Epistemología

¿Puede aportar algo la indeterminación cuántica al problema de la libertad?

Seguimos a Erwin Schrödinger cuando expone el problema de la libertad de la voluntad de la siguiente forma:

[…] como mi vida mental está claramente muy estrechamente vinculada a las vicisitudes fisiológicas de mi cuerpo y en particular de mi cerebro, entonces si éstas se hallan estricta y unívocamente determinadas por leyes de carácter físico y químico, ¿qué ocurre con mi sentimiento inalienable de que yo soy quien adopta decisiones para actuar de un modo o de otro? y ¿cómo es que me siento responsable de la decisión que de hecho adopto? ¿No estará todo lo que hago mecánicamente determinado de antemano por el estado material de mi cerebro, incluidas las modificaciones causadas por cuerpos externos, y no será ilusoria la sensación de libertad y responsabilidad? (Schrödinger: 72)

Esto presupone la concepción de causalidad de la física clásica, que nos permitiría «decir dónde una partícula o sistema de partículas en movimiento pueden localizarse en un determinado momento futuro, sabiendo su situación y velocidad actuales y las condiciones bajo las cuales el movimiento tiene lugar», de modo que «todos los sucesos pueden ser absolutamente predichos» (Planck: 150).

De este modo, «la supuesta paradoja radica en que, según la interpretación mecanicista, al lograr el conocimiento de la configuración y velocidades de todas las partículas elementales del cuerpo humano, incluido el cerebro, podríamos predecir sus acciones voluntarias—que, entonces, dejan de ser lo que creíamos que eran, o sea voluntarias» (Schrödinger: 78).

Si esto fuera así, entonces la antítesis del tercer conflicto de la antinomia de la razón pura sería absolutamente verdadera: «No hay libertad, sino que todo en el mundo acontece solamente según leyes de la naturaleza» (A445/B473).

Sin embargo, esta situación parecería haber cambiado con el descubrimiento del principio de indeterminación de Werner Heisenberg y en general de la física cuántica. En su forma más superficial, supone que no podemos saber la posición exacta de una partícula sin tener contacto con ella y, en ese acto, alterarla. Pero siguiendo al mismo Heisenberg y a Niels Bohr, Schrödinger explica que no se trata de que existan efectivamente objetos determinados, que serían alterados por nuestra observación, sino que «el objeto no tiene una existencia independiente del sujeto que observa«[1] (Schrödinger: 64).

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Es así que la física cuántica confirma numerosas intuiciones de filósofos tanto de occidente como de oriente:

Hay que entender que bajo el impacto de nuestros refinados métodos de observación y de reflexión sobre los resultados de nuestros experimentos, se ha roto esa misteriosa barrera entre sujeto y objeto. (Schrödinger: 64)

Parecería entonces que tendríamos que reconocer que la concepción de una causalidad determinista está herida mortalmente, lo que nos lleva a la pregunta que motiva esta entrada: «¿Puede acaso la llamada indeterminación permitir que el libre albedrío ocupe ese hueco de manera que sea el libre albedrío el que determine los acontecimientos que la Ley de la Naturaleza deja indeterminados?» (Schrödinger: 74).

El mismo Schrödinger responde: «la física cuántica nada tiene que ver con los problemas del libre albedrío» (Schrödinger: 81). Para explicar el motivo de su negativa abandonamos el terreno de la física y entramos en el de la ética. Schrödinger resume la posición del filósofo kantiano Ernst Cassirer de la siguiente forma:

[…] el libre albedrío del hombre conlleva, como factor preponderante, la conducta ética del hombre. Si suponemos que los hechos físicos en el espacio y en el tiempo no están en gran medida estrictamente determinados y están del todo sujetos al azar, como cree la mayoría de los físicos de hoy, esta faceta aleatoria de los hechos en el mundo material sería indudablemente (dice Cassirer) la última en invocarse como correlato físico a la conducta ética del hombre. (Schrödinger: 75-76)

Siguen vigentes las reflexiones finales de Kant en su intento de Fundamentación de la moral cuando señala que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72). Y quizás lo sigan siendo siempre.

Ver también:

La libertad, ¿un hecho o cuestión de mera creencia?

Una superación científica y mística del problema del determinismo y del libre albedrío?


[1] El resaltado es mío.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

PLANCK, Max

¿Adónde va la ciencia? Buenos Aires: Losada, 1961.

SCHRÖDINGER, Erwin

Ciencia y humanismo. Barcelona: Tusquets Editores, 1985.

La libertad, ¿un hecho o cuestión de mera creencia?

En la Fundamentación, Immanuel Kant sostiene:

La libertad sólo es una idea de la razón, cuya realidad objetiva es en sí dudosa. (G 4:455)

La libertad es una mera idea cuya realidad objetiva no puede ser probada en modo alguno según leyes de la naturaleza. (Ak 4:459)

Ahora hagamos un cf. con el Kant de la tercera Crítica (cinco años después) y en adelante:

La idea de libertad es el único concepto de lo suprasensible que prueba su realidad objetiva en la naturaleza. (KU 5:474)

Entre todas las ideas de la razón, la libertad es la única idea cuyo objeto es un hecho. (KU 5:468)

La libertad no supone objeto alguno de un conocimiento teórico, pero prueba su realidad en el uso práctico de la razón. (Ak 6:221)

Una toma de posición al respecto será el tema de mi ponencia para el II Congreso de la SEKLE a realizarse en Madrid a finales de junio.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica del discernimiento. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2012.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

La experiencia de la libertad: un salto de fe[1]

Søren Kierkegaard escribío Temor y temblor a los 30 años, bajo el pseudónimo de Johannes de Silentio, haciendo referencia a lo que no puede ser dicho y es por lo tanto incomunicable. La obra gira alrededor de la historia de Abraham, en particular, al momento en que Dios le pide que sacrifique a su único hijo, Isaac.

«Y quiso Dios probar a Abraham y le dijo: Toma a tu hijo, tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo ahí en holocausto sobre el monte que yo te indicaré». (Gn 22:1-2)

El argumento de Johannes de Silentio en Temor y temblor es relativamente simple: si es que no hay nada más elevado que la ética en este mundo, y tampoco nada inconmensurable en el hombre más allá de lo que posiblemente pueda expresar mediante su participación en ésta, entonces nunca existió la fe, precisamente porque siempre existió, y en consecuencia, Abraham está perdido. En efecto, si la fe está incluida en una ética universal accesible a todos, entonces nada sacamos de la historia de la relación particular entre Abraham con Dios.

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Pero existe efectivamente algo por encima de lo ético/universal; esto es lo absoluto (Dios, en el ejemplo de Abraham). El Particular, Abraham, entra en relación con lo absoluto, Dios, mediante la fe, de la siguiente forma:

La fe consiste precisamente en la paradoja de que el Particular se encuentra como tal Particular por encima de lo universal, y justificado frente a ello, no como subordinado, sino como superior. Conviene hacer notar que es el Particular quien después de haber estado subordinado a lo universal en su cualidad de Particular llega a ser lo Particular por medio de lo universal; y como tal, superior a éste, de modo que el Particular como tal se encuentra en relación absoluta con lo absoluto. Esta situación no admite la mediación, pues toda mediación se produce siempre en virtud de lo universal; nos encontramos pues, y para siempre, con una paradoja por encima de los límites de la razón.

Leamos nuevamente con los personajes.

La fe consiste precisamente en la paradoja de que Abraham se encuentra como tal individuo por encima de la ética, y justificado frente a ella, no como subordinado, sino como superior. Conviene hacer notar que es Abraham quien después de haber estado subordinado a la ética en su cualidad de individuo llega a ser él mismo por medio de la ética; y como tal, superior a ella, de modo que Abraham mismo se encuentra en relación religiosa con Dios. Esta situación no admite la mediación, pues toda mediación se produce siempre en virtud de lo universal; nos encontramos pues, y para siempre, con una paradoja por encima de los límites de la razón.

La fe se presenta al entendimiento como una paradoja, cuya resolución se encuentra más allá del alcance de la razón humana. Expliquemos.

