Mes: noviembre 2012

¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?

Un juicio sintético a priori es aquel que nos dice algo sobre el mundo sin necesidad de recurrir a la experiencia. ¿Cómo podemos conocer algo del mundo de esta forma? Esta pregunta apunta a explicar cómo las leyes del mundo físico (para Kant las de la física de Newton) se aplican necesariamente para toda experiencia posible, de tal modo que sabemos, sin recurrir a experiencia alguna, que todo lo que sucede tiene una causa, que el mundo está regido por leyes necesarias.

La salida de la metafísica tradicional es afirmar una suerte de intuición racional, pura, mediante la cual accedemos a los objetos tal como son en sí mismos, independientemente de nuestro contacto sensible con dichos objetos. Kant rechaza esto como dogmático e indemostrable, y su propuesta implica el famoso giro copernicano, a saber, el aspecto más novedoso de la filosofía trascendental, el abandono del supuesto según el cual todo conocimiento debe regirse por los objetos, principal obstáculo del anhelo metafísico «de establecer algo a priori sobre los objetos» (Bxvi).

En realidad, Kant está tirando al tacho, definitivamente, la pretensión de obtener conocimiento alguno de los objetos en sí mismos mediante conceptos puros. El conocimiento a priori de las cosas será posible si nos limitamos «sólo [a] aquello que nosotros mismos ponemos en ellas» (Bxviii), es decir, si suponemos que los objetos deben regirse por nuestro conocimiento (Bxvi). Es en este contexto que la experiencia misma, el lugar donde los objetos conocidos se encuentran únicamente como objetos dados (fenómenos) y no como cosas en sí mismas (Bxvii), se establece como regida necesariamente por reglas (al igual que todos los objetos que se encuentran en ella), que son dadas por el entendimiento y sus conceptos puros, conceptos que a su vez operan sobre la información sensible que nos es dada en cierta forma espacio temporal.

Es decir, tanto el espacio como el tiempo (formas puras de la sensibilidad), como las categorías del entendimiento (que son doce: unidad, pluralidad, totalidad, realidad, causalidad, substancia, etc.), son representaciones que el sujeto pone en el mundo, de modo que si conocemos el mundo a priori es porque nuestra subjetividad está ya en el mundo: en tanto sujetos constituimos el mundo y su objetividad.

Si sabemos que todo lo que sucede tiene una causa (ejemplo de un juicio sintético a priori), es porque la categoría de causalidad se aplica a los sucesos temporales en el espacio, y esa articulación causalidad-temporalidad-espacialidad es necesaria para todos los objetos de la experiencia.

Detallemos. Un sujeto camina por un mercado y se dispone a comprar frutas. Sin el uso del entendimiento, sin la facultad de juzgar, tendríamos a un sujeto abrumado por sensaciones, colores, olores, sin poder referirse a nada. En realidad, el sujeto está ya juzgando. Al ver las manzanas, reconoce que son muchas (categoría de pluralidad), y selecciona una por una (unidad). Tal vez su criterio de selección implica buscar cierto tipo de color, a saber, rojo (accidente de una sustancia), que, en tanto está frente a nosotros, consideramos  real y existente. Este tipo de actividad la realizamos todo el tiempo en todo tipo de circunstancias, sean frutas, unidades de transporte público, o palabras para un examen parcial.

Las categorías no dependen de tal o cual referencia a una experiencia determinada, sino que son, más bien, leyes que rigen el funcionamiento del pensar, del juzgar, y por tanto se aplican a todas las representaciones sensibles (intuiciones) que la sensibilidad obtiene pasivamente de su ser afectada por objetos. Un concepto, por su parte, es tal únicamente «porque bajo él están contenidas otras representaciones» (A69/B94). Explicitando la relación entre juicio y concepto, quizás a estas alturas ya evidente, tenemos que el concepto es una representación que por definición agrupa a otras (por ejemplo, animal agrupa a perro, gato, humano); el juicio es, a su vez, el acto de agrupar representaciones múltiples bajo una común, que yace por encima de ellas en lo que refiere a su generalidad.

Volviendo al ejemplo mencionado, la categoría (concepto puro) no puede ser una generalización de la manzana, como fruta, objetos redondos en general, o como un ente, sino que representa el juzgar más elemental del entendimiento humano: diremos que la manzana es una entre muchas, que tiene ciertos accidentes que le son propios en tanto una sustancia, vemos que si está abollada, aquello tendrá una causa, posiblemente un golpe, y que hubiera sido posible que no se hubiera golpeado, a saber, que el golpe es contingente, y por tanto, podemos reclamarle al vendedor. Todas las palabras en cursivas corresponden a las categorías, que no extraemos de la sensibilidad, sino que son aquello que el entendimiento puro pone en los objetos, y que conocemos a priori en tanto se aplican sobre «un múltiple de la sensibilidad, que la estética trascendental le ofrece» (A76-77/B102), a saber, la materia sin la cual las categorías serían completamente vacías, y no podrían decirnos nada sobre el mundo: están atadas a las condiciones del espacio y del tiempo.

