Lo que sigue son algunos pasajes comentados del prólogo y del primer capítulo de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres (en adelante Fundamentación), de Immanuel Kant, redacción basada en mis apuntes de clase, y elaborada rápidamente con miras al inicio del grupo de lectura del tercer capítulo del mismo libro.
He renunciado de arranque a cualquier pretensión de exhaustividad, y no propongo más que dar una visión general de los primeros dos capítulos, acompañados de pasajes que considero importantes. Más que un resumen, estos apuntes deben considerarse como un comentario destinado a complementar una lectura del texto. Empecemos.
Considero pertinente tener presente, durante toda la lectura de la Fundamentación, la siguiente cita de la Crítica de la razón práctica, donde Kant aclara sin ambigüedad alguna —y con bastante ironía— que la moralidad de la que él está hablando no es cualitativamente distinta de la que hace recurso el entendimiento común. Veamos:
[…] ¿qué cosa es entonces esa moralidad pura en donde ha de ponerse a prueba, cual piedra de toque, el contenido moral de cualquier acción?, he de confesar que únicamente los filósofos pueden hacer dudosa la solución para esta cuestión; pues en la razón ordinaria del ser humano lleva largo tiempo resuelta, ciertamente no a merced de fórmulas universales y abstractas, sino por el uso habitual, poco más o menos como uno diferencia entre mano derecha e izquierda. (Kant 2000: 283; Ak. V, 155)
Kant no espera sino brindarnos un criterio para identificar lo que es puro en la moralidad que todos reconocemos como ya existente, asumiendo además que todos somos competentes en diferenciar el bien y el mal. Puesto en el lenguaje del prólogo, lo que le concierne en dicha obra no es sino «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad, lo cual constituye una ocupación que tiene pleno sentido por sí sola y aislada de cualquier otra indagación ética» (Kant 2002: 60; Ak. IV, 392).
Será, entonces, tema de una obra completamente distinta[1] tratar el problema de cómo las leyes racionales a priori de las que Kant hablará precisamente en la Fundamentación puedan tener cabida en la voluntad del ser humano, lo que requiere de «un discernimiento fortalecido por la experiencia, para discriminar por un lado en qué casos tienen aplicación dichas leyes» (2002: 57; Ak. IV, 389). Puesto de otra forma, en la Fundamentación no se dirá nada acerca de cómo aplicar de forma precisa la ley moral a las circunstancias concretas de la vida humana.
Sobre este punto, seguimos lo que dice Allen Wood:
La noción de que la ética kantiana está comprometida con reglas estrictas y que no permiten excepciones porque considera principios morales como imperativos categóricos está basada en el malentendido más crudo posible. Un imperativo categórico es incondicional en el sentido de que su validez racional no presupone ningún fin, dado independientemente de ese imperativo. Por ejemplo, el respeto por la naturaleza racional puede normalmente requerirnos cumplir con cierta regla, pero puede bien haber condiciones bajo las cuales no nos lo pida, y bajo esas condiciones la regla no sería un imperativo categórico en lo absoluto. […] Una vez que sacamos del camino este común malentendido, no es difícil ver que la teoría kantiana permite considerable espacio para el juicio y excepciones para la aplicación de los deberes. (Wood 2008: 63)[2]
Empecemos ahora con el primer capítulo, titulado «Tránsito del conocimiento moral común de la razón al filosófico». Digamos, a modo de introducción, algo sobre el porqué del título, a ver si nos da luces acerca de las intenciones de Kant para esta primera parte. Kant espera que sus lectores reconozcan intuitivamente el significado de conceptos que considera pre-filosóficos (es decir, de uso cotidiano) como son la buena voluntad y el deber. Su proyecto en este primer capítulo será mostrar cómo en el uso de estos conceptos, que ciertamente está al alcance de todos, se presupone ya la idea de una ley moral, si bien ésta se encuentra todavía confundida y sólo la filosofía puede sacarla a relucir. Lo que nos ocupará el resto de la entrada será ver, primero, cómo se relacionan la buena voluntad y el deber, y, luego, cómo Kant extrae del deber la necesidad de referirlo a una ley moral, que será apenas esbozada en este primer capítulo, y recién propiamente detallada en el segundo.
