deber

Dos conceptos fundamentales de la ética (o propiamente, una idea y una noción)

Virtud

Para Immanuel Kant, a diferencia de Aristóteles, las virtudes no serán ya estados (hexis) del carácter humano, como la moderación o la valentía. La virtud referirá únicamente a una fuerza de la voluntad, pero en relación a ciertos deberes. De ahí que Kant hable de “deberes de virtud”. La virtud ya no será, por ejemplo, la moderación, que puede ser elogiada desde la mera prudencia o utilidad. El deber de virtud será evitar la gula y otros excesos, y la virtud, propiamente, la fuerza de la voluntad para evitarlos. Esto no quita que la virtud, entendida como fuerza, opere en el ánimo a largo plazo de tal modo que uno ya ni siquiera desee (desde un punto de vista sensible) tales excesos. La vitud concebida por Kant termina dando forma a cierto tipo de estado en el carácter humano: una segunda naturaleza, en todo el sentido aristotélico.

A fin de cuentas, el hombre virtuoso y prudente de Aristóteles y la persona moral de Kant son uno y el mismo tipo. Kant se está preocupando en mostrar lo más profundo del fenómeno de la ética, mientras que Aristóteles está describiendo características, no menos profundas del alma del ser humano, pero adoptando un lenguaje en tercera persona.

Corazón

Es el lugar donde se da la pena más profunda, la alegría más sobria; es también el lugar sobre el cual la virtud pura es efectiva en nosotros. La ley moral no es algo que meramente pensamos, más bien, la sentimos en lo más hondo de nuestro ser. Sin lugar a dudas es el fenómeno que encontramos a la base de múltiples tipos de experiencia religiosa a lo largo de la historia de la cultura.

Una breve reflexión sobre la autoridad de la ley moral

Una ley que ejerce poder, fuerza sobre nosotros, inclusive al punto de llegar a anular cualquier resistencia nos presenta, ciertamente, una visión de la ética donde el concepto de autoridad juega un rol central. Claramente es este el elemento que mucho repugnó a Nietzsche, y que desde el psicoanálisis de Freud tendría una explicación relativamente fácil.

Sin embargo, más que tratarse de una causa psicológica operando quizás no tan sutilmente desde el inconsciente de Kant, estamos ante una reflexión perfectamente consciente por parte del filósofo acerca de la naturaleza humana. Siempre vamos a necesitar un dominio de la parte racional sobre nuestra sensibilidad, pero también, y sobre todo, sobre toda la esfera de opiniones y de valoración social en lo que no podemos evitar estar inmersos. La idea de Platón no sólo se opone a lo múltiple en lo material, sino a nivel de la opinión, de creencias infundadas, si bien mayoritarias, opuestas al Bien y a la Justicia. La perfección es algo que nunca podemos alcanzar, siempre habrá algún deber transgredido.

El corazón humano (o sobre el misterio en la ética de Kant)[1]

“Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir”. (KpV 5:161-162)

«Debí, por tanto, suprimir el saber, para obtener lugar para la fe». (BXXX)

Resumen:

La ponencia busca hacer explícito el espacio que Kant delimita deliberadamente en su teoría ética para aquello que no se puede comprender, que se encuentra más allá de los límites de la mera razón. Este espacio, se mostrará, está ligado al recurso que Kant hace de la figura del corazón humano (Herz), uso consistente y sistemático a lo largo de sus principales obras sobre moral y religión. El corazón será el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables. De este modo, veremos cómo el problema filosófico de fundamentación de la moralidad, la existencia misma de la ley moral, queda inevitablemente tras un velo de misterio. 

Immanuel Kant se refiere al proyecto que lleva a cabo en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres como el de «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad» (G 4:392)[2]. En el primer capítulo, Kant allana el terreno partiendo de algunos conceptos ‒que él supone son‒ propios del entendimiento moral común, limitándose a mostrar que una buena forma de explicar el origen del deber moral es recurriendo a la figura de una ley universalmente válida. Es en el segundo capítulo, propiamente, donde Kant encuentra el principio partiendo del examen del concepto de una voluntad que en el ser humano no es sino imperfecta (G 4:412-413), y tras explicitarlo como una idea de la razón (G 4:431) termina presentándolo como el principio de la autonomía de la voluntad: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Esto, puesto de otro modo, significa únicamente que estamos obligados por una ley interna, presente en nosotros nos guste o no, y que nos manda a respetar la dignidad de todas las personas, respetar su capacidad de elegir cómo vivir sus vidas, su humanidad, en tanto respeten la misma capacidad en los demás.

