Fiódor Dostoievski

El corazón humano (o sobre el misterio en la ética de Kant)[1]

“Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir”. (KpV 5:161-162)

«Debí, por tanto, suprimir el saber, para obtener lugar para la fe». (BXXX)

Resumen:

La ponencia busca hacer explícito el espacio que Kant delimita deliberadamente en su teoría ética para aquello que no se puede comprender, que se encuentra más allá de los límites de la mera razón. Este espacio, se mostrará, está ligado al recurso que Kant hace de la figura del corazón humano (Herz), uso consistente y sistemático a lo largo de sus principales obras sobre moral y religión. El corazón será el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables. De este modo, veremos cómo el problema filosófico de fundamentación de la moralidad, la existencia misma de la ley moral, queda inevitablemente tras un velo de misterio. 

Immanuel Kant se refiere al proyecto que lleva a cabo en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres como el de «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad» (G 4:392)[2]. En el primer capítulo, Kant allana el terreno partiendo de algunos conceptos ‒que él supone son‒ propios del entendimiento moral común, limitándose a mostrar que una buena forma de explicar el origen del deber moral es recurriendo a la figura de una ley universalmente válida. Es en el segundo capítulo, propiamente, donde Kant encuentra el principio partiendo del examen del concepto de una voluntad que en el ser humano no es sino imperfecta (G 4:412-413), y tras explicitarlo como una idea de la razón (G 4:431) termina presentándolo como el principio de la autonomía de la voluntad: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Esto, puesto de otro modo, significa únicamente que estamos obligados por una ley interna, presente en nosotros nos guste o no, y que nos manda a respetar la dignidad de todas las personas, respetar su capacidad de elegir cómo vivir sus vidas, su humanidad, en tanto respeten la misma capacidad en los demás.

No obstante, Kant reconoce al final del capítulo que todavía no ha logrado establecer dicho principio como algo más que una fantasmagoría, es decir, que exista «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). Precisamente, en el tercer capítulo, Kant se propone concluir con su proyecto de fundamentación, y se encuentra finalmente con un límite insuperable, al punto de  terminar afirmando que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72).

En las últimas líneas de la obra, Kant termina rindiéndose ante el «misterio» que supone «la incondicionada necesidad práctica del imperativo moral» (G 4:463), que equivale justamente a no poder demostrar aquello que quedó pendiente al final del segundo capítulo: que la ley moral exista de verdad. El problema es de la mayor importancia. Si bien una ley de la razón operando en un orden distinto del fenoménico es ciertamente pensable, la moralidad no puede concebirse como descansado en una mera posibilidad del pensamiento. Tiene que ser real para todos y cada uno de los seres racionales, pertenezcan o no a este planeta llamado Tierra. Reconocer el misterio que supone el problema, insoluble, dirá Kant, constituye «todo cuanto en justicia puede ser exigido de una filosofía que, en materia de principios, aspira a llegar hasta los confines de la razón humana» (G 4:463).

Cuando en la Crítica de la razón práctica Kant parece haber reemplazado por completo su intento ‒fallido‒ de establecer definitivamente la ley moral del tercer capítulo de la Fundamentación, y termina más bien apelando a su existencia como la «del único factum de la razón pura» (KpV 5:31), cabe preguntarse si nos encontramos ante un giro dogmático en su pensamiento ético fundacional, lo que significaría haber dejado de lado aquel misterio reconocido en su obra anterior.

La tesis que busco defender en esta ponencia apunta a que el misterio señalado al final de la Fundamentación subsiste en sus obras posteriores sobre moral y religión, donde lo vemos frecuentemente ligado al uso que el filósofo hace de la figura del corazón (Herz). Así, el problema insoluble para la razón humana de cómo pueda ser práctica la razón pura, se mantiene al afirmar que la ley moral hace contacto en nuestra sensibilidad precisamente en el corazón humano, contacto a su vez incomprensible; el corazón humano es el lugar donde la ley moral se hace real. De la misma forma, el problema que supone nuestro yo verdadero, nuestra interioridad más recóndita, independiente del mundo de los fenómenos, se mantendrá cuando Kant señale, también de forma constante, la insondabilidad última del corazón, refiriéndose al razonamiento moral y a nuestras motivaciones. Para lo primero recurriré principalmente a la Crítica de la razón práctica, y, para lo segundo, a La metafísica de las costumbres.

Espero establecer que, más que un rol accesorio, la figura del corazón denota un uso sistemático que, al salir a la luz, mostrará todo un ámbito inherente a la teoría ética de Kant preocupado por delimitar el misterio que aparece al final de la Fundamentación, habiendo cumplido cabalmente su promesa de limitar el conocimiento para dejarle lugar a la fe.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Que la ley moral (una idea de la razón, válida por lo tanto para todo ser racional[3]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar, constituye un problema insuperable para el uso especulativo de nuestra misma razón[4].

¿Por qué la existencia de la moralidad supone tanto problema? Nadie duda de su existencia. Todos reconocemos la validez de ciertas normas: no mentir, no matar, ayudar al prójimo. Y estas pueden ser explicadas como resultado de una mezcla de mecanismos evolutivamente adquiridos como la capacidad empática, por un lado, y ciertas convenciones sociales, relativas a un determinado lugar y momento histórico. Pero si nos quedamos a este nivel, creía Kant, entonces alguien podría decidir usar su libertad para ponerse por encima de esta obligación, que falla en ser absolutamente categórica. Pensemos en alguien que no haya desarrollado su capacidad empática, o la descuide día a día. Esta persona, además, reconoce que las normas son convenciones sociales, y con este pensamiento decide poner su propia libertad por encima, encontrarse más allá del bien y del mal. Para esta persona, Dios ha muerto y todo está permitido. Kant considera esta posibilidad y la rechaza. Del mismo modo, Dostoievski también rechaza esta posibilidad. Tiene que haber algo, tan fuerte como un Dios monoteísta con poder absoluto, que nos obligue además de nuestra constitución sensible y de las convenciones morales, o costumbres. Su propuesta de una ley moral como una ley de la razón humana es precisamente eso. No resulta curioso que finalmente probar la existencia de dicha ley resulte tan difícil como probar la existencia misma de Dios.