No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna, salvo una buena voluntad. (Kant 2002: 63; Ak. IV, 393)
Existen sin duda un gran número de cosas que denominamos buenas, incluso en un sentido moral, pero el punto de Kant, que espera se mantenga ajeno a cualquier controversia, es que exactamente las mismas cosas que pueden ser denominadas buenas, como «el autocontrol y la reflexión serena», en otras circunstancias, por ejemplo, como características de «un bribón», podrían ser consideradas también como malas, dependiendo de su uso. Kant quiere que reconozcamos que aquello que llamamos bueno en sentido moral, siempre refiere, en última instancia, a algo que uno hace, es decir, a la voluntad humana. Será, por lo mismo, una voluntad buena lo único que pueda llamarse bueno sin restricción.
Esto, que aparenta una tautología (‘la buena voluntad es buena’), en realidad no busca más que enfatizar el ‘sin restricción’ y establecer a la voluntad, a las acciones realizadas de forma consciente por el ser humano, como el sujeto último de la moralidad, único al cual se le puede aplicar con toda su fuerza el adjetivo ‘bueno’.
Wood ha señalado que el papel de la buena voluntad para la ética de Kant ha sido sobredimensionado por los críticos:
Voluntad es para Kant la razón práctica —esto es, la facultad de los principios que reconocen leyes, adoptan máximas, y derivan acciones de ellas. Una buena voluntad, entonces, es aquella facultad cuando adopta buenos principios y se propone actuar acordemente. Puede hacerlo cuando necesita constreñirse en orden de realizar la acción, pero también cuando no sea necesario, porque sus buenos principios están en una contingente armonía con las inclinaciones (deseos empíricos y no-morales). Una buena voluntad debe distinguirse de lo que Kant luego llamará una «voluntad absolutamente buena», cuyo principio es el imperativo categórico o la ley moral misma. (Wood 2008: 32)
Se dirá también que el valor de la buena voluntad no depende de su utilidad así como de la consecución de los fines que se proponga; más que un desprecio absoluto por incluir en la deliberación moral las posibles consecuencias de las acciones, lo que Kant espera señalar es mucho más modesto, a saber, que el valor moral no puede depender tanto de la utilidad o de las consecuencias, que, no obstante, sería de locos excluir por completo del razonamiento moral y la toma de decisiones (2002: 64-65; Ak. IV, 394).
Esta buena voluntad no debe ser ociosa, y quedarse en un mero deseo, sino que implica «hacer acopio de todos los recursos que se hallen a su alcance» (2002: 65; Ak. IV, 394). Hasta acá, Kant no espera más que haber logrado establecer (con miras a su posterior argumentación, y que espera fortalecer con su exposición de las acciones por deber) que lo que sea que denominamos moral, en su forma más pura, se encuentra en los movimientos de aquella capacidad que atribuimos a los seres humanos llamada voluntad (en la actualidad está de moda llamarla ‘agencia’), si bien, por supuesto, también se aplicará a acciones aisladas, al carácter, a diversas situaciones y a un sinnúmero de cosas más.
La buena voluntad no será exclusiva de las acciones realizas por deber, como veremos a continuación, sino que estas últimas no harán más que resaltar, por contraste, en qué consiste lo propiamente moral de las acciones buenas. En este importante pasaje encontramos la relación entre el deber y la buena voluntad, que no resulta en lo absoluto obvia y muchos lectores suelen perder de vista su relación, a punto de pensar que una buena voluntad actúa siempre necesariamente por deber:
Para desarrollar el concepto de una buena voluntad que sea estimable por sí misma sin un propósito ulterior, como quiera que se da ya en el sano entendimiento natural y no precisa tanto ser enseñado cuanto más bien explicado, para desarrollar —decía— este concepto del que preside la estimación del valor global de nuestras acciones y constituye la condición de todo lo demás, vamos a examinar antes el concepto del deber, el cual entraña la noción de una buena voluntad, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos[3] que, lejos de ocultarlo o hacerlo irreconocible, más bien lo resaltan con más claridad gracias al contraste. (Kant 2002: 69; Ak. IV, 397)
Las acciones realizadas por deber no serán más que un tipo de acciones propias de una buena voluntad. Veamos la clasificación que realiza Kant. Primero, las acciones contrarias al deber, que, por supuesto no nos dicen nada sobre la buena voluntad; en segundo lugar se encuentran las acciones conformes al deber, que no tienen inclinación inmediata a realizar la acción, pero están guiadas por otra inclinación; en tercer lugar, están también acciones conformes al deber, que cuentan además con una inclinación inmediata a realizar dicha acción; por último, están las acciones realizadas por deber.