En primer lugar, debemos diferenciar lo universal de lo absoluto, lo ético de lo religioso. Es cierto que ambas esferas pueden coincidir, pero en ese caso, y De Silentio es decisivo al respecto, la fe no sería necesaria, las categorías morales bastarían, y Abraham estaría perdido. Es gracias al ejemplo de Abraham, precisamente, que nos percatamos de que ambas esferas no siempre coinciden, que lo religioso se haya por encima. Un padre tiene un deber para con su hijo, y lo que se le exige a Abraham no sobrepasa este deber en el sentido ético; no se le ha pedido que actúe por un bien mayor, como podría ser el bienestar de un pueblo, tampoco hay una razón de por medio, como un Dios enfadado por algo que Abraham hizo. No hay, pues, forma de reconciliar la acción de Abraham con lo ético/universal. Simplemente se lo pidió, y Abraham actuó porque creía, en virtud de lo absurdo, afirma De Silentio.

O es un asesino, o es un creyente; o ha transgredido la ética, es un criminal más, un loco, un fanático, o la ha suspendido en virtud de algo más elevado; o lo uno o lo otro. No hay lugar para la mediación.

Desde un punto de vista menos lógico y más existencial, digamos, no hay que olvidar por un segundo que Abraham amaba a Isaac más que a nada en el mundo. Abraham (el Particular) antepone su relación con Dios (lo absoluto) a su deber ético (lo universal, el amor del padre por el hijo), deber que no abandona sino que “suspende”, y es en ese sentido que tenemos efectivamente una paradoja. Abraham no puede conciliar el amor que siente por su hijo con su deber hacia lo absoluto; al sacrificarlo, no lo deja de amar, justamente, lo ama más que nunca. Desde el punto de vista del espectador, todos observamos desde lo universal, pero el Particular está solo en su relación con lo absoluto, puesto que sólo puede comunicarse y hacerse inteligible con otros en virtud de lo universal.

El Particular no puede responder a nadie ni refugiarse en concepto alguno. Está solo en una experiencia incomunicable con lo absoluto: el Particular se encuentra aislado en ésta, es uno solo con su fe. Lo universal se suspende, pero mantiene su efecto sobre el Particular. En una ética universalista el Particular es el determinante último de su actuar, sí, puesto que es libre. Sin embargo, siempre puede encontrar refugio en saber que lo que hace está bien, y en que otros seres racionales podrán comprenderlo. Cualquier ética universal siempre es radicalmente comunicativa. Y es justamente la imposibilidad de la comunicación lo que aísla al Particular en la paradoja de la fe, así:

[…] está en una soledad universal donde jamás se oye una voz humana, y camina solo, con su terrible responsabilidad a cuestas.

El absurdo corresponde, así, al carácter incomunicable de la relación del Particular con lo absoluto, cuando se coloca a sí mismo por encima de lo universal, como superior, y mediante este universal.

Ahora, ¿cómo pueda ponerse el Particular por encima de lo universal mediante el universal mismo? Es necesario que el individuo acoja al universal dentro de sí, en un actuar ético genuino, y a pesar de querer realizar este actuar ético más que nada, no lo haga, sino que en virtud del absurdo, a pesar de lo incomprensible de la situación y del mandato, renuncie a él. Sin embargo, de la misma forma que el Particular renuncia al objeto que quiere (como Abraham renuncia a Isaac), lo recupera también en virtud del absurdo, en este acto de fe.

Pero, ¿cómo funciona esto? ¿Puede el autor de Temor y temblor estar describiendo no otra cosa que un milagro, una retribución divina de nuestra lealtad sin sentido? Esto supone un problema.

Lo que me propongo en esta ponencia es rechazar cualquier tipo de interpretación fideísta de la paradoja de la fe. Puesto de otro modo, espero establecer que el carácter absurdo de la paradoja no refiere a algo irracional, sino al hecho, no poco importante, de encontrarse más allá de la comprensión humana. Para ello, recurriré en lo que queda al problema que supone la libertad humana tal como es abordado por Immanuel Kant en la tercera antinomia de la Crítica de la razón pura, para mostrar que incluso en la ética de este filósofo racionalista por excelencia hallamos una experiencia incomunicable e incomprensible, a la base de toda la moralidad, y que supone precisamente un acto de fe.

Lo que está en juego es la libertad; pero no la libertad entendida como la capacidad de elegir entre Keiko Fujimori y Alan García, sino la libertad en tanto la capacidad humana de sobreponernos al mal, al pecado (dentro de la tradición cristiana), de respetar la dignidad humana en cada una de nuestras acciones, de desarrollar nuestro potencial al máximo dentro del contexto que nos ha tocado. Esto es quizás lo más difícil que podemos concebir, significa una meta ideal, que nunca podremos estar seguros de haber alcanzado.

Pero, ¿cómo es posible esta libertad, esta perfección? ¿No estamos acaso determinados por nuestra biología, la química, la física, nuestro entorno sociocultural? Cada proceso mental, cada decisión que tomamos tiene un correlato físico, a su vez sometido a leyes del mundo natural. Este es muy probablemente el problema filosófico más incómodo. Hasta ahora no ha sido resuelto.

Para superar el tercer conflicto de las ideas trascendentales de la antinomia de la razón pura, Kant introduce la figura de un carácter inteligible, una idea que la razón se crea [B561], algo que podemos admitir como posible [B576], como un supuesto [B579], y de forma explícita, señala: “como una mera ficción” [B573]. Este carácter opera en el mundo sensible sin alterar en lo más mínimo el orden de la naturaleza.

Toda la resolución de la tercera antinomia gira en torno a acomodar, mediante esta ficción de una causalidad meramente pensable, la libertad en un mundo sometido a leyes naturales. La libertad es algo que opera en la naturaleza con total realidad, pero sin alterar sus leyes. El argumento depende de un fundamento suprasensible, mas no sobrenatural. Lo único que Kant quiere establecer en la tercera antinomia es la posibilidad de pensar una causalidad distinta a la de la naturaleza, sin que debilite esta última en lo más mínimo.

Pero hay que señalar que esta libertad trascendental, como la llama Kant, en tanto una causalidad inteligible, supone un uso ilegítimo de las categorías, si bien no está en conflicto con las leyes de la naturaleza. Que Kant se tome la libertad de forzar los límites de su filosofía crítica nos lleva a preguntarnos: ¿Por qué introducir “la ficción” de una causalidad de la razón pura y del mero pensamiento, que si bien no contradice los principios del entendimiento, no es legítimo respecto de ellos y posee cierta arbitrariedad?

Por supuesto que el interés de Kant apunta a resguardar la moralidad misma, que depende de, o equivale a, la ya mencionada concepción de una libertad positiva. La ficción de un carácter inteligible no llega a ser completamente arbitraria dado que corresponde precisamente a nuestra experiencia de la moralidad.

No podemos entender científicamente, ni siquiera filosóficamente, cómo la libertad opera en el mundo regido por leyes naturales, cómo la Idea se torna real.  Pero la filosofía crítica pretende el silencioso mérito de haber mostrado que al menos podemos pensar la libertad sin contradicción con la naturaleza, si bien esto no demuestra en modo alguno que sea efectivamente real.

Y sin embargo, Kant afirma que «a veces encontramos, o al menos, creemos encontrar, que las ideas de la razón han mostrado efectivamente causalidad con respecto a las acciones del hombre» [B578]. Más adelante, en la tercera Crítica, Kant va más allá y afirma que «entre todas las ideas de la razón, la libertad es la única idea cuyo objeto es un hecho» [KU 5:468]. Si bien no entendemos cómo, Kant está seguro de que la libertad es algo real, que el actuar bajo la creencia en la libertad es inevitable. La ley moral es algo tan real como el cielo estrellado. «Yo veo el cielo estrellado y la ley moral ante mí», exclama Kant, «y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir» [KpV 5:162].

