All men dream: but not equally. Those who dream by night in the dusty recesses of their minds wake in the day to find that it was vanity: but the dreamers of the day are dangerous men, for they may act their dreams with open eyes, to make it possible. This I did.
T. E. Lawrence. Seven Pillars of Wisdom.
Lo que viene es un comentario filosófico sobre una obra de ficción, en esta ocasión[1], la película Lawrence of Arabia, dirigida por David Lean, y notablemente protagonizada por Peter O’Toole. Me quiero centrar, por supuesto, en la figura de T. E. Lawrence[2], o Lawrence de Arabia, oficial del Ejército Británico, quien jugó un papel fundamental a la hora de organizar a las distintas tribus árabes para enfrentar a los turcos, aliados de los alemanes, y por lo tanto, enemigos de los ingleses, durante la Primera Guerra Mundial.
El objetivo —o sueño diurno— de Lawrence era «crear una nueva nación, […] darle a 20 millones de semitas las bases sobre las cuales construir un palacio de ensueño inspirado en sus pensamientos nacionales»[3] (2006: 7). Sólo una mente corrompida renegaría ante el derecho de autonomía de un pueblo, y no es sobre ese tema —a todas luces moral— que deseo enfocarme; más bien, son los motivos detrás de la persona de Lawrence los que me parecen muestran muchas de las contradicciones con las que nuestra débil especie humana se enfrenta en su —quizás vana— lucha por salir de aquella minoría de edad de la que famosamente habló el filósofo Immanuel Kant, del quien me prestaré una serie de conceptos.
Mas, para mostrar la contradicción, es necesario primero aceptar el enigma de su personalidad, tal como quedara señalado de forma precisa en una reseña de la revista Time, cuyo autor desconozco, del año 1963, hablando sobre la performance de O’ Toole:
But there is something he does not catch, and that something is an answer to the fundamental enigma of Lawrence, a clue to the essential nature of the beast, a glimpse of the secret spring that made him tick.
But then the script does not catch it either. People who knew Lawrence did not catch it. Lawrence himself did not seem to know what it was. Perhaps it did not exist. (Time 1963)
A continuación, me aventuraré a dar mi propia interpretación sobre el enigma de la personalidad de Lawrence.
Consideremos el enigma como la pregunta por la verdadera motivación detrás de las acciones de Lawrence en Arabia. A grandes rasgos, y siguiendo a Kant, podemos distinguir dos incentivos últimos, que operan siempre detrás de toda agencia humana: el deber que sentimos al reconocer una causa justa, y el amor propio que puede derivar en vanidad, es decir, hacer grandes cosas para sentirnos reconocidos y valorados por encima de otros.
Por supuesto que jamás podemos ver el motivo último que está detrás de nuestros actos, y Kant está en lo correcto al denominarlo insondable. Pero es parte de nuestra precaria condición de seres racionales que nos importe que, al hacer algo justo, lo hagamos porque es lo justo; es decir, preguntar por qué hacemos lo que hacemos.
Ambos motivos no se excluyen; es más, si le creemos a Kant, ambos estarán siempre presentes detrás de cada elección humana, aunque uno tiene siempre que subordinar al otro.
La ética kantiana es excesivamente dura con nuestra complacencia pues nos exige sobreponernos a nuestra condición natural de seres sociales que compiten unos con otros tratando de procurarse un valor superior al de sus congéneres. Nuestra racionalidad, al menos en el momento de la Historia en que nos encontramos, se manifiesta como un imperativo que nos exige respetar la dignidad inherente en todas las personas. Kant cree que la mejor forma de asegurar esto es a través de un gradual acercamiento a un estado de paz entre los pueblos mediante una federación de Estados libres (2002: 58-63; 2006: 13-17), que a su vez permitiría el establecimiento de una ideal constitución civil perfectamente justa en cada Estado (2002: 52-58; 2006: 10-11), constitución a la que, debido al carácter corrupto de nuestra especie, sólo podemos aspirar alcanzar asintóticamente (2006: 12-13).
El objetivo de Lawrence, entonces, encaja perfectamente dentro de los parámetros del progreso moderno, de la lucha por la autonomía de los pueblos, y la esperanza racional de un futuro cada vez más libre de guerras. El problema está en la situación en la que Lawrence se ve inmerso, y por lo tanto, en la forma en la que se ve obligado a llevar a cabo dicho proyecto: encarnando la figura de un profeta.