No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (G 4:445), es un supuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana y que no se pone realmente en duda[5]. Siguiendo esta misma creencia, que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros[6], nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (KpV 5:72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil, un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

Esta discusión se da en el capítulo «En torno a los móviles de la razón pura práctica» (KpV 5:73-76). Kant elabora: la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo, sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (KpV 5:72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume y Adam Smith (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (KpV 5:74-76). Será recién en la segunda parte de la obra, la «Metodología de la razón pura práctica», donde Kant dará luces al respecto, al abordar el problema de cómo la ley moral accede al interior de cada individuo concreto, y ejerce influencia sobre sus máximas.

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (KpV 5:151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano repetidas veces (KpV 5:152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber. Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

El corazón hace del lugar donde la ley moral se inserta y ejerce su influjo puro en nuestra sensibilidad. Constituye así el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Pero la respuesta a la pregunta de cómo la ley moral se inserta en el corazón es un método práctico: mientras más pura sea presentada, tendrá mayor fuerza en el individuo (KpV 5:156). Cualquier intento especulativo de explicar este contacto nos refiere al misterio de la libertad humana, que en la Fundamentación queda sin resolución.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Pasemos a ocuparnos ahora en el problema del carácter insondable del corazón. Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (MS 6:392). La autocoacción que es una condición esencial de la virtud humana, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación. No obstante, sólo podemos acercarnos a este fin, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras, puesto que, señala Kant, “no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma” (MS 6:392; cf. G 4: 407). Exactamente esta misma idea aparece al comienzo del segundo capítulo de la Fundamentación, y en numerosos otros pasajes.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es “alguien que conoce profundamente los corazones” (MS 6:430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral, donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (MS 6:439). No obstante, no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia efectiva de un ser supremo fuera de nosotros.  Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (MS 6:441).

Estos pasajes, que atraviesan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética, están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, que está lejos de ser un mero procedimiento de nuestro intelecto; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano, cuyas “profundidades […] son insondables” (MS 6:447)[7]. Por supuesto que el problema de la insondabilidad del corazón en lo que concierne a nuestras motivaciones está estrechamente ligado al problema del contacto entre la ley moral y nuestra sensibilidad. Poder observar el contacto significaría poder examinar nuestras motivaciones con precisión científica. Esto supondría la resolución del misterio que supone la libertad humana.

De esta forma, espero haber mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón en las principales obras de ética de Immanuel Kant, y que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier indagación teórica. Esto deja al descubierto que la teoría ética de Kant, en dos aspectos fundamentales, reposa en un terreno misterioso. La ley moral que Kant intentó establecer en la Fundamentación, se mantiene siempre un paso más allá de nuestras indagaciones. Incluso en relación a nuestra experiencia íntima de la moralidad, nunca podemos estar seguros de su existencia, si bien Kant insiste en que debemos de estarlo. La fe religiosa, precisamente, consistirá únicamente en la creencia de que la virtud es algo real, de que existe algo más allá de nuestra arbitrariedad que nos obliga a ser mejores.

Con verdadera humildad, Kant ha delimitado un vacío en torno a problemas ético-religiosos de fundamental importancia, que, como ya hemos visto, están ligados a la figura del corazón humano. Quiero proponer, no obstante, que Kant no pretendía que nada pueda decirse sobre este vacío. Todo lo contrario. La riqueza de este vacío se plasmará en la creencia en las distintas divinidades o cosmovisiones (que bien pueden ser ateas), y que tienen como núcleo el misterio que supone la moralidad, que el ser humano ha llenado de distintos modos a lo largo de la historia con ciertos mitos ilustrativos (ya sea el de Moisés o Jesús, la divinidad interior de los estoicos, el tercer ojo o los sentimientos morales). En este sentido, ciertos aspectos del discurso mismo de Kant sobre una ley de la razón que opera en un mundo distinto al de los fenómenos pueden ser vistos igualmente como poseyendo un carácter mitológico, ficticio. La superación del nihilismo, que amenaza a la moralidad al no poder establecerse la ley práctica, requiere de un acto de fe, que jamás debemos entender como la creencia en una divinidad, sino como una forma de actuar en el mundo: un como si la moralidad fuera algo real. La ética de Kant, sin comprometerse con alguna tradición religiosa en particular, se compromete con lo más profundo de todas a la vez.


[1] Este es el texto de la ponencia que tuve el agrado de leer en el Primer Congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española, el miércoles 14 de noviembre del 2012 en Bogotá.

[2] Las citas a la obra de Kant son a las traducciones al español presentes en la Bibliografía, y refieren a la numeración de la Academia de Berlín (Ak), acompañadas de las siglas en alemán de la respectiva obra: Fundamentación, G; Crítica de la razón práctica, KpV; La metafísica de las costumbres, MS. La excepción será la Crítica de la razón pura (KrV), donde referiremos a la numeración A/B.

[3] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

[4] En la Crítica de la razón práctica Kant reitera lo mencionado repetidas veces en el tercer capítulo de la Fundamentación: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (KpV 5:72).

[5] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. KpV 5:161-162).

[6] Ver el famoso pasaje del colofón de la Crítica de la razón práctica, citado debajo del título (KpV 5:161-162).

[7] La cita continúa: “¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio?” (MS 6:447).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002a.

Groundwork for the Metaphysics of Morals. Traducción de Allen W. Wood. Nueva York: Yale University Press, 2002b.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

Sumilla: El corazón malo (o sobre el supuesto último de la ética kantiana)

Espero participar en el Octavo Simposio de Estudiantes de Filosofía de la PUCP (facebook oficial), habiendo mandado una sumilla que comparto a continuación:

«Soy un hombre enfermo… Soy un hombre malo».

– El hombre del subsuelo, de Fiódor Dostoievski.

«Si bien tu mente funciona, tu corazón está oscurecido por la depravación, y sin un corazón puro no puede existir una conciencia total, recta».

– El oponente imaginario del hombre de subsuelo.