No obstante, Kant reconoce al final del capítulo que todavía no ha logrado establecer dicho principio como algo más que una fantasmagoría, es decir, que exista «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). Precisamente, en el tercer capítulo, Kant se propone concluir con su proyecto de fundamentación, y se encuentra finalmente con un límite insuperable, al punto de  terminar afirmando que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72).

En las últimas líneas de la obra, Kant termina rindiéndose ante el «misterio» que supone «la incondicionada necesidad práctica del imperativo moral» (G 4:463), que equivale justamente a no poder demostrar aquello que quedó pendiente al final del segundo capítulo: que la ley moral exista de verdad. El problema es de la mayor importancia. Si bien una ley de la razón operando en un orden distinto del fenoménico es ciertamente pensable, la moralidad no puede concebirse como descansado en una mera posibilidad del pensamiento. Tiene que ser real para todos y cada uno de los seres racionales, pertenezcan o no a este planeta llamado Tierra. Reconocer el misterio que supone el problema, insoluble, dirá Kant, constituye «todo cuanto en justicia puede ser exigido de una filosofía que, en materia de principios, aspira a llegar hasta los confines de la razón humana» (G 4:463).

Cuando en la Crítica de la razón práctica Kant parece haber reemplazado por completo su intento ‒fallido‒ de establecer definitivamente la ley moral del tercer capítulo de la Fundamentación, y termina más bien apelando a su existencia como la «del único factum de la razón pura» (KpV 5:31), cabe preguntarse si nos encontramos ante un giro dogmático en su pensamiento ético fundacional, lo que significaría haber dejado de lado aquel misterio reconocido en su obra anterior.

La tesis que busco defender en esta ponencia apunta a que el misterio señalado al final de la Fundamentación subsiste en sus obras posteriores sobre moral y religión, donde lo vemos frecuentemente ligado al uso que el filósofo hace de la figura del corazón (Herz). Así, el problema insoluble para la razón humana de cómo pueda ser práctica la razón pura, se mantiene al afirmar que la ley moral hace contacto en nuestra sensibilidad precisamente en el corazón humano, contacto a su vez incomprensible; el corazón humano es el lugar donde la ley moral se hace real. De la misma forma, el problema que supone nuestro yo verdadero, nuestra interioridad más recóndita, independiente del mundo de los fenómenos, se mantendrá cuando Kant señale, también de forma constante, la insondabilidad última del corazón, refiriéndose al razonamiento moral y a nuestras motivaciones. Para lo primero recurriré principalmente a la Crítica de la razón práctica, y, para lo segundo, a La metafísica de las costumbres.

Espero establecer que, más que un rol accesorio, la figura del corazón denota un uso sistemático que, al salir a la luz, mostrará todo un ámbito inherente a la teoría ética de Kant preocupado por delimitar el misterio que aparece al final de la Fundamentación, habiendo cumplido cabalmente su promesa de limitar el conocimiento para dejarle lugar a la fe.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Que la ley moral (una idea de la razón, válida por lo tanto para todo ser racional[3]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar, constituye un problema insuperable para el uso especulativo de nuestra misma razón[4].

¿Por qué la existencia de la moralidad supone tanto problema? Nadie duda de su existencia. Todos reconocemos la validez de ciertas normas: no mentir, no matar, ayudar al prójimo. Y estas pueden ser explicadas como resultado de una mezcla de mecanismos evolutivamente adquiridos como la capacidad empática, por un lado, y ciertas convenciones sociales, relativas a un determinado lugar y momento histórico. Pero si nos quedamos a este nivel, creía Kant, entonces alguien podría decidir usar su libertad para ponerse por encima de esta obligación, que falla en ser absolutamente categórica. Pensemos en alguien que no haya desarrollado su capacidad empática, o la descuide día a día. Esta persona, además, reconoce que las normas son convenciones sociales, y con este pensamiento decide poner su propia libertad por encima, encontrarse más allá del bien y del mal. Para esta persona, Dios ha muerto y todo está permitido. Kant considera esta posibilidad y la rechaza. Del mismo modo, Dostoievski también rechaza esta posibilidad. Tiene que haber algo, tan fuerte como un Dios monoteísta con poder absoluto, que nos obligue además de nuestra constitución sensible y de las convenciones morales, o costumbres. Su propuesta de una ley moral como una ley de la razón humana es precisamente eso. No resulta curioso que finalmente probar la existencia de dicha ley resulte tan difícil como probar la existencia misma de Dios.