Para asegurar esta experiencia de la libertad es que Kant se ha preocupado de limitar el saber [Bxxx]: no podemos mediar esta experiencia teóricamente bajo ningún concepto, es una práctica pura, racional, pero cuya posibilidad se encuentra siempre un paso más allá de la razón teórica. La fe consiste precisamente en creer y actuar de acuerdo a la libertad, y es en esta experiencia que cada Particular se enfrenta cara a cara con lo absoluto, con aquello que está más allá de nuestra comprensión, absoluto al que, no obstante, le reconocemos la legitimidad de ser fuente de los principios que configurarán nuestra existencia.

En una moral universalista, nuestra libertad está sujeta a una ley moral. Podemos internalizar el deber, hacerlo nuestro, expresar el universal en cada momento, y justamente por eso, tenemos una libertad que nos asegura, que nunca nos abandona. Pero hay que creer que esa libertad y, por lo tanto, la moralidad misma, es real, de modo que pueda determinar nuestro actuar y nuestras vidas. Hay, pues, un salto existencial, una creencia más allá de la razón, no por ello irracional, y en esto radica la experiencia de lo absurdo. Confrontarnos a aquello que no conocemos, más aún, que no podemos conocer, y, sin embargo, creer.

Pensemos en todos los sacrificios que nos demanda la virtud, la aniquilación del amor propio, todo lo terrenal que perderíamos, y en algunas circunstancias, quizás la vida misma. La fe implica cierto movimiento de abandono, de renuncia, pero al mismo tiempo, la esperanza en que recuperaremos lo perdido, ya sea porque «Dios proveerá», en esta vida o en otra, o en todo caso, la esperanza o certeza de una dicha basada en nuestra dignidad y no en estímulos sensibles.

Pero corremos el riesgo de ver el deber moral como algo negativo, siempre informándonos de algo que nos falta, de algo que no somos. Si nos quedamos en esta visión de lo ético, Nietzsche tendría razón en su genealogía, Dios, la ley moral, la demanda de perfección sería efectivamente el invento más terrible del pensamiento, fuente de la culpa máxima. Pero la fe es precisamente la superación de estas consideraciones, es la afirmación de lo absoluto en uno mismo; es una práctica pura y genuinamente libre.

Hay sin lugar a dudas mucho de estético en el planteamiento de la paradoja de la fe. No debemos aceptar jamás que la religión suspenda la ética. No se lo concederemos al autor de Temor y temblor. Pero perderíamos igualmente si pretendiésemos explicar el fenómeno de la ética de forma complemente científica, evolutiva, lógica y/o racional. Seguimos a Kant cuando señala, en las últimas líneas de la Fundamentación, que concebir el misterio que supone la existencia de la ley moral es lo máximo que puede pedírsele a una filosofía que aspira llegar hasta los confines de la razón humana. Kierkegaard estaría de acuerdo.


[1] Leí esta ponencia el jueves 14 de noviembre en el marco del evento «200 años después: Søren Kierkegaard, un romántico imposible».

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

La indiferencia de la libertad práctica respecto de la libertad trascendental (con una definición de lo que significa «práctico»)

En la primera sección del canon de la razón pura, Kant divierte el propósito de obtener un conocimiento positivo por el del fin último de la razón pura, «respecto al cual todos los demás tienen solamente el valor de medios» (A797/B825). El cambio se explica del siguiente modo: si la razón especulativa busca un conocimiento positivo más allá de la experiencia, y no puede encontrar reposo sino hasta consumar su actividad «en una totalidad sistemática subsistente por sí» (A797/B825), este esfuerzo, problemático en su resolución, debe responder a un interés de su naturaleza. Este interés, argumenta Kant, ha de ser práctico. El resto del capítulo versa ya no tanto sobre un conocimiento más, sino sobre el fin supremo de la razón pura, a saber, lo único que puede satisfacer «aquel interés de la humanidad que no está subordinado a ningún otro superior» (A798/B826).

Los tres objetos que suponen el propósito último de la especulación, a saber, la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios son, considerados en sí mismos, «esfuerzos ociosos», y no son en modo alguno «necesari[o]s para el saber«, y su importancia concierne, más bien, «sólo a lo práctico» (A799-800/B827-828).

Marianne simbolo de la Libertad

Kant define práctico como «todo lo que es posible por libertad». El primer paso que da Kant para establecer un uso correcto de la razón pura y, por tanto, un canon correspondiente, se basa precisamente en señalar la existencia de leyes morales productos de la razón pura. Si el libre albedrío operara únicamente bajo condiciones empíricas, entonces el uso de la razón en este ámbito no podría ser sino regulativo, y se limitaría a unificar las distintas leyes empíricas (consejos) para la satisfacción de nuestros numerosos fines (que nos son dados por las inclinaciones), con los medios para alcanzarlos, de modo que puedan coexistir unos con otros bajo un todo llamado felicidad, y la doctrina respectiva sería la de la sagacidad. Esto, por supuesto, negaría la existencia de leyes que nos ordenasen absolutamente, y por tanto, la visión de sentido común de la moralidad como compuesta de imperativos que nos ordenan al margen de nuestra arbitrariedad (y de lo que creamos constituye nuestra felicidad). Kant parece dar por evidente que esas normas son algo real y, por lo tanto, existen leyes que emanan de la razón pura, que no sólo salen de un lugar más allá de la experiencia, sino que además mandan sobre ella; sólo esto ya sobrepasa cualquier logro de la misma razón en su uso especulativo. Su argumentación es convincente (en tanto compartamos la creencia en semejantes leyes), si bien no supone en modo alguno una demostración (de que dichas leyes existan más que de facto).

Los aprestos de la razón, entonces, nos dirigen a las tres proposiciones ya mencionadas, pero sólo en la medida en que conciernen nuestro actuar. De esta forma, el propósito último de nuestra razón, tal como está constituida por la naturaleza, se dirige «sólo a lo moral» (A801/B829).

En lo que queda de la primera sección, Kant se preocupará en mostrar que de las tres proposiciones de la razón especulativa, en realidad, la de la libertad de la voluntad no supone un problema para la razón en su uso práctico, y por consiguiente, el canon de la razón pura se interesa únicamente por dos cuestiones, a saber: «¿Hay un Dios? ¿Hay una vida futura?» (A803/B831). La libertad de la voluntad (Wille) no refiere a la libertad trascendental (que no ha podido establecerse como fundamento de explicación de los fenómenos y supone un problema ‒insoluble‒ para la especulación), sino a la libertad práctica que Kant insiste conocemos «por experiencia» (A802-803/B830-831). Esta libertad práctica refiere a la facultad del albedrío (Willkür) de determinarse a sí mismo «independientemente de los impulsos sensibles, y por tanto, por medio de móviles que sólo son representados por la razón» (A802/B830). Que tengamos esta facultad de sobreponernos a nuestra sensibilidad mediante representaciones de lo que es beneficioso, bueno o provechoso, representaciones que son dadas por la razón en forma de imperativos (leyes racionales que apremian nuestra voluntad sensible), es decir, «leyes de la libertad objetivas, que dicen lo que debe acontecer» (A802/B830), parece ser algo que podemos constatar mediante la experiencia, ya sea interna, de uno mismo, o externa, del comportamiento que podemos observar en otros. El problema de la libertad trascendental es dejado de lado como «enteramente indiferente, cuando se trata de lo práctico» (A803-804/B831-832).

Pero cómo sea posible afirmar esta total indiferencia tras haberse preocupado minuciosamente de resolver el problema en la tercera antinomia de la razón pura, sólo se puede comprender si tenemos en cuenta que Kant está adoptando un punto de vista práctico, que simplemente no es afectado por el problema especulativo respectivo. Uno no puede actuar (inclusive pensar) sino es bajo la idea de la libertad.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Un comentario sobre el tipo de religiosidad de Kant en el contexto de su discusión de los postulados en la Crítica de la razón pura

El interés de la razón, tanto especulativo como práctico, está contenido en las tres famosas preguntas que articulan el sistema kantiano:

1. ¿Qué puedo saber?

2. ¿Qué debo hacer?

3. ¿Qué puedo esperar?