Existe un gran misterio en la ética de Immanuel Kant. Se trata de cómo la razón pura puede ser en sí misma práctica en el ser humano. Esto significa que la ley moral, el mandato que nos obliga categóricamente a respetar el valor absoluto de la libertad en uno mismo y en los demás, sea un mandato que opere efectivamente, de alguna forma, dentro de nosotros. Lo que está en juego es la realidad de la moralidad kantiana, es decir, que no sea una mera quimera o una fantasmagoría… o el sueño de un filósofo visionario. Sobre la base de este gran supuesto es que Kant elabora su visión de una maldad innata en nuestra especie, en el albedrío de cada individuo, en el corazón (Herz), propiamente. La ponencia se centrará, de forma precisa, en examinar qué tipo de discurso es posible acerca del mal moral, abordando, primero, el rol que juega la figura del corazón en los escritos estrictamente morales de Kant, como el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables; en segundo lugar, se profundizará en la figura del corazón tal como es abordada en La Religión dentro de los límites de la mera Razón, como aquel momento de espontaneidad inescrutable del albedrío, concluyendo que el mal radical no sólo es parte de un discurso religioso e indemostrable, si bien racional, sino que toda la ética de Kant está atravesada por un elemento propiamente religioso, a saber, el misterio que supone la existencia de un imperativo categórico, idea que deja a la razón impotente al tratar de hacerla inteligible.

Trataré de presentar, de forma concreta y preparada para la oralidad, lo central de mi tesis de Maestría, propiamente.

Comparto mis sumillas de años anteriores: 2009, 2010 y 2011.

Cuatro entradas sobre religión (no de filosofía de la religión o teología)

Según el pensamiento de Fiódor Dostoievski, de la mano de dos de sus personajes, primero del príncipe Myshkin (El idiota, primeras dos entradas) y luego del stárets Zosima (Los hermanos Karamázov, las dos restantes). Cada entrada corresponde a un fragmento de la obra religiosa del escritor ruso (el pensamiento doctrinal presente en sus novelas). Se recomienda leer las entradas en orden. Van.

Una definición negativa de lo que es la religión en un discurso parabólico: Las cuatro historias del príncipe Myshkin: una “refutación” del ateísmo (o sobre lo que es propio de la religión).

Sobre la interioridad del ser humano, la insondabilidad que le es propia, y lo que significa en nosotros: Ideas dobles (o sobre lo insondable en las propias motivaciones).

La mentira interior: Sobre la mentira interior.

El mal radical o el pecado original, o, en realidad, sobre el modo compartido de la conciencia moral: La vida monacal y el mal radical de nuestros corazones.

Y para cerrar, una concepción mística de divinidad según Erich Fromm: ¿Qué es Dios? Una concepción existencial, mística y práctica.

Post de domingo.

La leyenda del cuatrillón de kilómetros del diablo de Ivan Karamázov

Satanás, imaginado por Iván Karamázov, imaginado por Fiódor Dostoievski, nos cuenta la siguiente leyenda:

—Conozco una, precisamente, sobre nuestro tema; es decir, no se trata de una anécdota, sino más bien de una leyenda. Tú me reprochas la falta de fe: «ves y no crees». Pero no soy el único que se encuentra en este caso, amigo mío: ahora, en nuestro mundo, todo quisqui anda soliviantado, y ello debido únicamente a vuestras creencias. Mientras no se iba más allá de los átomos, de los cinco sentidos y de los cuatro elementos, todo marchaba más o menos bien. De los átomos hablaron ya los antiguos. Pero cuando se supo que aquí habíais descubierto la «molécula química», el «protoplasma» y el demonio sabe qué otras cosas, los nuestros se recogieron la cola entre las piernas. Aquello fue el caos. Todo eran supersticiones y comadreos; habladurías entre nosotros hay tantas como entre vosotros y hasta un poquitín más; y, por fin, delaciones, porque también nosotros tenemos una sección especial donde se reciben ciertos «informes». Pues bien, se trata de una insólita leyenda de nuestros siglos medios (no vuestros, sino nuestras), y nadie la cree ni siquiera entre nosotros, excepción hecha de las mercaderas de diez arrobas, digo de las nuestras, no de las vuestras. Todo lo que existe en este mundo, existe también en el nuestro, éste es un secreto que te revelo sólo por amistad, aunque nos está prohibido hacerlo. La leyenda a que me refiero trata del paraíso. Había entre vosotros, en la tierra, un pensador y filósofo de nota, cuenta la leyenda, que «lo negaba toda, leyes, conciencia, fe» y, en especial, la vida futura. Murió creyendo que iba a desaparecer en las tinieblas y la nada, pero he aquí que se encuentra ante la vida futura. Se quedó asombrado y se indignó: «Esto va en contra de mis convicciones», dijo. Y por estas palabras le condenaron… Bueno, perdona, yo sólo te cuento lo que he oído decir, se trata de una leyenda… Le condenaron a que recorriera en las tinieblas un cuatrillón de kilómetros (ahora, entre nosotros, todo va por kilómetros), y cuando haya recorrido este cuatrillón, le abrirán las puerta del paraíso y le perdonarán…

—¿Qué otros tormentos tenéis en vuestro mundo, aparte de lo del cuatrillón? —le interrumpió Iván con extraordinaria viveza.

—¿Qué tormentos? ¡Ah, no me lo preguntes! Antes los había de la clase que quisieras, pero ahora todo es cargar la mano sobre los morales, sobre los «remordimientos de conciencia» y esas zarandajas. Esto también nos ha venido de vosotros, de  vuestra «suavización de costumbres». ¿Y quién crees que ha salido ganando? Pues los únicos que han salido ganando son los sinvergüenzas, porque de dónde van a sentir ellos remordimientos de conciencia, si no conciencia tienen. Los que han pagado pato, en cambio, han sido las personas decentes, las que no han perdido del todo la conciencia y el honor… Eso es lo que pasa cuando se emprenden reformas sobre un terreno sin preparar y aun copiadas de instituciones extranjeras. ¡Son pura calamidad! Serían preferibles las calderas de antaño. Bien, ese condenado al cuatrillón de kilómetros se planta, mira a su alrededor y se echa de través en el camino: «No quiero andar, ¡me niego por principio!» Toma tú el alma de un ateo ruso instruido, mézclala en la del profeta Jonás, que se pasó tres días y tres noches rezongando en el vientre de una ballena, y te saldrá el carácter de aquel pensador que se echó en el camino.

—¿Pero, sobre qué pudo echarse?

—Bah, algo habría allí sobre qué echarse. ¿No te estarás burlando?

—¡Bravo por el pensador! —gritó Iván, con la misma extraña viveza. Ahora escuchaba con inesperada curiosidad—. Y qué, ¿aún sigue echado?

—No, ése es el caso. Permaneció echado cerca de mil años, luego se levantó y se puso a andar.

—¡Vaya burro! —exclamó Iván, riéndose nerviosamente a carcajadas, como si se esforzara por comprender alguna cosa—. ¿No da lo mismo permanecer eternamente echado que andar un cuatrillón de verstas? ¿No representa esa distancia un billón de años de camino?