El conocimiento a priori sobre el mundo (los juicios sintéticos a priori) es posible dado que el mundo mismo, la naturaleza, como ya señalamos, no es independiente del sujeto. El conocimiento de cómo se articula nuestro entendimiento con nuestra forma de intuir del mundo es a priori, dado que depende enteramente de nosotros, y sin embargo, alcanza al mundo dado que el mundo mismo se rige por estas reglas: el sujeto ordena el mundo, le prescribe sus leyes a la naturaleza (B163).

De esto se desprende, sin embargo, que jamás conoceremos el mundo tal como es en sí mismo, independientemente de nuestra actividad cognitiva.

Para otra entrada relacionada, ver: El ateo como un metafísico dogmático.


[1] Esta entrada no pretende sino una introducción al problema, dirigida para quienes se acerquen a la Crítica de la razón pura desde fuera de la filosofía, y quieran ordenar el problema fundamental tal como se presenta en los prólogos y en la introducción, si bien aludiremos ya a pasajes de la estética trascendental y del libro primero de la analítica trascendental. Espero ir perfeccionándola y simplificándola, por lo que apreciaré cualquier pregunta o comentario sobre alguna parte que no esté del todo clara.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

KANT: TEORÍA Y PRAXIS. Cuestiones kantianas y problemas contemporáneos

La próxima semana en Bogotá se llevará a cabo el primer congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española (SEKLE), titulado KANT: TEORÍA Y PRAXIS. Cuestiones kantianas y problemas contemporáneos. El programa completo del evento lo pueden consultar acá.

Entre figuras como Mario Caimi, Roberto Rodríguez Aramayo, Lisímaco Parra y Miguel Giusti, pueden encontrar también a este humilde bloguero, su servidor, quien leerá la ponencia titulada «El corazón humano (o sobre el misterio en la ética de Kant)», cuya sumilla dejo a continuación.

La ponencia busca hacer explícito el espacio que Kant delimita deliberadamente en su teoría ética para aquello que no se puede comprender, que se encuentra más allá de los límites de la mera razón. Este espacio, se mostrará, está ligado al recurso que Kant hace de la figura del corazón humano (Herz), uso consistente y sistemático a lo largo de sus principales obras sobre moral y religión. El corazón será el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables. De este modo, veremos cómo el problema filosófico de fundamentación de la moralidad, la existencia misma de la ley moral, queda inevitablemente tras un velo de misterio.

No se pierdan los pormenores del evento en Los sueños de un visionario (versión facebook) y por la cuenta de twitter de Immanuel Kant.

Richard Rorty y su pasmosa interpretación de la ética de Immanuel Kant

RoRichard Rorty considera «la pasmosa afirmación de Kant de que el sentimiento no tiene nada que ver con la moralidad, de que existe algo distintiva y transculturalmente humano denominado «el sentido de la obligación moral» que en nada se relaciona con el amor, la amistad, la confianza o la solidaridad social» (Rorty 2000: 230). Al margen del planteamiento propiamente filosófico de Rorty, es necesario refutar la simplista y deforme imagen del pensamiento racionalista con el que se «enfrenta».

Es cierto que Kant considera el fundamento de toda la moralidad como una ley de la razón, ubicada en un orden distinto de la sensibilidad humana, y cuya realidad última supone un misterio ineludible a la especulación. No obstante, el ser humano, considerado en su totalidad (como un animal social racional), requiere de ciertas disposiciones morales, a saber, el sentimiento moral, la conciencia moral, el amor y el respeto, que, como condiciones subjetivas, se hallan a la base de la experiencia humana del deber moral; sin ellas, el ser humano no sentiría obligación moral alguna (MS 6:399).

La experiencia de la moralidad, elabora Kant, se puede reducir al amor y al respeto (MS 6:488), y exige de nosotros el cultivo de sentimientos naturales acordes a la moralidad como la simpatía, que «la naturaleza ha puesto en nosotros para hacer aquello que la representación del deber por sí sola no lograría» (MS 6:457). La práctica del bien por seres racionales como nosotros supone la consideración de unos a otros «como semejantes, es decir, como seres racionales necesitados, unidos por la naturaleza en una morada para que se ayuden mutuamente» (MS 6:453): la moralidad implica esta solidaridad.

La conciencia práctica de la dignidad de todos los seres racionales (para Kant de origen netamente racional), que es interpretada erróneamente por Rorty como un conocimiento teórico, no sólo supone la práctica de la amistad (MS 6:469-473), sino que nos obliga a criticar y reformular las relaciones sociales y las instituciones, es decir, a elaborar proyectos de magnitud histórica. El éxito o el fracaso del racionalismo se mide no por su capacidad de fundamentar la moral (el mismo Kant señala que semejante tarea supone en última instancia un esfuerzo baldío), sino por su capacidad de llevar a cabo tales proyectos. La potencialidad que supone la razón humana no puede desarrollarse en un sólo individuo, concebido ahistóricamente, sino en toda la especie a lo largo de la historia.