Kant espera haber respondido satisfactoriamente la primera pregunta en la presente obra, pero eso ha excluido precisamente la posibilidad de conocer (Wissen) aquellos objetos que suponen el fin supremo de la razón pura[1]. La segunda pregunta pertenece a la razón pura, más no es trascendental, sino moral, si bien puede mantenerse cerca de sus estándares. La tercera pregunta presupone la segunda, y se reformula de la siguiente forma: si hago lo que debo,  ¿qué puedo entonces esperar? En este sentido, esta última pregunta es tanto teórica como práctica. La esperanza refiere a la felicidad, que no depende únicamente de nuestra voluntad, lo que sí es el caso en lo que concierne a nuestra conformidad con la moralidad.

La felicidad, propiamente, refiere a «la satisfacción de todas nuestras inclinaciones» (A806/B834), implica el uso de nuestra racionalidad, y supone un imperativo hipotético de nuestra razón, si bien el fin es dado por nuestra naturaleza sensible (no por la mera razón). El imperativo de la moralidad, por otro lado, abstrae de todo lo empírico y «considera solamente la libertad de un ente racional en general, y las condiciones necesarias sólo bajo las cuales ella concuerda con la distribución de la felicidad según principios» (A806/B834). ¿Qué constituye la felicidad de una persona? La respuesta a dicha pregunta es empírica, y supone un conocimiento de las condiciones históricas y sociales particulares del sujeto, así como de sus contingentes inclinaciones subjetivas. Sin embargo, ¿cómo debe uno comportarse moralmente respecto de otra persona? A priori, sabemos que debemos tratar su humanidad como fin en sí mismo, es decir, respetar las condiciones de posibilidad que le permitan llevar a cabo la búsqueda de su propia felicidad. Es en este sentido que Kant cree que la moralidad «puede basarse en meras ideas de la razón pura» (A806/B834); ya en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant sostiene toda la moralidad en una sola idea, a saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

Kant todavía se limita a suponer que dichas leyes morales existen efectivamente, lo que considera está de acuerdo no sólo con «las demostraciones de los más esclarecidos moralistas» sino también con el entendimiento moral común de «todo ser humano» (A807/B835).

Estas leyes morales que dependen únicamente del uso puro de la razón práctica son «principios de la posibilidad de la experiencia«, dado que ordenan que se realicen ciertas acciones, que, por ese mismo hecho, pueden efectivamente acontecer. Es así posible una causalidad de la razón en la naturaleza, si bien únicamente en las acciones libres de los seres racionales. «En consecuencia,» señala Kant, «los principios de la razón pura en su uso práctico… tienen realidad objetiva» (A808/B836).

Nos adentramos ahora al problema de los postulados de la razón pura práctica en relación al bien supremo. El afán sistemático de la razón no permanece ajeno en su uso práctico, pues la moralidad es pensada siempre como una relación de seres racionales unos con otros, lo que lleva a Kant a pensar en la idea práctica de un mundo moral, que es un anticipo de lo que en la Fundamentación será llamado reino de los fines. Este mundo está presente únicamente en el pensamiento, pero refiere siempre al mundo sensible, del accionar de los seres humanos, si bien obviando los obstáculos empíricamente observables que se le oponen a la moralidad (la corrupción de la naturaleza humana, que más adelante será llamada mal radical), y en tanto que la idea de este mundo inteligible puede generar determinadas acciones, tiene asimismo realidad objetiva. Con esta idea Kant espera haber respondido, muy a grandes rasgos, la segunda pregunta.

A continuación, de lo que se trata es de conectar la necesidad que conllevan los principios morales según el uso práctico de la razón, con la suposición teórica de que es lícito esperar una felicidad correspondiente a nuestro comportamiento moral. Puesto de otro modo, se trata de establecer que «el sistema de la moralidad está enlazado indisolublemente con el de la felicidad, pero sólo en la idea de la razón pura» (A809/B837). Si pensamos la moralidad sistemáticamente, argumenta Kant, ella inevitablemente «se recompensa a sí misma» (A809/B837).

Esto es problemático. Si bien queda perfectamente claro que la idea de un mundo moral es una consecuencia de la razón pura, el concepto mismo de felicidad, si bien tiene un elemento racional que lo unifica, depende en última instancia de la existencia de inclinaciones, y no resulta evidente en lo absoluto por qué habría de insertarse en una idea de la razón pura. El argumento de Kant al respecto, en todo caso, es plausible, y apunta a que en un mundo perfectamente moral la libertad sería ella misma la causa de la felicidad; es decir, si seres racionales se pusieran a perseguir su felicidad sin obstaculizarse los unos a los otros, e inclusive a sí mismos (sin obstáculos socioeconómicos, políticos ni psicológicos), entonces es de esperarse que la conseguirían. Pero al actuar, uno sabe que los otros no necesariamente van a hacerlo respetando la libertad de los demás, entonces parecería que uno no podría esperar que este enlace entre moralidad y felicidad se dé alguna vez, si no es por medio de una voluntad suprema (obersten Willen) que englobe todo albedrío particular (Privatwillkür). Dado que no sería razonable que la razón nos mande querer algo que no sea posible (la consecución del mundo moral), entonces uno podría llegar a concluir que no está obligado moralmente, lo que sería fatal para la moralidad, por supuesto. Ese mundo debe ser posible, y como dicha exigencia no parece congruente con el mundo observable fenoménico, tendría que darse en uno futuro, y gracias a la voluntad de un ser supremo, omnipotente, omnisciente, eterno, etc.

En la Crítica de la razón práctica Kant lo expresa más claramente, ya desde el punto de vista del ideal de un ser supremo:

Porque precisar de la felicidad, ser digno de ella y, sin embargo, no participar en la misma es algo que no puede compadecerse con el perfecto querer de un ente racional que fuera omnipotente, cuando imaginamos a un ser semejante a título de prueba. (KpV 5:110)

Y sin embargo, el enlace se introduce desde la perspectiva de dicho ser omnipotente, de un querer perfecto, de una inteligencia que integra la virtud máxima con el grado de felicidad correspondiente. A esta idea Kant la llama «el ideal del bien supremo» (A810/B838). Pero como no podemos comprender cómo Dios, esta voluntad o razón suprema, podría realizar este enlace (entre virtud y felicidad) en el mundo que nos representan nuestros sentidos, es que nos vemos obligados a recurrir también a un mundo futuro, de tal modo que tanto Dios como la inmortalidad del alma son presentados como «dos presuposiciones que, según principios de la misma razón pura, son inseparables del mandato que la razón pura nos impone» (A811/B839).

Pero como ya señalamos, lo único que emana del principio de la razón pura es la obligación moral, mientras que su conexión con la felicidad sólo se vuelve necesaria (o inseparable) si introducimos un querer perfecto y omnipotente, que luego se presenta como la solución al desfase entre virtud y felicidad. Parece existir, por lo tanto, cierta circularidad en el argumento kantiano por el supremo bien, dado que desde el punto de vista de la razón pura humana, no omnipotente, no parece ser necesario postular que a la virtud tenga que corresponderle su equivalente en felicidad, felicidad que supone, sí, un interés racional, mas no puro, sino también sensible.

Como dato biográfico, Kant no creía personalmente ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3), que consideraba únicamente como necesidades subjetivas que un individuo puede o no tener, y que sólo son legítimas en tanto sirven para hacer inteligible las consecuencias máximas de una ley moral, que nos demanda la perfección aquí y ahora, y que no puede garantizarnos felicidad alguna. Esto da luz sobre la artificialidad de la argumentación por el sumo bien, al menos en tanto se pretende extraer de la razón pura, cuando parece más bien incorporar un fuerte elemento subjetivo y psicológico, que depende de «una particular debilidad de la naturaleza humana» (R 6:109). En obras posteriores, el motivo que supone la felicidad (ya sea en este mundo o en el siguiente) es desechado e incluso repudiado en lo que concierne a la moralidad, y el único motivo propiamente moral pasa a ser exclusivamente el respeto por la ley pura práctica.

