía de la voluntad: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Esto, puesto de otro modo, significa únicamente que estamos obligados por una ley interna, presente en nosotros nos guste o no, y que nos manda a respetar la dignidad de todas las personas, respetar su capacidad de elegir cómo vivir sus vidas, su humanidad, en tanto respeten la misma capacidad en los demás.

No obstante, Kant reconoce al final del capítulo que todavía no ha logrado establecer dicho principio como algo más que una fantasmagoría, es decir, que exista «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). Precisamente, en el tercer capítulo, Kant se propone concluir con su proyecto de fundamentación, y se encuentra finalmente con un límite insuperable, al punto de  terminar afirmando que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72).

En las últimas líneas de la obra, Kant termina rindiéndose ante el «misterio» que supone «la incondicionada necesidad práctica del imperativo moral» (G 4:463), que equivale justamente a no poder demostrar aquello que quedó pendiente al final del segundo capítulo: que la ley moral exista de verdad. El problema es de la mayor importancia. Si bien una ley de la razón operando en un orden distinto del fenoménico es ciertamente pensable, la moralidad no puede concebirse como descansado en una mera posibilidad del pensamiento. Tiene que ser real para todos y cada uno de los seres racionales, pertenezcan o no a este planeta llamado Tierra. Reconocer el misterio que supone el problema, insoluble, dirá Kant, constituye «todo cuanto en justicia puede ser exigido de una filosofía que, en materia de principios, aspira a llegar hasta los confines de la razón humana» (G 4:463).

Cuando en la Crítica de la razón práctica Kant parece haber reemplazado por completo su intento ‒fallido‒ de establecer definitivamente la ley moral del tercer capítulo de la Fundamentación, y termina más bien apelando a su existencia como la «del único factum de la razón pura» (KpV 5:31), cabe preguntarse si nos encontramos ante un giro dogmático en su pensamiento ético fundacional, lo que significaría haber dejado de lado aquel misterio reconocido en su obra anterior.

La tesis que busco defender en esta ponencia apunta a que el misterio señalado al final de la Fundamentación subsiste en sus obras posteriores sobre moral y religión, donde lo vemos frecuentemente ligado al uso que el filósofo hace de la figura del corazón (Herz). Así, el problema insoluble para la razón humana de cómo pueda ser práctica la razón pura, se mantiene al afirmar que la ley moral hace contacto en nuestra sensibilidad precisamente en el corazón humano, contacto a su vez incomprensible; el corazón humano es el lugar donde la ley moral se hace real. De la misma forma, el problema que supone nuestro yo verdadero, nuestra interioridad más recóndita, independiente del mundo de los fenómenos, se mantendrá cuando Kant señale, también de forma constante, la insondabilidad última del corazón, refiriéndose al razonamiento moral y a nuestras motivaciones. Para lo primero recurriré principalmente a la Crítica de la razón práctica, y, para lo segundo, a La metafísica de las costumbres.

Espero establecer que, más que un rol accesorio, la figura del corazón denota un uso sistemático que, al salir a la luz, mostrará todo un ámbito inherente a la teoría ética de Kant preocupado por delimitar el misterio que aparece al final de la Fundamentación, habiendo cumplido cabalmente su promesa de limitar el conocimiento para dejarle lugar a la fe.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Que la ley moral (una idea de la razón, válida por lo tanto para todo ser racional[3]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar, constituye un problema insuperable para el uso especulativo de nuestra misma razón[4].

¿Por qué la existencia de la moralidad supone tanto problema? Nadie duda de su existencia. Todos reconocemos la validez de ciertas normas: no mentir, no matar, ayudar al prójimo. Y estas pueden ser explicadas como resultado de una mezcla de mecanismos evolutivamente adquiridos como la capacidad empática, por un lado, y ciertas convenciones sociales, relativas a un determinado lugar y momento histórico. Pero si nos quedamos a este nivel, creía Kant, entonces alguien podría decidir usar su libertad para ponerse por encima de esta obligación, que falla en ser absolutamente categórica. Pensemos en alguien que no haya desarrollado su capacidad empática, o la descuide día a día. Esta persona, además, reconoce que las normas son convenciones sociales, y con este pensamiento decide poner su propia libertad por encima, encontrarse más allá del bien y del mal. Para esta persona, Dios ha muerto y todo está permitido. Kant considera esta posibilidad y la rechaza. Del mismo modo, Dostoievski también rechaza esta posibilidad. Tiene que haber algo, tan fuerte como un Dios monoteísta con poder absoluto, que nos obligue además de nuestra constitución sensible y de las convenciones morales, o costumbres. Su propuesta de una ley moral como una ley de la razón humana es precisamente eso. No resulta curioso que finalmente probar la existencia de dicha ley resulte tan difícil como probar la existencia misma de Dios.

No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (G 4:445), es un supuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana y que no se pone realmente en duda[5]. Siguiendo esta misma creencia, que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros[6], nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (KpV 5:72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil, un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

Esta discusión se da en el capítulo «En torno a los móviles de la razón pura práctica» (KpV 5:73-76). Kant elabora: la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo, sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (KpV 5:72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume y Adam Smith (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (KpV 5:74-76). Será recién en la segunda parte de la obra, la «Metodología de la razón pura práctica», donde Kant dará luces al respecto, al abordar el problema de cómo la ley moral accede al interior de cada individuo concreto, y ejerce influencia sobre sus máximas.

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (KpV 5:151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano repetidas veces (KpV 5:152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber. Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

El corazón hace del lugar donde la ley moral se inserta y ejerce su influjo puro en nuestra sensibilidad. Constituye así el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Pero la respuesta a la pregunta de cómo la ley moral se inserta en el corazón es un método práctico: mientras más pura sea presentada, tendrá mayor fuerza en el individuo (KpV 5:156). Cualquier intento especulativo de explicar este contacto nos refiere al misterio de la libertad humana, que en la Fundamentación queda sin resolución.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Pasemos a ocuparnos ahora en el problema del carácter insondable del corazón. Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (MS 6:392). La autocoacción que es una condición esencial de la virtud humana, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación. No obstante, sólo podemos acercarnos a este fin, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras, puesto que, señala Kant, “no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma” (MS 6:392; cf. G 4: 407). Exactamente esta misma idea aparece al comienzo del segundo capítulo de la Fundamentación, y en numerosos otros pasajes.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es “alguien que conoce profundamente los corazones” (MS 6:430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral, donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (MS 6:439). No obstante, no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia efectiva de un ser supremo fuera de nosotros.  Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (MS 6:441).

Estos pasajes, que atraviesan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética, están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, que está lejos de ser un mero procedimiento de nuestro intelecto; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano, cuyas “profundidades […] son insondables” (MS 6:447)[7]. Por supuesto que el problema de la insondabilidad del corazón en lo que concierne a nuestras motivaciones está estrechamente ligado al problema del contacto entre la ley moral y nuestra sensibilidad. Poder observar el contacto significaría poder examinar nuestras motivaciones con precisión científica. Esto supondría la resolución del misterio que supone la libertad humana.

De esta forma, espero haber mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón en las principales obras de ética de Immanuel Kant, y que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier indagación teórica. Esto deja al descubierto que la teoría ética de Kant, en dos aspectos fundamentales, reposa en un terreno misterioso. La ley moral que Kant intentó establecer en la Fundamentación, se mantiene siempre un paso más allá de nuestras indagaciones. Incluso en relación a nuestra experiencia íntima de la moralidad, nunca podemos estar seguros de su existencia, si bien Kant insiste en que debemos de estarlo. La fe religiosa, precisamente, consistirá únicamente en la creencia de que la virtud es algo real, de que existe algo más allá de nuestra arbitrariedad que nos obliga a ser mejores.

Con verdadera humildad, Kant ha delimitado un vacío en torno a problemas ético-religiosos de fundamental importancia, que, como ya hemos visto, están ligados a la figura del corazón humano. Quiero proponer, no obstante, que Kant no pretendía que nada pueda decirse sobre este vacío. Todo lo contrario. La riqueza de este vacío se plasmará en la creencia en las distintas divinidades o cosmovisiones (que bien pueden ser ateas), y que tienen como núcleo el misterio que supone la moralidad, que el ser humano ha llenado de distintos modos a lo largo de la historia con ciertos mitos ilustrativos (ya sea el de Moisés o Jesús, la divinidad interior de los estoicos, el tercer ojo o los sentimientos morales). En este sentido, ciertos aspectos del discurso mismo de Kant sobre una ley de la razón que opera en un mundo distinto al de los fenómenos pueden ser vistos igualmente como poseyendo un carácter mitológico, ficticio. La superación del nihilismo, que amenaza a la moralidad al no poder establecerse la ley práctica, requiere de un acto de fe, que jamás debemos entender como la creencia en una divinidad, sino como una forma de actuar en el mundo: un como si la moralidad fuera algo real. La ética de Kant, sin comprometerse con alguna tradición religiosa en particular, se compromete con lo más profundo de todas a la vez.


[1] Este es el texto de la ponencia que tuve el agrado de leer en el Primer Congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española, el miércoles 14 de noviembre del 2012 en Bogotá.

[2] Las citas a la obra de Kant son a las traducciones al español presentes en la Bibliografía, y refieren a la numeración de la Academia de Berlín (Ak), acompañadas de las siglas en alemán de la respectiva obra: Fundamentación, G; Crítica de la razón práctica, KpV; La metafísica de las costumbres, MS. La excepción será la Crítica de la razón pura (KrV), donde referiremos a la numeración A/B.

[3] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

[4] En la Crítica de la razón práctica Kant reitera lo mencionado repetidas veces en el tercer capítulo de la Fundamentación: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (KpV 5:72).

[5] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. KpV 5:161-162).

[6] Ver el famoso pasaje del colofón de la Crítica de la razón práctica, citado debajo del título (KpV 5:161-162).

[7] La cita continúa: “¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio?” (MS 6:447).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002a.

Groundwork for the Metaphysics of Morals. Traducción de Allen W. Wood. Nueva York: Yale University Press, 2002b.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

Un comentario sobre el tipo de religiosidad de Kant en el contexto de su discusión de los postulados en la Crítica de la razón pura

El interés de la razón, tanto especulativo como práctico, está contenido en las tres famosas preguntas que articulan el sistema kantiano:

1. ¿Qué puedo saber?

2. ¿Qué debo hacer?

3. ¿Qué puedo esperar?

Kant espera haber respondido satisfactoriamente la primera pregunta en la presente obra, pero eso ha excluido precisamente la posibilidad de conocer (Wissen) aquellos objetos que suponen el fin supremo de la razón pura[1]. La segunda pregunta pertenece a la razón pura, más no es trascendental, sino moral, si bien puede mantenerse cerca de sus estándares. La tercera pregunta presupone la segunda, y se reformula de la siguiente forma: si hago lo que debo,  ¿qué puedo entonces esperar? En este sentido, esta última pregunta es tanto teórica como práctica. La esperanza refiere a la felicidad, que no depende únicamente de nuestra voluntad, lo que sí es el caso en lo que concierne a nuestra conformidad con la moralidad.

