El interés de la razón, tanto especulativo como práctico, está contenido en las tres famosas preguntas que articulan el sistema kantiano:
1. ¿Qué puedo saber?
2. ¿Qué debo hacer?
3. ¿Qué puedo esperar?
Kant espera haber respondido satisfactoriamente la primera pregunta en la presente obra, pero eso ha excluido precisamente la posibilidad de conocer (Wissen) aquellos objetos que suponen el fin supremo de la razón pura[1]. La segunda pregunta pertenece a la razón pura, más no es trascendental, sino moral, si bien puede mantenerse cerca de sus estándares. La tercera pregunta presupone la segunda, y se reformula de la siguiente forma: si hago lo que debo, ¿qué puedo entonces esperar? En este sentido, esta última pregunta es tanto teórica como práctica. La esperanza refiere a la felicidad, que no depende únicamente de nuestra voluntad, lo que sí es el caso en lo que concierne a nuestra conformidad con la moralidad.
La felicidad, propiamente, refiere a «la satisfacción de todas nuestras inclinaciones» (A806/B834), implica el uso de nuestra racionalidad, y supone un imperativo hipotético de nuestra razón, si bien el fin es dado por nuestra naturaleza sensible (no por la mera razón). El imperativo de la moralidad, por otro lado, abstrae de todo lo empírico y «considera solamente la libertad de un ente racional en general, y las condiciones necesarias sólo bajo las cuales ella concuerda con la distribución de la felicidad según principios» (A806/B834). ¿Qué constituye la felicidad de una persona? La respuesta a dicha pregunta es empírica, y supone un conocimiento de las condiciones históricas y sociales particulares del sujeto, así como de sus contingentes inclinaciones subjetivas. Sin embargo, ¿cómo debe uno comportarse moralmente respecto de otra persona? A priori, sabemos que debemos tratar su humanidad como fin en sí mismo, es decir, respetar las condiciones de posibilidad que le permitan llevar a cabo la búsqueda de su propia felicidad. Es en este sentido que Kant cree que la moralidad «puede basarse en meras ideas de la razón pura» (A806/B834); ya en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant sostiene toda la moralidad en una sola idea, a saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).
Kant todavía se limita a suponer que dichas leyes morales existen efectivamente, lo que considera está de acuerdo no sólo con «las demostraciones de los más esclarecidos moralistas» sino también con el entendimiento moral común de «todo ser humano» (A807/B835).
Estas leyes morales que dependen únicamente del uso puro de la razón práctica son «principios de la posibilidad de la experiencia«, dado que ordenan que se realicen ciertas acciones, que, por ese mismo hecho, pueden efectivamente acontecer. Es así posible una causalidad de la razón en la naturaleza, si bien únicamente en las acciones libres de los seres racionales. «En consecuencia,» señala Kant, «los principios de la razón pura en su uso práctico… tienen realidad objetiva» (A808/B836).
Nos adentramos ahora al problema de los postulados de la razón pura práctica en relación al bien supremo. El afán sistemático de la razón no permanece ajeno en su uso práctico, pues la moralidad es pensada siempre como una relación de seres racionales unos con otros, lo que lleva a Kant a pensar en la idea práctica de un mundo moral, que es un anticipo de lo que en la Fundamentación será llamado reino de los fines. Este mundo está presente únicamente en el pensamiento, pero refiere siempre al mundo sensible, del accionar de los seres humanos, si bien obviando los obstáculos empíricamente observables que se le oponen a la moralidad (la corrupción de la naturaleza humana, que más adelante será llamada mal radical), y en tanto que la idea de este mundo inteligible puede generar determinadas acciones, tiene asimismo realidad objetiva. Con esta idea Kant espera haber respondido, muy a grandes rasgos, la segunda pregunta.
A continuación, de lo que se trata es de conectar la necesidad que conllevan los principios morales según el uso práctico de la razón, con la suposición teórica de que es lícito esperar una felicidad correspondiente a nuestro comportamiento moral. Puesto de otro modo, se trata de establecer que «el sistema de la moralidad está enlazado indisolublemente con el de la felicidad, pero sólo en la idea de la razón pura» (A809/B837). Si pensamos la moralidad sistemáticamente, argumenta Kant, ella inevitablemente «se recompensa a sí misma» (A809/B837).