Kant parece estar partiendo del hecho de que hay una divinidad omnipotente, omnisciente, etc., y eso lo lleva a formular el sumo bien, la reconciliación de la virtud con la felicidad, de una justicia divina, si bien en otra vida. Sin embargo, la filosofía crítica no puede sostenerse más que en la razón pura, desde la cual sólo se puede postular la ley moral, que no puede sino ignorar la felicidad y el interés sensible que le tenemos. En una nota de la segunda Crítica, Kant se sincera, al señalar que la inmortalidad del alma:

[…] es el giro utilizado por la razón para designar un bienestar íntegro e independiente de todas las azarosas causas del mundo y, al igual que la santidad, es una idea que sólo puede verse comprendida en la totalidad de un progreso infinito, con lo cual nunca será plenamente alcanzada por dicha criatura. (KpV 5:123n)

La esperanza radica en que, si bien sabemos que nuestros cuerpos se destruirán y no quedará nada de nuestra personalidad en el mundo de los fenómenos, podamos creer posible que algo nuestro permanecerá (nuestra razón pura, meramente pensable) y participará a su vez de algo análogo al bienestar que en el mundo sensible llamamos felicidad. Esto concuerda, ciertamente, con ciertos dogmas del cristianismo (Dios y la inmortalidad), pero también con la creencia de muchas otras religiones de algo en el ser humano que no es otra cosa que una manifestación parcial, imperfecta de la divinidad, que después de la muerte vuelve a esta uniformidad originaria, como lo presente en el pensamiento antiguo de las Upanishads, donde la conciencia de que el yo personal (Atman) es igual a un yo eterno, omnisciente (Brahman).

En lo que sigue, Kant apuesta por la inseparabilidad de la figura de «un sabio Creador y Regidor» con la moralidad, a tal punto de afirmar que sin suponer el primero, nos veríamos obligados «a considerar las leyes morales como fantasías vacías» (A811/B839), o:

[…] sin un Dios y sin un mundo que ahora no es visible para nosotros, pero que esperamos, las magníficas ideas de la moralidad son, por cierto, objetos de elogio y de admiración, pero no motores del propósito y de la ejecución, porque no colman todo el fin que es natural a todo ser racional, que es necesario y que está determinado a priori por la razón pura misma. (A813/B841)

Esta conexión que, como ya señalamos, es absolutamente descartada en obras posteriores por una posición mucho más escéptica, que sólo nos obliga a realizar el deber aquí y ahora,sin consideraciones teóricas acerca de cómo podríamos reconciliar nuestro actuar moral con la felicidad, en este mundo o en el siguiente. No necesitamos otra motivación que el respeto a la ley moral, respeto que en el ser humano es una motivación siempre suficiente, lo que equivale a decir que en el ser humano la razón pura es en sí misma práctica. Esta idea, que Kant señala repetidas veces en todas sus obra posteriores, contradice directamente lo señalado en la cita, a saber, que las leyes morales no son móviles suficientes para determinar las acciones humanas[2].

No obstante, en páginas siguientes, Kant se preocupa en aclarar que la teología moral que nos ofrece «un Ente originario único, perfectísimo y racional«, no justifica la validez de las leyes morales, sino que es una consecuencia de ellas. Esta teología moral, si bien basada en la libertad, nos conduce a una teología trascendental en tanto que requiere una conformidad de los fines que es propia de la naturaleza y que por tanto apunta a «fundamentos que deben estar inseparablemente conectados a priori con la posibilidad interna de las cosas», o a una «perfección ontológica» que tiene «su origen en la necesidad absoluta de un único ente originario» (A816/B844).

La «presuposición absolutamente necesaria» del ideal del supremo bien fue introducida para darles eficacia a las leyes morales, que no por ello pueden ser consideradas contingentes. Las leyes morales son obligatorios no porque sean mandamientos de Dios, sino que son consideradas mandamientos divinos porque «estamos internamente obligados a ellas» (A819/B847).

En la última sección del canon, Kant espera distinguir con precisión la fe del saber, como una suerte de explicación de cómo espera haber logrado cumplir su promesa de suprimir el saber para dejarle lugar a la fe (Bxxx).

El asenso, explica Kant, es un «acontecimiento de nuestro entendimiento» que puede ser tanto objetivo, en cuyo caso se llama convicción, o subjetivo meramente, y entonces se denomina persuasión (A820/B848). A Kant sólo le preocupa el primero, que siempre debe poder ser comunicado a otros. Esta comunicación es la piedra de toque para distinguir lo que es mera persuasión y se condice con las exigencias establecidas en la disciplina de la razón pura, donde se establece que la razón en todas sus empresas debe someterse a la crítica y que la existencia misma de la razón depende de la libertad del juicio de ciudadanos (A738/B766).

La opinión es un asenso con la conciencia de que es tanto subjetiva como objetivamente insuficiente. Si el asenso es subjetivamente suficiente, se llama creer (Glauben), y produce convicción; si es tanto subjetiva como objetivamente suficiente, se trata de saber, y genera certeza.

El argumento de Kant en relación a lo visto en la sección previa parece apuntar a que los postulados de Dios y de la inmortalidad del alma son subjetivamente suficientes y son por tanto objetos de creencia (artículos de fe), y uno puede tener, por tanto, convicción en ellos. Esta convicción radica en la experiencia de la moralidad, que es algo que sabemos y de lo que tenemos certeza. Kant descansa, de este modo, la fe en Dios y en la inmortalidad únicamente en la moralidad:

[…] la convicción no es certeza lógica, sino certeza moral; y como descansa en fundamentos subjetivos (de la disposición moral del ánimo), resulta que ni siquiera debo decir: es moralmente cierto que hay un Dios, etc., sino: yo estoy moralmente cierto, etc. Eso significa: la fe en un Dios y en otro mundo está tan entrelazada con mi disposición moral de ánimo, que así como no corro peligro de perder la última, así tampoco me preocupo porque pueda serme arrancada jamás la primera. (A829/B857)[3]

Esta creencia es una fe racional (o moral) basada exclusivamente en una disposición moral del ánimo y es opuesta a una fe doctrinal, inestable y contingente en tanto que posee un discurso teórico que se enfrenta con problemas especulativos.

La creencia en dos artículos de fe, entendida como una fe racional y moral, está al alcance incluso del «más común entendimiento» de tal modo que el logro de la razón pura en tanto va más allá de la experiencia, el conocimiento (Erkenntnis) más elevado queda al alcance de todos los seres humanos por igual, y no necesita ser revelado por filósofos.

Kant era una persona de una religiosidad profunda; en la Crítica de la razón pura, precisamente en esta sección sobre los postulados, la creencia está dirigida a los dos artículos de fe, mientras que la moralidad es algo sobre lo que tenemos certeza. En obras posteriores, Kant problematiza la existencia de la ley moral, que no puede ser una mera idea regulativa, sino que tiene que ser sustantiva, tiene que existir «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). La creencia, propiamente, desplazará su atención de los dos artículos de fe, o postulados, a la moralidad misma. La religiosidad de Kant radica no en una creencia en dogmas (por más que sean postulados de la razón pura práctica), sino en que la ley moral, y por ende, la virtud misma, sea algo real, si bien indemostrable desde un punto de vista teórico.

Ver también:

La religión dentro de los límites de la mera razón – I.

La religión dentro de los límites de la mera razón – II.

Un ejemplo de fe que se basa principalmente en la razón (o qué significa ser cristiano de acuerdo a Gustavo Gutiérrez).

Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).


[1] Ver: “No comparto la opinión que algunos hombres excelentes y reflexivos […] han expresado tan frecuentemente, cuando sintieron la debilidad de las pruebas habidas hasta ahora: que se puede esperar que alguna vez se hallen demostraciones evidentes de las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura: hay un Dios, hay una vida futura. Antes bien, estoy cierto de que esto nunca ocurrirá. Pues ¿de dónde sacará la razón el fundamento de tales afirmaciones sintéticas, que no se refieren a objetos de la experiencia ni a la posibilidad interna de ellos? Pero también es apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario […]”. (A741-742/B769-770)

[2] «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda la moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre». (KpV 5:72)

[3] Existe consenso en que existe un error en el texto original, y que Kant quiso decir lo inverso. Lo citado presenta los elementos en negritas ya corregidos.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?

