Metafísica

Algunos apuntes sobre el arte bello y su conformidad con la Naturaleza

Lo que sigue son apuntes y en general reflexiones libres (de un novato en estética) sobre algunos parágrafos de la Crítica del discernimiento correspondientes al gusto, al arte bello, al genio, y a la idea de un ser supremo creador del mundo.

Van_Gogh_-_Gogh_Vincent_van_-_Wheat_Field_Under_Threatening_Skies_1890

Final del § 40, explicación del sentido del gusto

La clave del gusto está en la actividad de la imaginación, en el juego, en el movimiento de la misma, en tanto ésta se da conforme a las leyes del entendimiento, a las categorías (unidad, pluralidad, causa-efecto, etc.), sin que los conceptos estén presentes en la obra: es la actividad misma del observador que despierta en su imaginación la obra la que es acorde a conceptos, actividad que conlleva una sensación, un estado de ánimo conforme a fines; un sentimiento.

§ 44: El arte bello es libertad, es conforme a la razón

El arte bello es conforme a fin, pero sin fin. En la conformidad a fines respecto del entendimiento hay una universalidad, y es esta universalidad, que es experimentada por el individuo de manera sensible, la que supone una motivación para la comunicación social. Lo comunicable no es la sensación, sino la conformidad a fines. De ahí que uno tienda a exigir que otros compartan sus gustos, como si fuera un deber.

No todo lo que gusta es bello. Lo bello gusta, pero gusta en el enjuiciamiento, en la actividad de juzgar, de unir lo sensible con el entendimiento a través de la imaginación. Lo bello supone una actividad intelectual. En el arte bello hay que entender ciertas cosas. No es algo que meramente “guste”, que se sienta.

§ 45: “El arte bello es un arte en la medida en que parece ser al mismo tiempo naturaleza”

Acá hay un malentendido frecuente. Se suele entender a Kant como afirmando que el arte bello se limita a representaciones “realistas” de objetos naturales. Que el arte bello no puede ser abstracto, que tiene que ser “una copia” de la naturaleza. Y sin embargo, nada más lejano de lo que quiere decir Kant.

Más bien, el filósofo apunta a que el orden y la regularidad propios de la naturaleza están presentes también en el arte. El arte no es arbitrariedad. Pongamos como ejemplo una obra que busque representar el caos. Sería un producto “conforme a fin”, a una idea; no sería en sí mismo “caos”. Es en este sentido, únicamente, que “el arte bello parece ser al mismo tiempo naturaleza”.

Tampoco hay que obviar la contraparte de esta idea: así como el arte bello parece naturaleza, la naturaleza misma es bella en tanto parece arte. Esto nos lleva a pensar la naturaleza como creación, como producto de una imaginación. Podemos afirmar que lo que Kant entiende acá como naturaleza va más allá de aquella que conocemos en nuestro Universo. Podemos pensar un Universo completamente distinto, con leyes a su vez distintas, sin átomos, sin estrellas, sin galaxias, pero necesariamente con otras estructuras y con otras leyes (y por tanto también acorde a un entendimiento, operando necesariamente acorde a una regularidad).

Entonces, el arte bello se parece a la naturaleza no en tanto copia las estructuras de los objetos naturales, sino en tanto representa estructuras en general, conforme a reglas y leyes en general.

Genio

Y sin embargo, las estructuras y leyes del arte no están ya dadas; están, más bien, implícitas en la obra, del mismo modo que las leyes de la naturaleza están implícitas en la naturaleza misma. El entendimiento las tiene que descubrir. Pero, ¿quién las ha creado?

La intención del artista tiene que escapar al producto. Hay una intención, definitivamente, pero ésta no se debe ver en el producto, si bien la contemplación de la obra nos mueve a pensarla. En la naturaleza, por ejemplo, no queda claro cómo y por qué alguien ha elaborado las estructuras que observamos y sus leyes. Y sin embargo, la naturaleza es bella en tanto es conforme a estructuras y leyes.

Es en ese sentido que el arte bello debe ser visto como naturaleza: no como creación humana, sino como una obra del genio. Y es el genio el que produce el arte bello, lo crea, del mismo modo que Dios hace, crea el mundo. A Dios no lo vemos en el mundo, pero el mundo con sus estructuras y leyes nos mueven a pensar en un creador. La finalidad del genio, del mismo modo que la del creador, debe permanecer oculta.

Genio es el talento que da la regla al arte”. “Genio es la innata disposición del ánimo por medio de la cual la naturaleza da la regla al arte”. (KU 5:307; el subrayado es de Kant). El genio es Dios.

El ser humano es naturaleza, pero es naturaleza no en el sentido mecánico, sino en el sentido en que la naturaleza es libertad. Y la naturaleza es libertad en el sentido en que es creación de Dios, de un entendimiento supremo. Esto no es nada nuevo, es la visión del artista poseído por los dioses.

El ser supremo, causa de todas las cosas, creador del mundo

Cuando hemos hablado de Dios nos referíamos al Dios de la teología física, a la causa de la naturaleza, a una causa que actúa de acuerdo a fines (“Dios no juega a los dados”).

“Todo en el mundo opera de acuerdo a leyes, solamente un ser racional opera de acuerdo a la representación de leyes”. Y esta actividad de representar, de actuar de acuerdo a leyes que uno se representa, esta actividad es la voluntad. Y esta actividad es libertad respecto de la naturaleza; pero es conforme a leyes también, a las leyes de la razón. Llegamos, pues, a la conocida doctrina de los dos mundos, los dos órdenes de la realidad: el orden natural y el orden racional. La voluntad opera en un mundo natural pero de acuerdo a leyes racionales. Este actuar es propiamente el arbitrio, es libre de las leyes naturales sin llegar a ser tampoco netamente racional, ya que tampoco se halla determinado por éstas. Este arbitrio se encuentra, pues, entre dos mundos. Pertenece a ambos mundos. Pero es a la vez libre de ambos: no se ncuentra en ningún mundo. El arbitrio, en este sentido, tiene carácter divino. Y es el genio, propiamente, el que cumple este rol de estar entre ambos mundos a la perfección.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica del discernimiento. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2012.