La felicidad, propiamente, refiere a «la satisfacción de todas nuestras inclinaciones» (A806/B834), implica el uso de nuestra racionalidad, y supone un imperativo hipotético de nuestra razón, si bien el fin es dado por nuestra naturaleza sensible (no por la mera razón). El imperativo de la moralidad, por otro lado, abstrae de todo lo empírico y «considera solamente la libertad de un ente racional en general, y las condiciones necesarias sólo bajo las cuales ella concuerda con la distribución de la felicidad según principios» (A806/B834). ¿Qué constituye la felicidad de una persona? La respuesta a dicha pregunta es empírica, y supone un conocimiento de las condiciones históricas y sociales particulares del sujeto, así como de sus contingentes inclinaciones subjetivas. Sin embargo, ¿cómo debe uno comportarse moralmente respecto de otra persona? A priori, sabemos que debemos tratar su humanidad como fin en sí mismo, es decir, respetar las condiciones de posibilidad que le permitan llevar a cabo la búsqueda de su propia felicidad. Es en este sentido que Kant cree que la moralidad «puede basarse en meras ideas de la razón pura» (A806/B834); ya en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant sostiene toda la moralidad en una sola idea, a saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

Kant todavía se limita a suponer que dichas leyes morales existen efectivamente, lo que considera está de acuerdo no sólo con «las demostraciones de los más esclarecidos moralistas» sino también con el entendimiento moral común de «todo ser humano» (A807/B835).

Estas leyes morales que dependen únicamente del uso puro de la razón práctica son «principios de la posibilidad de la experiencia«, dado que ordenan que se realicen ciertas acciones, que, por ese mismo hecho, pueden efectivamente acontecer. Es así posible una causalidad de la razón en la naturaleza, si bien únicamente en las acciones libres de los seres racionales. «En consecuencia,» señala Kant, «los principios de la razón pura en su uso práctico… tienen realidad objetiva» (A808/B836).

Nos adentramos ahora al problema de los postulados de la razón pura práctica en relación al bien supremo. El afán sistemático de la razón no permanece ajeno en su uso práctico, pues la moralidad es pensada siempre como una relación de seres racionales unos con otros, lo que lleva a Kant a pensar en la idea práctica de un mundo moral, que es un anticipo de lo que en la Fundamentación será llamado reino de los fines. Este mundo está presente únicamente en el pensamiento, pero refiere siempre al mundo sensible, del accionar de los seres humanos, si bien obviando los obstáculos empíricamente observables que se le oponen a la moralidad (la corrupción de la naturaleza humana, que más adelante será llamada mal radical), y en tanto que la idea de este mundo inteligible puede generar determinadas acciones, tiene asimismo realidad objetiva. Con esta idea Kant espera haber respondido, muy a grandes rasgos, la segunda pregunta.

A continuación, de lo que se trata es de conectar la necesidad que conllevan los principios morales según el uso práctico de la razón, con la suposición teórica de que es lícito esperar una felicidad correspondiente a nuestro comportamiento moral. Puesto de otro modo, se trata de establecer que «el sistema de la moralidad está enlazado indisolublemente con el de la felicidad, pero sólo en la idea de la razón pura» (A809/B837). Si pensamos la moralidad sistemáticamente, argumenta Kant, ella inevitablemente «se recompensa a sí misma» (A809/B837).

Esto es problemático. Si bien queda perfectamente claro que la idea de un mundo moral es una consecuencia de la razón pura, el concepto mismo de felicidad, si bien tiene un elemento racional que lo unifica, depende en última instancia de la existencia de inclinaciones, y no resulta evidente en lo absoluto por qué habría de insertarse en una idea de la razón pura. El argumento de Kant al respecto, en todo caso, es plausible, y apunta a que en un mundo perfectamente moral la libertad sería ella misma la causa de la felicidad; es decir, si seres racionales se pusieran a perseguir su felicidad sin obstaculizarse los unos a los otros, e inclusive a sí mismos (sin obstáculos socioeconómicos, políticos ni psicológicos), entonces es de esperarse que la conseguirían. Pero al actuar, uno sabe que los otros no necesariamente van a hacerlo respetando la libertad de los demás, entonces parecería que uno no podría esperar que este enlace entre moralidad y felicidad se dé alguna vez, si no es por medio de una voluntad suprema (obersten Willen) que englobe todo albedrío particular (Privatwillkür). Dado que no sería razonable que la razón nos mande querer algo que no sea posible (la consecución del mundo moral), entonces uno podría llegar a concluir que no está obligado moralmente, lo que sería fatal para la moralidad, por supuesto. Ese mundo debe ser posible, y como dicha exigencia no parece congruente con el mundo observable fenoménico, tendría que darse en uno futuro, y gracias a la voluntad de un ser supremo, omnipotente, omnisciente, eterno, etc.

En la Crítica de la razón práctica Kant lo expresa más claramente, ya desde el punto de vista del ideal de un ser supremo:

Porque precisar de la felicidad, ser digno de ella y, sin embargo, no participar en la misma es algo que no puede compadecerse con el perfecto querer de un ente racional que fuera omnipotente, cuando imaginamos a un ser semejante a título de prueba. (KpV 5:110)

Y sin embargo, el enlace se introduce desde la perspectiva de dicho ser omnipotente, de un querer perfecto, de una inteligencia que integra la virtud máxima con el grado de felicidad correspondiente. A esta idea Kant la llama «el ideal del bien supremo» (A810/B838). Pero como no podemos comprender cómo Dios, esta voluntad o razón suprema, podría realizar este enlace (entre virtud y felicidad) en el mundo que nos representan nuestros sentidos, es que nos vemos obligados a recurrir también a un mundo futuro, de tal modo que tanto Dios como la inmortalidad del alma son presentados como «dos presuposiciones que, según principios de la misma razón pura, son inseparables del mandato que la razón pura nos impone» (A811/B839).

Pero como ya señalamos, lo único que emana del principio de la razón pura es la obligación moral, mientras que su conexión con la felicidad sólo se vuelve necesaria (o inseparable) si introducimos un querer perfecto y omnipotente, que luego se presenta como la solución al desfase entre virtud y felicidad. Parece existir, por lo tanto, cierta circularidad en el argumento kantiano por el supremo bien, dado que desde el punto de vista de la razón pura humana, no omnipotente, no parece ser necesario postular que a la virtud tenga que corresponderle su equivalente en felicidad, felicidad que supone, sí, un interés racional, mas no puro, sino también sensible.

Como dato biográfico, Kant no creía personalmente ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3), que consideraba únicamente como necesidades subjetivas que un individuo puede o no tener, y que sólo son legítimas en tanto sirven para hacer inteligible las consecuencias máximas de una ley moral, que nos demanda la perfección aquí y ahora, y que no puede garantizarnos felicidad alguna. Esto da luz sobre la artificialidad de la argumentación por el sumo bien, al menos en tanto se pretende extraer de la razón pura, cuando parece más bien incorporar un fuerte elemento subjetivo y psicológico, que depende de «una particular debilidad de la naturaleza humana» (R 6:109). En obras posteriores, el motivo que supone la felicidad (ya sea en este mundo o en el siguiente) es desechado e incluso repudiado en lo que concierne a la moralidad, y el único motivo propiamente moral pasa a ser exclusivamente el respeto por la ley pura práctica.

Kant parece estar partiendo del hecho de que hay una divinidad omnipotente, omnisciente, etc., y eso lo lleva a formular el sumo bien, la reconciliación de la virtud con la felicidad, de una justicia divina, si bien en otra vida. Sin embargo, la filosofía crítica no puede sostenerse más que en la razón pura, desde la cual sólo se puede postular la ley moral, que no puede sino ignorar la felicidad y el interés sensible que le tenemos. En una nota de la segunda Crítica, Kant se sincera, al señalar que la inmortalidad del alma:

[…] es el giro utilizado por la razón para designar un bienestar íntegro e independiente de todas las azarosas causas del mundo y, al igual que la santidad, es una idea que sólo puede verse comprendida en la totalidad de un progreso infinito, con lo cual nunca será plenamente alcanzada por dicha criatura. (KpV 5:123n)

La esperanza radica en que, si bien sabemos que nuestros cuerpos se destruirán y no quedará nada de nuestra personalidad en el mundo de los fenómenos, podamos creer posible que algo nuestro permanecerá (nuestra razón pura, meramente pensable) y participará a su vez de algo análogo al bienestar que en el mundo sensible llamamos felicidad. Esto concuerda, ciertamente, con ciertos dogmas del cristianismo (Dios y la inmortalidad), pero también con la creencia de muchas otras religiones de algo en el ser humano que no es otra cosa que una manifestación parcial, imperfecta de la divinidad, que después de la muerte vuelve a esta uniformidad originaria, como lo presente en el pensamiento antiguo de las Upanishads, donde la conciencia de que el yo personal (Atman) es igual a un yo eterno, omnisciente (Brahman).

En lo que sigue, Kant apuesta por la inseparabilidad de la figura de «un sabio Creador y Regidor» con la moralidad, a tal punto de afirmar que sin suponer el primero, nos veríamos obligados «a considerar las leyes morales como fantasías vacías» (A811/B839), o:

[…] sin un Dios y sin un mundo que ahora no es visible para nosotros, pero que esperamos, las magníficas ideas de la moralidad son, por cierto, objetos de elogio y de admiración, pero no motores del propósito y de la ejecución, porque no colman todo el fin que es natural a todo ser racional, que es necesario y que está determinado a priori por la razón pura misma. (A813/B841)

Esta conexión que, como ya señalamos, es absolutamente descartada en obras posteriores por una posición mucho más escéptica, que sólo nos obliga a realizar el deber aquí y ahora,sin consideraciones teóricas acerca de cómo podríamos reconciliar nuestro actuar moral con la felicidad, en este mundo o en el siguiente. No necesitamos otra motivación que el respeto a la ley moral, respeto que en el ser humano es una motivación siempre suficiente, lo que equivale a decir que en el ser humano la razón pura es en sí misma práctica. Esta idea, que Kant señala repetidas veces en todas sus obra posteriores, contradice directamente lo señalado en la cita, a saber, que las leyes morales no son móviles suficientes para determinar las acciones humanas[2].

No obstante, en páginas siguientes, Kant se preocupa en aclarar que la teología moral que nos ofrece «un Ente originario único, perfectísimo y racional«, no justifica la validez de las leyes morales, sino que es una consecuencia de ellas. Esta teología moral, si bien basada en la libertad, nos conduce a una teología trascendental en tanto que requiere una conformidad de los fines que es propia de la naturaleza y que por tanto apunta a «fundamentos que deben estar inseparablemente conectados a priori con la posibilidad interna de las cosas», o a una «perfección ontológica» que tiene «su origen en la necesidad absoluta de un único ente originario» (A816/B844).

La «presuposición absolutamente necesaria» del ideal del supremo bien fue introducida para darles eficacia a las leyes morales, que no por ello pueden ser consideradas contingentes. Las leyes morales son obligatorios no porque sean mandamientos de Dios, sino que son consideradas mandamientos divinos porque «estamos internamente obligados a ellas» (A819/B847).