—Incluso mucho más; si tuviera lápiz y papel te lo podría calcular. Pero hace mucho tiempo que llegó, y es ahora cuando empieza la anécdota.

—¡Cómo, llegó!…. ¿Pero de dónde sacó un billón de años?

—¡Todo te lo imaginas relacionándolo con esta tierra nuestra de hoy! Pero la tierra actual, quizá se ha repetido un billón de veces; es decir, ha envejecido, se ha cubierto de hielos, se ha resquebrajado, se ha deshecho, se ha descompuesto en sus elementos; otra vez todo quedó cubierto de agua, hasta las partes sólidas del universo, luego apareció otra vez un cometa, otra vez el sol, y del sol se desprendió otra vez la tierra, y es posible que esta evolución se haya repetido ya, quizá, un número infinito de veces, siempre de la misma manera, hasta el último detalle. Es de un aburrimiento indecentísimo…

—Bueno, bueno, ¿y qué sucedió, cuando hubo llegado?

—No bien le abrieron las puertas del paraíso, entró, y antes de que hubiera pasado allí dos segundos (y eso reloj en mano, aunque el reloj, a mi entender, debía de habérsele descompuesto en sus elementos hacía mucho tiempo, en el bolsillo, durante el recorrido), antes de que hubiera pasado allí dos segundos, exclamó que aquellos dos segundos valían no sólo el cuatrillón de kilómetros, sino un cuatrillón de cuatrillones y hasta elevado a la cuadrillonésima potencia. En una palabra, cantó «hosanna» y exageró la nota hasta el punto de que allí, algunos, los de ideas más nobles, querían negarse a darle la mano al principio; se había hecho conservador demasiado aprisa, pensaban. Eso es propio del temperamento ruso. Repito: se trata de una leyenda. Estas son las ideas que todavía corren sobre estas materias allí, entre nosotros. (Dostoievski 1996: 932-935)

Para una entrada similar, ver: El superhombre de… Dostoiesvki.

Para un blog dedicado al pensamiento religioso del stárets Zosima, personaje santo de la novela, ver: Amor humilde.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

Top 13 de entradas de Los sueños de un visionario en el 2011

Al igual que en el 2009 y en el 2010, presento las que considero son las mejores entradas del 2011 en este blog. A diferencia de años anteriores, será un top 13 y no un top 10. Para el próximo año no espero muchos cambios en la forma de Los sueños de un visionario, mas sí un incremento de entradas más elaboradas, como complemento de las meramente expositivas. Como se apreciará, la presencia de Immanuel Kant en este blog ha sido rivalizada (o, más bien, complementada) por la del gran escritor ruso Fiódor Dostoievski. Sin más, veamos qué tenemos.

13. ¿Nada más que dos artículos de fe?

El blog (o sea, yo) se enriqueció ilimitadamente con una lectura más atenta de la crítica de la razón a sí misma que llevara a cabo Immanuel Kant, lo que, a su vez, permitió profundizar en el problema metafísico que significa fundamentar la moral.

Ver también:

Prácticamente libres.

Dos tipos —muy distintos— de idealismo, de acuerdo a Kant.

12. La felicidad del perro.

La concepción de felicidad aristotélica aplica a la especie canina. Un argumento a favor de por qué la felicidad es una idea filosófica (y no una descripción de nuestra actividad neuronal).

Ver también:

La virtud del pueblo japonés.

El concepto de eudaimonía de Aristóteles: Una reformulación.

El deber en la ética de Aristóteles.

11. ¿Por qué no matar a la vieja? (o una entrada sobre los imperativos de la moralidad)

Una entrada basada en el problema fundamental de Crímen y castigo. En retrospectiva, el problema tiene más potencial, y la entrada no le hace del todo justicia. Es, además, uno de los tantos intentos de juntar a Kant con Dostoievski.

Ver también:

¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoievski.

10. Play the game.

Una breve pero estética entrada donde complemento la presentación de un problema ético con una canción.

Ver también:

Music and Life.

Mona Lisas and Mad Hatters.

Lou Reed define el amor.

9. La religión dentro de los límites de la mera razón, partes I y II.

Finalmente este año se le empezó a hacer justicia en este blog a la crítica ilustrada de la religión que lleva a cabo Immanuel Kant. Más que un despecho absoluto, en realidad Kant tenía un profundo respeto por la religión en general, y la cristiana en particular; en tanto estén al servicio de la moralidad, claro, constituyen precisamente su más profunda expresión.

Ver también:

Jesús de Nazaret, una mera interpretación racional.

Un ejemplo de fe beatificante (y otro de fe de prestación).

8. El liberalismo político y la regulación de los medios de comunicación (o sobre una de las consecuencias más audaces del primer principio de justicia de John Rawls).

Este año la coyuntura política peruana fui incluso más controversial de lo común, y este blog no fue indiferente.

Ver también:

Once motivos por los que votaré por Gana Perú en estas elecciones.

No a Keiko.

Cristo sedado.

7. Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).

La Ilustración no rechaza la religión, sino que explicita el orden moral que le es propio. Una lectura crítica de la Biblia encontrará dentro de esta misma los principios hermeneúticos correctos para su lectura, o algo por el estilo…

Ver también:

Breve comentario al comentario de Erich Luna sobre el libro de Job (o sobre los límites de la teología).

Sobre el conocimiento propio de la metafísica (o una justificación ilustrada de la Biblia, por si alguien la pidió).

6. ¿Qué es Dios? Una concepción existencial, mística y práctica.

Erich Fromm fue fundamental en los primeros meses de este año para empezar a darle forma a mis investigaciones kantianas, que ciertamente se enriquecieron del psicoanalista y tomaron un matiz más personal y profundo.

Ver también:

Una definición ética de la racionalidad¿Es posible una fe racional en el progreso de la humanidad?

5. La necesidad de la idea de Dios, y una —¿verdadera?— declaración de amor (o una entrada doble sobre Los hermanos Karamázov).

Supongo que uno puede marcar varios antes y después en su propia vida. Uno que se me ocurre está marcado por mi lectura de Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, en mi humilde opinión la mejor novela jamás escrita. Su influencia en toda la modesta filosofía producida aquí es evidente, y lo seguirá siendo.

Ver también:

Amor humilde.

El superhombre de… Dostoievski.