Revista Estudios de Filosofía Vol. 12 de la PUCP

Este humilde bloguero tiene un modesto artículo publicado en la Revista Estudios de Filosofía Vol. 12 de la Pontificia Universidad Católica del Perú, sobre la filosofía de Kierkegaard y de Kant.

El número completo de la revista:

http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/estudiosdefilosofia/issue/view/1056

El enlace a mi artículo titulado «La experiencia de la libertad: Un salto de fe».

Que pueden descargar haciendo click en la imagen.

valdezlibertad

Ya alguna vez nos publicó también dicha revista.

Dos conceptos fundamentales de la ética (o propiamente, una idea y una noción)

Virtud

Para Immanuel Kant, a diferencia de Aristóteles, las virtudes no serán ya estados (hexis) del carácter humano, como la moderación o la valentía. La virtud referirá únicamente a una fuerza de la voluntad, pero en relación a ciertos deberes. De ahí que Kant hable de “deberes de virtud”. La virtud ya no será, por ejemplo, la moderación, que puede ser elogiada desde la mera prudencia o utilidad. El deber de virtud será evitar la gula y otros excesos, y la virtud, propiamente, la fuerza de la voluntad para evitarlos. Esto no quita que la virtud, entendida como fuerza, opere en el ánimo a largo plazo de tal modo que uno ya ni siquiera desee (desde un punto de vista sensible) tales excesos. La vitud concebida por Kant termina dando forma a cierto tipo de estado en el carácter humano: una segunda naturaleza, en todo el sentido aristotélico.

A fin de cuentas, el hombre virtuoso y prudente de Aristóteles y la persona moral de Kant son uno y el mismo tipo. Kant se está preocupando en mostrar lo más profundo del fenómeno de la ética, mientras que Aristóteles está describiendo características, no menos profundas del alma del ser humano, pero adoptando un lenguaje en tercera persona.

Corazón

Es el lugar donde se da la pena más profunda, la alegría más sobria; es también el lugar sobre el cual la virtud pura es efectiva en nosotros. La ley moral no es algo que meramente pensamos, más bien, la sentimos en lo más hondo de nuestro ser. Sin lugar a dudas es el fenómeno que encontramos a la base de múltiples tipos de experiencia religiosa a lo largo de la historia de la cultura.

Una breve reflexión sobre la autoridad de la ley moral

Una ley que ejerce poder, fuerza sobre nosotros, inclusive al punto de llegar a anular cualquier resistencia nos presenta, ciertamente, una visión de la ética donde el concepto de autoridad juega un rol central. Claramente es este el elemento que mucho repugnó a Nietzsche, y que desde el psicoanálisis de Freud tendría una explicación relativamente fácil.

Sin embargo, más que tratarse de una causa psicológica operando quizás no tan sutilmente desde el inconsciente de Kant, estamos ante una reflexión perfectamente consciente por parte del filósofo acerca de la naturaleza humana. Siempre vamos a necesitar un dominio de la parte racional sobre nuestra sensibilidad, pero también, y sobre todo, sobre toda la esfera de opiniones y de valoración social en lo que no podemos evitar estar inmersos. La idea de Platón no sólo se opone a lo múltiple en lo material, sino a nivel de la opinión, de creencias infundadas, si bien mayoritarias, opuestas al Bien y a la Justicia. La perfección es algo que nunca podemos alcanzar, siempre habrá algún deber transgredido.

Una metafísica de las costumbres[1]

En el prefacio de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Immanuel Kant refiere a su proyecto de una metafísica de las costumbres como “una filosofía moral pura […] completamente limpia de todo cuanto sea empírico y pertenece a la antropología” (G 4:389). Es sabido, sin embargo, que cuando Kant presenta su sistema completo de las costumbres (doctrina de la virtud y del derecho) doce años después, lejos de ser una ciencia exclusivamente a priori, «restringida a determinados objetos del entendimiento» (G 4:388), precisa más bien que “tendremos que tomar frecuentemente como objeto la naturaleza peculiar del hombre, cognoscible sólo por la experiencia, para mostrar en ella las consecuencias de los principios morales universales” (MS 6:217).

Entonces, si bien podemos concederle a Kant que “toda la filosofía moral descansa enteramente sobre su parte pura, y, aplicada al hombre, no toma prestado ni lo más mínimo del conocimiento del mismo” (G 4:389), esto no corresponderá a toda la metafísica de las costumbres, sino únicamente a su fundamento, a saber, «la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora» (G 4:431).

De este modo, sería únicamente esta idea, el «tercer principio práctico de la voluntad» (G 4:431), una formulación enteramente racional del principio supremo de la moralidad, lo que no podría decirse ni de la primera (G 4:421) ni de la segunda formulación (G 4:429) del imperativo categórico, ya que en ambos casos se supone la estructura de una voluntad humana, con la existencia de inclinaciones que hacen del cumplimiento de la ley algo «subjetivamente contingente» (G 4:412).  Es así que desde la misma Fundamentación, Kant ya estaría tomando, si bien a modo muy general, la naturaleza peculiar del ser humano.

Pero aceptemos la concepción de una metafísica de las costumbres, no como Kant la describe en la Fundamentación, es decir, no como algo enteramente racional y que no sería viable más que para la formulación de la idea, sino como tomando en efecto como objeto la naturaleza humana tal como la conocemos por experiencia. Allen W. Wood nos dibuja el escenario del siguiente modo:

La filosofía moral se sostiene en un único principio supremo, que es a priori, pero todos nuestros deberes morales resultan de la aplicación de este principio a lo que sabemos empíricamente acerca de la naturaleza humana y de las circunstancias de la vida humana. (2008: 61)[2]

Surgen, igual, algunas consideraciones.