Kant reconoce la figura del profeta no como un individuo en una relación privilegiada con la divinidad, sino como el líder de un pueblo, quien precisamente gracias a su condición de líder «causa y prepara los acontecimientos que presagia» (2006: 80). Ya en nuestro tiempo —y en nuestra civilización occidental, lo que sea que eso signifique— Kant identifica la figura del profeta con la de los políticos, que «hacen exactamente lo mismo en su esfera de influencia, siendo igualmente afortunados en sus presagios» (2006: 81). Mas alcanzar la mayoría de edad significa justamente alcanzar la conciencia de que no debemos dejar nuestro futuro en las manos de unos pocos, sino que es el pueblo en su conjunto el que debe ser capaz de realizarlo. El momento de la Historia en que vivimos nos exige dejar la —alguna vez útil— figura del profeta y mejorar nuestra condición mediante un progreso lento, pero seguro.
Pero lo que la racionalidad ordena, el ser humano no obedecerá mecánicamente, precisamente por aquella tendencia a procurarnos valor por sobre otros, que Kant identifica como insociable sociabilidad, o también como el mal radical en la naturaleza humana, que consiste precisamente en la propensión a anteponer el ya mencionado incentivo del amor propio por sobre el que constituyen los principios racionales.
Hay definitivamente cierto honor y grandeza en la figura de grandes profetas y líderes que dirigen a la gloria a sus respectivos pueblos. Muchas de las más grandes hazañas de la Historia —y de la ficción— se han dado precisamente de esa forma. Pero en la medida que tales figuras son valoradas cuasi religiosamente, la propensión al mal no sólo se mantiene, sino que se incentiva: la «posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio de la razón» (Kant 2002: 79).
El ser humano es libre de —intentar— realizar cualquier fin racional que se proponga, pero la actual condición en la que vivimos, en constante competencia unos con otros, nos impide verdaderamente querer dicho fin, como apreciamos en la siguiente escena:
Ali: A man can do whatever he wants. You said.
Lawrence: He can… but he can’t want what he wants.
Lawrence inicia sus acciones regido por principios morales, lo que lo lleva a arriesgar su vida poco antes de llegar a la ciudad de Aqaba para salvar a un hombre que había quedado atrás, y a tratar como iguales a personas que se encontraban en calidad de sirvientes. Pero mientras su fama se incrementa, se encuentra disponiendo de la vida de otros hombres, y siendo valorado por sus seguidores como alguien superior. El despiadado papel de profeta parece sentarle bien, quizás demasiado, cuando se ve obligado a ejecutar con justicia a a la persona que había salvado con anterioridad, y se da cuenta que disfruta el disponer de la vida de otros de esa forma.
Lo que debe caracterizar a una mente propiamente moderna es la conciencia de que todas las personas tenemos el mismo valor. En el caso de Lawrence, ciertamente hallamos esta conciencia, y es por eso que entra en conflicto como móvil último de su conducta con el papel de profeta que se le otorga. Un hombre premoderno no tendría problema alguno en asumir dicho papel y llevarlo a sus consecuencias más extremas, situación que, en cambio, se vuelve insoportable para el entendimiento moderno de Lawrence.
En el video, vemos primero a Lawrence renunciar a su rol de profeta, para que tan sólo unos minutos más adelante, en una conversación con el General Allenby, se rinda ante su extraordinario destino: la vanidad triunfa.
Desde ahí, parece no haber vuelta atrás, y Lawrence se abandona a los excesos de la guerra. Derrotado, pese a haber triunfado en el campo de batalla, Lawrence vuelve a Reino Unido, consumido por la enigmática lucha interna, tan simple pero a la vez tan compleja, entre el bien y el mal.
[1] Lo que pretendo es resaltar algunas problemáticas o temas para comentarlos usando, como herramientas, ciertos conceptos filosóficos. Algo similar hice sobre Avatar y Sector 9, al igual que sobre la serie de televisión Battlestar Galactica. No obstante, esta entrada espera lograr mayor comprehensividad que los intentos anteriores. Debo añadir, además, que lo presentado no pretende ser más que una interpretación ciertamente de muchas posibles.
[2] Si bien me prestaré algunas citas del libro de T. E. Lawrence, Seven Pillars of Wisdom, debo aclarar que el comentario es sobre el personaje de ficción representado en el film por Peter O’Toole.
[3] Las citas en español a las obras en inglés son traducciones mías.
Bibliografía:
KANT, Immanuel
Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.
Sobre la paz perpetua. Traducción de Joaquín Abellán. Madrid: Alianza Editorial, 2002.
LAWRENCE, Thomas Edward
Seven Pillars of Wisdom. eBooks@Adelaide, 2006.
LEAN, David (director)
Lawrence of Arabia. Reino Unido: Horizon Pictures, 1962.
TIME
«Cinema: The Spirit of the Wind». Time. 1963, volumen LXXXI, número 1. Consulta: 23 de enero del 2011.
<http://www.time.com/time/magazine/article/0,9171,829725,00.html>