En la última sección del canon, Kant espera distinguir con precisión la fe del saber, como una suerte de explicación de cómo espera haber logrado cumplir su promesa de suprimir el saber para dejarle lugar a la fe (Bxxx).

El asenso, explica Kant, es un «acontecimiento de nuestro entendimiento» que puede ser tanto objetivo, en cuyo caso se llama convicción, o subjetivo meramente, y entonces se denomina persuasión (A820/B848). A Kant sólo le preocupa el primero, que siempre debe poder ser comunicado a otros. Esta comunicación es la piedra de toque para distinguir lo que es mera persuasión y se condice con las exigencias establecidas en la disciplina de la razón pura, donde se establece que la razón en todas sus empresas debe someterse a la crítica y que la existencia misma de la razón depende de la libertad del juicio de ciudadanos (A738/B766).

La opinión es un asenso con la conciencia de que es tanto subjetiva como objetivamente insuficiente. Si el asenso es subjetivamente suficiente, se llama creer (Glauben), y produce convicción; si es tanto subjetiva como objetivamente suficiente, se trata de saber, y genera certeza.

El argumento de Kant en relación a lo visto en la sección previa parece apuntar a que los postulados de Dios y de la inmortalidad del alma son subjetivamente suficientes y son por tanto objetos de creencia (artículos de fe), y uno puede tener, por tanto, convicción en ellos. Esta convicción radica en la experiencia de la moralidad, que es algo que sabemos y de lo que tenemos certeza. Kant descansa, de este modo, la fe en Dios y en la inmortalidad únicamente en la moralidad:

[…] la convicción no es certeza lógica, sino certeza moral; y como descansa en fundamentos subjetivos (de la disposición moral del ánimo), resulta que ni siquiera debo decir: es moralmente cierto que hay un Dios, etc., sino: yo estoy moralmente cierto, etc. Eso significa: la fe en un Dios y en otro mundo está tan entrelazada con mi disposición moral de ánimo, que así como no corro peligro de perder la última, así tampoco me preocupo porque pueda serme arrancada jamás la primera. (A829/B857)[3]

Esta creencia es una fe racional (o moral) basada exclusivamente en una disposición moral del ánimo y es opuesta a una fe doctrinal, inestable y contingente en tanto que posee un discurso teórico que se enfrenta con problemas especulativos.

La creencia en dos artículos de fe, entendida como una fe racional y moral, está al alcance incluso del «más común entendimiento» de tal modo que el logro de la razón pura en tanto va más allá de la experiencia, el conocimiento (Erkenntnis) más elevado queda al alcance de todos los seres humanos por igual, y no necesita ser revelado por filósofos.

Kant era una persona de una religiosidad profunda; en la Crítica de la razón pura, precisamente en esta sección sobre los postulados, la creencia está dirigida a los dos artículos de fe, mientras que la moralidad es algo sobre lo que tenemos certeza. En obras posteriores, Kant problematiza la existencia de la ley moral, que no puede ser una mera idea regulativa, sino que tiene que ser sustantiva, tiene que existir «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). La creencia, propiamente, desplazará su atención de los dos artículos de fe, o postulados, a la moralidad misma. La religiosidad de Kant radica no en una creencia en dogmas (por más que sean postulados de la razón pura práctica), sino en que la ley moral, y por ende, la virtud misma, sea algo real, si bien indemostrable desde un punto de vista teórico.

Ver también:

La religión dentro de los límites de la mera razón – I.

La religión dentro de los límites de la mera razón – II.

Un ejemplo de fe que se basa principalmente en la razón (o qué significa ser cristiano de acuerdo a Gustavo Gutiérrez).

Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).


[1] Ver: “No comparto la opinión que algunos hombres excelentes y reflexivos […] han expresado tan frecuentemente, cuando sintieron la debilidad de las pruebas habidas hasta ahora: que se puede esperar que alguna vez se hallen demostraciones evidentes de las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura: hay un Dios, hay una vida futura. Antes bien, estoy cierto de que esto nunca ocurrirá. Pues ¿de dónde sacará la razón el fundamento de tales afirmaciones sintéticas, que no se refieren a objetos de la experiencia ni a la posibilidad interna de ellos? Pero también es apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario […]”. (A741-742/B769-770)

[2] «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda la moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre». (KpV 5:72)

[3] Existe consenso en que existe un error en el texto original, y que Kant quiso decir lo inverso. Lo citado presenta los elementos en negritas ya corregidos.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

Sumilla: El corazón malo (o sobre el supuesto último de la ética kantiana)

Espero participar en el Octavo Simposio de Estudiantes de Filosofía de la PUCP (facebook oficial), habiendo mandado una sumilla que comparto a continuación:

«Soy un hombre enfermo… Soy un hombre malo».

– El hombre del subsuelo, de Fiódor Dostoievski.

«Si bien tu mente funciona, tu corazón está oscurecido por la depravación, y sin un corazón puro no puede existir una conciencia total, recta».

– El oponente imaginario del hombre de subsuelo.

Existe un gran misterio en la ética de Immanuel Kant. Se trata de cómo la razón pura puede ser en sí misma práctica en el ser humano. Esto significa que la ley moral, el mandato que nos obliga categóricamente a respetar el valor absoluto de la libertad en uno mismo y en los demás, sea un mandato que opere efectivamente, de alguna forma, dentro de nosotros. Lo que está en juego es la realidad de la moralidad kantiana, es decir, que no sea una mera quimera o una fantasmagoría… o el sueño de un filósofo visionario. Sobre la base de este gran supuesto es que Kant elabora su visión de una maldad innata en nuestra especie, en el albedrío de cada individuo, en el corazón (Herz), propiamente. La ponencia se centrará, de forma precisa, en examinar qué tipo de discurso es posible acerca del mal moral, abordando, primero, el rol que juega la figura del corazón en los escritos estrictamente morales de Kant, como el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables; en segundo lugar, se profundizará en la figura del corazón tal como es abordada en La Religión dentro de los límites de la mera Razón, como aquel momento de espontaneidad inescrutable del albedrío, concluyendo que el mal radical no sólo es parte de un discurso religioso e indemostrable, si bien racional, sino que toda la ética de Kant está atravesada por un elemento propiamente religioso, a saber, el misterio que supone la existencia de un imperativo categórico, idea que deja a la razón impotente al tratar de hacerla inteligible.

Trataré de presentar, de forma concreta y preparada para la oralidad, lo central de mi tesis de Maestría, propiamente.

Comparto mis sumillas de años anteriores: 2009, 2010 y 2011.

El lento y gradual despertar de la razón en el ser humano (o la caída)

La filosofía es, ante todo, una actividad racional que reflexiona. Uno de los objetos más problemáticos de la filosofía es la razón misma, a saber, el poner en tela de juicio la propia capacidad para reflexionar. El esfuerzo más importante en este sentido ha sido, sin lugar a dudas, la Crítica de la razón pura  de Immanuel Kant. Es una tarea distinta, si bien relacionada, aquella que se preocupa de indagar el origen de la racionalidad en el ser humano; búsqueda que, por supuesto, debe basarse en evidencia empírica (antropológica, arqueológica, histórica, etc.).

Pero, ¿cuál es esa razón que se está buscando? ¿Qué la caracteriza? Entenderemos muy generalmente la razón práctica como aquella capacidad de fijarnos un fin, y buscar los medios para conseguirlo. Si bien, como argumentaremos más adelante, la razón en el ser humano supera infinitamente dicha capacidad, por el momento mantendremos que ese es el uso elemental de la razón en el ser humano. Esto equivale, por supuesto, a un imperativo hipotético: si quieres ‘x’ (has fijado x como un fin) entonces estás obligado a hacer ‘y’ (los medios necesarios para la consecución de dicho fin). Esta racionalidad básica se contrapone a un actuar instintivo, en el cual el fin es puesto por el instinto, a la vez que no hay una deliberación sobre los medios (dejo abierto, como una interrogante empírica, si es que otros animales además del ser humano poseen algún tipo de racionalidad, si bien muy elemental).

Un intento de definir exactamente cómo aparece esta capacidad en el ser humano fue llevado a cabo también por Kant en su artículo «Probable inicio de la historia humana» (1786), donde señala que la razón despierta en el ser humano gradualmente a lo largo de un extenso periodo de tiempo. De esta forma, son cuatro los momentos que identifica Kant, y que corresponden a cuatro características fundamentales de la razón humana. El objetivo de esta entrada será examinar estos cuatro momentos, de modo que ilustremos qué capacidades concretas subyacen la actividad humana en tanto la actividad de un ser racional (en el objetivo está implícito que el género Homo, de más de dos millones de antigüedad, no siempre ha contado con la racionalidad como característica ; esto se condice, por cierto, con lo que se sabe actualmente del origen de nuestra especie).

La razón empieza a despertar en el ser humano cuando deja de buscar alimentos únicamente guiado por el sentido del olfato (estrechamente ligado con el del gusto), a saber, instintivamente, y empieza en vez «mediante la comparación de lo ya saboreado con aquello que otro sentido no tan ligado al instinto —cual es el de la vista— le presentaba como similar a lo ya degustado, [a tratar] de ampliar su conocimiento sobre los medios de nutrición más allá de los límites del instinto» (Kant 2006: 60; Ak 8:110).

Kant identifica este despertar con el mito bíblico de la caída, pues el ser humano ensaya probar un fruto que le es prohibido por la naturaleza, es decir, por el mero instinto, y esto resulta en su muerte (por ejemplo, probar un fruto venenoso porque era similar a uno no venenoso). Semejante daño, no obstante, resultaba insignificante en la medida que el ser humano descubría en sí mismo la «capacidad para elegir por sí mismo su propia manera de vivir y no estar sujeto a una sola forma de vida como el resto de los animales» (Kant 2006: 62; Ak 8:111).

El segundo momento se refiere ya no al instinto de nutrición, sino al instinto sexual:

La razón, una vez que despierta, no tardó en probar también su influjo a este instinto. Pronto descubrió el hombre que la excitación sexual —que en los animales depende únicamente de un estímulo fugaz y por lo general periódico— era susceptible en él de ser prolongada e incluso acrecentada gracias a la imaginación, que ciertamente desempeña su cometido con mayor moderación, pero asimismo con mayor duración y regularidad, cuanto más sustraído a los sentidos se halle el objeto, evitándose así el tedio que conlleva la satisfacción de un mero deseo animal. (Kant 2006: 62; Ak 8:111-112)

El cubrirse los genitales «muestra ya la conciencia de un dominio de la razón sobre los impulsos», supone «una inclinación a infundir en los otros un respeto hacia nosotros» y constituye el «verdadero fundamento de toda auténtica sociabilidad», a la vez que «la primera señal para la formación del hombre como criatura moral», a saber, la decencia (Kant 2006: 62-63; Ak 8:112).

El tercer paso «fue la reflexiva expectativa de futuro«, que le permitió al ser humano proyectarse más allá del momento actual, y concebir, en pareja y con sus hijos (o futuros hijos), aquel momento que «también afecta inevitablemente a todos los animales, pero no les preocupa en absoluto: la muerte»[1] (Kant 2006: 63-64; Ak 8:113).

