Mes: febrero 2010

El principio de Clifford

Leyendo el primer ensayo de Unsettling Obligations: Essays on Reason, Reality and the Ethics of Belief, de nada menos que Allen W. Wood—héroe de este blog—he oído por primera vez de William Kingdon Clifford, matemático y filósofo inglés de muerte prematura (cuando tenía 33 años), y mayormente conocido al ser citado por William James en su famoso ensayo «La voluntad de creer».

Wood opina, no obstante, que la presentación de Clifford por James está distorsionada (cosa que no me consta, por supuesto, pero no me sorprendería en lo absoluto de ser cierta), y busca una interpretación más actual y fidedigna de su pensamiento, así como de su más conocido principio, tema central de este artículo, y que dice así:

Está mal —siempre, en cualquier lugar y para cualquiera— el creer algo con insuficiente evidencia[1].

Puede parecer irreal pensar que podemos justificar epistemológicamente todas nuestras creencias, a tal punto de estar absolutamente seguros de cada una de ellas, pues como sostienen los pragmatistas, las creencias se sostienen unas a otras, cosa que no tenemos que negar en lo absoluto si queremos insistir en la aplicación del principio, pero tomado como un principio moral.

William Kingdon Clifford.

Y es que tomado de esa forma, el principio apunta más a la forma en que adoptamos las creencias, que a su contenido.

Adelantándose a las críticas que sostendrían que no tenemos control voluntario sobre la forma en que nos hacemos de nuestras creencias, Wood señala que:

No hay duda de que estos procesos [de formar nuestras creencias] usualmente se dan mediante el hábito y no nos encontramos al tanto de los mismos. Pero esto no muestra que no podamos estar mucho más al tanto (y en control racional) de estos procesos de lo que estamos ahora. Es precisamente la idea central [thrust] del principio de Clifford señalar que tenemos un deber moral de volvernos conscientes de la forma con la cual formamos nuestras creencias, y de asegurarnos que estén formadas con la respectiva consideración de la evidencia y no por deseos, miedos u otros factores que llevan a creencias epistemológicamente injustificadas[2].

Pensar las consecuencias de lo que esto implica es una tarea monumental, y espero continuar el tema ya con algunos artículos más de aplicación en el futuro próximo.


[1] La traducción es mía, del original: «It is wrong always, everywhere and for anyone to believe anything on insufficient evidence».

[2] Allen W. Wood, Unsettling Obligations: Essays on Reason, Reality and the Ethics of Belief (Stanford: CSLI Publications, 2002). La traducción es mía, y corresponde a las páginas 8 y 9.

El ser de Parménides… hoy

Estaba leyendo una entrevista al físico teórico Sean Carroll, en el excelente sitio web Wired; y mientras explicaba su teoría del tiempo, hacía referencia a un universo distinto al nuestro, caracterizado como estático e indiferente a fluctuaciones temporales, y no pude evitar pensar en el ser de Parménides.

Para Carroll, de este universo estático saldrían ocasionalmente (por lo que no sería absolutamente estático) otros universos, como el nuestro, con la característica de tener una flecha temporal (es decir, que el tiempo se mueva siempre en una misma dirección), lo que pondría a la teoría del Big Bang en un contexto mayor.

Gráfico extraído del artículo, que muestra la relación entre el universo estático y los muchos otros que salen de aquel.

Si Parménides viviese hoy, se me ocurre que sería antes que nada un físico teórico (y/o tal vez un poeta fracasado), y ciertamente buscaría en esta disciplina fundamentos para su teoría, por lo que las similitudes son fáciles de identificar (aunque ciertamente bastante anacrónicas).

Sin embargo, me pareció interesante notar esta coincidencia. Cómo alguien puede pensar, 2500 años antes, que tiene que existir algo completamente estático, que esté a la base de toda nuestra realidad aparente, y que no se encuentre afectado por nada de lo que hagamos.

Me parece digno de alabanza el esfuerzo de Carroll, de llevar hasta sus últimas consecuencias muchas de las premisas de la física actual, y no temer pasar la barrera del Big Bang y preguntar por lo que hubo antes. Si efectuamos el mismo camino, y tratamos de explicar el resultado en términos del lenguaje cotidiano, tal vez terminemos diciendo cosas parecidas a las que dijo Parménides hace tanto tiempo.