Ver también: Un héroe kantiano.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

RORTY, Richard

Verdad y progreso: Escritos filosóficos 3. Barcelona: Paidós, 2000.

Kant y la —meramente pensable— inmortalidad del alma

De acuerdo a la filosofía moral de Immanuel Kant, la voluntad del ser humano está sujeta a una ley racional, que demanda de cada individuo el grado máximo de perfección moral, que en un lenguaje más cercano a la tradición se denomina santidad. Únicamente estamos obligados a realizar siempre lo correcto, lo que denote respeto a la dignidad de toda persona. La virtud, propiamente, es lo que nos hace dignos de la felicidad (KpV 5:110).

Y sin embargo, es evidente que hacer siempre lo que la moralidad requiere de nosotros jamás nos puede garantizar la felicidad, es decir, obtener aquellos fines que uno cree constituyen la felicidad propia. La moralidad, para salvar este hiato entre la dignidad de ser felices y la felicidad misma, objeto de gran importancia para seres racionales y a la vez finitos como nosotros, se ve llevada a pensar el concepto de sumo bien, que refiere al «objeto necesario de una voluntad determinable merced a la ley moral» (KpV 5:122), objeto en el que la virtud y la felicidad máxima son inseparables (KpV 5:113).

¿Cómo debemos pensar este objeto? Dejando de lado el problema de conseguir una felicidad máxima (para lo que será necesario postular la existencia de un Dios todopoderoso y justo, tema tal vez de una entrada futura), nos centramos en la virtud perfecta que, en tanto es una idea, es irrealizable, y sólo estamos obligados a aproximarnos a ella. Es por ello que una «plena adecuación de la voluntad con la ley moral», la ya mencionada santidad, es «una perfección de la cual no es capaz ningún ente racional inmerso en algún punto temporal del mundo sensible» (KpV 5:122). Lo que la ley moral exige de seres finitos como nosotros no es sino «un progreso que va al infinito hacia esa plena adecuación», y es por este motivo que la razón pura práctica se ve obligada a presuponer, correspondientemente, «una existencia infinitamente duradera para la personalidad del ente racional (lo cual se denomina «inmortalidad del alma»)» (KpV 5:122).

La inmortalidad del alma es, entonces, «un postulado de la razón pura práctica», que Kant entiende como «una proposición teórica, pero que no es demostrable como tal, sino en cuanto depende inseparablemente de una ley práctica que vale incondicionalmente a priori» (KpV 5:122). La inmortalidad sólo puede pensarse en relación a aquella perfección a la que estamos obligados en nuestras acciones, no obstante jamás podemos alcanzar en esta vida.

Kant cree que a una persona que ha experimentado cierto amejoramiento moral en lo que respecta a su propia personalidad, sólo por ese hecho, le es lícito «esperar una ulterior e ininterrumpida continuación de tal prosecución mientras dure su existencia y hasta más allá de esta vida… ciertamente jamás aquí o en algún previsible punto del tiempo futuro de su existir, sino sólo en la infinitud de su persistencia (abarcable sólo por Dios)» (KpV 5:123-124).

La esperanza de un futuro bienaventurado, en el que nuestras genuinas motivaciones morales persistirán en una existencia más allá de esta vida, jamás puede convertirse en certeza, y no corresponde a seres como nosotros convicción alguna en este respecto. Esta perspectiva de un estado futuro, nos dice Kant:

[…] es el giro utilizado por la razón para designar un bienestar íntegro e independiente de todas las azarosas causas del mundo y, al igual que la santidad, es una idea que sólo puede verse comprendida en la totalidad de un progreso infinito, con lo cual nunca será plenamente alcanzada por dicha criatura. (KpV 5:123n)

Se suele decir que la filosofía de Kant recae finalmente en los mismos dogmas del cristianismo, a saber, en la creencia en Dios y en la inmortalidad. Para Kant ambos son artículos de fe, postulados de la razón pura práctica. No obstante, la filosofía kantiana no sólo no afirma su existencia, como hemos mostrado, sino que, al menos en relación a la inmortalidad, dice explícitamente que es inalcanzable para criaturas como nosotros, y sólo nos queda una esperanza útil para nuestra resolución moral, aquí en la tierra.

Esto se condice con lo que sabemos biográficamente de Kant, que no creía personalmente ni en Dios ni en la inmortalidad del alma, que consideraba únicamente como necesidades subjetivas que un individuo puede o no tener, y que sólo son legítimas en tanto sirven a hacer inteligible las consecuencias máximas de una ley moral, que nos demanda la perfección aquí y ahora, y que no puede garantizarnos felicidad alguna.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.