Hasta el momento tenemos a los seres humanos preocupados en obtener y mantener todo conocimiento que les permita alimentarse y sobrevivir, a la vez que se relacionan mutuamente más allá de cualquier inmediatez, de modo que se puede hablar ya de la existencia de normas que delimitan que está y no está permitido en lo que respecta a la satisfacción de los deseos sexuales. Además, todo esto se hace ya con una perspectiva a futuro, con un entendimiento del fin inevitable de la existencia (entierro de los muertos). Esto nos lleva al cuarto y último paso, que, se podría argumentar, todavía no se ha dado del todo:

El cuarto y último paso dado por la razón eleva al hombre muy por encima de la sociedad con los animales, al comprender éste (si bien de un modo bastante confuso) que él constituye en realidad el fin de la Naturaleza y nada de lo que vive sobre la tierra podría representar una competencia en tal sentido. (Kant 2006: 64; Ak 8:113)

Esto corresponde a tomar conciencia de que los objetos del mundo pueden ser usados como medios, y, por lo tanto, el ser humano mismo debe representarse como algo que no puede ser usado sólo como medio, sino que debe ser tratado como un fin en sí mismo, lo que le confiere el valor más elevado concebible, a su vez, fundamento de toda la moralidad.

Así, la razón, en su elemento más básico de un imperativo hipotético, conlleva necesariamente la conciencia de un imperativo categórico, es decir, la obligación de tratarse a sí mismo a la vez que a sus congéneres con el respeto que exige esta condición. Resulta evidente la simpatía de Kant hacia el mito bíblico de la caída, que lejos de ser tomado literalmente, refleja cómo de ciertas capacidades elementales, en tanto suponen una elección, al mismo tiempo implican mucho más: la existencia, por primera vez, de la facultad de reconocer el bien y el mal.

La razón, concluimos, no puede pensarse sin este elemento moral, que le es propio.


[1] El ser para la muerte es una característica fundamental del ser humano en tanto ser racional.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Y lo que Dios quiere que haga un hombre, no se lo hace decir por otro hombre, se lo dice él mismo, lo escribe en el fondo de su corazón. (Rousseau 1998: 313)

Jean-Jacques Rousseau. Emilio, o de la educación.

Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir. (Kant 2000: 293; Ak. V, 161-162)

Immanuel Kant. Crítica de la razón práctica.

Continuamos con nuestra investigación (presentada aquí) acerca del rol que cumple el corazón para la teoría ética de Immanuel Kant.

Que la ley moral (una idea de la razón, válida para todo ser racional[1]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar constituye un problema insoluble para el uso especulativo de nuestra misma razón, que «traspasaría todos sus confines si se atreviese a explicar cómo pueda ser práctica la razón pura, lo cual sería tanto como emprender la tarea de explicar cómo es posible la libertad» (Kant 2002: 158; Ak. IV, 458-459, cf. Ak. IV, 461)[2]. No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (Kant 2002: 138; Ak. IV, 445), es un presupuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana[3].

El presupuesto mismo será abordado en la próxima entrada, cuando tratemos el tema de lo insondable. Ahora, asumiendo que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros («la ley moral dentro de mí»), nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (Kant 2000: 161; Ak. V, 72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil[4], un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

En este pasaje clave, Kant explicita dicha conexión:

Por consiguiente, podemos apercibirnos a priori de que la ley moral, en cuanto fundamento para determinar la voluntad [precisamente, un móvil], ha de  originar un sentimiento al hacer callar todas nuestras inclinaciones, sentimiento que puede ser tildado de «dolor», obteniendo así el primer y quizá también el único caso en que podemos determinar a priori por conceptos la relación de un conocimiento (aquí lo es de una razón pura práctica) con el sentimiento de placer o displacer. (Kant 2000: 162; Ak. V, 73)

En las páginas siguientes, Kant elabora (2000: 162-167; Ak. V, 73-76): la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo («En torno a los móviles de la razón pura práctica»), sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (2000: 161; Ak. V, 72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume, Adam Smith y Francis Hutcheson (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (2000: 165-167; Ak. V, 74-76).

Será recién en la segunda parte de la obra, «Metodología de la razón pura práctica» (bastante menos extensa que la primera) donde Kant dará luces al respecto, al abordar «el modo como pueda procurarse a las leyes de la razón pura práctica un acceso al ánimo humano e influencia sobre sus máximas, es decir, el modo de convertir a la razón objetivamente práctica también en subjetivamente práctica» (2000: 277; Ak. V, 151).

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (2000: 277-278; Ak. V, 151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante, que procederemos a hacer explícito y explicar.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano (Herz) nada menos que diez veces (2000: 279, 283n, 284-285, 286, 291; Ak. V, 152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber.

Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

Veamos el siguiente pasaje, donde Kant sigue preocupado en mostrar cómo la moralidad (la ley moral como móvil) puede tener cabida en el ser humano:

Por lo tanto, la moralidad ha de tener tanto mayor fuerza sobre el corazón humano cuanto más pura sea presentada. De donde se sigue que, si la ley de las costumbres, la imagen de santidad y virtud, debe ejercer en general alguna influencia sobre nuestra alma, sólo puede hacerlo en la medida en que se vea insertada dentro de nuestro corazón como algo puro, sin mezcla de propósitos relativos a su bienestar cual móviles, ya que es en el padecimiento donde se muestra con mayor magnificencia. Sin embargo, aquello cuya marginación fortalece el efecto de una fuerza motriz ha de haber sido un obstáculo. Por consiguiente, cualquier adición de móviles relativos a la propia felicidad procura un obstáculo al influjo de la ley moral sobre el corazón humano. (Kant 2000: 285; Ak. V, 156)

El corazón será el lugar donde la ley moral tiene su influjo puro en nuestra sensibilidad, el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Mas, ¿qué es exactamente el corazón humano?

En la próxima entrada, donde nos centraremos en La metafísica de las costumbres, profundizaremos sobre el aspecto insondable del corazón humano como el lugar donde entran en contacto la ley moral y nuestra sensibilidad. Finalmente, en una cuarta y última entrada sobre el tema, volveremos a nuestro tema, el mal radical, y entenderemos con toda su fuerza la tesis según la cual el ser humano es por naturaleza malo, a la vez que haremos una evaluación crítica del recurso de Kant precisamente a la figura del corazón.


[1] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (Kant 2002: 119; Ak. IV, 431).

[2] Encontramos continuidad al respecto en la Crítica de la razón práctica: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (Kant 2000: 161; Ak. V, 72).

[3] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. Kant 2000: 293; Ak. V, 161-162).

[4] Motivación, incentivo; en alemán, Triebfeder.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

Top 13 de entradas de Los sueños de un visionario en el 2011

Al igual que en el 2009 y en el 2010, presento las que considero son las mejores entradas del 2011 en este blog. A diferencia de años anteriores, será un top 13 y no un top 10. Para el próximo año no espero muchos cambios en la forma de Los sueños de un visionario, mas sí un incremento de entradas más elaboradas, como complemento de las meramente expositivas. Como se apreciará, la presencia de Immanuel Kant en este blog ha sido rivalizada (o, más bien, complementada) por la del gran escritor ruso Fiódor Dostoievski. Sin más, veamos qué tenemos.

13. ¿Nada más que dos artículos de fe?

El blog (o sea, yo) se enriqueció ilimitadamente con una lectura más atenta de la crítica de la razón a sí misma que llevara a cabo Immanuel Kant, lo que, a su vez, permitió profundizar en el problema metafísico que significa fundamentar la moral.

Ver también:

Prácticamente libres.

Dos tipos —muy distintos— de idealismo, de acuerdo a Kant.

12. La felicidad del perro.

La concepción de felicidad aristotélica aplica a la especie canina. Un argumento a favor de por qué la felicidad es una idea filosófica (y no una descripción de nuestra actividad neuronal).

Ver también:

La virtud del pueblo japonés.

El concepto de eudaimonía de Aristóteles: Una reformulación.

El deber en la ética de Aristóteles.

11. ¿Por qué no matar a la vieja? (o una entrada sobre los imperativos de la moralidad)

Una entrada basada en el problema fundamental de Crímen y castigo. En retrospectiva, el problema tiene más potencial, y la entrada no le hace del todo justicia. Es, además, uno de los tantos intentos de juntar a Kant con Dostoievski.

Ver también:

¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoievski.

10. Play the game.

Una breve pero estética entrada donde complemento la presentación de un problema ético con una canción.

Ver también:

Music and Life.

Mona Lisas and Mad Hatters.

Lou Reed define el amor.

9. La religión dentro de los límites de la mera razón, partes I y II.

Finalmente este año se le empezó a hacer justicia en este blog a la crítica ilustrada de la religión que lleva a cabo Immanuel Kant. Más que un despecho absoluto, en realidad Kant tenía un profundo respeto por la religión en general, y la cristiana en particular; en tanto estén al servicio de la moralidad, claro, constituyen precisamente su más profunda expresión.

Ver también:

Jesús de Nazaret, una mera interpretación racional.

Un ejemplo de fe beatificante (y otro de fe de prestación).

8. El liberalismo político y la regulación de los medios de comunicación (o sobre una de las consecuencias más audaces del primer principio de justicia de John Rawls).

Este año la coyuntura política peruana fui incluso más controversial de lo común, y este blog no fue indiferente.

Ver también:

Once motivos por los que votaré por Gana Perú en estas elecciones.

No a Keiko.

Cristo sedado.

7. Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).

La Ilustración no rechaza la religión, sino que explicita el orden moral que le es propio. Una lectura crítica de la Biblia encontrará dentro de esta misma los principios hermeneúticos correctos para su lectura, o algo por el estilo…

Ver también:

Breve comentario al comentario de Erich Luna sobre el libro de Job (o sobre los límites de la teología).

Sobre el conocimiento propio de la metafísica (o una justificación ilustrada de la Biblia, por si alguien la pidió).

6. ¿Qué es Dios? Una concepción existencial, mística y práctica.

Erich Fromm fue fundamental en los primeros meses de este año para empezar a darle forma a mis investigaciones kantianas, que ciertamente se enriquecieron del psicoanalista y tomaron un matiz más personal y profundo.

Ver también:

Una definición ética de la racionalidad¿Es posible una fe racional en el progreso de la humanidad?

5. La necesidad de la idea de Dios, y una —¿verdadera?— declaración de amor (o una entrada doble sobre Los hermanos Karamázov).

Supongo que uno puede marcar varios antes y después en su propia vida. Uno que se me ocurre está marcado por mi lectura de Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, en mi humilde opinión la mejor novela jamás escrita. Su influencia en toda la modesta filosofía producida aquí es evidente, y lo seguirá siendo.

Ver también:

Amor humilde.

El superhombre de… Dostoievski.

4. El agnosticismo (o sobre la posibilidad de la existencia de un ave reptil gigante que controla todo).

Nadie trata problemas morales de forma tan penetrante como Trey Parker y Matt Stone. Ya era hora de que el agnosticismo sea ridiculizado como una posición intelectual en sí misma vacía.

Ver también:

Super Mejores Amigos.