La entrevista completa, en inglés, la pueden leer acá. Altamente recomendable.

¿Por qué las revoluciones fracasan (en mantenerse fieles a sus principios) según Platón?

En tanto lideradas por caudillos.

Así también cuando el que está a la cabeza del pueblo recibe una masa obediente y no se abstiene de sangre tribal, sino que, con injustas acusaciones —tal como suele pasar— lleva a la gente a los tribunales y la asesina, poniendo fin a vidas humanas y gustando con la lengua y boca sacrílegas sangre familiar, y así mata y destierra, y sugiere abolición de deudas y partición de tierras, ¿no es después de esto forzosamente fatal que semejante individuo perezca a manos de sus adversarios o que se haga tirano y de hombre se convierta en lobo?[1]

Cierto hace 2500 años, cierto todavía hoy.


[1] Platón, República (Madrid:Editorial Gredos, 2003). La cita corresponde a la página 414 (565d-566a).

La virtud en Aristóteles, Kant y MacIntyre (cortesía de Allen W. Wood)

Aunque muchos no lo crean, la ética kantiana es una ética de la virtud, cosa que resulta bastante obvia para quien haya dado siquiera una ojeada a su obra propiamente sobre moral: la Metafísica de las costumbres.

La caracterización de la ética kantiana como una ética procedimental sólo es plausible si nos basamos en una mala lectura de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, obra que para Kant no trata más que de las «sutilezas» de todo su sistema ético.

Si dejamos de lado este infame lugar común, podremos finalmente comparar con algo de justicia la virtud kantiana con la aristotélica, para lo que citaré al infalible Allen W. Wood, estrella de este blog.

La virtud es fortaleza. La fortaleza se mide por su capacidad de sobreponerse a la resistencia. Una persona es más virtuosa mientras mayor sea la fortaleza interna de su voluntad para resistir tentaciones a transgredir deberes. La fortaleza moral, dice Kant, es una «aptitud» (Fertigkeit, habitus) y una perfección subjetiva del albedrío (Willkür, arbitrium) (MS 6:407). En otras palabras, la virtud es un estado que vuelve fácil algo que, de otra forma, sería difícil. Si la virtud es un hábito, como dice Aristóteles (Ética nicomáquea, Libro II 1-3), entonces Kant insiste en que es un «hábito libre», no meramente «una conformidad que se ha convertido en necesidad por repetición frecuente de la acción» (MS 6:407)[1].

Ciertamente Kant no conocía profundamente la ética aristotélica, por lo que Wood añade al instante:

Sería una muy mala lectura de Aristóteles pensar que hay algún desacuerdo entre ambos filósofos sobre este punto, puesto que para ambos la virtud se exhibe en acciones que son deseadas y efectuadas por sí mismas en términos racionales. Otro punto de convergencia está en que Kant considera la virtud como adquirida mediante la práctica de la acción virtuosa (no solo mediante mera contemplación) (MS 6:397). Esto es una parte importante de lo que Aristóteles se refiere cuando dice que la virtud es un «hábito» y un «estado» (ethos, hexis) (Ética nicomáquea, 1103a31-1103b2, 1106a10).

Siempre pensé, pues, que comparar el contenido de la Ética nicomáquea con el de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres era un grave error, puesto que se están comparando momentos distintos de la ética de ambos autores. Más bien, la Fundamentación equivaldría a una hipotética obra aristotélica, en la que se detalle el funcionamiento de la «recta razón», presente en su definición de virtud.

Pero si comparamos la Ética nicomáquea con la Metafísica de las costumbres, entonces, salvando importantes diferencias, por supuesto, veremos que ambas teorías éticas no se oponen tanto como a algunos les gustaría creer (léase Alasdair MacIntyre).

Ya hice referencia a cómo MacIntyre contribuye grotescamente a malentender la ética kantiana en este artículo, pero ahora nos enfocaremos en su crítica a la virtud kantiana, que también entiende muy mal (o que no entiende en lo absoluto).