4. El agnosticismo (o sobre la posibilidad de la existencia de un ave reptil gigante que controla todo).

Nadie trata problemas morales de forma tan penetrante como Trey Parker y Matt Stone. Ya era hora de que el agnosticismo sea ridiculizado como una posición intelectual en sí misma vacía.

Ver también:

Super Mejores Amigos.

¡Feliz día de San Pedro y San Pablo!

Do’s and don’ts of Reason (o cómo usar bien nuestra racionalidad).

3. ¿Qué es el corazón? (o sobre el misterio en la ética de Kant).

Esta entrada marca el inicio, propiamente, del tema que me ocupará buena parte del próximo año, en el que concluiré mi tesis de Maestría sobre el mal radical en la ética de Kant. Un aspecto descuidado, el corazón en las obras sobre ética de Kant delimita el lugar donde colindan la razón y la sensibilidad, y que nos resulta en última instancia insondable.

Ver también:

¿Qué es la verdad? (o sobre la existencia de una ley moral).

Deontología del corazón.

2. Ideas dobles (o sobre lo insondable en las propias motivaciones).

El príncipe Myshkin, encarnación del ideal de moralidad de Dostoievski, no podía faltar en este Top 13. Si bien meramente expositivas, las entradas basadas en sus ideas constituyen buena parte de la carne de este blog este año que se acaba.

Ver también:

La aniquiladora crítica al catolicismo del príncipe Myshkin.

Las cuatro historias del príncipe Myshkin: una «refutación» del ateísmo (o sobre lo que es propio de la religión).

1. Lawrence of Arabia: la historia de un profeta moderno.

Ya estaba presente tan pronto como en febrero la semilla de lo que significaría el problema fundamental que finalmente será el centro de mis investigaciones filosóficas para el año que viene (así como de mi tesis de Maestría), y que se  ha vuelto explícito en el último mes. me refiero a lo insondable de las motivaciones humanas y cómo puede encajar esta esfera inevitablemente existencial, donde habita una experiencia profundamente religiosa en una teoría ética sostenida en la racionalidad.

Mención honrosa: El pisco sour ideal.

Sobre el conocimiento propio de la metafísica (o una justificación ilustrada de la Biblia, por si alguien la pidió)

Muchas son las cosas de la tierra que se nos mantienen ocultas; en cambio, se nos ha concedido el don, misterioso y secreto, de percibir nuestro nexo vivo con el mundo del más allá, con un mundo superior y mejor, aparte de que las raíces de nuestros pensamientos y sentimientos no se dan aquí, sino en otros mundos. Por eso dicen los filósofos que no es posible llegar a conocer en la tierra la esencia de las cosas. Dios tomó semillas de los otros mundos, las sembró en la tierra y cultivó su jardín; ha brotado cuanto podía brotar, pero lo que se ha criado vive y se conserva vivo sólo gracias a la sensación del propio contacto con los otros mundos misteriosos; si tal sentimiento en ti se debilita o se aniquila, muere también lo que en ti ha germinado. Entonces te vuelves indiferente a la vida y hasta llegas a odiarla. Esto es lo que yo pienso. (Dostoievski: 498-499)

Fiódor Dostoievski. Los hermanos Karamázov.

El resultado de la crítica de la razón a sí misma, llevada a cabo por Immanuel Kant, es una división entre formas de la sensibilidad (intuición espacio temporal), conceptos del entendimiento (las doce categorías), y en última instancia, las ideas de la razón (de uso regulativo). De lo que se trata es qué podemos conocer y cómo. El conocimiento del mundo requiere tanto de los sentidos como de la actividad de nuestras facultades cognitivas.

Más difícil de captar, no obstante, es la función de las ideas de la razón, o puesto de otro modo, el conocimiento propio de la metafísica. Adentrarnos en este problema será el objetivo de esta entrada.

De acuerdo a Kant, basta con dar una mirada a la turbulenta historia de la metafísica (y de las religiones), para estar seguros de algo, a saber, «que la experiencia nunca satisface[rá] completamente a la razón», pues aquella es incapaz de lograr una «resolución completa» a nuestras preguntas, lo que «nos deja insatisfechos» (1999: 253; Ak. IV, 351). No debemos esperar, de acuerdo a Kant, que el ser humano deje alguna vez de preocuparse de las cosas que están más allá de toda experiencia posible, así como de las condiciones de la posibilidad de dicha experiencia, pues «la metafísica, en sus rasgos fundamentales, está puesta en nosotros por la naturaleza misma» (1999: 257; Ak. IV, 353), de tal modo que esperar que «el espíritu de los hombres abandone completamente alguna vez las investigaciones metafísicas es algo que se puede esperar tan poco como que, para no respirar siempre aire impuro, prefiramos dejar por completo de tomar aliento» (1999: 291; Ak. IV, 367).

El mundo sensible «no es nada más que una cadena de fenómenos conectados según leyes universales» (Kant 1999: 259; Ak. IV, 354), es decir, nuestras intuiciones sensibles ordenadas por nuestro entendimiento, mientras que las cosas en sí mismas se nos mantienen ocultas. La «ciencia de la naturaleza nunca nos descubrirá lo interior de las cosas» (1999: 257; Ak. IV, 353), nos dice Kant, pero es precisamente este conocimiento de las cosas en sí mismas lo único con lo «que puede la razón esperar ver satisfecha alguna vez su exigencia de integridad» (1999: 259; Ak. IV, 354).

Este aparente impasse se supera de la siguiente forma: en la medida que la razón tiene que ponerse a sí misma un límite entre los fenómenos, que podemos conocer, y las cosas en sí mismas, que nos son incognoscibles, es precisamente sobre la superficie de este límite, nos dice astutamente Kant, que la misma razón ve «un espacio para el conocimiento de las cosas en sí mismas, aunque no puede nunca tener conceptos determinados de ellas y está limitada sólo a los fenómenos» (1999: 259; Ak. IV, 354).

Cabe entonces hacerse la siguiente pregunta: «¿Cómo se comporta nuestra razón en esta conexión de aquello que conocemos con aquello que no conocemos ni conoceremos nunca?» (1999: 259; Ak. IV, 354), es decir, ¿cómo se debe comportar la razón cuando discurre en este límite?

Kant responde abordando el concepto del Ser supremo.