No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (G 4:445), es un supuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana y que no se pone realmente en duda[5]. Siguiendo esta misma creencia, que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros[6], nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (KpV 5:72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil, un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

Esta discusión se da en el capítulo «En torno a los móviles de la razón pura práctica» (KpV 5:73-76). Kant elabora: la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo, sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (KpV 5:72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume y Adam Smith (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (KpV 5:74-76). Será recién en la segunda parte de la obra, la «Metodología de la razón pura práctica», donde Kant dará luces al respecto, al abordar el problema de cómo la ley moral accede al interior de cada individuo concreto, y ejerce influencia sobre sus máximas.

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (KpV 5:151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano repetidas veces (KpV 5:152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber. Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

El corazón hace del lugar donde la ley moral se inserta y ejerce su influjo puro en nuestra sensibilidad. Constituye así el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Pero la respuesta a la pregunta de cómo la ley moral se inserta en el corazón es un método práctico: mientras más pura sea presentada, tendrá mayor fuerza en el individuo (KpV 5:156). Cualquier intento especulativo de explicar este contacto nos refiere al misterio de la libertad humana, que en la Fundamentación queda sin resolución.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Pasemos a ocuparnos ahora en el problema del carácter insondable del corazón. Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (MS 6:392). La autocoacción que es una condición esencial de la virtud humana, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación. No obstante, sólo podemos acercarnos a este fin, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras, puesto que, señala Kant, “no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma” (MS 6:392; cf. G 4: 407). Exactamente esta misma idea aparece al comienzo del segundo capítulo de la Fundamentación, y en numerosos otros pasajes.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es “alguien que conoce profundamente los corazones” (MS 6:430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral, donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (MS 6:439). No obstante, no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia efectiva de un ser supremo fuera de nosotros.  Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (MS 6:441).

Estos pasajes, que atraviesan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética, están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, que está lejos de ser un mero procedimiento de nuestro intelecto; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano, cuyas “profundidades […] son insondables” (MS 6:447)[7]. Por supuesto que el problema de la insondabilidad del corazón en lo que concierne a nuestras motivaciones está estrechamente ligado al problema del contacto entre la ley moral y nuestra sensibilidad. Poder observar el contacto significaría poder examinar nuestras motivaciones con precisión científica. Esto supondría la resolución del misterio que supone la libertad humana.

De esta forma, espero haber mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón en las principales obras de ética de Immanuel Kant, y que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier indagación teórica. Esto deja al descubierto que la teoría ética de Kant, en dos aspectos fundamentales, reposa en un terreno misterioso. La ley moral que Kant intentó establecer en la Fundamentación, se mantiene siempre un paso más allá de nuestras indagaciones. Incluso en relación a nuestra experiencia íntima de la moralidad, nunca podemos estar seguros de su existencia, si bien Kant insiste en que debemos de estarlo. La fe religiosa, precisamente, consistirá únicamente en la creencia de que la virtud es algo real, de que existe algo más allá de nuestra arbitrariedad que nos obliga a ser mejores.