¡Feliz día de San Pedro y San Pablo!

Do’s and don’ts of Reason (o cómo usar bien nuestra racionalidad).

3. ¿Qué es el corazón? (o sobre el misterio en la ética de Kant).

Esta entrada marca el inicio, propiamente, del tema que me ocupará buena parte del próximo año, en el que concluiré mi tesis de Maestría sobre el mal radical en la ética de Kant. Un aspecto descuidado, el corazón en las obras sobre ética de Kant delimita el lugar donde colindan la razón y la sensibilidad, y que nos resulta en última instancia insondable.

Ver también:

¿Qué es la verdad? (o sobre la existencia de una ley moral).

Deontología del corazón.

2. Ideas dobles (o sobre lo insondable en las propias motivaciones).

El príncipe Myshkin, encarnación del ideal de moralidad de Dostoievski, no podía faltar en este Top 13. Si bien meramente expositivas, las entradas basadas en sus ideas constituyen buena parte de la carne de este blog este año que se acaba.

Ver también:

La aniquiladora crítica al catolicismo del príncipe Myshkin.

Las cuatro historias del príncipe Myshkin: una «refutación» del ateísmo (o sobre lo que es propio de la religión).

1. Lawrence of Arabia: la historia de un profeta moderno.

Ya estaba presente tan pronto como en febrero la semilla de lo que significaría el problema fundamental que finalmente será el centro de mis investigaciones filosóficas para el año que viene (así como de mi tesis de Maestría), y que se  ha vuelto explícito en el último mes. me refiero a lo insondable de las motivaciones humanas y cómo puede encajar esta esfera inevitablemente existencial, donde habita una experiencia profundamente religiosa en una teoría ética sostenida en la racionalidad.

Mención honrosa: El pisco sour ideal.

¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoiesvski

La versión final de mi ponencia del VII Simposio de Estudiantes de Filosofía, cuya sumilla pueden encontrar aquí.

Su servidor bloguero, segundo desde la derecha, acompañado de los inefables (de izquierda a derecha) Raphael Aybar, Maverick Díaz y Rubén Merino.

La famosa y malentendida tesis kantiana acerca del mal radical en la naturaleza humana, que corrompe nuestra disposición moral de raíz, nos obliga a cambiar nuestro foco de atención del mal que vemos en las acciones de los demás, al mal dentro de uno mismo. Digámoslo sin rodeos: de acuerdo a Kant, ninguno de nosotros se salva; todos somos moralmente malos. Si creyésemos que sí, que estamos libres de mal, o de pecado, si quieren, probablemente sea precisamente porque este mal que nos ataca de raíz, este cáncer moral, se ha arraigado tanto en nuestro interior que nos impide ver nuestra propia mentira.

Para una persona ilustrada, de mente abierta, esto no tiene por qué incomodar… tanto. De arranque tenemos que aceptar que no somos perfectos, que no siempre somos justos, que no hacemos todo lo que podríamos para ayudar a otras personas, que a veces tenemos «malos pensamientos»… en fin. Podemos reconocer una serie de rubros en los que podemos mejorar. La palabra virtud, fuera de la filosofía (e incluso dentro), está desfasada. Pero la virtud es precisamente la fuerza de la que hacemos uso para intentar mejorar quiénes somos apuntando a una imagen, ya sea borrosa, de quiénes queremos ser.

Cuando Kant dice que todos somos malos, tal sentencia, hay que aclarar, permite por supuesto una diferencia de grado: algunos son (o somos) efectivamente más malos que otros. De forma más precisa, la virtud, entendida como la fortaleza para aspirar a un ideal propiamente moral, no es algo que poseamos por naturaleza, o incluso nos venga fácil en la situación actual de competencia en que los seres humanos nos encontramos unos respecto de otros. Cuando Kant dice que todos somos radicalmente malos, lo único que está diciendo es que no somos todo lo virtuosos que podríamos ser, no hacemos de la ley moral, esto es, del respeto a la dignidad en uno mismo y en otros, el móvil último de nuestras acciones.

Esto es bastante obvio, me parece, y no necesitamos que Kant nos lo diga para saberlo; sin embargo, sobre esta afirmación evidente es que se sientan las bases para entender la concepción de una religión racional que será el tema de esta ponencia.

Lo que me propongo hacer en esta exposición es ahondar sobre el tipo de religión que Kant construye precisamente sobre la necesidad de superar este mal radical, y voy a abogar también por su actualidad y relevancia. Además, sugeriré que la concepción kantiana de religión tiene mucho en común con la que Fiódor Dostoievski esboza en su obra cumbre: Los hermanos Karamázov, lo que no viene sin algunas tensiones y problemas. Empecemos.

El planteamiento ilustrado del problema de Dios, de la idea de Dios, por parte de Immanuel Kant, ha sido regularmente subestimado, siempre con el prejuicio de Kant como protestante, y de crianza pietista. Cualquier aporte suyo siempre terminaría concorde a la imagen de Kant como un devoto cristiano.

Quiero optar por una interpretación distinta de su filosofía, una que tenga en cuenta, por ejemplo, que Kant mismo, según sabemos por las fuentes bibliográficas disponibles, no creía ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3).

Pero antes de pasar a la exposición del pensamiento de Kant, considero importante aterrizar el problema en un lenguaje existencial, para no quedarnos meramente en la frialdad  de los conceptos filosóficos. Para esto, nos introduciremos en la problemática a partir de un pasaje de Los hermanos Karamázov, donde se plantea constantemente el problema de Dios, no únicamente desde la irrelevante cuestión acerca de su existencia como creador del mundo, sino desde las implicancias morales que acarrearía dicho mundo sin un soberano moral.

Iván Fiódorovich, una de los hermanos Karamázov, ateo, no obstante, señala:

 […] en el siglo dieciocho hubo un viejo pecador que afirmaba: si no hubiera Dios, habría que inventarlo, s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, en efecto, el hombre ha inventado a Dios. Lo extraño, lo sorprendente no es que Dios exista en verdad; lo asombroso es que semejante idea (la idea de que Dios es necesario) haya podido meterse en la cabeza de un animal tan fiero y maligno como es el hombre; hasta tal punto es sacrosanta, hasta tal punto es enternecedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. (Dostoievski 1996: 383)

Quiero mostrar que el uso del término idea que encontramos en la cita es precisamente el mismo que postula Kant en su crítica a la metafísica tradicional, y en consecuencia, examinar el tipo de religión que se puede concebir desde una idea tal.

Uno de los principales objetivos de la filosofía crítica, desde el punto de vista moral, es el de «suprimir el saber, para obtener lugar para la fe» (Kant 2007: 31). Seguimos a Kant cuando señala que «las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura», proposiciones sobre la existencia de Dios y de una vida futura, jamás podrán ser demostradas, pues «no se refieren a objetos de la experiencia» (para la sensibilidad) ni «a la posibilidad interna de ellos» (en el entendimiento) (2007: 768); pero de la misma forma, será «apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario» (Kant 2007: 769).

Digámoslo más claramente: si aceptamos que Dios no se encuentra en el mundo espacio temporal, ni está inscrito en el funcionamiento de nuestro entendimiento, de forma innata, por ejemplo, entonces jamás podremos afirmar al nivel de un conocimiento científico, ni que Dios existe, pero tampoco que no existe.

No obstante, nos queda la fe en las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma. Estos dos artículos de fe dependen de nuestra propia subjetividad moral autónoma, accesible por igual a «todos los seres humanos sin distinción» (Kant 2007: 843). Es decir, si no tenemos ninguna prueba sensible, como un milagro, ni tampoco una prueba lógica o matemática, como una de esas argumentaciones pretensiosas y refinadas, lo único que nos queda es una fe basada en nuestra autonomía moral.

Lo valioso acerca de la idea de Dios está en que nos permita pensar con mayor claridad el sentido que nosotros mismos podemos darle a la existencia de nuestra ‒otrora insignificante‒ especie de seres animales. Claro que esto conlleva el riesgo de la pérdida de nuestra autonomía, o de la mera búsqueda de un consuelo para los distintos males de la vida; o peor aún, que esta idea pierda su significación moral y sea corrompida por el interés propio y la tan humana necesidad de dominar a otros.

A pesar de los riesgos, podemos pensar la fe, en este contexto, como el compromiso con una idea, en tanto la reconocemos como importante y significativa.

Más el discurso hasta ahora se ha limitado a exponer desde un punto de vista epistemológico el problema. Recién ahora pasaremos a examinar qué tipo de religiosidad es posible sobre la base de estas meras ideas.

Para Kant, la praxis religiosa corresponde a la necesidad de salir del estado de naturaleza ético, en el cual nos encontramos al pertenecer ya a un estado civil de derecho, que nos coloca bajo leyes públicas ejercidas coactivamente por una autoridad estatal (Kant 2001: 119). A diferencia del estado de naturaleza jurídico, nadie puede obligarnos a salir del estado de naturaleza ético:

[…] en una comunidad política ya existente todos los ciudadanos políticos como tales se encuentran en el estado de naturaleza ético y están autorizados a permanecer en él; pues sería una contradicción […] que la comunidad política debiese forzar a sus ciudadanos a entrar en una comunidad ética, dado que esta última ya en su concepto lleva consigo la libertad respecto a toda coacción. (Kant 2001: 120)

Lo propio de salir del estado de naturaleza ético, entrando de esa forma en un estado civil ético, que consiste en la unión de los hombres «bajo leyes no coactivas, esto es: bajo meras leyes de virtud» (Kant 2001: 119), es precisamente que lo hacemos de forma completamente libre, y nadie puede obligarnos. La praxis religiosa únicamente tiene sentido dentro del ámbito de la libertad moral, de un querer ir más allá de las leyes jurídicas que ya de por sí son suficientes para vivir en paz y de forma segura en una sociedad.

Apliquemos esto a nuestra realidad. Actualmente, en Perú, si bien de forma precaria, nos encontramos en un estado civil de derecho: existen leyes que tenemos que obedecer nos guste o no, y no podemos simplemente decidir volver a un estado de naturaleza en sentido jurídico, a una sociedad sin leyes (por más que cuando nos subimos a la combi hacemos básicamente eso). Pero es recién en este estado civil donde podemos libremente elegir participar de una comunidad con fines que, si bien no se oponen a los de la ley, buscan ir más allá, como por ejemplo organizarnos para recaudar fondos y ayudar a algún miembro de la comunidad que pueda estar enfermo; estas son las leyes de virtud de las que habla Kant, la búsqueda de la propia perfección moral así como de la felicidad ajena, que serían el objeto de una comunidad religiosa, o una iglesia, si quieren. Como acotación, es innegable que en Perú existen numerosas parroquias, no sólo católicas sino también evangélicas, que efectivamente realizan actividades de este tipo. La praxis religiosa de la que está hablando Kant no es algo totalmente nuevo, sino que, de alguna forma u otra, siempre ha existido.