Un juicio sintético a priori es aquel que nos dice algo sobre el mundo sin necesidad de recurrir a la experiencia. ¿Cómo podemos conocer algo del mundo de esta forma? Esta pregunta apunta a explicar cómo las leyes del mundo físico (para Kant las de la física de Newton) se aplican necesariamente para toda experiencia posible, de tal modo que sabemos, sin recurrir a experiencia alguna, que todo lo que sucede tiene una causa, que el mundo está regido por leyes necesarias.

La salida de la metafísica tradicional es afirmar una suerte de intuición racional, pura, mediante la cual accedemos a los objetos tal como son en sí mismos, independientemente de nuestro contacto sensible con dichos objetos. Kant rechaza esto como dogmático e indemostrable, y su propuesta implica el famoso giro copernicano, a saber, el aspecto más novedoso de la filosofía trascendental, el abandono del supuesto según el cual todo conocimiento debe regirse por los objetos, principal obstáculo del anhelo metafísico «de establecer algo a priori sobre los objetos» (Bxvi).

En realidad, Kant está tirando al tacho, definitivamente, la pretensión de obtener conocimiento alguno de los objetos en sí mismos mediante conceptos puros. El conocimiento a priori de las cosas será posible si nos limitamos «sólo [a] aquello que nosotros mismos ponemos en ellas» (Bxviii), es decir, si suponemos que los objetos deben regirse por nuestro conocimiento (Bxvi). Es en este contexto que la experiencia misma, el lugar donde los objetos conocidos se encuentran únicamente como objetos dados (fenómenos) y no como cosas en sí mismas (Bxvii), se establece como regida necesariamente por reglas (al igual que todos los objetos que se encuentran en ella), que son dadas por el entendimiento y sus conceptos puros, conceptos que a su vez operan sobre la información sensible que nos es dada en cierta forma espacio temporal.

Es decir, tanto el espacio como el tiempo (formas puras de la sensibilidad), como las categorías del entendimiento (que son doce: unidad, pluralidad, totalidad, realidad, causalidad, substancia, etc.), son representaciones que el sujeto pone en el mundo, de modo que si conocemos el mundo a priori es porque nuestra subjetividad está ya en el mundo: en tanto sujetos constituimos el mundo y su objetividad.

Si sabemos que todo lo que sucede tiene una causa (ejemplo de un juicio sintético a priori), es porque la categoría de causalidad se aplica a los sucesos temporales en el espacio, y esa articulación causalidad-temporalidad-espacialidad es necesaria para todos los objetos de la experiencia.

Detallemos. Un sujeto camina por un mercado y se dispone a comprar frutas. Sin el uso del entendimiento, sin la facultad de juzgar, tendríamos a un sujeto abrumado por sensaciones, colores, olores, sin poder referirse a nada. En realidad, el sujeto está ya juzgando. Al ver las manzanas, reconoce que son muchas (categoría de pluralidad), y selecciona una por una (unidad). Tal vez su criterio de selección implica buscar cierto tipo de color, a saber, rojo (accidente de una sustancia), que, en tanto está frente a nosotros, consideramos  real y existente. Este tipo de actividad la realizamos todo el tiempo en todo tipo de circunstancias, sean frutas, unidades de transporte público, o palabras para un examen parcial.

Las categorías no dependen de tal o cual referencia a una experiencia determinada, sino que son, más bien, leyes que rigen el funcionamiento del pensar, del juzgar, y por tanto se aplican a todas las representaciones sensibles (intuiciones) que la sensibilidad obtiene pasivamente de su ser afectada por objetos. Un concepto, por su parte, es tal únicamente «porque bajo él están contenidas otras representaciones» (A69/B94). Explicitando la relación entre juicio y concepto, quizás a estas alturas ya evidente, tenemos que el concepto es una representación que por definición agrupa a otras (por ejemplo, animal agrupa a perro, gato, humano); el juicio es, a su vez, el acto de agrupar representaciones múltiples bajo una común, que yace por encima de ellas en lo que refiere a su generalidad.

Volviendo al ejemplo mencionado, la categoría (concepto puro) no puede ser una generalización de la manzana, como fruta, objetos redondos en general, o como un ente, sino que representa el juzgar más elemental del entendimiento humano: diremos que la manzana es una entre muchas, que tiene ciertos accidentes que le son propios en tanto una sustancia, vemos que si está abollada, aquello tendrá una causa, posiblemente un golpe, y que hubiera sido posible que no se hubiera golpeado, a saber, que el golpe es contingente, y por tanto, podemos reclamarle al vendedor. Todas las palabras en cursivas corresponden a las categorías, que no extraemos de la sensibilidad, sino que son aquello que el entendimiento puro pone en los objetos, y que conocemos a priori en tanto se aplican sobre «un múltiple de la sensibilidad, que la estética trascendental le ofrece» (A76-77/B102), a saber, la materia sin la cual las categorías serían completamente vacías, y no podrían decirnos nada sobre el mundo: están atadas a las condiciones del espacio y del tiempo.

El conocimiento a priori sobre el mundo (los juicios sintéticos a priori) es posible dado que el mundo mismo, la naturaleza, como ya señalamos, no es independiente del sujeto. El conocimiento de cómo se articula nuestro entendimiento con nuestra forma de intuir del mundo es a priori, dado que depende enteramente de nosotros, y sin embargo, alcanza al mundo dado que el mundo mismo se rige por estas reglas: el sujeto ordena el mundo, le prescribe sus leyes a la naturaleza (B163).

De esto se desprende, sin embargo, que jamás conoceremos el mundo tal como es en sí mismo, independientemente de nuestra actividad cognitiva.

Para otra entrada relacionada, ver: El ateo como un metafísico dogmático.


[1] Esta entrada no pretende sino una introducción al problema, dirigida para quienes se acerquen a la Crítica de la razón pura desde fuera de la filosofía, y quieran ordenar el problema fundamental tal como se presenta en los prólogos y en la introducción, si bien aludiremos ya a pasajes de la estética trascendental y del libro primero de la analítica trascendental. Espero ir perfeccionándola y simplificándola, por lo que apreciaré cualquier pregunta o comentario sobre alguna parte que no esté del todo clara.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Kant y la —meramente pensable— inmortalidad del alma

De acuerdo a la filosofía moral de Immanuel Kant, la voluntad del ser humano está sujeta a una ley racional, que demanda de cada individuo el grado máximo de perfección moral, que en un lenguaje más cercano a la tradición se denomina santidad. Únicamente estamos obligados a realizar siempre lo correcto, lo que denote respeto a la dignidad de toda persona. La virtud, propiamente, es lo que nos hace dignos de la felicidad (KpV 5:110).

Y sin embargo, es evidente que hacer siempre lo que la moralidad requiere de nosotros jamás nos puede garantizar la felicidad, es decir, obtener aquellos fines que uno cree constituyen la felicidad propia. La moralidad, para salvar este hiato entre la dignidad de ser felices y la felicidad misma, objeto de gran importancia para seres racionales y a la vez finitos como nosotros, se ve llevada a pensar el concepto de sumo bien, que refiere al «objeto necesario de una voluntad determinable merced a la ley moral» (KpV 5:122), objeto en el que la virtud y la felicidad máxima son inseparables (KpV 5:113).

¿Cómo debemos pensar este objeto? Dejando de lado el problema de conseguir una felicidad máxima (para lo que será necesario postular la existencia de un Dios todopoderoso y justo, tema tal vez de una entrada futura), nos centramos en la virtud perfecta que, en tanto es una idea, es irrealizable, y sólo estamos obligados a aproximarnos a ella. Es por ello que una «plena adecuación de la voluntad con la ley moral», la ya mencionada santidad, es «una perfección de la cual no es capaz ningún ente racional inmerso en algún punto temporal del mundo sensible» (KpV 5:122). Lo que la ley moral exige de seres finitos como nosotros no es sino «un progreso que va al infinito hacia esa plena adecuación», y es por este motivo que la razón pura práctica se ve obligada a presuponer, correspondientemente, «una existencia infinitamente duradera para la personalidad del ente racional (lo cual se denomina «inmortalidad del alma»)» (KpV 5:122).