Veamos lo que dice Wood:

Alasdair MacIntyre escribe: «Actuar virtuosamente no es, como Kant [sostuvo], actuar en contra de las inclinaciones; es actuar desde las inclinaciones formadas por un cultivo de las virtudes». Es correcto decir que para Kant, la virtud es la fortaleza de actuar contra las inclinaciones […] cuando se oponen al deber. Pero sería bastante falso decir que la virtud para Kant nunca involucra actuar desde las inclinaciones. Pues algunas inclinaciones incrementan nuestra capacidad de cumplir nuestro deber y por lo tanto pertenecen a la virtud, o al menos la asisten. Esa es la razón por la cual Kant cree que tenemos un deber de cultivar ciertas inclinaciones, como el amor y la simpatía, en la medida que asisten el cumplimiento del deber (MS 6:456-7, ED 8:337-8).

Luego Wood resalta la diferencia, presente tanto en Kant como en Aristóteles, entre deseos racionales y deseos empíricos, correspondiendo sólo estos últimos a las inclinaciones, y añade sobre ambos autores que «la acción virtuosa, incluso cuando se opone a las inclinaciones, es algo que deseamos hacer por sí misma».

Finalmente, termino el artículo con esta cita en la que Wood termina por refutar la equivocada concepción de la virtud kantiana para MacIntyre, explicándole a la vez la virtud aristotélica. Disfruten:

Aristóteles ciertamente rechazaría la caracterización que hace MacIntyre de la virtud como una acción «desde la inclinación», si eso significa (lo que tiene que signficar, pues ‘inclinación’ es un término de Kant) que la virtud consiste simplemente en tener los deseos empíricos de uno felizmente constituidos de modo que siempre nos inclinen a hacer lo que debemos. Semejante fortuna no te hace virtuoso; sólo hace la virtud menos necesaria para ti. […] Pero tal vez cuando nos habla de «inclinaciones formadas por un cultivo de las virtudes» MacIntyre simplemente está confundiendo el término kantiano «inclinación» (igualándolo con el de «deseo»), y a lo que en realidad apunta es al deseo racional que surge de la fortaleza para hacer lo correcto (incluso en contra de inclinaciones a hacer lo contrario). En ese caso, su caracterización es perfectamente fiel a Aristóteles, pero está muy equivocado en creer que hay algo en ella con lo cual Kant estaría en desacuerdo.

Saludos.


[1] Allen W. Wood, Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). Las imperfectas traducciones son mías, y pertenecen a las páginas 145 y 146.

La idea de Sociedad Civil en el siglo XIX

El siguiente artículo es en realidad la respuesta a la primera pregunta del control de lectura sobre el capítulo de «La Sociedad Civil», del libro de Norberto Bobbio Estado, gobierno y sociedad: por una Teoría General de la Política, que tuve que realizar como parte del proceso de admisión para la Maestría de Ciencia Política y Gobierno, de la PUCP.

La pregunta en cuestión pedía analizar la idea de Sociedad Civil en el siglo XIX, basándose en el texto ya mencionado.

Aquí va.

Bürgerliche Gesellschaft.

El concepto de “sociedad civil”, tal como lo entendemos hoy, nos llega en buena medida gracias a Karl Marx, y mediante él, Hegel. Ambos prominentes filósofos alemanes del siglo XIX.

Tal es la influencia de ambos autores en el pensamiento actual, que nos cuesta un gran esfuerzo remontarnos a la tradición previa, para la cual la sociedad civil tiene un significado radicalmente distinto.

Y es que, antes de Hegel, no existía más que una distinción de matiz entre lo que ahora entendemos como sociedad civil y el Estado: ambos conceptos eran equivalentes, y tenían como contraparte al estado de naturaleza de la tradición iusnaturalista; a diferencia de ahora, que forman parte en la gran dicotomía sociedad civil/Estado, en la que sociedad civil es entendida generalmente de forma negativa, como lo que está fuera del Estado, y entendiéndose este último como “el conjunto de aparatos que en una sociedad organizada ejercen el poder coactivo”.

Para comprender este cambio en la concepción de sociedad civil, primero como identificada con el Estado, y luego como su antítesis, es necesario entender la influencia de ambos autores alemanes.

Hegel reconoció tres momentos en la sociedad civil: primero, el sistema de necesidades; en segundo lugar la administración de la justicia; y en tercer lugar, la policía (o el poder administrativo). Los dos últimos momentos son considerados “brazos” del Estado, inevitablemente presentes en la sociedad civil, por lo que esta última puede considerarse no como algo distinto o contrapuesto al Estado, sino como un momento previo al Estado: como un Estado imperfecto e inferior, reservando el Estado perfecto al último momento del desarrollo de la eticidad.