Imagen: Woman Caught in Adultery, John Martin Borg, 2002.

Imagen: Woman Caught in Adultery, John Martin Borg, 2002.

Tenemos el respeto a la humanidad (racionalidad, libertad) en cualquier persona (G 4:429) a nivel de principio, pero necesitará traducirse o formularse en normas o deberes específicos, tales como evitar la mentira (MS 6:429-431) y la avaricia (MS 6:432-434), o el deber de beneficencia (MS 6:452-454). Una metafísica de las costumbres estará compuesta de tales deberes (al menos a nivel de la virtud). No son, como ya hemos anunciado, enteramente racionales (si bien podemos pensar que su legitimidad sí lo sea). Por ejemplo, en el caso del deber de evitar la mentira, se supone que los seres humanos tenemos pensamientos que no necesariamente expresamos[3]. Bien podría ser, especula Kant en la últimas páginas de la Antropología en sentido pragmático, «que en algún otro planeta existieran seres racionales que no pudiesen tener pensamientos que al mismo tiempo no expresaran» (1991: 279); para estos seres, incondicionalmente obligados, al igual que nosotros, al respeto a la humanidad en todas las personas, no obstante, no existiría el deber de no mentir, ya que no les sería posible.

La metafísica de las costumbres, a no ser que nos adentrásemos en el interesante campo de la ciencia ficción, sería, entonces, una metafísica de las costumbres humana.

Quizás más problemático sería el caso del deber de beneficencia. Ya no se trataría, como en el caso del deber de evitar la mentira, de una consideración sobre «la complexión originaria de una criatura humana» (1991: 280), sino que implicaría tomar en cuenta las circunstancias de la vida humana. Ciertamente, el ser humano es por naturaleza un animal político, o como lo expresa Kant, somos «seres racionales necesitados, unidos por la naturaleza en una morada» (MS 6:453), por lo que, al menos en sentido amplio, «ayudar a otros hombres necesitados a ser felices, según las propias capacidades y sin esperar nada a cambio, es un deber de todo hombre» (MS 6:453). Pero hasta qué punto las circunstancias de la vida humana que permiten una marcada diferencia entre ricos y pobres (esto es, la injusticia) sean una condición necesaria de la vida humana es mucho más discutible, al punto que Kant mismo se plantea si es que en esos casos la ayuda prestada merece si quiera dicho nombre (MS 6:454).

El problema que quiero dejar acá como meramente anunciado es el de la actualidad y pertinencia misma del proyecto de una metafísica de las costumbres, a saber, el de una reflexión ética firmemente anclada en un solo principio cuya validez pretende universalidad inclusive más allá de la especie Homo sapiens, pero a la vez lo suficientemente flexible para tomar en cuenta las particularidades necesarias de la especie humana sin confundirlas con circunstancias en última instancia históricamente contingentes.

Ahí vamos.


[1] Esta entrada será la primera en una serie (promesas, promesas…) sobre el proyecto kantiano de una metafísica de las costumbres, aprovechando el privilegio de dictar este ciclo 2014-2 el Seminario de Filosofía Moderna en el pregrado de Filosofía en la PUCP, junto con Ciro Alegría Varona, precisamente, sobre la teoría ética de Kant.

Adjunto el sílabo del curso.

[2] La traducción al español es mía.

[3] Este deber no incluiría el mucho más delicado problema de la mentira interior (autoengaño).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (Edición bilingüe). Traducción de José Mardomingo. Barcelona: Ariel, 1996.

Antropología en sentido pragmático. Traducción de José Gaos. Madrid: Alianza Editorial, 1991.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

WOOD, Allen W.

Kantian Ethics. Nueva York: Cambridge University Press, 2008.

El mal radical del corazón humano: Problemas fundamentales de la ética de Kant

El documento que adjunto corresponde a mi tesis de maestría, sustentada en la Pontificia Universidad Católica del Perú el 29 de enero de 2013. Los miembros del jurado fueron Ciro Alegría Varona (asesor), Fidel Tubino Arias Schreiber y Julio Del Valle Ballón. El trabajo trata sobre la teoría del mal kantiana, mas no solamente desde un punto de vista ético, sino también histórico y psicológico.

[DESCARGAR] El mal radical del corazón humano: Problemas fundamentales de la ética de Kant [DESCARGAR]

carátula

[DESCARGAR] El mal radical del corazón humano: Problemas fundamentales de la ética de Kant [DESCARGAR]

Reproduzco el texto de la Introducción (sin cursivas):

Este trabajo constituye una investigación sobre el mal radical tal como aparece en la primera parte de La religión dentro de los límites de la mera razón (en adelante, Religión). De lo que se trata es de presentar de forma crítica la tesis de Immanuel Kant que afirma una maldad innata en la naturaleza humana (R 6:32-39). Y si bien la tesis aparece de forma explícita y sistemática únicamente en dicha obra, nos preocuparemos en mostrar que, mutatis mutandis, atraviesa toda la filosofía moral kantiana, dado que articula una visión del ser humano que se hace presente en todas sus obras de moral, así como en sus escritos de antropología y de historia.

Este trabajo no sólo presenta sino que aboga por dicha forma de hacer teoría ética, en constante diálogo con otras disciplinas. No teme nutrirse de cuantos datos empíricos pueda extraer de investigaciones antropológicas y psicológicas, a la vez que sienta su preocupación máxima en el destino de nuestra especie, para lo que es necesario formular proyectos políticos y religiosos de magnitud histórica. Entender el mal radical significa entender cómo la ética se articula con estas otras disciplinas como la política, la antropología, la psicología y la historia.