Mas, antes de examinar tales acciones, no está de más establecer la diferencia entre las acciones del segundo y del tercer tipo, ambas conformes al deber. Hagámoslo mediante un ejemplo. Estamos en la calle y vemos que a una señora, a grandes rasgos humilde, se le cae su monedero, lo suficientemente abierto como para ver en su interior un billete de 200 soles. Claramente, sería contrario al deber no devolver el monedero. El solo hecho de devolver el monedero haría que dicha acción sea conforme al deber, puesto que el deber manda precisamente eso, que lo devolvamos. Ahora, sería una acción del segundo tipo si, digamos, lo devolvemos, pero lo hicimos porque estábamos acompañados de una persona a la que queríamos impresionar: no contamos con alguna inclinación inmediata hacia la señora, sino una inclinación claramente egoísta, dirigida a impresionar a otra persona. Del tercer tipo, sería la misma acción, pero realizada porque, digamos, la señora nos dio pena, sentimos compasión, es decir, una inclinación inmediata que nos lleva a realizar la acción.
Dirijámonos ahora al punto central. Para que una acción sea propiamente moral, tiene que ser hecha por deber y no por ninguna inclinación. Para actuar por deber, parece decirnos el amargado filósofo, tenemos que deshacernos de nuestras inclinaciones, inclusive si están son buenas, como la compasión, y hacer del deber nuestra única motivación. Esto ha generado, por supuesto, una serie de caricaturas sobre su pensamiento ético.
Sin embargo, tal mirada es equivocada. Como ya se dijo, una acción conforme al deber es también una acción buena. No se toma en cuenta, además, que al comienzo del segundo capítulo Kant dedica varios párrafos a señalar que para los hombres resulta imposible con total seguridad reconocer cuándo una acción se realiza exclusivamente por deber, o simplemente conforme al deber (2002: 82-85; Ak. IV, 406-408). Esta incapacidad se debe a lo peculiar de la propia naturaleza humana, su tendencia al autoengaño, a exceptuarse de las normas que considera válidas para todos; en otras palabras, su propensión al mal, que no será abordada de lleno en la obra en cuestión.
Entonces, si nunca podemos estar seguros de que actuamos por deber, es necesario preguntarse cuál es el motivo de haber realizado dicha diferenciación en primer lugar, al punto de asignarle a dichas acciones el valor propiamente moral.
La diferenciación entre ambos tipos de acciones no pretende poder aplicarse a casos de la experiencia (pues se caería en una flagrante contradicción con lo que se afirma al comienzo del segundo capítulo), sino que no fue más que un recurso, un experimento mental para poder notar con mayor claridad, mediante contraste, cuál es el núcleo moral de la buena voluntad[4].
No debemos buscar actuar siempre por deber, lo que iría en contra de cualquier visión ética de sentido común, pues implicaría hacer un esfuerzo consciente para deshacernos de sentimientos positivos hacia los otros que puedan ayudarnos a realizar lo que el deber mismo manda; sino que, a lo más, debemos estar preparados para realizar lo que nos manda el deber incluso si es que nuestras inclinaciones se le oponen, y sólo en esos casos, podría decirse, aunque nunca con total certeza, que uno ha actuado por deber.
En La metafísica de las costumbres, el papel de las acciones por deber se desarrolla con mayor claridad. Atañe a la virtud intentar hacer de la ley moral el único móvil de nuestras acciones, pero la consecución de dicha perfección moral no puede nunca alcanzarse, sino sólo pretenderse (Kant 1989: 245-246, 314-315; Ak. VI, 393-393, 446-447), siendo consecuente con lo dicho al comienzo del segundo capítulo.
Este deber de actuar por deber no es más que un deber amplio o imperfecto, de virtud, y no es en lo absoluto un requisito indispensable para decir que una acción es moralmente buena, o correcta.
Cuando nuestras inclinaciones estén en armonía con los mandatos de la moral, entonces en buena hora. De ahí que Kant considere un deber (también) cultivar inclinaciones tales como la simpatía, pues nos ayudan a realizar lo que debemos hacer (1989: 329; Ak. VI, 457).