Si digo: estamos constreñidos a considerar el mundo como si fuese obra de un entendimiento y de una voluntad supremos, en realidad no digo nada más que: como un reloj, un barco, un regimiento, son al relojero, al constructor, al comandante, así el mundo sensible (o todo aquello en lo que consiste el fundamento de este conjunto de fenómenos) es a lo desconocido que no conozco así, ciertamente, tal como es en sí mismo, pero que sí conozco tal como es para mí, es decir, con respecto al mundo del cual soy una parte. (Kant 1999: 265; Ak. IV, 357)

Este conocimiento será el propio de la metafísica, que Kant define de la siguiente forma:

Un conocimiento tal es el conocimiento por analogía, que no significa, como se entiende ordinariamente la palabra, una semejanza imperfecta entre dos cosas, sino una semejanza perfecta de dos relaciones entre cosas completamente desemejantes. (Kant 1999: 267; Ak. IV, 357)

Esto no queda sin consecuencias. Acerca del uso de referencias bíblicas por parte de Kant en su libro La Religión dentro de los límites de la mera razón, Evgenia Cherkasova, señala:

En los Prolegómenos, nos encontramos con otra consideración metodológica relevante, a saber, la idea de que cuando buscamos los medios para expresar la conexión entre lo cognoscible y lo incognoscible, puede ser instructivo pensar y hablar  en términos de «como si» (als ob). Podemos emplear mitos, narrativas y metáforas como representaciones simbólicas de ideas morales. […] A lo largo de la Religión, narrativas bíblicas funcionan precisamente de tal forma, como ficciones auxiliares […]. (Cherkasova 2009: 61)

La defensa, por supuesto, no es exclusiva de la Biblia, sino de los textos sagrados en general.


Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. La traducción es mía.

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como cienciaTraducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Sobre la natural propensión del ser humano al mal moral

Pues, no obstante aquella caída, resuena sin disminución en nuestra alma el mandamiento: debemos hacernos hombres mejores. (Kant 2001: 66)

Immanuel Kant. La Religión dentro de los límites de la mera Razón.

Immanuel Kant sostiene la controvertida tesis según la cual el ser humano es por naturaleza malo (2001: 50-51). Pero, ¿qué es exactamente este mal radical y cómo se manifiesta, al punto que le parece obvio y que no necesita demostración, dada «la multitud de estridentes ejemplos que la experiencia nos pone ante los ojos en los actos de los hombres» (Kant 2001: 51)? Procederemos a describir los tres grados de esta propensión al mal, a ver si es que verdaderamente nos resultan, en primer lugar, reconocibles, y en segundo lugar, obvios. Empecemos.

En un primer momento de intensidad, la propensión se manifiesta como una mera fragilidad, como «la debilidad del corazón humano en el seguimiento de las máximas adoptadas» (Kant 2001: 47). Es decir, reconocemos a la ley moral[1] como el incentivo «insuperable», pero a la hora de actuar, termina siendo más débil que la motivación del amor propio. Un ejemplo de esto sería reconocer la rectitud de la máxima ‘no mentir’, pero en una u otra circunstancia, por temor a lo que otras personas puedan pensar, o para salvarnos de una situación incómoda, terminar mintiendo precisamente por este temor, a pesar que reconozcamos que hicimos mal.

En segundo lugar, la impureza en la adopción de las máximas consiste en no admitir «la ley sola como motivo impulsor suficiente«, sino que necesita de otros incentivos para determinar el albedrío a lo que la ley moral le exige (Kant 2001: 48). Un claro ejemplo sería realizar acciones caritativas, no sólo porque es lo correcto, sino porque además nos genera cierto prestigio y valor social[2].

En tercer lugar, la malignidad (o el estado de corrupción y perversión del corazón humano) consiste en la postergación del incentivo de la ley moral, y permite la adopción de máximas propiamente malas (si bien todavía podrían darse acciones conformes al deber). El libre albedrío deja de reconocer la autoridad de la ley moral y por tanto, puede elegir cualquier máxima. Pretende encontrarse más allá del bien y del mal.

Claro que se podría afirmar que todas las características que hemos descrito, en especial las que corresponden al primer y segundo nivel de la propensión, son naturales en la especie; el ser humano simplemente es así. Pero tal afirmación está fuera de un lenguaje propiamente moral, únicamente desde el cual podemos afirmar categóricamente que si bien el ser humano es así, no obstante, debería ser de otro modo. Y que reconozcamos que debe ser de otro modo, implica que efectivamente puede serlo.

¿Cómo, entonces, siendo el ser humano malo, puede volverse bueno?

Respecto del primer y segundo nivel de la propensión, resume Evgenia Cherkasova, los seres humanos «deben empezar por dominar y cultivar su voluntad y fundar su carácter» (2009: 43), lo que constituye un proceso gradual (Kant 2001: 68-69); y sobre esto, Kant se encuentra cercano a la concepción aristótelica de las virtudes como hábitos que se adquieren con la práctica.

Sobre el tercer nivel, donde se ha corrompido el corazón humano al punto de dejar de reconocer la autoridad de la ley moral, se fuerza el gran presupuesto de Kant, a saber, que la razón pura sea efectivamente práctica, y que en el contexto de la restitución al bien de una persona que ha desarrollado el tercer grado de la propensión, significa lo siguiente, que:

un hombre que, cuando conoce algo como deber, no necesita de otro motivo impulsor que esta representación del deber, [y] eso no puede hacerse mediante reforma paulatina, en tanto la base de las máximas permanece impura, sino que tiene que producirse mediante una revolución en la intención del hombre […]; y sólo mediante una especie de renacimiento, como por una nueva creación (Juan, III, 5; cfr. I Moisés, I, 2) y un cambio del corazón, puede el hombre hacerse un hombre nuevo.

Esta explicación permanece en un nivel misterioso, y resulta insuficiente para nuestros propósitos, por lo que dejaremos un análisis más exhaustivo de este tercer grado de la propensión para una entrada futura, próxima, en la cual nos ayudaremos de la literatura de Fiódor Dostoievski (y del libro de Cherkasova sobre ambos pensadores), y en particular, del hombre que escribe desde el subsuelo, y llevaremos hasta las últimas consecuencias el presupuesto de Kant según el cual la razón pura es práctica, o que poseemos la ley de alguna forma, irrenunciable, en nuestra más insondable interioridad.


[1] El mandato supremo de la ética kantiana podría resumirse (aunque no reducirse) de la siguiente forma: Respeta la dignidad en tu persona y en la de los demás. Entendida la dignidad como la capacidad autónoma de las personas, la libertad de decidir cómo vivir sus vidas, en comunidad con otros.