Esto es problemático. Si bien queda perfectamente claro que la idea de un mundo moral es una consecuencia de la razón pura, el concepto mismo de felicidad, si bien tiene un elemento racional que lo unifica, depende en última instancia de la existencia de inclinaciones, y no resulta evidente en lo absoluto por qué habría de insertarse en una idea de la razón pura. El argumento de Kant al respecto, en todo caso, es plausible, y apunta a que en un mundo perfectamente moral la libertad sería ella misma la causa de la felicidad; es decir, si seres racionales se pusieran a perseguir su felicidad sin obstaculizarse los unos a los otros, e inclusive a sí mismos (sin obstáculos socioeconómicos, políticos ni psicológicos), entonces es de esperarse que la conseguirían. Pero al actuar, uno sabe que los otros no necesariamente van a hacerlo respetando la libertad de los demás, entonces parecería que uno no podría esperar que este enlace entre moralidad y felicidad se dé alguna vez, si no es por medio de una voluntad suprema (obersten Willen) que englobe todo albedrío particular (Privatwillkür). Dado que no sería razonable que la razón nos mande querer algo que no sea posible (la consecución del mundo moral), entonces uno podría llegar a concluir que no está obligado moralmente, lo que sería fatal para la moralidad, por supuesto. Ese mundo debe ser posible, y como dicha exigencia no parece congruente con el mundo observable fenoménico, tendría que darse en uno futuro, y gracias a la voluntad de un ser supremo, omnipotente, omnisciente, eterno, etc.
En la Crítica de la razón práctica Kant lo expresa más claramente, ya desde el punto de vista del ideal de un ser supremo:
Porque precisar de la felicidad, ser digno de ella y, sin embargo, no participar en la misma es algo que no puede compadecerse con el perfecto querer de un ente racional que fuera omnipotente, cuando imaginamos a un ser semejante a título de prueba. (KpV 5:110)
Y sin embargo, el enlace se introduce desde la perspectiva de dicho ser omnipotente, de un querer perfecto, de una inteligencia que integra la virtud máxima con el grado de felicidad correspondiente. A esta idea Kant la llama «el ideal del bien supremo» (A810/B838). Pero como no podemos comprender cómo Dios, esta voluntad o razón suprema, podría realizar este enlace (entre virtud y felicidad) en el mundo que nos representan nuestros sentidos, es que nos vemos obligados a recurrir también a un mundo futuro, de tal modo que tanto Dios como la inmortalidad del alma son presentados como «dos presuposiciones que, según principios de la misma razón pura, son inseparables del mandato que la razón pura nos impone» (A811/B839).
Pero como ya señalamos, lo único que emana del principio de la razón pura es la obligación moral, mientras que su conexión con la felicidad sólo se vuelve necesaria (o inseparable) si introducimos un querer perfecto y omnipotente, que luego se presenta como la solución al desfase entre virtud y felicidad. Parece existir, por lo tanto, cierta circularidad en el argumento kantiano por el supremo bien, dado que desde el punto de vista de la razón pura humana, no omnipotente, no parece ser necesario postular que a la virtud tenga que corresponderle su equivalente en felicidad, felicidad que supone, sí, un interés racional, mas no puro, sino también sensible.
Como dato biográfico, Kant no creía personalmente ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3), que consideraba únicamente como necesidades subjetivas que un individuo puede o no tener, y que sólo son legítimas en tanto sirven para hacer inteligible las consecuencias máximas de una ley moral, que nos demanda la perfección aquí y ahora, y que no puede garantizarnos felicidad alguna. Esto da luz sobre la artificialidad de la argumentación por el sumo bien, al menos en tanto se pretende extraer de la razón pura, cuando parece más bien incorporar un fuerte elemento subjetivo y psicológico, que depende de «una particular debilidad de la naturaleza humana» (R 6:109). En obras posteriores, el motivo que supone la felicidad (ya sea en este mundo o en el siguiente) es desechado e incluso repudiado en lo que concierne a la moralidad, y el único motivo propiamente moral pasa a ser exclusivamente el respeto por la ley pura práctica.