Además del fin exegético de hacer inteligible la difícil tesis del mal radical en la naturaleza humana, se añade la propuesta de que dicha posición, de más de 200 años de antigüedad, sirve de base todavía hoy para reflexionar sobre problemas fundamentales. Un tema que subyace el presente trabajo, y considero de suma importancia, versa sobre la delgada línea entre moral y religión, entendida esta última no como un cuerpo de creencias y prácticas de origen histórico (en ese sentido la diferencia para Kant es clara), sino como un tipo de experiencia humana tan antigua como la historia misma (y la razón), y por tanto, cierto discurso filosófico pero a la vez religioso. Tomo como ejemplo de este tipo de discurso, que además presenta a la perfección la doctrina kantiana del mal1, el siguiente pasaje:

The difference between a good and a bad man does not lie in this, that the one wills that which is good and the other does not, but solely in this, that the one concurs with the living inspiring spirit of God within him, and the other resists it, and can be chargeable with evil only because he resists it. (William Law, citado por Huxley 2009: 178)

El autor es William Law, citado por Aldous Huxley, en el excelente compendio de una filosofía universal y eterna, titulado The Perennial Philosophy.

 

Al abordar la tesis de la maldad innata en el ser humano, tendremos que responder dos preguntas distintas, si bien conectadas. La primera interrogante se puede expresar del siguiente modo: ¿qué es el mal y cómo es posible? Kant está en contra de una respuesta que pretenda total claridad y compresión del problema, del «supuesto» de que «la existencia del mal moral en el hombre se deja explicar con toda facilidad» (R 6:59). El mal moral, al igual que la idea de una ley moral que opere con total realidad en el ser humano, es en última instancia «incomprensible» (R 6:59). La respuesta de Kant al problema del mal no pretende una inteligibilidad absoluta, sino que se tiene que aceptar como un tipo de discurso adecuado al tema, y por tanto, limitado, con supuestos razonables pero en última instancia indemostrables. Cualquier respuesta a esta pregunta supone una creencia ético-religiosa y supone un discurso histórico y en última instancia contingente. Para este trabajo nos limitaremos a mostrar qué elementos de la teoría del mal kantiana, y de toda su teoría ética, suponen propiamente un creencia, o un acto de fe.

La segunda interrogante apunta al carácter de moral de nuestra especie. Se trata de si el hombre es por naturaleza bueno o malo. Para Kant, la respuesta es obvia, evidente, si nos dirigimos a los hechos, a una investigación empírica no sólo de los individuos y de su interioridad sino de las relaciones sociales y entre los Estados; la respuesta es que el ser humano es malo por naturaleza. Pero, por supuesto, la tesis que afirme la maldad innata de la especie humana supone una respuesta, ya no tan obvia, a la primera interrogante. No obstante, una respuesta que se quede en el primer momento pecará de arbitrariedad y no podrá ser completa. Responder adecuadamente qué es el mal y cómo es posible requiere una investigación empírica acerca de nuestra propia naturaleza. Este trabajo debe mostrar cómo ambas respuestas se articulan en la tesis kantiana del mal radical y en el resto de la filosofía moral de Kant.

El primer capítulo presentará el mal radical tal como aparece en la primera parte de la Religión. Esta presentación, en tanto corresponde a lo expuesto por Kant, es confusa e incompleta, dado que se queda en la primera interrogante y sólo da luces sobre la segunda. Para compensar esta oscuridad recurriremos, en el segundo capítulo, a toda la investigación empírica de Kant sobre el carácter de nuestra especie, lo que supone la elaboración de una concepción histórica del ser humano en tanto ser natural y a la vez racional. En el tercer capítulo, nos volveremos sobre las bases de una posible respuesta a ambas interrogantes, al examinar el lugar donde la maldad se encuentra en el ser humano, a la vez que los límites inherentes a cualquier discurso sobre el mismo. En el cuarto y último capítulo recogeremos aquellos elementos de la teoría kantiana del mal que se encuentran vigentes en una tradición más amplia de pensamiento racionalista y humanista.

No deben dejar de consultarse los tres apéndices. El primero, breve, donde hago explícita la interpretación de la ley moral que trasciende (en sentido kantiano) todo el presente trabajo, con particular énfasis tanto en su calidad de una idea de la razón, como en lo que significa para nuestro actuar, dejando de lado muchas de las sutilezas que caracterizan el debate especulativo contemporáneo, completamente prescindibles para el entendimiento moral común, que juzga moralmente con la facilidad que distingue la mano derecha de la izquierda (KpV 5:155). El segundo presenta de forma sistemática las características de la iglesia racional que Kant tiene en mente como la comunidad ética, única forma mediante la cual los seres humanos podemos sobreponernos a nuestra maldad. El tercer y último apéndice presenta un ejemplo del tipo de discurso religioso que Kant tiene en mente es posible acerca del problema del mal, así como del límite que supone para nuestra comprensión especulativa.

¿Puede aportar algo la indeterminación cuántica al problema de la libertad?

Seguimos a Erwin Schrödinger cuando expone el problema de la libertad de la voluntad de la siguiente forma:

[…] como mi vida mental está claramente muy estrechamente vinculada a las vicisitudes fisiológicas de mi cuerpo y en particular de mi cerebro, entonces si éstas se hallan estricta y unívocamente determinadas por leyes de carácter físico y químico, ¿qué ocurre con mi sentimiento inalienable de que yo soy quien adopta decisiones para actuar de un modo o de otro? y ¿cómo es que me siento responsable de la decisión que de hecho adopto? ¿No estará todo lo que hago mecánicamente determinado de antemano por el estado material de mi cerebro, incluidas las modificaciones causadas por cuerpos externos, y no será ilusoria la sensación de libertad y responsabilidad? (Schrödinger: 72)

Esto presupone la concepción de causalidad de la física clásica, que nos permitiría «decir dónde una partícula o sistema de partículas en movimiento pueden localizarse en un determinado momento futuro, sabiendo su situación y velocidad actuales y las condiciones bajo las cuales el movimiento tiene lugar», de modo que «todos los sucesos pueden ser absolutamente predichos» (Planck: 150).