Con verdadera humildad, Kant ha delimitado un vacío en torno a problemas ético-religiosos de fundamental importancia, que, como ya hemos visto, están ligados a la figura del corazón humano. Quiero proponer, no obstante, que Kant no pretendía que nada pueda decirse sobre este vacío. Todo lo contrario. La riqueza de este vacío se plasmará en la creencia en las distintas divinidades o cosmovisiones (que bien pueden ser ateas), y que tienen como núcleo el misterio que supone la moralidad, que el ser humano ha llenado de distintos modos a lo largo de la historia con ciertos mitos ilustrativos (ya sea el de Moisés o Jesús, la divinidad interior de los estoicos, el tercer ojo o los sentimientos morales). En este sentido, ciertos aspectos del discurso mismo de Kant sobre una ley de la razón que opera en un mundo distinto al de los fenómenos pueden ser vistos igualmente como poseyendo un carácter mitológico, ficticio. La superación del nihilismo, que amenaza a la moralidad al no poder establecerse la ley práctica, requiere de un acto de fe, que jamás debemos entender como la creencia en una divinidad, sino como una forma de actuar en el mundo: un como si la moralidad fuera algo real. La ética de Kant, sin comprometerse con alguna tradición religiosa en particular, se compromete con lo más profundo de todas a la vez.


[1] Este es el texto de la ponencia que tuve el agrado de leer en el Primer Congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española, el miércoles 14 de noviembre del 2012 en Bogotá.

[2] Las citas a la obra de Kant son a las traducciones al español presentes en la Bibliografía, y refieren a la numeración de la Academia de Berlín (Ak), acompañadas de las siglas en alemán de la respectiva obra: Fundamentación, G; Crítica de la razón práctica, KpV; La metafísica de las costumbres, MS. La excepción será la Crítica de la razón pura (KrV), donde referiremos a la numeración A/B.

[3] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

[4] En la Crítica de la razón práctica Kant reitera lo mencionado repetidas veces en el tercer capítulo de la Fundamentación: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (KpV 5:72).

[5] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. KpV 5:161-162).

[6] Ver el famoso pasaje del colofón de la Crítica de la razón práctica, citado debajo del título (KpV 5:161-162).

[7] La cita continúa: “¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio?” (MS 6:447).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002a.

Groundwork for the Metaphysics of Morals. Traducción de Allen W. Wood. Nueva York: Yale University Press, 2002b.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

Richard Rorty y su pasmosa interpretación de la ética de Immanuel Kant

RoRichard Rorty considera «la pasmosa afirmación de Kant de que el sentimiento no tiene nada que ver con la moralidad, de que existe algo distintiva y transculturalmente humano denominado «el sentido de la obligación moral» que en nada se relaciona con el amor, la amistad, la confianza o la solidaridad social» (Rorty 2000: 230). Al margen del planteamiento propiamente filosófico de Rorty, es necesario refutar la simplista y deforme imagen del pensamiento racionalista con el que se «enfrenta».

Es cierto que Kant considera el fundamento de toda la moralidad como una ley de la razón, ubicada en un orden distinto de la sensibilidad humana, y cuya realidad última supone un misterio ineludible a la especulación. No obstante, el ser humano, considerado en su totalidad (como un animal social racional), requiere de ciertas disposiciones morales, a saber, el sentimiento moral, la conciencia moral, el amor y el respeto, que, como condiciones subjetivas, se hallan a la base de la experiencia humana del deber moral; sin ellas, el ser humano no sentiría obligación moral alguna (MS 6:399).

La experiencia de la moralidad, elabora Kant, se puede reducir al amor y al respeto (MS 6:488), y exige de nosotros el cultivo de sentimientos naturales acordes a la moralidad como la simpatía, que «la naturaleza ha puesto en nosotros para hacer aquello que la representación del deber por sí sola no lograría» (MS 6:457). La práctica del bien por seres racionales como nosotros supone la consideración de unos a otros «como semejantes, es decir, como seres racionales necesitados, unidos por la naturaleza en una morada para que se ayuden mutuamente» (MS 6:453): la moralidad implica esta solidaridad.

La conciencia práctica de la dignidad de todos los seres racionales (para Kant de origen netamente racional), que es interpretada erróneamente por Rorty como un conocimiento teórico, no sólo supone la práctica de la amistad (MS 6:469-473), sino que nos obliga a criticar y reformular las relaciones sociales y las instituciones, es decir, a elaborar proyectos de magnitud histórica. El éxito o el fracaso del racionalismo se mide no por su capacidad de fundamentar la moral (el mismo Kant señala que semejante tarea supone en última instancia un esfuerzo baldío), sino por su capacidad de llevar a cabo tales proyectos. La potencialidad que supone la razón humana no puede desarrollarse en un sólo individuo, concebido ahistóricamente, sino en toda la especie a lo largo de la historia.