Kant parece estar partiendo del hecho de que hay una divinidad omnipotente, omnisciente, etc., y eso lo lleva a formular el sumo bien, la reconciliación de la virtud con la felicidad, de una justicia divina, si bien en otra vida. Sin embargo, la filosofía crítica no puede sostenerse más que en la razón pura, desde la cual sólo se puede postular la ley moral, que no puede sino ignorar la felicidad y el interés sensible que le tenemos. En una nota de la segunda Crítica, Kant se sincera, al señalar que la inmortalidad del alma:
[…] es el giro utilizado por la razón para designar un bienestar íntegro e independiente de todas las azarosas causas del mundo y, al igual que la santidad, es una idea que sólo puede verse comprendida en la totalidad de un progreso infinito, con lo cual nunca será plenamente alcanzada por dicha criatura. (KpV 5:123n)
La esperanza radica en que, si bien sabemos que nuestros cuerpos se destruirán y no quedará nada de nuestra personalidad en el mundo de los fenómenos, podamos creer posible que algo nuestro permanecerá (nuestra razón pura, meramente pensable) y participará a su vez de algo análogo al bienestar que en el mundo sensible llamamos felicidad. Esto concuerda, ciertamente, con ciertos dogmas del cristianismo (Dios y la inmortalidad), pero también con la creencia de muchas otras religiones de algo en el ser humano que no es otra cosa que una manifestación parcial, imperfecta de la divinidad, que después de la muerte vuelve a esta uniformidad originaria, como lo presente en el pensamiento antiguo de las Upanishads, donde la conciencia de que el yo personal (Atman) es igual a un yo eterno, omnisciente (Brahman).
En lo que sigue, Kant apuesta por la inseparabilidad de la figura de «un sabio Creador y Regidor» con la moralidad, a tal punto de afirmar que sin suponer el primero, nos veríamos obligados «a considerar las leyes morales como fantasías vacías» (A811/B839), o:
[…] sin un Dios y sin un mundo que ahora no es visible para nosotros, pero que esperamos, las magníficas ideas de la moralidad son, por cierto, objetos de elogio y de admiración, pero no motores del propósito y de la ejecución, porque no colman todo el fin que es natural a todo ser racional, que es necesario y que está determinado a priori por la razón pura misma. (A813/B841)
Esta conexión que, como ya señalamos, es absolutamente descartada en obras posteriores por una posición mucho más escéptica, que sólo nos obliga a realizar el deber aquí y ahora,sin consideraciones teóricas acerca de cómo podríamos reconciliar nuestro actuar moral con la felicidad, en este mundo o en el siguiente. No necesitamos otra motivación que el respeto a la ley moral, respeto que en el ser humano es una motivación siempre suficiente, lo que equivale a decir que en el ser humano la razón pura es en sí misma práctica. Esta idea, que Kant señala repetidas veces en todas sus obra posteriores, contradice directamente lo señalado en la cita, a saber, que las leyes morales no son móviles suficientes para determinar las acciones humanas[2].
No obstante, en páginas siguientes, Kant se preocupa en aclarar que la teología moral que nos ofrece «un Ente originario único, perfectísimo y racional«, no justifica la validez de las leyes morales, sino que es una consecuencia de ellas. Esta teología moral, si bien basada en la libertad, nos conduce a una teología trascendental en tanto que requiere una conformidad de los fines que es propia de la naturaleza y que por tanto apunta a «fundamentos que deben estar inseparablemente conectados a priori con la posibilidad interna de las cosas», o a una «perfección ontológica» que tiene «su origen en la necesidad absoluta de un único ente originario» (A816/B844).
La «presuposición absolutamente necesaria» del ideal del supremo bien fue introducida para darles eficacia a las leyes morales, que no por ello pueden ser consideradas contingentes. Las leyes morales son obligatorios no porque sean mandamientos de Dios, sino que son consideradas mandamientos divinos porque «estamos internamente obligados a ellas» (A819/B847).
En la última sección del canon, Kant espera distinguir con precisión la fe del saber, como una suerte de explicación de cómo espera haber logrado cumplir su promesa de suprimir el saber para dejarle lugar a la fe (Bxxx).