De este modo, «la supuesta paradoja radica en que, según la interpretación mecanicista, al lograr el conocimiento de la configuración y velocidades de todas las partículas elementales del cuerpo humano, incluido el cerebro, podríamos predecir sus acciones voluntarias—que, entonces, dejan de ser lo que creíamos que eran, o sea voluntarias» (Schrödinger: 78).

Si esto fuera así, entonces la antítesis del tercer conflicto de la antinomia de la razón pura sería absolutamente verdadera: «No hay libertad, sino que todo en el mundo acontece solamente según leyes de la naturaleza» (A445/B473).

Sin embargo, esta situación parecería haber cambiado con el descubrimiento del principio de indeterminación de Werner Heisenberg y en general de la física cuántica. En su forma más superficial, supone que no podemos saber la posición exacta de una partícula sin tener contacto con ella y, en ese acto, alterarla. Pero siguiendo al mismo Heisenberg y a Niels Bohr, Schrödinger explica que no se trata de que existan efectivamente objetos determinados, que serían alterados por nuestra observación, sino que «el objeto no tiene una existencia independiente del sujeto que observa«[1] (Schrödinger: 64).

quantum humor

Es así que la física cuántica confirma numerosas intuiciones de filósofos tanto de occidente como de oriente:

Hay que entender que bajo el impacto de nuestros refinados métodos de observación y de reflexión sobre los resultados de nuestros experimentos, se ha roto esa misteriosa barrera entre sujeto y objeto. (Schrödinger: 64)

Parecería entonces que tendríamos que reconocer que la concepción de una causalidad determinista está herida mortalmente, lo que nos lleva a la pregunta que motiva esta entrada: «¿Puede acaso la llamada indeterminación permitir que el libre albedrío ocupe ese hueco de manera que sea el libre albedrío el que determine los acontecimientos que la Ley de la Naturaleza deja indeterminados?» (Schrödinger: 74).

El mismo Schrödinger responde: «la física cuántica nada tiene que ver con los problemas del libre albedrío» (Schrödinger: 81). Para explicar el motivo de su negativa abandonamos el terreno de la física y entramos en el de la ética. Schrödinger resume la posición del filósofo kantiano Ernst Cassirer de la siguiente forma:

[…] el libre albedrío del hombre conlleva, como factor preponderante, la conducta ética del hombre. Si suponemos que los hechos físicos en el espacio y en el tiempo no están en gran medida estrictamente determinados y están del todo sujetos al azar, como cree la mayoría de los físicos de hoy, esta faceta aleatoria de los hechos en el mundo material sería indudablemente (dice Cassirer) la última en invocarse como correlato físico a la conducta ética del hombre. (Schrödinger: 75-76)

Siguen vigentes las reflexiones finales de Kant en su intento de Fundamentación de la moral cuando señala que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72). Y quizás lo sigan siendo siempre.

Ver también:

La libertad, ¿un hecho o cuestión de mera creencia?

Una superación científica y mística del problema del determinismo y del libre albedrío?


[1] El resaltado es mío.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

PLANCK, Max

¿Adónde va la ciencia? Buenos Aires: Losada, 1961.

SCHRÖDINGER, Erwin

Ciencia y humanismo. Barcelona: Tusquets Editores, 1985.

La libertad, ¿un hecho o cuestión de mera creencia?

En la Fundamentación, Immanuel Kant sostiene:

La libertad sólo es una idea de la razón, cuya realidad objetiva es en sí dudosa. (G 4:455)

La libertad es una mera idea cuya realidad objetiva no puede ser probada en modo alguno según leyes de la naturaleza. (Ak 4:459)

Ahora hagamos un cf. con el Kant de la tercera Crítica (cinco años después) y en adelante:

La idea de libertad es el único concepto de lo suprasensible que prueba su realidad objetiva en la naturaleza. (KU 5:474)

Entre todas las ideas de la razón, la libertad es la única idea cuyo objeto es un hecho. (KU 5:468)

La libertad no supone objeto alguno de un conocimiento teórico, pero prueba su realidad en el uso práctico de la razón. (Ak 6:221)

Una toma de posición al respecto será el tema de mi ponencia para el II Congreso de la SEKLE a realizarse en Madrid a finales de junio.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica del discernimiento. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2012.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

La experiencia de la libertad: un salto de fe[1]

Søren Kierkegaard escribío Temor y temblor a los 30 años, bajo el pseudónimo de Johannes de Silentio, haciendo referencia a lo que no puede ser dicho y es por lo tanto incomunicable. La obra gira alrededor de la historia de Abraham, en particular, al momento en que Dios le pide que sacrifique a su único hijo, Isaac.

«Y quiso Dios probar a Abraham y le dijo: Toma a tu hijo, tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo ahí en holocausto sobre el monte que yo te indicaré». (Gn 22:1-2)

El argumento de Johannes de Silentio en Temor y temblor es relativamente simple: si es que no hay nada más elevado que la ética en este mundo, y tampoco nada inconmensurable en el hombre más allá de lo que posiblemente pueda expresar mediante su participación en ésta, entonces nunca existió la fe, precisamente porque siempre existió, y en consecuencia, Abraham está perdido. En efecto, si la fe está incluida en una ética universal accesible a todos, entonces nada sacamos de la historia de la relación particular entre Abraham con Dios.

1466218_1436082519946952_1860397579_n

Pero existe efectivamente algo por encima de lo ético/universal; esto es lo absoluto (Dios, en el ejemplo de Abraham). El Particular, Abraham, entra en relación con lo absoluto, Dios, mediante la fe, de la siguiente forma:

La fe consiste precisamente en la paradoja de que el Particular se encuentra como tal Particular por encima de lo universal, y justificado frente a ello, no como subordinado, sino como superior. Conviene hacer notar que es el Particular quien después de haber estado subordinado a lo universal en su cualidad de Particular llega a ser lo Particular por medio de lo universal; y como tal, superior a éste, de modo que el Particular como tal se encuentra en relación absoluta con lo absoluto. Esta situación no admite la mediación, pues toda mediación se produce siempre en virtud de lo universal; nos encontramos pues, y para siempre, con una paradoja por encima de los límites de la razón.