[2] Al respecto, tanto Kant (2002: 70-71; Ak. IV, 398) como Jesús (Mateo 6: 1-4) reconocen que la caridad, por ese preciso motivo, para que tenga valor moral alguno, debe hacerse en secreto. Toma nota, Gisela Valcárcel.

Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. Las traducciones son mías.

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

El agnosticismo (o sobre la posibilidad de la existencia de un ave reptil gigante que controla todo)

Cada ser humano es un acertijo, necesita ser resuelto y si estás resolviéndolo toda tu vida, no digas que has perdido tu tiempo; yo estoy intentando resolverlo porque quiero ser un ser humano.

Fiódor Dostoievski, de joven.

¿Qué sostiene verdaderamente el agnosticismo? Vayamos al último capítulo de la temporada 15 de South Park, «The Poor Kid», para una didáctica explicación[1].

No nos engañemos: esto constituye una demoledora burla a la posición que equipara la creencia en una divinidad con sentido a la de un ser absurdo y sin función alguna para el pensamiento y la praxis humana.

De forma similar, podríamos preguntarnos si el argumento del Flying Spaghetti Monster, ¿se burla realmente de la idea de la divinidad? O es que, ¿en realidad no tienen idea de qué están hablando?

Immanuel Kant, como es sabido, tuvo que limitar el conocimiento para darle lugar a la fe[2]. En ese sentido, no podemos conocer si existe realmente el Dios del cristianismo o un ave reptil gigante. En realidad, no importa. No se trata de eso. El agnosticismo se queda en algo que, después del proyecto crítico de la Ilustración, es obvio y no nos dice nada. Es más, constituye en sí mismo una creencia. Negativa, por cierto, y que inclina a las personas a no reflexionar y revisar precisamente aquello en lo que creen (por más que esto sea una nada), y que necesariamente termina articulando su modo de concebir su lugar en el mundo.

Cuando renunciamos a un conocimiento acerca de la divinidad, no obstante, Kant creía, permanecía implacable el interés moral en las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma, y de forma más exacta, en la moralidad misma, en un ideal moral que la sostiene (podríamos creer que no existe tal ideal moral, pero eso mismo sería un ideal moral, a  saber, que no debe haber una sola autoridad última, lo que es contradictorio con la autonomía de la persona que lo reconozca).

El agnosticismo refiere, entonces, a la existencia de Dios en su sentido más irrelevante, en su sentido literal. Si bien durante miles de años el discurso religioso se ha concentrado precisamente en ese mismo sentido (y se podría argumentar que por eso la teología también ha sido agnóstica), otra cara de ese discurso se ha ceñido en torno a lo que estamos obligados moralmente si es que Dios existiera (sin importar si es que existe realmente o no), a la virtud.

Vale la pena recordar lo que decía el príncipe Myshkin acerca de los ateos, que, al hablar de Dios y permanecer en este sentido literal, nunca llegan a hablar de lo que es verdaderamente importante.


[1] «No podemos saber con certeza si Dios y Cristo existen. PODRÍAN existir. Pero del mismo modo, PODRÍA existir un ave reptil gigante al mando de todo. ¿Podemos estar SEGUROS de que no la hay? NO, así que no tiene sentido hablar de estas cosas».

[2] “No comparto la opinión que algunos hombres excelentes y reflexivos […] han expresado tan frecuentemente, cuando sintieron la debilidad de las pruebas habidas hasta ahora: que se puede esperar que alguna vez se hallen demostraciones evidentes de las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura: hay un Dios, hay una vida futura. Antes bien, estoy cierto de que esto nunca ocurrirá. Pues ¿de dónde sacará la razón el fundamento de tales afirmaciones sintéticas, que no se refieren a objetos de la experiencia ni a la posibilidad interna de ellos? Pero también es apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario […]”. (Kant 2007: 768-769; A741-742/B769-770)

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Deontología del corazón

La ética kantiana no es una ética procedimental, sino una ética de la virtud y de la conciencia moral. Para la tradición, esta autoridad última, que Kant identifica con la ley moral misma y la razón pura práctica, está ubicada en el corazón[1]. Mucha de la retórica a lo largo de sus obras lo inscribe en esta misma tradición.

Evgenia Cherkasova, en su libro Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics, reconoce la similitud entre el pensamiento ético del escritor ruso y el del filósofo alemán, y propone  integrarlos con el nombre de deontología del corazón (Cherkasova 2009: 7-27).

Por un lado, se intenta mostrar que:

en la profundidad de la ética [de Kant] yace, no una apática aprensión del deber, sino una cuasi religiosa creencia en la noble y sublime habilidad de las personas de dominarse a sí mismas. Aquí encontramos la clave de la actividad de la razón pura práctica y finalmente podemos decir algunas palabras en defensa de la común crítica que se le hace a la teoría moral de Kant de ser muy formal, fría, e indiferente. (Cherkasova 2009: 25)

Por parte de Dostoievski:

el corazón es el tema unificador que junta los ritmos palpables, a veces sumamente físicos, de la vida y su melodía espiritual. Aquí, el artista se mueve más allá de los distintos credos religiosos y filosóficos que postulan un hiato insalvable entre lo espiritual y lo corporal, la naturaleza y la gracia, la razón y el corazón. (Cherkasova 2009: 15)

El punto en común estaría nada menos que en «la clave para descifrar la propio de la ética», que sería, al enfrentarnos a un dilema moral irreducible, «la obligación incondicional interior», o el «yo debo hacer esto» (Cherkasova 2009: 2), cuyo origen no es un mero razonamiento, sino que es determinado por nuestra conciencia moral, de forma inevitable (aunque podamos elegir y eventualmente acostumbrarnos a no escuchar esta voz interior).

La deontología del corazón intentaría «enfatizar la interacción entre la razón y el corazón en toda su sutileza y riqueza», como origen del fenómeno moral básico que es el deber moral, dando cuenta de «todo lo oscuro y destructivo, así como de lo creativo, que existe en los rasgos del carácter humano» (Cherkasova 2009: 3).

Este interés, nos dice Cherkasova, no es meramente académico:

Tratar la experiencia de lo incondicional es una tarea existencial, una oportunidad de acercarnos filosóficamente al misterio del corazón humano y de investigar la posibilidad de una genuina armonía entre la razón y el corazón. (Cherkasova 2009: 6)

Menudo proyecto.

Para un blog dedicado al pensamiento religioso de Dostoievski, ver: Amor humilde.