Hegel estaba buscando, pues, lo propio del Estado, pues a su parecer, tanto la tradición eudaimonista (aristotélica) y la contractualista (Hobbes, Locke y Kant), no podían responder consecuentemente al problema de por qué una persona está obligada a pagar impuestos, e incluso, entregar su propia vida a disposición del Estado (en caso de guerra).

Marx, por su lado, aprovechó esta diferenciación (en el caso de Hegel, mínima) entre sociedad civil y Estado, e identificando a la primera sólo con el que para Hegel era su primer momento (el de las necesidades), las contrapuso radicalmente.

Recordemos que para ambos autores, el término que usan para sociedad civil es Bürgerliche Gesellschaft, que significa a la vez sociedad civil y sociedad burguesa, y Marx la identificó principalmente con los valores que surgieron con el mundo burgués, como la individualidad y el egoísmo; por lo que, de estar contrapuesta (en la tradición iusnaturalista) al estado de naturaleza, pasó con Marx finalmente a identificarse con aquél: el hombre, en la sociedad civil, se encuentra en constante guerra contra los demás hombres, aislado por su individualidad, lo que tiene, por supuesto, un fuerte eco hobbesiano.

Así, la sociedad civil, para Marx, es la base en la que se dan las relaciones económicas y materiales; mientras que el Estado es la superestructura en la que se construyen las distintas ideologías y donde se da propiamente la política (no diferenciada claramente de la ética).

En resumen, tenemos dos pasos que nos permiten entender cómo la sociedad civil cambió de significar lo mismo que Estado, y estar contrapuesta al estado de naturaleza, a ser identificada con el estado de naturaleza, y estar radicalmente opuesta al Estado. El primero viene a ser la primera distinción efectuada por Hegel, entre sociedad civil y Estado, en la cual, no obstante, la sociedad civil es entendida como un momento previo al Estado (o un estado imperfecto); y el segundo paso, en el que Marx aprovecha esta distinción, y obviando los dos momentos que Hegel consideraba enlazaban al Estado con la sociedad civil (la administración de justicia y el poder administrativo), termina por oponer completamente al Estado con la sociedad civil, sentando las bases para la dicotomía vigente todavía en la actualidad.

El concepto de lo político

He estado revisando el ensayo «El concepto de lo político», del controversial Carl Schmitt, como preparación para iniciar la maestría de Ciencia Política y Gobierno (si es que me aceptan, claro) de la PUCP.

Carl Schmitt.

Pensé hacer un artículo más extenso, pero a falta de tiempo, quiero postear brevemente algunas rápidas impresiones.

Buscando la esencia de lo político, Schmitt busca categorías propias de esta área, «relativamente independientes, del pensamiento y de la acción humana, en especial del sector moral, estético, [y] económico»; y termina por concluir que el criterio de la distinción específica y propia de la política es la de amigo y enemigo, conceptos que «deben ser tomados en su significado concreto, existencial, y no como metáforas o símbolos».

No pude evitar remontarme a la filosofía política de Immanuel Kant, en especial a la fuerte separación entre su doctrina del derecho y de la virtud, ambas presentes en su Metafísica de las costumbres (por favor, no confundir con la Fundamentación de la metafísica de las costumbres).

En todo caso, es algo sobre lo que espero volver en los próximos meses.

Palabras inmortales

Si bien mi interés por la filosofía antigua ha disminuido en los últimos años, siempre me es grato volver a Platón, y toparme con pasajes que mantienen una escalofriante relevancia hoy en día. Y es que, cómo no podría ser ese el caso tratándose de el filósofo.

En todo caso, el objetivo de este post es subrayar un pasaje de la Apología, escrita por Platón, por supuesto, pero en la que tenemos probablemente el más certero retrato de su maestro: Sócrates.

Aquí va la potentísima cita, en la que, en buena parte, se define la práctica de la filosofía:

«Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando, diciéndoles lo que acostumbro: ‘Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?’.»

Siempre me pareció que el eje central de la filosofía de Platón es, por supuesto, un eje moral, y es en ese sentido que su filosofía se mantiene completamente vigente todavía hoy, 2500 años después.