Leamos nuevamente con los personajes.

La fe consiste precisamente en la paradoja de que Abraham se encuentra como tal individuo por encima de la ética, y justificado frente a ella, no como subordinado, sino como superior. Conviene hacer notar que es Abraham quien después de haber estado subordinado a la ética en su cualidad de individuo llega a ser él mismo por medio de la ética; y como tal, superior a ella, de modo que Abraham mismo se encuentra en relación religiosa con Dios. Esta situación no admite la mediación, pues toda mediación se produce siempre en virtud de lo universal; nos encontramos pues, y para siempre, con una paradoja por encima de los límites de la razón.

La fe se presenta al entendimiento como una paradoja, cuya resolución se encuentra más allá del alcance de la razón humana. Expliquemos.

En primer lugar, debemos diferenciar lo universal de lo absoluto, lo ético de lo religioso. Es cierto que ambas esferas pueden coincidir, pero en ese caso, y De Silentio es decisivo al respecto, la fe no sería necesaria, las categorías morales bastarían, y Abraham estaría perdido. Es gracias al ejemplo de Abraham, precisamente, que nos percatamos de que ambas esferas no siempre coinciden, que lo religioso se haya por encima. Un padre tiene un deber para con su hijo, y lo que se le exige a Abraham no sobrepasa este deber en el sentido ético; no se le ha pedido que actúe por un bien mayor, como podría ser el bienestar de un pueblo, tampoco hay una razón de por medio, como un Dios enfadado por algo que Abraham hizo. No hay, pues, forma de reconciliar la acción de Abraham con lo ético/universal. Simplemente se lo pidió, y Abraham actuó porque creía, en virtud de lo absurdo, afirma De Silentio.

O es un asesino, o es un creyente; o ha transgredido la ética, es un criminal más, un loco, un fanático, o la ha suspendido en virtud de algo más elevado; o lo uno o lo otro. No hay lugar para la mediación.

Desde un punto de vista menos lógico y más existencial, digamos, no hay que olvidar por un segundo que Abraham amaba a Isaac más que a nada en el mundo. Abraham (el Particular) antepone su relación con Dios (lo absoluto) a su deber ético (lo universal, el amor del padre por el hijo), deber que no abandona sino que “suspende”, y es en ese sentido que tenemos efectivamente una paradoja. Abraham no puede conciliar el amor que siente por su hijo con su deber hacia lo absoluto; al sacrificarlo, no lo deja de amar, justamente, lo ama más que nunca. Desde el punto de vista del espectador, todos observamos desde lo universal, pero el Particular está solo en su relación con lo absoluto, puesto que sólo puede comunicarse y hacerse inteligible con otros en virtud de lo universal.

El Particular no puede responder a nadie ni refugiarse en concepto alguno. Está solo en una experiencia incomunicable con lo absoluto: el Particular se encuentra aislado en ésta, es uno solo con su fe. Lo universal se suspende, pero mantiene su efecto sobre el Particular. En una ética universalista el Particular es el determinante último de su actuar, sí, puesto que es libre. Sin embargo, siempre puede encontrar refugio en saber que lo que hace está bien, y en que otros seres racionales podrán comprenderlo. Cualquier ética universal siempre es radicalmente comunicativa. Y es justamente la imposibilidad de la comunicación lo que aísla al Particular en la paradoja de la fe, así:

[…] está en una soledad universal donde jamás se oye una voz humana, y camina solo, con su terrible responsabilidad a cuestas.

El absurdo corresponde, así, al carácter incomunicable de la relación del Particular con lo absoluto, cuando se coloca a sí mismo por encima de lo universal, como superior, y mediante este universal.

Ahora, ¿cómo pueda ponerse el Particular por encima de lo universal mediante el universal mismo? Es necesario que el individuo acoja al universal dentro de sí, en un actuar ético genuino, y a pesar de querer realizar este actuar ético más que nada, no lo haga, sino que en virtud del absurdo, a pesar de lo incomprensible de la situación y del mandato, renuncie a él. Sin embargo, de la misma forma que el Particular renuncia al objeto que quiere (como Abraham renuncia a Isaac), lo recupera también en virtud del absurdo, en este acto de fe.

Pero, ¿cómo funciona esto? ¿Puede el autor de Temor y temblor estar describiendo no otra cosa que un milagro, una retribución divina de nuestra lealtad sin sentido? Esto supone un problema.

Lo que me propongo en esta ponencia es rechazar cualquier tipo de interpretación fideísta de la paradoja de la fe. Puesto de otro modo, espero establecer que el carácter absurdo de la paradoja no refiere a algo irracional, sino al hecho, no poco importante, de encontrarse más allá de la comprensión humana. Para ello, recurriré en lo que queda al problema que supone la libertad humana tal como es abordado por Immanuel Kant en la tercera antinomia de la Crítica de la razón pura, para mostrar que incluso en la ética de este filósofo racionalista por excelencia hallamos una experiencia incomunicable e incomprensible, a la base de toda la moralidad, y que supone precisamente un acto de fe.

Lo que está en juego es la libertad; pero no la libertad entendida como la capacidad de elegir entre Keiko Fujimori y Alan García, sino la libertad en tanto la capacidad humana de sobreponernos al mal, al pecado (dentro de la tradición cristiana), de respetar la dignidad humana en cada una de nuestras acciones, de desarrollar nuestro potencial al máximo dentro del contexto que nos ha tocado. Esto es quizás lo más difícil que podemos concebir, significa una meta ideal, que nunca podremos estar seguros de haber alcanzado.

Pero, ¿cómo es posible esta libertad, esta perfección? ¿No estamos acaso determinados por nuestra biología, la química, la física, nuestro entorno sociocultural? Cada proceso mental, cada decisión que tomamos tiene un correlato físico, a su vez sometido a leyes del mundo natural. Este es muy probablemente el problema filosófico más incómodo. Hasta ahora no ha sido resuelto.