La inmortalidad del alma es, entonces, «un postulado de la razón pura práctica», que Kant entiende como «una proposición teórica, pero que no es demostrable como tal, sino en cuanto depende inseparablemente de una ley práctica que vale incondicionalmente a priori» (KpV 5:122). La inmortalidad sólo puede pensarse en relación a aquella perfección a la que estamos obligados en nuestras acciones, no obstante jamás podemos alcanzar en esta vida.

Kant cree que a una persona que ha experimentado cierto amejoramiento moral en lo que respecta a su propia personalidad, sólo por ese hecho, le es lícito «esperar una ulterior e ininterrumpida continuación de tal prosecución mientras dure su existencia y hasta más allá de esta vida… ciertamente jamás aquí o en algún previsible punto del tiempo futuro de su existir, sino sólo en la infinitud de su persistencia (abarcable sólo por Dios)» (KpV 5:123-124).

La esperanza de un futuro bienaventurado, en el que nuestras genuinas motivaciones morales persistirán en una existencia más allá de esta vida, jamás puede convertirse en certeza, y no corresponde a seres como nosotros convicción alguna en este respecto. Esta perspectiva de un estado futuro, nos dice Kant:

[…] es el giro utilizado por la razón para designar un bienestar íntegro e independiente de todas las azarosas causas del mundo y, al igual que la santidad, es una idea que sólo puede verse comprendida en la totalidad de un progreso infinito, con lo cual nunca será plenamente alcanzada por dicha criatura. (KpV 5:123n)

Se suele decir que la filosofía de Kant recae finalmente en los mismos dogmas del cristianismo, a saber, en la creencia en Dios y en la inmortalidad. Para Kant ambos son artículos de fe, postulados de la razón pura práctica. No obstante, la filosofía kantiana no sólo no afirma su existencia, como hemos mostrado, sino que, al menos en relación a la inmortalidad, dice explícitamente que es inalcanzable para criaturas como nosotros, y sólo nos queda una esperanza útil para nuestra resolución moral, aquí en la tierra.

Esto se condice con lo que sabemos biográficamente de Kant, que no creía personalmente ni en Dios ni en la inmortalidad del alma, que consideraba únicamente como necesidades subjetivas que un individuo puede o no tener, y que sólo son legítimas en tanto sirven a hacer inteligible las consecuencias máximas de una ley moral, que nos demanda la perfección aquí y ahora, y que no puede garantizarnos felicidad alguna.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

El ateo como un metafísico dogmático

En el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura[1], la preocupación central del idealismo trascendental, y del proyecto mismo de la crítica de Immanuel Kant, se revela como fundamentalmente moral. De lo que se trata es de «suprimir (aufheben) el saber (Wissen), para obtener lugar para la fe» (Bxxx); se trata de negar que podamos tener conocimiento teórico acerca de Dios y de la inmortalidad del alma, lo que implica no poder afirmar tanto su existencia como su no existencia.

En una entrada anterior, refiriéndome a esta misma pretensión ilustrada, critiqué un tipo de posición agnóstica como vacía, en la medida que equipara la creencia en una divinidad racional con la de un ser absurdo, y en ese sentido pretende anular ambas. El error de este tipo de agnosticismo está en considerar la creencia en una divinidad sin considerar en lo más mínimo su interés práctico. No sirve de nada creer en un monstruo volador hecho de fideos, pero se podría argumentar que la creencia en la santidad de las enseñanzas de Cristo (y de su persona misma) tiene la utilidad práctica de fortalecer a los seres humanos en sus intenciones morales, llevándolos de este modo por el recto camino de la moralidad. Lo mismo se puede decir, por supuesto, de otras religiones y formas de creencia.

Este malentendido llamado agnosticismo, que no añade absolutamente nada a la pretensión ilustrada de limitar el conocimiento (o suprimir el saber) concerniente a los entes divinos, conduce muy frecuentemente al ateísmo. Si la creencia en Dios equivale a la creencia en un ave reptil gigante que controla el devenir del mundo, resulta completamente razonable juzgar que ambas son absurdas, y en consecuencia, a su negación, a saber, la posición atea.

El dogmatismo de esta posición es reconocido por Kant precisamente en el mismo prólogo, inmediatamente después de hacer explícita su pretensión de limitar el saber: «el dogmatismo de la metafísica […] es la verdadera fuente de todo el descreimiento contrario a la moralidad, que es siempre muy dogmático» (Bxxx). Un ateo, al afirmar que Dios no existe, está implícitamente aceptando que se puede tener un conocimiento acerca de la existencia (o no existencia) de los entes divinos, y se encuentra a sí mismo en la posición de negarlos.

Por supuesto que el ateísmo no implica necesariamente una posición amoral, menos aún inmoral. Pero en la medida que pretende un conocimiento teórico (por lo general, naturalista) acerca de las fuentes últimas del mundo y de la moralidad misma, no hace sino socavar cualquier pretensión absoluta y categórica sobre sus mandatos (su santidad), y no puede sino caer en un relativismo.

Kant no creía que la creencia en Dios y en la inmortalidad del alma fueran necesarias para la moralidad. Todo lo contrario. Además, él mismo no profesaba tales creencias[2]. Y sin embargo, la moralidad requiere que dejemos la puerta abierta a esa esfera de la religiosidad, dado que la moralidad misma depende de cierto misterio. Y eso es todo por hoy.

Complementar esta entrada con:

Sobre el último confín de toda filosofía práctica.

¿Qué es el corazón? (o sobre el misterio en la ética de Kant).

¿Qué es la verdad? (o sobre la existencia de una ley moral).


[1] Este bloguero vuelve de huidas vacaciones con esta entrada sobre tan magna obra.

[2] No confundimos, al igual que Kant, la no creencia en Dios con la creencia en la no existencia de Dios.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

La realidad como representación en el idealismo trascendental

El objetivo de esta entrada será examinar la concepción de realidad propia del idealismo trascendental.

Empecemos, precisamente, examinando cómo el idealismo trascendental aborda el representacionalismo y si es que puede conciliarse con algún tipo de realismo. Kant señala que el idealismo no niega per se «la existencia de los objetos externos de los sentidos», sino únicamente que se los conozca «por percepción inmediata» (A368-369)[1]. Además, los fenómenos son considerados todos como «meras representaciones y no como cosas en sí mismas», a la vez que el tiempo y el espacio «son solamente formas sensibles de nuestra intuición, y no determinaciones de los objetos dadas por sí, ni condiciones de los objetos, como cosas en sí mismas» (A369). El idealismo trascendental, a diferencia de otro tipo de idealismo, denominado empírico, y que atribuye tanto a Descartes como a Berkeley, no duda de la existencia de los objetos externos (cuerpos, cosas externas, materia), pues al igual que somos conscientes de que existimos (el yo soy de Descartes), al mismo tiempo tenemos consciencia de la existencia de nuestras representaciones: «existen las cosas externas, exactamente como existo yo mismo» (A370-371). Esto implica, por supuesto, que los objetos externos son «meros fenómenos», y, por tanto, son asimismo una especie de representaciones (A370). Añade:

En lo tocante a la realidad efectiva de objetos externos, no tengo necesidad de inferir, así como tampoco lo tengo en lo tocante a la realidad efectiva del objeto de mi sentido interno (mis pensamientos); pues tanto uno como otro no son nada más que representaciones, cuya percepción inmediata (conciencia) es a la vez una prueba suficiente de la realidad efectiva de ellas. (A371)

Para Kant, la realidad efectiva de los objetos externos está tan asegurada como la del cogito cartesiano, porque tanto los unos como el otro son, a fin de cuentas, representaciones. Queda establecido que la realidad, para Kant, está inevitablemente ligada al nivel de los fenómenos, que son a su vez cierto tipo de representaciones. Nos hallamos ahora ante la siguiente dificultad: El idealismo trascendental requiere que consideremos a los objetos fuera de nosotros, en el espacio, propiamente, como representaciones nuestras que están por eso mismo también en nosotros, como modificaciones de nuestra sensibilidad (espaciotemporal). Kant explica esta desconcertante posición al aclarar que por objeto «externo» refiere a un objeto «representado en el espacio«; este objeto externo está, no obstante, al mismo tiempo en nosotros, dado que el espacio, tanto como el tiempo, «se encuentran, ambos, sólo en nosotros» (A372-373).