De esta forma, es considerado aberrante o contradictorio cualquier intento por parte del Estado de imponer leyes de naturaleza ética o religiosa:

Pero ¡ay del legislador que quisiera llevar a efecto mediante coacción una constitución erigida sobre fines éticos! Porque con ello no sólo haría justamente lo contrario de la constitución ética, sino que además minaría y haría insegura su constitución política. (Kant 2001: 120)

La purga de cualquier aspecto religioso de la esfera de lo político no sólo tiene como mira proteger los derechos civiles fundamentales de los ciudadanos, como la libertad de culto, sino dar el espacio adecuado para una verdadera praxis religiosa, libre. La secularización, por tanto, no debe verse como hostil a las religiones, sino como todo lo contrario.

Consistentemente con lo ya dicho, una iglesia deberá respetar ciertos principios. Primero, debe apuntar a la universalidad. Si bien puede estar «dividida en opiniones contingentes y desunida, sin embargo, atendiendo a la mira esencial, está erigida sobre principios que han de conducirla necesariamente a la universal unión en una iglesia única» (Kant 2001: 127).

En segundo lugar, su composición (o calidad) debe darse mediante «la pureza, la unión bajo motivos impulsores que no sean otros que los morales. (Purificada de la imbecilidad de la superstición y de la locura del fanatismo)» (Kant 2001: 127).

Kant, y supongo muchos de nosotros, vería con malos ojos el unirse a una comunidad religiosa principalmente para sacar provecho material de la ayuda de los demás, o por temor al castigo después de la muerte, o por cualquier otro motivo que no sea uno propiamente moral, como el del respeto al prójimo, con el que queremos entablar una comunicación que vaya más allá de la de meros ciudadanos; por supuesto que esta hipotética persona seguiría siendo libre de hacerlo. Mirar con malos ojos no significa, en este caso, prohibir.

De la misma forma, bajo este criterio podríamos juzgar la capacidad de los líderes de una determinada iglesia. Por ejemplo, dentro del Catolicismo, tenemos figuras como Gustavo Gutiérrez, por mencionar la más cercana, al cual podemos reconocerle móviles propiamente morales, como la lucha contra la pobreza y la injusticia social; pero también dentro de esta misma iglesia, nos encontramos, para mencionar otro ejemplo obvio, con un cardenal Cipriani, para quien y cuyos seguidores no resultan en lo absoluto duros o exagerados los adjetivos que utiliza Kant: imbecilidad, superstición, locura, fanatismo. No descubro nada nuevo al afirmar que muchos líderes religiosos exaltan conductas injustificables desde un punto de vista moral, y deben condenarse de forma pública, lo que, de nuevo, no equivale a prohibir o censurar.

En tercer lugar, la relación entre sus miembros debe darse «bajo el principio de libertad, tanto [de] sus miembros entre sí como la externa de la iglesia con el poder político, ambas cosas en un Estado libre«, y sin jerarquías de ningún tipo (Kant 2001: 127). Prohibir, por ejemplo, el sacerdocio al género femenino es algo irracional y aberrante. Incluso la distinción misma entre laicos y clérigos es considerada por Kant como «degradante» (2001: 151).

En cuanto a su modalidad, su constitución tiene que permanecer inmutable. Lo que no quita que su administración, enteramente contingente, pueda variar «según el tiempo y las circunstancias» (Kant 2001: 127-128).

Finalmente, entonces, cómo sería esta iglesia, ¿a qué se parecerá? Kant nos brinda la siguiente comparación:

Con la que mejor podría ser comparada es con la de una comunidad doméstica (familia) bajo un padre moral comunitario, aunque invisible, en tanto su hijo santo, que conoce su voluntad y a la vez está en parentesco de sangre con todos los miembros de la comunidad, le representa en cuanto a hacer conocida más de cerca su voluntad a aquéllos, que por ello honran en él al padre y así entran entre sí en una voluntaria, universal y duradera unión de corazón. (Kant 2001: 128)

Hay una clara alusión a Jesús en dicha cita, cuya peculiaridad no descansa en cualquier elemento sobrenatural, sino en que, en su condición de un ser humano más, es capaz de comprender y seguir la voluntad divina (para Kant netamente moral), que, sin embargo, también se encuentra a nuestro alcance, aunque la condición humana de enfrentamiento o insociable sociabilidad (precisamente, el estado de naturaleza ético), nos dificulte seguirla, y de ahí que necesitemos (o podamos necesitar) de un guía moral, cuya autoridad es reconocida gracias a nuestra propia facultad moral autónoma.

Aclaremos que si seguimos las enseñanzas de Cristo, de acuerdo a Kant, esto será únicamente en la medida que lo reconocemos libremente como a alguien digno de seguir. Y lo mismo podría pasar, sin contradicción alguna, con los líderes de otras religiones, incluso al mismo tiempo, aprendiendo de todos a la vez.

Debemos introducir ahora la diferencia entre una fe religiosa pura (fe racional) y una fe eclesiástica (histórica). Esta diferencia será fundamental para entender la —aparentemente— controversial tesis de Kant, según la cual «sólo hay una (verdadera) Religión» (Kant 2001: 134). Kant nos explica la diferencia del siguiente modo:

La fe religiosa pura es ciertamente la única que puede fundar una iglesia universal; pues es una mera fe racional, que se deja comunicar a cualquiera para convencerlo, en tanto que una fe histórica basada sólo en hechos no puede extender su influjo más que hasta donde pueden llegar, según circunstancias de tiempo y lugar, los relatos relacionados con la capacidad de juzgar su fidedignidad. (Kant 2001: 128)

Esta mera fe racional equivale a nuestra capacidad autónoma de reconocer a qué estamos obligados moralmente, mediante el uso de nuestra razón, el pensar por nosotros mismos, aunque nunca de forma solipsista, sino siempre en diálogo con otros, y buscando la máxima coherencia posible entre nuestras creencias. Subyace a toda la filosofía crítica de Kant el presupuesto de que efectivamente todos los seres humanos, en tanto seres racionales, tenemos la capacidad —falible, sin duda alguna— de reconocer la diferencia objetiva entre el bien y el mal.

En cambio, creencias acerca de la supuesta divinidad de Jesús, acerca de la naturaleza de la Trinidad, e incluso las enseñanzas mismas de Jesús (al igual que de cualquier otro profeta), corresponden a una fe eclesiástica e histórica, que es enteramente contingente, y cuya validez justamente depende de su conformidad con la fe religiosa pura.

Mas Kant no va a negar la importancia que tiene la fe eclesiástica, pues, en vista de sus contenidos más tangibles, es la única sobre la que se puede «fundar una iglesia», pues no basta con la frialdad de la fe racional, y esto debido a «una particular debilidad de la naturaleza humana» (Kant 2001: 128-129). Añade:

Los hombres, conscientes de su impotencia en el conocimiento de las cosas suprasensibles […], no son fáciles de convencer de que la aplicación constante a una conducta moralmente buena sea todo lo que Dios pide de los hombres para que éstos seas súbditos agradables a él en su reino. (Kant 2001: 129)

Queda señalado que lo único que podemos considerar racionalmente es requerido de nosotros por Dios es una conducta moralmente buena, o el cultivo de una buena voluntad.

Por ejemplo, veamos un par de los pasajes más significativos de los Evangelios:

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. (Mateo 5: 43-48)

No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 7:21)

El requerimiento moral presente en ambos pasajes no depende de algo sobrenatural, sino del mero reconocimiento de un ideal moral, que nos obliga al margen de nuestros deseos o caprichos arbitrarios. Reconocemos la validez de esos pasajes no por un sometimiento ciego a una voluntad divina, sino porque lo expresado por esta supuesta voluntad divina se adecúa a lo que nos dice nuestra propia capacidad racional. De esta forma, la única religión verdadera es aquella que se sostiene en la fe racional, y es accesible a todos universalmente mediante el uso de nuestra propia razón autónoma.

Kant fuerza la última cita y termina sugiriendo que un cristiano será aquel que ame incluso a su enemigo, al margen del cuerpo doctrinal de creencias que profese.

Volviendo a lo anterior expuesto, debe quedar absolutamente claro, no obstante, que afirmar que existe sólo una religión verdadera, por paradójico que suene, no atenta contra la diversidad de religiones, sino que precisamente reafirmar la capacidad autónoma de cada persona (y por tanto, de distintos grupos de personas, o comunidades) de acceder a esta única religión generará necesariamente distintos modos de creencia. Veamos:

Se puede añadir que en las iglesias diversas, que se separan unas de otras por la diversidad de sus modos de creencia, puede encontrarse sin embargo una y la misma verdadera Religión. (Kant 2001: 134)

Esta distinción se tendría que hacer notar en nuestro uso cotidiano del lenguaje:

Es, pues, más conveniente […] decir: este hombre es de esta o aquella creencia (judía, mahometana, cristiana, católica, luterana), que decir: es de esta o aquella Religión. (Kant 2001: 134)

Así, no sólo ningún modo de creencia puede imponerse a otro, sino que quedan sólidamente establecidas las bases para el diálogo entre los distintos modos de creencia, pues comparten esta religión única y netamente moral.

Ambas formas de fe coexisten, pero la fe eclesiástica tiene a la fe racional como su «intérprete supremo» (Kant 2001: 136). Es más, se puede decir que la fe eclesial puede contener dentro de sí a la fe racional (aunque muchas veces oscurecida o corrompida), y es la presencia de esta última lo que «constituye aquello que [en la primera] es auténtica Religión» (Kant 2001: 139). En el segundo pasaje de la Biblia que veíamos, teníamos a la fe histórica cristiana expresando al mismo tiempo una verdad fundamental que sólo podemos reconocer gracias a la fe racional.

De este modo, Kant afirma que la moralidad no debe ser interpretada según la Biblia, sino más bien la Biblia según la moralidad (2001: 137n); y si bien adecuar el texto sagrado a los principios morales racionales puede generar interpretaciones forzadas respecto de ciertos pasajes, esto es igual preferible a «una interpretación literal que o bien no contiene absolutamente nada para la moralidad o bien opera en contra de los motivos impulsores de esta» (2001: 137).

La función de una fe eclesial (o un modo de creencia) se dirige siempre a un cierto pueblo en una época determinada (Kant 2001: 142); la función de la fe religiosa pura, posesión de cada persona, será la de regular y hacer primar la moral en un determinado modo de creencia, pues resulta innegable la propensión de las instituciones religiosas (tanto de las personas que las integran como sus seguidores) a corromperse, y buscar la dominación terrena, traicionando de esta forma los principios fundamentales de la moralidad y de la religión misma, que como hemos visto, coinciden. Ejemplo: el Vaticano. No se me ocurre nada más lejano a las enseñanzas fundamentales de los evangelios que el papel que ha desarrollado la Iglesia Católica en los pocos milenios de su existencia (aunque es innegable que algunas cosas buenas ha hecho).

Dostoievski nos dice precisamente eso en boca de uno de sus protagonistas. Roma, al incorporar el Cristianismo en su estructura estatal pagana, terminó destruyéndolo. Una verdadera iglesia cristiana, como la de los primeros siglos, tiene que ser libre, regida únicamente por nuestra conciencia moral, ayudada por supuesto, de las enseñanzas de Jesús. El Vaticano es la vergüenza del Cristianismo.