Para superar el tercer conflicto de las ideas trascendentales de la antinomia de la razón pura, Kant introduce la figura de un carácter inteligible, una idea que la razón se crea [B561], algo que podemos admitir como posible [B576], como un supuesto [B579], y de forma explícita, señala: “como una mera ficción” [B573]. Este carácter opera en el mundo sensible sin alterar en lo más mínimo el orden de la naturaleza.

Toda la resolución de la tercera antinomia gira en torno a acomodar, mediante esta ficción de una causalidad meramente pensable, la libertad en un mundo sometido a leyes naturales. La libertad es algo que opera en la naturaleza con total realidad, pero sin alterar sus leyes. El argumento depende de un fundamento suprasensible, mas no sobrenatural. Lo único que Kant quiere establecer en la tercera antinomia es la posibilidad de pensar una causalidad distinta a la de la naturaleza, sin que debilite esta última en lo más mínimo.

Pero hay que señalar que esta libertad trascendental, como la llama Kant, en tanto una causalidad inteligible, supone un uso ilegítimo de las categorías, si bien no está en conflicto con las leyes de la naturaleza. Que Kant se tome la libertad de forzar los límites de su filosofía crítica nos lleva a preguntarnos: ¿Por qué introducir “la ficción” de una causalidad de la razón pura y del mero pensamiento, que si bien no contradice los principios del entendimiento, no es legítimo respecto de ellos y posee cierta arbitrariedad?

Por supuesto que el interés de Kant apunta a resguardar la moralidad misma, que depende de, o equivale a, la ya mencionada concepción de una libertad positiva. La ficción de un carácter inteligible no llega a ser completamente arbitraria dado que corresponde precisamente a nuestra experiencia de la moralidad.

No podemos entender científicamente, ni siquiera filosóficamente, cómo la libertad opera en el mundo regido por leyes naturales, cómo la Idea se torna real.  Pero la filosofía crítica pretende el silencioso mérito de haber mostrado que al menos podemos pensar la libertad sin contradicción con la naturaleza, si bien esto no demuestra en modo alguno que sea efectivamente real.

Y sin embargo, Kant afirma que «a veces encontramos, o al menos, creemos encontrar, que las ideas de la razón han mostrado efectivamente causalidad con respecto a las acciones del hombre» [B578]. Más adelante, en la tercera Crítica, Kant va más allá y afirma que «entre todas las ideas de la razón, la libertad es la única idea cuyo objeto es un hecho» [KU 5:468]. Si bien no entendemos cómo, Kant está seguro de que la libertad es algo real, que el actuar bajo la creencia en la libertad es inevitable. La ley moral es algo tan real como el cielo estrellado. «Yo veo el cielo estrellado y la ley moral ante mí», exclama Kant, «y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir» [KpV 5:162].

Para asegurar esta experiencia de la libertad es que Kant se ha preocupado de limitar el saber [Bxxx]: no podemos mediar esta experiencia teóricamente bajo ningún concepto, es una práctica pura, racional, pero cuya posibilidad se encuentra siempre un paso más allá de la razón teórica. La fe consiste precisamente en creer y actuar de acuerdo a la libertad, y es en esta experiencia que cada Particular se enfrenta cara a cara con lo absoluto, con aquello que está más allá de nuestra comprensión, absoluto al que, no obstante, le reconocemos la legitimidad de ser fuente de los principios que configurarán nuestra existencia.

En una moral universalista, nuestra libertad está sujeta a una ley moral. Podemos internalizar el deber, hacerlo nuestro, expresar el universal en cada momento, y justamente por eso, tenemos una libertad que nos asegura, que nunca nos abandona. Pero hay que creer que esa libertad y, por lo tanto, la moralidad misma, es real, de modo que pueda determinar nuestro actuar y nuestras vidas. Hay, pues, un salto existencial, una creencia más allá de la razón, no por ello irracional, y en esto radica la experiencia de lo absurdo. Confrontarnos a aquello que no conocemos, más aún, que no podemos conocer, y, sin embargo, creer.

Pensemos en todos los sacrificios que nos demanda la virtud, la aniquilación del amor propio, todo lo terrenal que perderíamos, y en algunas circunstancias, quizás la vida misma. La fe implica cierto movimiento de abandono, de renuncia, pero al mismo tiempo, la esperanza en que recuperaremos lo perdido, ya sea porque «Dios proveerá», en esta vida o en otra, o en todo caso, la esperanza o certeza de una dicha basada en nuestra dignidad y no en estímulos sensibles.

Pero corremos el riesgo de ver el deber moral como algo negativo, siempre informándonos de algo que nos falta, de algo que no somos. Si nos quedamos en esta visión de lo ético, Nietzsche tendría razón en su genealogía, Dios, la ley moral, la demanda de perfección sería efectivamente el invento más terrible del pensamiento, fuente de la culpa máxima. Pero la fe es precisamente la superación de estas consideraciones, es la afirmación de lo absoluto en uno mismo; es una práctica pura y genuinamente libre.

Hay sin lugar a dudas mucho de estético en el planteamiento de la paradoja de la fe. No debemos aceptar jamás que la religión suspenda la ética. No se lo concederemos al autor de Temor y temblor. Pero perderíamos igualmente si pretendiésemos explicar el fenómeno de la ética de forma complemente científica, evolutiva, lógica y/o racional. Seguimos a Kant cuando señala, en las últimas líneas de la Fundamentación, que concebir el misterio que supone la existencia de la ley moral es lo máximo que puede pedírsele a una filosofía que aspira llegar hasta los confines de la razón humana. Kierkegaard estaría de acuerdo.


[1] Leí esta ponencia el jueves 14 de noviembre en el marco del evento «200 años después: Søren Kierkegaard, un romántico imposible».