El asenso, explica Kant, es un «acontecimiento de nuestro entendimiento» que puede ser tanto objetivo, en cuyo caso se llama convicción, o subjetivo meramente, y entonces se denomina persuasión (A820/B848). A Kant sólo le preocupa el primero, que siempre debe poder ser comunicado a otros. Esta comunicación es la piedra de toque para distinguir lo que es mera persuasión y se condice con las exigencias establecidas en la disciplina de la razón pura, donde se establece que la razón en todas sus empresas debe someterse a la crítica y que la existencia misma de la razón depende de la libertad del juicio de ciudadanos (A738/B766).
La opinión es un asenso con la conciencia de que es tanto subjetiva como objetivamente insuficiente. Si el asenso es subjetivamente suficiente, se llama creer (Glauben), y produce convicción; si es tanto subjetiva como objetivamente suficiente, se trata de saber, y genera certeza.
El argumento de Kant en relación a lo visto en la sección previa parece apuntar a que los postulados de Dios y de la inmortalidad del alma son subjetivamente suficientes y son por tanto objetos de creencia (artículos de fe), y uno puede tener, por tanto, convicción en ellos. Esta convicción radica en la experiencia de la moralidad, que es algo que sabemos y de lo que tenemos certeza. Kant descansa, de este modo, la fe en Dios y en la inmortalidad únicamente en la moralidad:
[…] la convicción no es certeza lógica, sino certeza moral; y como descansa en fundamentos subjetivos (de la disposición moral del ánimo), resulta que ni siquiera debo decir: es moralmente cierto que hay un Dios, etc., sino: yo estoy moralmente cierto, etc. Eso significa: la fe en un Dios y en otro mundo está tan entrelazada con mi disposición moral de ánimo, que así como no corro peligro de perder la última, así tampoco me preocupo porque pueda serme arrancada jamás la primera. (A829/B857)[3]
Esta creencia es una fe racional (o moral) basada exclusivamente en una disposición moral del ánimo y es opuesta a una fe doctrinal, inestable y contingente en tanto que posee un discurso teórico que se enfrenta con problemas especulativos.
La creencia en dos artículos de fe, entendida como una fe racional y moral, está al alcance incluso del «más común entendimiento» de tal modo que el logro de la razón pura en tanto va más allá de la experiencia, el conocimiento (Erkenntnis) más elevado queda al alcance de todos los seres humanos por igual, y no necesita ser revelado por filósofos.
Kant era una persona de una religiosidad profunda; en la Crítica de la razón pura, precisamente en esta sección sobre los postulados, la creencia está dirigida a los dos artículos de fe, mientras que la moralidad es algo sobre lo que tenemos certeza. En obras posteriores, Kant problematiza la existencia de la ley moral, que no puede ser una mera idea regulativa, sino que tiene que ser sustantiva, tiene que existir «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). La creencia, propiamente, desplazará su atención de los dos artículos de fe, o postulados, a la moralidad misma. La religiosidad de Kant radica no en una creencia en dogmas (por más que sean postulados de la razón pura práctica), sino en que la ley moral, y por ende, la virtud misma, sea algo real, si bien indemostrable desde un punto de vista teórico.
Ver también:
La religión dentro de los límites de la mera razón – I.
La religión dentro de los límites de la mera razón – II.
Un ejemplo de fe que se basa principalmente en la razón (o qué significa ser cristiano de acuerdo a Gustavo Gutiérrez).
Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).
[1] Ver: “No comparto la opinión que algunos hombres excelentes y reflexivos […] han expresado tan frecuentemente, cuando sintieron la debilidad de las pruebas habidas hasta ahora: que se puede esperar que alguna vez se hallen demostraciones evidentes de las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura: hay un Dios, hay una vida futura. Antes bien, estoy cierto de que esto nunca ocurrirá. Pues ¿de dónde sacará la razón el fundamento de tales afirmaciones sintéticas, que no se refieren a objetos de la experiencia ni a la posibilidad interna de ellos? Pero también es apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario […]”. (A741-742/B769-770)
[2] «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda la moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre». (KpV 5:72)
[3] Existe consenso en que existe un error en el texto original, y que Kant quiso decir lo inverso. Lo citado presenta los elementos en negritas ya corregidos.
Bibliografía:
KANT, Immanuel
Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.
Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.
La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.
Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.
KUEHN, Manfred
Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.