El problema persiste. Los objetos externos están tanto dentro como fuera de nosotros. Urge, a toda costa, una explicación. Kant pretende salvar la contradicción al señalar la «ambigüedad inevitable» de la expresión «fuera de nosotros«, y es aquí donde entra a colación la figura de «algo que existe como cosa en sí misma diferente de nosotros», distinta de aquello otro que «pertenece meramente al fenómeno externo» (A373). Al abordar el problema de «la realidad de nuestra intuición externa», lo único que nos concierne son «los objetos empíricamente exteriores«, que para no confundir con las cosas en sí mismas en tanto objetos trascendentales, se denominan «cosas que se encuentran en el espacio» (A373).

Y sin embargo, lo empíricamente exterior, las cosas en el espacio, la realidad, propiamente, son en última instancia representaciones y se encuentran en nosotros. Es necesario ahondar en esto. Uno de las tesis centrales del idealismo trascendental señala que el espacio y el tiempo son «representaciones a priori que residen en nosotros como formas de nuestra intuición sensible» (A373). Todo lo que haya de ser intuido en el espacio, lo material o real, «necesariamente presupone percepción», siendo la sensación lo único que puede indicar «una realidad efectiva» (A373). De esta forma:

[…] toda percepción externa prueba inmediatamente algo efectivamente real en el espacio, o más bien, ella es lo efectivamente real mismo; y en esa medida, entonces, el realismo empírico está fuera de duda, es decir, a nuestras intuiciones externas les corresponde algo efectivamente real en el espacio». (A375)

Kant sentencia la compatibilidad de su idealismo trascendental con el realismo empírico:

Lo real de los fenómenos externos es, por tanto, efectivamente real sólo en la percepción y no puede ser efectivamente real de ninguna otra manera. (A376)

Pero, ¿dónde queda el problema de la cosa en sí misma y qué rol juega en la concepción kantiana de la realidad? Procederemos, a continuación, a diferenciar el problemático concepto de cosa en sí misma de la menos apreciada cosa en sí empírica, y señalaremos que únicamente esta última juega un rol en la concepción kantiana (y del sentido común) de la realidad, a la vez que distinguiremos el fenómeno (Erscheinung) de la simple apariencia (Apparenz).

A decir verdad, la cosa en sí misma no hace más que establecer el límite entre aquello que podemos conocer y lo que no podemos conocer. Puesto de otro modo, la idea de una cosa en sí misma señala que toda experiencia del mundo se da mediante intuiciones, es decir, ligada a nuestra sensibilidad:

Permanece enteramente desconocido para nosotros qué son los objetos en sí y separados de toda receptividad de nuestra sensibilidad. No conocemos nada más que nuestra manera de percibirlos, que es propia de nosotros, y que tampoco debe corresponder necesariamente a todo ente, aunque sí a todo ser humano. (A42/B59)

Y sin embargo, el idealismo trascendental se autoproclama compatible con el realismo empírico, y afirma un conocimiento más allá de las meras apariencias. En realidad, el conocimiento de las cosas en sí que reclama el entendimiento común persiste en la filosofía de Kant, al distinguir en los fenómenos entre «aquello que es esencialmente inherente a la intuición de ellos, y que vale para todo sentido humano en general, de aquello que les corresponde a ellos de manera solamente contingente», únicamente válido para una sensibilidad particular (A45/B62). Al primero Kant lo denomina «objeto en sí mismo», a saber, un fenómeno presente en el espacio y que no depende de ninguna aparición contingente a un ser humano tal, sino de que sea pensado siempre en relación a una sensibilidad general.

De esta forma, Kant escapa al relativismo de la apariencia ilusoria, al indicar como objeto del conocimiento a la cosa en sí empírica, como «la pura suma de todo aquello que tenga que valer para una sensibilidad en general» (López: 358), es decir, la suma de todas las apariencias posibles. Que su realidad espaciotemporal no pueda desligarse de una sensibilidad general es lo que la vuelve una representación. La cosa en sí no empírica, o el noúmeno, en cambio, no es otra cosa que el «ideal de la investigación metafísica en su pretensión, siempre infundada, de alcanzar un conocimiento sobre objetos trascendentes» (López: 358), es decir, las cosas independientes de cualquier sensibilidad:

Hablar del objeto dado como cosa en sí empírica significa que éste tiene, en el ámbito de su relación con nosotros como sujetos percipientes un ser en sí, es decir, un ser al cual le pertenece a priori objetividad, no obstante las apariencias con que pueda asociarse la presentación de la cosa en sí empírica en su irrumpir ante nosotros. (López: 377)

Así, nos vemos afectados por las cosas en sí empíricas, mas no por las cosas en sí mismas en sentido trascendental. Las cosas en sí empíricas son representaciones y están en ese sentido en nosotros dado que su «ser en sí se da únicamente en el horizonte mismo de nuestra sensibilidad de carácter espacio-temporal» (López: 358). Dado que las cosas en sí mismas empíricas son fenómenos, no son otra cosa que modificaciones de nuestra sensibilidad:

[…] la Erscheinung (phaenomenon), en tanto se distingue de la Apparenz, es un objeto en sí mismo, que no deja de ser, por ello, una modificación de nuestra sensibilidad. El phaenomenon es una modificación de la sensibilidad que tiene que poder valer para una sensibilidad en general. (López: 378)

Queda establecido que no hay realidad más allá de nuestras representaciones que, no obstante, son objetivas y no meras apariencias, dado que valen para una sensibilidad en general.


[1] Las referencias a la Crítica de la razón pura se harán mediante la numeración estándar A/B.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007

LÓPEZ FERNÁNDEZ, Álvaro

Conciencia y juicio en Kant. Río Piedras: Universidad de Puerto Rico, 1998.

Sumilla: El corazón malo (o sobre el supuesto último de la ética kantiana)

Espero participar en el Octavo Simposio de Estudiantes de Filosofía de la PUCP (facebook oficial), habiendo mandado una sumilla que comparto a continuación:

«Soy un hombre enfermo… Soy un hombre malo».

– El hombre del subsuelo, de Fiódor Dostoievski.

«Si bien tu mente funciona, tu corazón está oscurecido por la depravación, y sin un corazón puro no puede existir una conciencia total, recta».

– El oponente imaginario del hombre de subsuelo.

Existe un gran misterio en la ética de Immanuel Kant. Se trata de cómo la razón pura puede ser en sí misma práctica en el ser humano. Esto significa que la ley moral, el mandato que nos obliga categóricamente a respetar el valor absoluto de la libertad en uno mismo y en los demás, sea un mandato que opere efectivamente, de alguna forma, dentro de nosotros. Lo que está en juego es la realidad de la moralidad kantiana, es decir, que no sea una mera quimera o una fantasmagoría… o el sueño de un filósofo visionario. Sobre la base de este gran supuesto es que Kant elabora su visión de una maldad innata en nuestra especie, en el albedrío de cada individuo, en el corazón (Herz), propiamente. La ponencia se centrará, de forma precisa, en examinar qué tipo de discurso es posible acerca del mal moral, abordando, primero, el rol que juega la figura del corazón en los escritos estrictamente morales de Kant, como el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables; en segundo lugar, se profundizará en la figura del corazón tal como es abordada en La Religión dentro de los límites de la mera Razón, como aquel momento de espontaneidad inescrutable del albedrío, concluyendo que el mal radical no sólo es parte de un discurso religioso e indemostrable, si bien racional, sino que toda la ética de Kant está atravesada por un elemento propiamente religioso, a saber, el misterio que supone la existencia de un imperativo categórico, idea que deja a la razón impotente al tratar de hacerla inteligible.

Trataré de presentar, de forma concreta y preparada para la oralidad, lo central de mi tesis de Maestría, propiamente.

Comparto mis sumillas de años anteriores: 2009, 2010 y 2011.