Complementemos este controversial punto con la siguiente cita de Wood:
En la Fundamentación Kant dice prominentemente: “El ser humano siente dentro de sí mismo un poderoso contrapeso a todos los mandatos del deber, . . . el contrapeso de sus necesidades e inclinaciones” (Ak 4:405). Tales comentarios han servido como punto de partida para ataques a la posición de Kant, empezando con aquellos sobre el “rigorismo” y “formalismo” de Kant por racionalistas más moderados (como Schiller y Hegel). La psicología moral de Kant se presenta como un blanco relativamente fácil en la forma abstracta que asume en sus trabajos éticos fundacionales, donde puede ser asociada con su metafísica de “los dos mundos” del ser, y atribuida con culpa a su historia personal pietista o a la tradición estoica ética que Kant parece representar. Las críticas son más difíciles de elaborar si la sospecha de Kant sobre los deseos naturales es vista a la luz de su teoría empírica de la naturaleza humana desarrollada en sus escritos de antropología e historia. Incluso ahí, la visión de Kant sobre estos puntos será todavía considerada por muchos como extrema (o simplemente desagradable). Pero ya no podrá ser rechazada de la misma forma condescendiente. Pues la desconfianza de las inclinaciones (o deseos naturales) en el racionalismo de Kant no es sobre una hostilidad a algo tan inocente como la “finitud” o “los sentidos” o “las emociones” o “el cuerpo”. La atención está puesta en vez sobre el (muy lejos de ser inocente) carácter social que los deseos naturales deben asumir en el proceso natural mediante el cual nuestras facultades racionales se desarrollan en la historia. (Wood 1999: 250-251)
Lo que nos lleva a definir lo que es una inclinación, propiamente, como «un apetito sensible que le sirve al sujeto como regla (hábito)» (Kant 2004: 199). Una inclinación, por tanto, no es un mero deseo sensible, sino que implica el uso de nuestra racionalidad. Para Kant, la razón no debe suprimir las inclinaciones, que son en sí mismas buenas (2001: 78; Ak. VI, 58), sino encargarse de que cada una «pueda coexistir con la suma de todas las inclinaciones» (2004: 200), es decir, la felicidad (2002: 80; Ak. IV, 405).
No obstante, las inclinaciones tienen que ser excluidas de las acciones por deber puesto que no son buenas sin restricción, sino que dependen del uso de una voluntad. Pensemos en la compasión como una inclinación, y en una madre que, de acuerdo a dicha inclinación, deje escapar a su hijo que acaba de cometer un asesinato; o en el alma compasiva que Kant toma como ejemplo (2002: 70-71; Ak. IV, 398). Sus acciones serán ciertamente buenas, pero, ¿es el regocijo que experimenta lo que las hace moralmente buenas? Queda establecido que no: es su conformidad con lo que manda el deber, de ahí que Kant mencione que esto se nota mejor por contraste en la figura de una persona amargada que, incluso sin contar con inclinaciones caritativas, ayude a los demás, sin alegría alguna; es decir, en las acciones por deber y no meramente conformes al deber.
Lo que lleva a Kant a formular una serie de proposiciones o tesis, que conectarán el concepto del deber con el de una ley moral. A continuación, en orden, las tres proposiciones:
1. Una acción tiene valor moral sólo si es realizada por deber[5].
2. «Una acción por deber tiene su valor moral, no en el propósito que debe ser alcanzado gracias a ella, sino en la máxima que decidió tal acción; por lo tanto no depende de la realidad del objeto de la acción, sino simplemente del principio del querer según el cual ha sucedido tal acción, sin atender a objeto alguno de la capacidad desiderativa». (Kant 2002: 73; Ak. IV, 399-400)
3. «El deber significa que una acción es necesaria por respeto a la ley«. (Kant 2002: 74; Ak. IV, 400)
Puesto que la primera tesis excluye cualquier deseo o interés basado en una inclinación, el valor moral de una acción por deber debe hallarse en un principio del querer o de la voluntad misma, una máxima, o al menos eso es lo que quiere establecer Kant.
Una máxima, definida como el principio subjetivo del querer o del obrar (Kant 2002: 74n, 104n; Ak. IV, 400n, 420n), puede descansar en un apetito sensible, en una inclinación, pero, habiéndose excluido estas, tendrán que descansar en otra cosa si es que han de ser morales. Se introduce así la idea de una ley de la razón (recordemos que la voluntad es razón práctica), que nos obliga al margen de cualquier inclinación, y cuyo respeto ejerce en nosotros un móvil suficiente para determinar nuestro actuar; la experiencia del deber moral es precisamente el respeto que sentimos por tal ley (Kant 2002: 74; Ak. IV, 400-401).