Debe resultar evidente que ambos tipos de fe se encontrarán en los distintos modos de creencia históricos, y ningún modo de creencia particular podrá adjudicarse la exclusividad de la fe racional. Esta terminología kantiana, por lo tanto, no debe resultar hostil a ningún modo de creencia existente, así como tampoco favoreciendo a uno específico (como al cristianismo, o dentro de él, al protestantismo, y menos aún, al pietismo).

Puesto que Kant habla de la idea de una religión racional, sí es posible hablar de un progreso, a saber, que «el tránsito gradual de la fe eclesial al dominio único de la fe religiosa pura es el acercamiento del reino de Dios» (Kant 2001: 143). Puesto de otra forma, el cambio de «la forma de una degradante fe coactiva por una forma eclesial que sea adecuada a la dignidad de una Religión moral, a saber: la forma de una fe libre» (Kant 2001: 153n). Digámoslo sin ambigüedades: desde este punto de vista, un modo de creencia en el que sus miembros estén obligados por la fuerza a actuar de tal o cual modo será inferior a aquel otro en el que sus creyentes tengan libertad de conciencia.

Este ideal se mantendrá siempre inalcanzable, y cualquier intento humano con miras a este fin será siempre uno de acercamiento.

[Una religión racional] Es una idea de la Razón, cuya presentación en una intuición [sensible] que le sea adecuada nos es imposible, pero que como principio regulativo práctico tiene realidad objetiva para actuar en orden a ese fin de la unidad de la Religión racional pura. (2001: 153n)

Puesto de otro modo, en la medida que esta idea nos parece razonable, podemos actuar dentro de las instituciones religiosas ya existentes e intentar cambiarlas de forma que se adecúen a la idea, mas nunca de forma perfecta. Un ejemplo sería que las monjas de una determinada congregación entren en huelga y exijan que finalmente se les reconozca la posibilidad de acceder al sacerdocio.

No es menos importante señalar que, en la medida que estamos en el ámbito de las ideas de la razón, su validez depende únicamente del «consenso de ciudadanos libres» (Kant 2007: 766), y por lo tanto, esta visión sobre la religión no podrá ser jamás impuesta, sino únicamente razonablemente aceptada.

Nos adentramos ya en la recta final de esta ponencia, y se vuelve imprescindible hablar un poco del Cristianismo.

 Alguien podría pensar que este modo de creencia ha tenido bastante éxito, si tomamos en cuenta que empezó con una sola persona, y ahora son más de 2000 millones. Pero, ¿qué tanto ha arraigado verdaderamente el Cristianismo? ¿Qué diferencia a los cristianos de hoy en día (y no me refiero a sus intelectuales, sino a los creyentes) de, no sé, digamos, los romanos de la época de Jesús? ¿Alguien podría afirmar, con siquiera un mínimo de convicción, que el creyente cristiano promedio está más cerca de un ideal moral que cualquier creyente de algún otro modo de creencia de cualquier otra época? Puesto todavía de otro modo, ¿cuántos verdaderos cristianos hay hoy en el mundo?

Por supuesto que hay ilimitadas formas de interpretar los Evangelios, yo únicamente me refiero a aquella que tanto Kant como Dostoievski aceptarían, la que hace énfasis en el sometimiento a un ideal moral que nos trasciende, y que incluye un respeto absoluto al prójimo, humildad, un escrutinio constante de nuestras motivaciones por parte de nuestra propia conciencia moral, y quizás el elemento más importante: una fe libre.

Esta interpretación mucho más exigente del Cristianismo lleva a Dostoievski a afirmar que la sociedad cristiana «se sostiene únicamente sobre siete justos» (Dostoievski 1996: 155). Esto está en el otro polo respecto del Cristianismo de Alan García, que lo acoge incluso a él.

Si bien hasta hace unos momentos todo parecía andar muy bien; tenemos como meta la idea de una comunidad religiosa plenamente democrática, donde cada quien participe libremente, y que se rija únicamente por principios morales que puedan ser universalizables, al menos en un sentido amplio. Pero ha llegado el momento de hacer las preguntas difíciles, y ya cae de maduro el siguiente cuestionamiento: ¿qué tan plausible o realista es esta idea?

Después de relatar una serie de hechos reales, entre los más crueles que podemos imaginar, llevados a cabo precisamente por seres humanos, Iván Karamázov cuenta la parábola de un hipotético encuentro en el año 1500 entre el Gran Inquisidor (no confundir con el Gran Canciller) y Jesucristo mismo, que ha vuelto a la tierra, pero ha sido rápidamente capturado y condenado a la hoguera por la Iglesia Católica, que lo ve, con justa razón, como un peligro para sus intereses, como un estorbo.

La escalofriante crítica del Gran Inquisidor a su prisionero apunta precisamente en contra de una fe libre y su inadecuación con la naturaleza humana, que es débil, vil, servil, pues los hombres somos «esclavos, aun habiendo sido creados rebeldes» (Dostoievski 1996: 412). De acuerdo al Gran Inquisidor, Jesús debió bajar de la cruz y someter a toda la humanidad en ese preciso instante. Pero no lo hizo porque quería una «fe libre, no milagrosa» (Dostoievski 1996: 412). Lo poco que ha arraigado verdaderamente el Cristianismo después de 2000 años, o algún otro modo de creencia basado en principios similares, parecería darle la razón a Iván, quien ha cuestionado la plausibilidad de dicho ideal. La humanidad parecería necesitar de una Iglesia fuerte, autoritaria, de un Gran Inquisidor que nos guíe como los borregos que somos.

Pero la dificultad en la realización de un ideal —de nuevo, siempre imperfecta—, y en este caso, quizás el más elevado de todos los ideales, no puede ser un motivo para rechazarlo. O quizás la forma en que Iván concibe la praxis religiosa, como una lucha sobre todo individual, vuelve el camino más tortuoso.

Intentar sobreponernos individualmente a nuestra naturaleza de viles esclavos, o al mal radical en nuestra naturaleza, como diría Kant, es una labor digna del Mesías; por eso Kant ve a la religión, que es la forma de superar esta condición, siempre como una práctica comunitaria, a la que además antepone el problema de la consecución de «una sociedad civil que administre universalmente el derecho«, o una «constitución civil perfectamente justa» (2006: 10-11).

El mal sólo puede vencerse en comunidad con otros:

El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (Kant 2001: 118)

O tal vez la cuestión acerca de la plausibilidad o realismo del ideal termine siendo irrelevante. Quizás la oposición entre elegir seguir al Profeta o al Gran Inquisidor sea tan sólo aparente, pues apenas una alternativa implique siquiera elección alguna.

Muchas gracias.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

La ética kantiana como una ética de la conciencia moral

Librémonos, de una vez por todas, de la imagen que concibe a la ética kantiana como una ética procedimental, cuyo modus operandi consiste, supuestamente, en una fría evaluación de las máximas valiéndonos de un test de universalización, como si Kant hubiese diseñado su ética especialmente para las sutilezas de la filosofía analítica.

Es ya desde la Crítica de la razón práctica donde Kant nos brinda un ejemplo acerca de la forma del razonamiento moral que puede darse a partir de la ley moral. Ahí, hablando sobre cómo debe un ser racional pensar la relación entre sus máximas y las leyes prácticas universales, Kant reitera lo dicho ya en la Fundamentación para la metafísica de las costumbres y en la Crítica de la razón pura, acerca de cómo esta sabiduría está al alcance del «entendimiento más común carente de toda instrucción» (2000: 91). Al preguntar si una máxima tal «puede adoptar la forma de una ley», obtenemos una respuesta «inmediata», sin necesidad de un refinado análisis filosófico (Kant 2000: 91-92).

Esto se confirma también ya en La metafísica de las costumbres, donde no hay siquiera un asomo de una ética procedimental, sino que lo que tenemos es una doctrina acerca de la virtud, que consiste en una serie de deberes, que no se obtienen tras efectuar un test de universalización lógico, sino mediante una reflexión sin mucho rigor acerca del valor de la humanidad, y el respeto que requiere de nosotros.

En su obra cumbre sobre moral, Kant reconoce cuatro «condiciones subjetivas» presentes en todos los seres humanos sin los cuales no podríamos considerarnos siquiera «afectado[s] por los conceptos del deber» (1989: 254). Estas son el sentimiento moral, la conciencia moral, la benevolencia y el respeto (Kant 1989: 254-259).

La conciencia moral no puede adquirirse, «sino que todo hombre, como ser moral, la tiene originalmente en sí» (Kant 1989: 155). Esta conciencia moral no es sino la razón práctica misma, «que muestra al hombre su deber en cada caso concreto», y constituye «un hecho inevitable» (Kant 1989: 255-156). Puesto que es inconcebible un «deber de reconocer deberes» (1989: 255), Kant afirma que el único deber respecto de la propia conciencia moral es el de cultivarla, «aguzar la atención a la voz del juez interior y emplear todos los medios para prestarle oído» (1989: 256-257).

Kant describe también esta conciencia moral usando la imagen de un «tribunal interno«, en especial con la de un juez interno que en el ser humano no «se forja (arbitrariamente), sino que está incorporado a su ser» (1989: 303). Es la función de esta «persona ideal» el «conocer los corazones», y «todos los deberes en general han de considerarse también como mandatos suyos» (Kant 1989: 304). Este juez interior ha de poder pensarse como «un ser moral todopoderoso», a saber, Dios, aunque esto no le baste al ser humano para poder «admitir fuera de sí como real a semejante ser supremo» (Kant 1989: 305). «El concepto de religión en general», afirma Kant, «es aquí para el hombre únicamente «un principio para considerar todos sus deberes como mandatos divinos»» (1989: 305).

Para examinar con mayor detalle el funcionamiento de la conciencia moral, tomemos el caso de la mentira, en particular, la mentira interior (a uno mismo), que es «peor» y amenaza con la «destrucción de la propia dignidad» (Kant 1989: 291). Combatir esta mentira interior equivale a combatir el mal radical en uno mismo ayudándonos del cultivo de la propia conciencia moral. Observemos:

Sin embargo, esta falta de sinceridad en las interpretaciones, que cometemos hacia nosotros mismos, merece la más seria reprensión: porque a partir de esta situación corrompida (la falsedad, que parece estar arraigada en la naturaleza humana) el mal de la falta de veracidad se propaga también a otros hombres, una vez el principio supremo de la veracidad ha sido violado. (Kant 1989: 293)

La referencia a una corrupción presente en la naturaleza humana y arraigada hasta el mismo principio supremo no deja dudas de que Kant se está refiriendo al mal radical, ya en un lenguaje más reconocible y cercano a la tradición[1].

La virtud, desde un punto de vista individual, es la encargada de combatir el mal radical en uno mismo, aunque eso no se opone a que la forma más efectiva, dada nuestra condición de seres sociales, sea practicarla en comunidad, lo que la asemeja a una religión propiamente moral. Kant es explícito al respecto en la Religión:

El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (Kant 2001: 118)

La ética kantiana se nos revela como una ética de la conciencia moral, una ética de seres racionales (y en el caso de la especie humana, inevitablemente sociales) que buscan contrarrestar la condición hostil en la que se encuentran unos respecto de otros, ya sea mediante el establecimiento de un orden legal justo, la virtud interna, y la práctica de esta virtud en sociedad, de forma libre. Mientras que la insociable sociabilidad es reconocida en el derecho y la antropología, el mal radical muestra su lado en la interioridad de los individuos, y su combate le corresponde a la virtud y a una religión racional y moral.