[1] Ver, por ejemplo, la siguiente cita: «[…] y lo que Dios quiere que haga un hombre, no se lo hace decir por otro hombre, se lo dice él mismo, lo escribe en el fondo de su corazón» (Rousseau 1998: 313).

Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. Las traducciones son mías.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

Las cuatro historias del príncipe Myshkin: una «refutación» del ateísmo (o sobre lo que es propio de la religión)

Al príncipe Lev Nikolayevich, protagonista de El idiota, de Fiódor Dostoiesvki, le preguntan si cree o no en Dios, a lo que responde con cuatro historias distintas. Veamos una por una.

Una mañana viajaba en uno de los nuevos ferrocarriles y durante unas horas estuve hablando en mi compartimiento con un tal S. a quien conocí en el tren. Ya antes había oído decir muchas cosas de él y, entre otras, que es ateo. Es, a decir verdad, un hombre muy instruido, y yo me alegré de poder hablar con un verdadero erudito. Por añadidura, es hombre muy bien educado, de manera que me hablaba como si yo fuera su igual en conocimientos e ideas. No cree en Dios. Sólo una cosa me chocó en él: que no parecía estar hablando de ello durante todo ese tiempo, y me chocó precisamente porque antes, cuando yo tropezaba con incrédulos o leía libros de ellos, tenía la impresión de que no hablaban o escribían de ello, aunque al parecer ese era el tema. Se lo dije entonces, pero por lo visto no muy claramente, o quizá no me expliqué bien, porque él no me entendió en absoluto… (Dostoievski 1999: 315)

En esa ocasión me quedé a dormir en un hotel de la capital del distrito, donde la noche antes se había cometido un asesinato, y todo el mundo estaba hablando de ello cuando llegué. Dos campesinos de edad madura, que no estaban ebrios y se conocían desde hacía largo tiempo, mejor dicho, que eran amigos, habían tomado el té y apalabrado un cuartito para pasar la noche. Uno de ellos había notado que el otro llevaba un reloj de plata  colgado de una cadena amarilla de cuentas de cristal, reloj que no le había visto antes. Ese individuo no era un ladrón, más aún, era un hombre honrado y, en comparación con otros campesinos, no era ni mucho menos pobre. Pero tanto le gustó ese reloj y tanto le había tentado que, por fin, no pudo dominarse: cogió un cuchillo y, cuando su amigo le hubo vuelto la espalda, se acercó a él cautelosamente por detrás, calculó la distancia, alzó los ojos al cielo, se santiguó y dijo, en muda y desesperada plegaria: «¡Señor, perdóname por el amor de Cristo!», degolló a su amigo como si fuera un borrego y le quitó su reloj. (Dostoievski 1999: 315-316)

Por la mañana fui a dar un paseo por la ciudad […] y vi que por la acera venía tambaleándose un soldado borracho vestido estrafalariamente. Se me acercó y me dijo: «Señor, ¿quiere comprarme una cruz de plata? Se la doy en vente kopeks. ¡Una cruz de plata!». Y vi que tenía en la mano, en una cinta azul muy usada, una cruz que de seguro acababa de quitarse del cuello, pero que a ojos vistas era de estaño. Era una cruz de gran tamaño, octogonal y de perfil puramente bizantino. Saqué una moneda de veinte kopeks y se la di y en seguida me la puse al cuello; y vi por la expresión de su cara que estaba contento de haber engañado a un caballero imbécil, y… al momento fue a beberse lo que le di por la cruz. No cabía la menor duda. Yo, por aquellos días, sentía la fuerte impresión de todo lo que encontraba en Rusia; hasta entonces no había comprendido nada, como si me hubiese criado sordomudo, y tenía los recuerdos más fantásticos de ella durante mis cinco años en el extranjero. Pues bien, seguí andando y me dije: «No debo juzgar demasiado de prisa a este hombre que ha vendido su Cristo. ¡Sabe Dios lo que se oculta en estos corazones débiles y ebrios!».  (Dostoievski 1999: 316-317)

Una hora más tarde, cuando volvía al hotel, tropecé con una campesina con un niño de pecho. La mujer era todavía joven y la criatura tendría mes y medio. El niño le había sonreído por primera vez desde que nació. Vi que ella se santiguaba con gran devoción. «¿Por qué haces eso, muchacha?», le pregunté, porque entonces siempre andaba haciendo preguntas. Y ella contestó: «Al igual que una madre se regocija de ver la primera sonrisa de su niño, Dios también se regocija cuando ve desde el cielo a un pecador que se arrodilla ante Él orando de todo corazón». Eso fue lo que me dijo una campesina, casi con esas mismas palabras, y ese pensamiento tan profundo, tan sutil y genuinamente religioso, ese pensamiento que expresa de una vez todo lo esencial del cristianismo, o sea, la noción de Dios como nuestro Padre y el regocijo de Dios ante un hombre, como el de un padre ante su propio hijo, es el pensamiento principal de Cristo. ¡Una simple campesina! Una madre, es verdad… y ¿quién sabe? quizá fuera ella la mujer del soldado de marras. (Dostoievski 1999: 317)

Finalmente, el príncipe termina con la siguiente reflexión:

Escucha, Parfyon, hace un momento me hiciste una pregunta. Oye la respuesta: la esencia del sentimiento religioso no tiene nada que ver con el razonamiento, ni con las faltas o los delitos, ni con el ateísmo. Es algo enteramente diferente y siempre lo será; hay en ello un no sé qué en el que siempre resbalarán los ateos, quienes nunca hablan acerca de eso. (Dostoievski 1999: 317)

Wil van den Bercken ha señalado que más que aludir a un elemento irracional, lo que Dostoievski tiene en mente es el aspecto elusivo e inconmensurable de la fe (2011: 36).

Para otras entradas basadas en las palabras del príncipe Myshkin, ver: Ideas dobles (o sobre lo insondable en las propias motivaciones) y La aniquiladora crítica al catolicismo del príncipe Myshkin.

Para un blog dedicado al pensamiento religioso de Dostoievski, ver: Amor humilde.


Bibliografía:

DOSTOYEVSKI, Fiódor M.

El idiota. Traducción de Juan López-Morillas. Madrid: Alianza Editorial, 1999.

VAN DEN BERCKEN, Wil

Christian Fiction and Religious Realism in the Novels of Dostoevsky. Londres: Anthem Press, 2011. La traducción es mía.