Nos encontramos con el primer esbozo de la ley moral:
Mas, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, sin tomar en cuenta el efecto aguardado merced a ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda ser calificada de «buena» en términos absolutos y sin paliativos? Como he despojado a la voluntad de todos los acicates que pudieran surgirle a partir del cumplimiento de cualquier ley, no queda nada salvo la legitimidad universal de las acciones en general, que debe servir como único principio para la voluntad, es decir, yo nunca debo proceder de otro modo salvo que pueda querer también ver convertida en ley universal mi máxima. (Kant 2002: 76; Ak. IV, 402)
Como señalamos al inicio, este principio supremo no debe desconectarse nunca de la razón común:
Aquí es la simple legitimidad en general (sin colocar como fundamento para ciertas acciones una determinada ley) lo que sirve de principio a la voluntad y así tiene que servirle, si el deber no debe ser por doquier una vana ilusión y un concepto quimérico; con esto coincide perfectamente la razón del hombre común en su enjuiciamiento práctico, ya que siempre tiene ante sus ojos el mencionado principio. (Kant 2002: 76; Ak. IV, 402)
Para concluir, un comentario sobre el deber y la autonomía. Explicar la incondicionalidad del deber moral es simple si recurrimos a un principio divino. No matarás porque Dios dice que no lo hagas. Amarás a tu prójimo como a ti mismo porque Dios dice que lo hagas. El deber se explica sin problemas. El proyecto de Kant, como es sabido, buscaba fundamentar la moralidad no en el concepto de una divinidad, sino en el ser humano mismo, o de forma más precisa, en su razón, que, por tanto, tenía que ser autónoma. Cualquier intento descriptivo de la naturaleza del ser humano, tal como está constituido biológicamente, o como está organizado socialmente, podrá explicar que existan costumbres morales, pero jamás podría dar cuenta de la incondicionalidad del deber, es decir, de un imperativo categórico. Kant recurrirá a la idea de una ley racional, que tiene que distinguir del orden de cosas sensibles, del ser, porque quiere mantener dicha incondicionalidad, quiere que los mandatos de una razón autónoma no pierdan un ápice de fuerza respecto de los mandamientos de un Dios todopoderoso.
Será tema del grupo de lectura del tercer capítulo estudiar de forma más precisa por qué Kant se ve obligado a pensar esta separación de mundos, así como el estatus ontológico (o metafísico) de esta ley moral.
Para otra mirada sobre el mismo capítulo, también basada en apuntes de dictado, ver: Introducción a la ética de Kant (1) (primer capítulo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres) del blog Vacío de Erich Luna.
[1] Como La metafísica de las costumbres o la «Metodología de la razón pura práctica» en la segunda Crítica.
[2] Las traducciones a las obras en inglés son mías.
[3] Corrijo uno de los tantos errores de la presente edición, reemplazando ‘objetivo’ por ‘subjetivo’.
[4] Paul Guyer explica esto con mayor detalle:
[…] imaginemos personas que están naturalmente inclinadas a realizar el tipo de acciones que nos son requeridas por el deber, y luego imaginemos que por alguna razón ellos perdieran estas inclinaciones, pero realizaran las acciones de todos modos únicamente puesto que se dan cuenta que hacerlo es su deber; entonces uno se dará cuenta que solamente en el último caso estas personas han demostrado estar en posesión de una voluntad incondicionalmente buena, una voluntad que es buena al margen de las circunstancias que incluyen sus propias inclinaciones, y por lo tanto, que sus acciones y su carácter es digno de estima. De esto se seguirá que el principio desde el que actúa una voluntad moralmente buena no debe depender de la presencia de ninguna inclinación, que es la conclusión a la que Kant está apuntando. (Guyer 2007: 43)
[5] Esta proposición, que no es formulada de forma explícita, se deriva, no obstante, de la exposición previa de las acciones por deber.
Bibliografía:
GUYER, Paul
Kant’s Groundwork for the Metaphysics of Morals: A Reader’s Guide. New York: Continuum, 2007.
KANT, Immanuel
Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza Editorial, 2004.
Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.
La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.
Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.
La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.
WOOD, Allen W.
Kantian Ethics. Nueva York: Cambridge University Press, 2008.
Kant’s Ethical Thought. Nueva York: Cambridge University Press, 1999.