[1] Por ejemplo, veamos las palabras del stárets Zosima, personaje sabio de Los hermanos Karamázov:

Sobre todo, evite la mentira, toda mentira, en particular la mentira consigo misma. Observe su mentira y no deje de mirarla cada hora, cada minuto. Evite también la repulsión hacia los demás y hacia sí misma: lo que en su interior le parezca malo, por el mero hecho de que lo vea usted en sí se purifica. Evite el miedo también, aunque el miedo nunca es más que la consecuencia de la mentira. (Dostoievski 1996: 145)

Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

Sobre la absurda e insostenible lectura de Michel Onfray sobre la ética de Immanuel Kant

En su ensayo «Un kantiano entre los nazis», Michel Onfray afirma:

En ninguna parte, Kant dice que haya que examinar el contenido de una ley —ética o política— antes de decidirse a obedecerla o a infringirla, a rebelarse contra ella o a observarla. ¿Es ésta la falla del pensamiento kantiano en la que puede precipitarse el nazismo? Esta idea no deja ningún lugar a la cuestión del examen de los contenidos, pues se limita a disponer que cada individuo sea un súbdito dócil de la ley moral y de la de su país. (Onfray 2009: 23-24)

En la misma Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant afirma que no podríamos considerarnos obligados por el imperativo categórico a no ser por la existencia de un motivo, un fin válido para todos y en todo momento (que posea valor absoluto). Este fin es la humanidad, o la naturaleza racional presente en los seres humanos, que nos vuelve fines en sí mismos, y nos otorga una dignidad irrenunciable.

Este «contenido» de la ley moral nos es dado por la razón pura, y postulamos su validez a priori.

Ahora, ciertamente Onfray se refiere a algo así como a lo que dice un principio moral determinado, como «no mentir». Pero dicho principio moral sólo será válido si muestra respeto, en una situación determinada, a la ley moral, o de forma más específica, a la dignidad de cada ser humano que pueda verse involucrado por nuestras acciones, y es por eso que Kant afirma que la práctica de la virtud (que es la moralidad misma) siempre termina en una casuística, para la cual necesitamos de un juicio bien afinado.

Es esa la facultad humana de juzgar a la que se refiere Hannah Arendt, el juicio del sentido moral común, o «la burda facultad de someter un hecho al régimen corriente de la razón o la conciencia» (2009: 23), que Onfray descarta sin explicar por qué, por su irreflexivo prejuicio que parece sostener que la ética de Kant estuviese completamente desconectada de la moralidad del ciudadano de a pie (Kant niega esto reiteradas veces en la Fundamentación y en otros lados). Este juicio que todos tenemos y usamos constantemente sólo puede ser reforzado por una metafísica de las costumbres, mas no radicalmente reinventado.

Es absolutamente imposible, justificar desde la ética de kant, cualquier acción que atente contra la dignidad de una persona.

En el ámbito de la legalidad, Onfray parece ignorar también lo que Kant afirma en «Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?, que si bien en tanto funcionarios tenemos siempre que obedecer, si las órdenes que se nos imponen se contraponen irreconciliablemente con nuestros principios morales, estaremos obligados moralmente a renunciar al cargo, al margen de cualquier perjuicio que esto nos pueda traer.

Además, tenemos el famoso ejemplo presente en la Crítica de la razón práctica, según el cual un súbdito se ve moralmente obligado, con perjuicio del bienestar de su propia familia, a evitar mentir por pedido del Rey mismo para inculpar a un hombre inocente.

¿Qué le pasa a Michel Onfray? Es raro que justamente habiendo criticado justamente las infundadas y superficiales críticas a Friedrich Nietzsche proceda a hacer lo mismo con la filosofía de Kant.

Más tarde, o mañana, actualizo esta entrada con las referencias respectivas.


Bibliografía:

Onfray, Michel

El sueño de Eichmann. Precedido de Un kantiano entre los nazis. Barcelona: Editorial Gedisa, 2009.

Prácticamente libres

En la «Segunda sección» de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Immanuel Kant extrae una concepción de la ley moral partiendo del análisis de una voluntad racional. Sin embargo, la existencia de dicha ley moral descansa en que aceptemos que la humanidad tiene valor absoluto, o dicho de otro modo, que «la naturaleza racional existe como fin en sí mismo«[1], afirmación que en dicha sección es presentada únicamente como un «postulado».

La ley moral es presentada, entonces, como una idea regulativa[2]: «la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora«. Pero lo único que ha hecho Kant es explicitar cómo esta ley moral está incluida ya en el conocimiento moral común, de «quien tenga a la moralidad por algo y no por una idea quimérica desprovista de verdad». Lo que no puede demostrar, entonces, es que la moralidad misma «no sea un fantasma vano» ni que «el imperativo categórico y con él la autonomía de la voluntad son verdaderos y absolutamente necesarios».

Para llevar a cabo semejante demostración, Kant tiene que mostrar la posibilidad de «un uso sintético […] de la razón pura práctica», lo que necesita a su vez de los lineamientos generales de una crítica de dicha facultad, que es el humilde objetivo de la «Tercera sección», en la que nos adentraremos.

Para responder a la pregunta ¿cómo es posible un imperativo categórico?, Kant  introduce la infame división de mundos :

[…] la idea de la libertad hace de mí un miembro de un mundo inteligible; si yo no fuera parte más que de este mundo inteligible, todas mis acciones serían siempre conformes a la autonomía de la voluntad; pero como al mismo tiempo me intuyo como miembro del mundo sensible, esas mismas acciones deben ser conformes a dicha autonomía. Este deber categórico representa una proposición sintética a priori, porque sobre mi voluntad afectada por apetitos sensibles sobreviene además la idea de esa misma voluntad, pero perteneciente al mundo inteligible, pura, por sí misma práctica, que contiene la condición suprema de la primera, según la razón.

Cuando alguien reconoce, por ejemplo, que debe decir la verdad, desde un punto de vista moral, Kant diría que semejante proposición implica la existencia de un mundo inteligible regido por una causalidad distinta de la del mundo sensible: una causalidad regida por leyes de la libertad, es decir, la ley moral.

Sin embargo, afirmar esta división de mundos sobrepasa los límites mismos sentados por la filosofía crítica del mismo Kant, que considera no nos es lícita cualquier afirmación sobre las cosas en sí. ¿Cómo podemos entender, entonces, esta transgresión?

El motivo detrás de esta distinción es la necesidad de salir de la clara argumentación circular en la que está cayendo Kant, que consiste en que nos «consideramos como libres en el orden de las causas eficientes, para pensarnos sometidos a las leyes morales en el orden de los fines, y luego nos pensamos como sometidos a estas leyes porque nos hemos atribuido la libertad de la voluntad». Llamemos a este círculo, el círculo kantiano.

Kant pretende haber superado este círculo, de alguna forma, desde la separación entre apariencias y las cosas en sí mismas, que considera obvia hasta para un entendimiento común, y que implica que siempre hay algo, tanto en los objetos como en nosotros mismos, que se nos escapa, y nos permite pensarnos como perteneciendo a un mundo inteligible. Es en este mundo que no podemos más que pensar la «propia voluntad sino bajo la idea de la libertad», y donde «conocemos la autonomía de la voluntad con su consecuencia, que es la moralidad».

Pero esto, por supuesto, no resulta obvio en lo absoluto, y es sobre este punto donde Kant fue duramente criticado, a tal punto que muchos críticos creen poder descalificar toda su teoría ética con tan solo rechazar esta distinción.

La respuesta de Kant, no obstante, está en el mismo capítulo, pues afirma que la «razón práctica no traspasa sus límites por pensarse en un mundo inteligible; los traspasa cuando quiere intuirsesentirse en ese mundo». Lo que nos está otorgando Kant con semejante división de mundos, no es un conocimiento teórico, sino una herramienta para pensarnos[3] sin contradicción como seres libres y a la vez perteneciendo a un mundo gobernado por leyes naturales[4]. Es en ese sentido que la explicación de los dos mundos es perfectamente contingente en el marco más amplio de su teoría.

Esto se ve confirmado repetidas veces a lo largo del mismo capítulo, cuando Kant afirma que la razón sí traspasaría sus límites si «emprendiera la tarea de explicar cómo pueda la razón pura ser práctica, lo cual sería lo mismo que explicar cómo la libertad sea posible«, puesto que «la libertad es una mera idea»[5].

De esa forma, a Kant le basta que consideremos la libertad como propiedad de la voluntad como un presupuesto, pues «todo ser que no puede obrar de otra suerte que bajo la idea de la libertad, es por eso mismo verdaderamente libre en sentido práctico». Kant nos explica esto de la siguiente forma:

Mas es imposible pensar una razón que con su propia conciencia reciba respecto de sus juicios una dirección cuyo impulso proceda de alguna otra parte, pues entonces el sujeto atribuiría, no a su razón, sino a un impulso, la determinación del Juicio. Tiene que considerarse a sí misma como autora de sus principios, independientemente de ajenos influjos; por consiguiente, como razón práctica o como voluntad de un ser racional, debe considerarse a sí misma como libre; esto es, su voluntad no puede ser voluntad propia sino bajo la idea de la libertad y, por tanto, ha de atribuirse, en sentido práctico, a todos los seres racionales.

No podríamos, de forma coherente, emitir el juicio de que no somos libres, pues en tal caso el mismo juicio no sería emitido por nosotros mismos, sino determinado por algún impulso, y no tendría validez. Es en ese sentido que siempre actuamos «bajo la idea de la libertad», y eso es lo que le basta a Kant. Somos prácticamente libres.

Sin embargo, es un error pensar que Kant soluciona de forma alguna el impasse que había mencionado en la «Segunda sección». Más bien, esta «Tercera sección» debe leerse exactamente como Kant la anuncia al final de la precedente: como la aceptación crítica de que por más importante que sea para la moralidad, jamás podremos entender la libertad.


[1] Las citas son a la siguiente edición en línea de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Espero reemplazarlas pronto por  una más actual.

[2] Estas ideas se dan en la actividad misma de la razón cuando el entendimiento intenta ir más allá de su uso condicionado en la experiencia. Es propio de estas ideas que no «se pueden dar en la experiencia, ni sus principios se pueden jamás comprobar ni contradecir mediante la experiencia” (Kant 1999: ___; Ak 4:329).

[3] Es decir, movernos en el nivel de la razón, por encima del entendimiento, que está limitado a versar sobre el material que nos otorgan nuestras intuiciones sensibles.

[4] Más adelante, Kant lo aclara de la siguiente forma: «El concepto de un mundo inteligible es, pues, sólo un punto de vista que la razón se ve obligada a tomar fuera de los fenómenos, para pensarse a sí misma como práctica«.

[5] Más aún: «Todo esfuerzo y trabajo que se emplee en buscar explicación de [cómo es posible la libertad] será perdido».

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999 [1783].