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

El triunfo del Uno sobre los contrarios: la refutación definitiva de Heráclito

En el contexto de una discusión acerca de la estructura del alma humana, Sócrates se enfrenta a una conocida objeción desde el bando heraclíteo.

drawing-from-a-greek-krater-of-the-greek-deity-apollo-with-bow-and-arrow_i-G-26-2696-FOOUD00Z–Estamos ahí. Si algo contraría, de modo inmanente, la pulsión del Sujeto sediento, se trata forzosamente de la acción, interna al Sujeto, de algo distinto de esa pulsión que lleva al sediento hacia el beber como si fuera un animal. Hemos admitido, en efecto, que ninguna cosa puede producir en el mismo momento, en la misma parte de sí misma y con miras al mismo objeto, efectos contrarios.

–¡Eh! –desliza Amaranta–. Ya lo ha condenado a usted Heráclito, que estigmatiza a aquellos que «no comprenden el acuerdo profundo de lo que está en conflicto consigo mismo».

–¡Siempre me sales con Heráclito! ¿Es tu preferido Heráclito? El ejemplo que él da del «acuerdo de los movimientos opuestos», el tiro al arco, es, con todo, bien estúpido. Alega que el arquero rechaza y atrae el arco en el mismo movimiento. ¡Pero no! Una de las manos empuja la madera del arco hacia adelante, mientras que la otra tira la cuerda y la flecha hacia atrás. Heráclito, como siempre, toma la combinación de dos operaciones separadas por una contradicción única. La unidad de los contrarios, su fusión, ¡eso no existe!

–No obstante –objeta Glaucón–, el arquero unifica bien los dos movimientos.

–¡Lo hace sólo porque tiene dos manos! El dos está dado y se impone al uno. No es lo Uno lo que produce en sí mismo el despliegue contradictorio de lo Dos. Como ven, esta historia de lo Uno, de lo Dos, y finalmente de la negación, es muy sutil. Volvamos, para ver claro en todo esto, a nuestro sediento. (2013: 185-186)

Por supuesto que tal oposición entre el Uno de Parménides y Platón, por un lado, y la multiplicidad de Heráclito, en el otro, no es sino una burda simplificación de las posiciones de todos los autores en cuestión. El mismo Heráclito sentenció: «todas las cosas no son sino una».


Bibliografía:

BADIOU, Alain

La República de Platón. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2013.

Sumilla en construcción: El viaje de mil años (o el problema del dónde, cuándo y cómo del Estado perfecto)

Ando pensando acerca de qué presentar para el IX Simposio de Estudiantes de Filosofía de la PUCP. El tema tal como lo plasmé improvisadamente en la sumilla que he mandado (y que espero me acepten) apunta a la relativa debilidad de la filosofía a la hora de abordar el tema (tanto en teoría como en la práctica) de cómo sea posible la consecución del Estado perfecto, o, en su defecto, de un orden social decente que no nos llevé a la total destrucción del medio ambiente y de la especie humana[1].

Creo ya haber llegado a tierra firme como para poder anunciar que la ponencia ahora se titulará «El viaje de mil años» y tratará acerca del problema de dónde, cuándo y cómo realizamos el Estado perfecto[2]. El título refiere a la última línea de la República de Platón[3], que entiendo como la distancia que separa el momento actual de la consecución del orden político y social representado racionalmente por el filósofo. En ese sentido, la ponencia suspenderá la discusión acerca de las características de dicha utopía (democracia, republicanismo, socialismo, liberalismo, comunismo, etc.) y se centrará en lo que la filosofía pueda decir acerca de cómo cambiar el estado actual de cosas por uno sustancialmente mejor y duradero, cualquiera que fuere[4].

Para ello, partiré de las propuestas de Platón y de Immanuel Kant, para centrarme con mayor detalle en lo que propone Alain Badiou en su reciente hipertraducción de la República. Finalmente, terminaré con algunas apreciaciones acerca de la relevancia del tema para fenómenos recientes como el de los indignados y de forma más local el de #TomaLaCalle.

Indignados.-Foto-31

Pero antes de terminar esta entrada, quisiera colorear un poco lo que está en juego, adelantando un pasaje de la versión de la República del filósofo francés.

Tras una exposición de las características de la quinta forma de gobierno, el comunismo, Glaucón le reclama a Sócrates aterrizar el problema. Asumiendo que dicho sistema de gobierno es posible, la discusión debe ahora enfocarse en resolver el problema de dónde, cuándo y cómo se realiza dicho sistema. Tras reiterar la tesis de Platón de que es imperativo que los filósofos gobiernen, y que dado que los principios del comunismo suponen que todos deben gobernar, y que, por lo tanto, todos debemos ser filósofos en dicho sistema de gobierno comunista, Sócrates debe explicar dónde, cuándo y cómo es posible que se dé esta forma de gobierno:

El grupo [de filósofos] crecerá como resultado de una necesidad que se pondrá en movimiento por un evento aleatorio[a chance event], por el que todos serán arrastrados, quiéranlo o no. (2012: 195)[5]

Continuará.


[1] La ponencia llevaba tentativamente el título «El silencio de la filosofía (ante el fin del mundo)» y la sumilla completa se puede consultar acá.

[2] Y usamos «Estado perfecto» de forma amplia, de tal modo que podríamos decir también «constitución perfecta», o siguiendo a Alain Badiou, «comunismo».

[3] «Y, tanto aquí como en el viaje de mil años que hemos descrito, seremos dichosos» (1986: 621c-d).

[4] Evidentemente, a estas alturas, es absurdo pensar que existe una caracterización única del modo de gobierno ideal, lo que no quita que podamos hablar de forma general de sus principios y constitución.

[5] La traducción a la obra de Badiou, desde el inglés, es mía.

Bibliografía:

BADIOU, Alain

Plato’s Republic: a dialogue in 16 chapters. Nueva York: Cambridge University Press, 2012.

PLATÓN

Diálogos IV: República. Madrid: Gredos, 1986.