Ver también: Un héroe kantiano.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

RORTY, Richard

Verdad y progreso: Escritos filosóficos 3. Barcelona: Paidós, 2000.

Kant y la desobediencia

Se sabe que Kant se opuso al derecho de los ciudadanos de rebelarse contra el poder soberano, al punto de señalar que el pueblo debe soportar incluso abusos intolerables por parte del gobernante, dado que atentar en su contra supondría la destrucción de la constitución legal en su totalidad (MS 6:318-323). Supone ya un problema conciliar esta posición con el entusiasta apoyo que el filósofo mostró respecto de la Revolución francesa, al punto de considerarla como el hecho de su tiempo que prueba la tendencia de la especie humana de progresar hacia lo mejor (SF 7:84).

En todo caso, aprovechamos para rechazar la posición que Kant expresa en La metafísica de las costumbres como artificial y alejada del sentido común, que nos lleva a pensar que uno está obligado a combatir, inclusive por la fuerza, los abusos de regímenes totalitarios. Pero al mismo tiempo, queremos mostrar cómo, al menos, tal posición no implica sostener la obligación incondicional de obedecer al soberano en lo que sea que nos ordene, como aludió el infame Adolf Eichmann en alusión al mismo Kant. Es decir, buscamos establecer definitivamente que la filosofía kantiana, y Kant mismo, estaban a favor de una desobediencia civil pacífica.

En la Crítica de la razón práctica, Kant toma como ejemplo de virtud máxima el caso de un hombre recto que, amenazado con los peores castigos por el soberano para que calumnie a otra persona inocente, se niega y se mantiene firme en su máxima moral (KpV 5:155-156). El único deber moral incondicionado al que el ser humano está sometido es al de su propia ley, que es la misma para todas las personas. Lo que ordena la moralidad, no debe quedar dudas, se sobrepone en caso de conflicto flagrante a la voluntad arbitraria de cualquier gobernante de turno. 

Por si todavía quedan dudas, en La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant se expresa de manera explícita sobre el tema. Hablando sobre el tipo de deber que las leyes civiles suponen a los hombres, Kant aclara:

La tesis «hay que obedecer a Dios más que a los hombres» significa sólo que, si éstos ordenan algo que es en sí malo (inmediatamente contrario a la ley moral), no se está autorizado a obedecerles y no es deber hacerlo. (R 6:100n)

La traducción al inglés de Wood y di Giovanni es todavía más dura, al punto de señalar que no sólo no es deber obedecer, sino que es un deber no hacerlo[1].

Y así zanjamos definitivamente la cuestión de si la filosofía de Kant legitima la desobediencia civil pacífica.


[1] El pasaje lee: «The proposition, «We ought to obey God rather than men,» means only that when human beings command something that is evil in itself (directly opposed to the ethical law), we may not, and ought not, obey them».

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Seguimos con nuestra investigación acerca del lugar y significado del corazón para la teoría ética de Immanuel Kant, con miras a hacer explícita la tesis presente en La religión dentro de los límites de la mera razón según la cual el ser humano es por naturaleza malo (Ak. VI, 36). En una primera entrada introducimos el tema desde un par de pasajes clave de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, y en una segunda, abordamos el problema del contacto de la ley moral con nuestra sensibilidad desde la Crítica de la razón práctica. En esta ocasión, nos basaremos en pasajes de La metafísica de las costumbres para acercarnos al papel que juega el corazón como el lugar de lo insondable.

Dentro de dicha obra, nos centraremos en la segunda parte, titulada «Principios metafísicos de la doctrina de la virtud», para lo que se vuelve necesario, a modo de introducción (y para que se entienda en qué nivel estamos hablando), señalar la diferencia fundamental entre un deber de virtud y un deber jurídico. Veamos:

El deber de virtud difiere del deber jurídico esencialmente en lo siguiente: en que para este último es posible moralmente una coacción externa, mientras que aquél sólo se basa en una autocoacción libre. (Kant 1989: 233; Ak. VI, 383)

La virtud se ocupará de aquella esfera de la existencia humana, tan antigua como la religión misma, desde la cual los seres humanos tratan de ser mejores, ya sea de acuerdo a una imagen ideal (por ejemplo, de una divinidad), o un juego de principios. Kant pretende estar hablando de una virtud verdadera en la medida que los individuos puedan hacer esto libremente, sin coacción externa alguna, como sería la coacción estatal[1].

Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (Kant 1989: 245; Ak. VI, 392). La autocoacción, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación, que, como acabamos de ver, reaparece en esta obra, y al que, no obstante, sólo podemos acercarnos, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras:

Porque no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma. (Kant 1989: 246; Ak. VI, 392; cf. Ak. IV, 407)

Es ya casi un cliché afirmar que el ser humano siempre actúa por egoísmo, incluso en las acciones más nobles y altruistas, en última instancia de modo interesado. Kant no negaría que ese pudiese ser efectivamente el caso, mas no sólo no estaría seguro, sino que afirmaría que es imposible saberlo, dejando abierta la posibilidad opuesta, y cuyo reconocimiento le basta como pilar de su teoría de la virtud.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es «alguien que conoce profundamente los corazones» (Kant 1989: 293; Ak. VI, 430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral[2], donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (Kant 1989: 304; Ak. VI, 439); no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia de un ser supremo fuera de nosotros. Aquí Kant parece estar bastante más cercano a la creencia en una divinidad interior de los estoicos que al Dios todopoderoso y omnisciente que ha predominado en el cristianismo.

Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (1989: 306-307; Ak. VI, 441).

Encontramos pocas líneas más adelante una indiscutible referencia al mal radical:

[El autonocimiento moral] exige del hombre ante todo apartar los obstáculos internos (de una voluntad mala que anida en él) y desarrollar después en él la disposición originaria inalienable de una buena voluntad (sólo descender a los infiernos del autoconocimiento abre el camino a la deificación). (Kant 1989: 307; Ak. VI, 441)

Estos pasajes, que atraviezan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética (como veremos más adelante), están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, y son donde Kant ubica la semilla desde la cual, por analogía, surgirá el mismo concepto de una divinidad; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano:

Las profundidades del corazón humano son insondables. ¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio? (Kant 1989: 315; Ak. VI, 447)

No es difícil encontrar continuidad con los pasajes de la Fundamentación introducidos en la primera entrada sobre el tema en lo que respecta a la insondabilidad; sobre el contacto, que examinamos en la segunda entrada y en torno a la segunda Crítica, encontramos de la misma forma una confirmación en la correspondiente sección sobre el método, esto es, sobre cómo la ley moral ha de arraigarse en la voluntad humana. Kant se pregunta:

[…] ¿qué es lo que en ti se puede atrever a luchar con todas las fuerzas de la naturaleza en ti y fuera de ti y a vencerlas cuando entran en conflicto con tus principios morales? Si esta pregunta, cuya solución supera completamente la capacidad de la razón especulativa y que, sin embargo, se plantea por sí misma, brota del corazón, el hecho mismo de lo inconcebible en este autoconocimiento tiene que conferir al alma una elevación, que la estimule a observar rigurosamente su deber tanto más intensamente cuanto más se la combata. (Kant 1989: 361; Ak. VI, 483)

Queda reiterada la incapacidad teórica de comprender aquella esfera inmediata de nuestra existencia en dónde reconocemos la presencia de algo misterioso, si bien cuya realidad práctica para Kant jamás entra en discusión.

De esta forma, hemos mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón humano en las tres principales obras de ética de Immanuel Kant, que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier explicación teórica.

En una siguiente entrada conectaremos nuestro estudio del corazón con lo empezado en esta entrada sobre el mal radical, que fue sutilmente complementado con esta otra, donde pretendemos dar cuenta de la difícil tesis que afirma una maldad innata propia de nuestra especie, es decir, de cada uno de nosotros.


[1] Lo que Kant está diciendo es revolucionario todavía hoy. Cualquier vicio debe ser evitado libremente por cada ciudadano, principio que vuelve ilegítima cualquier legislación estatal que se le oponga, como, por ejemplo, la prohibición del alcohol en su momento y la de una serie de drogas en la actualidad, como son la marihuana, la cocaína, el éxtasis y la heroína.

[2] Sobre este tema en particular, ver: La ética kantiana como una ética de la conciencia moral.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996. 

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

Improvisada guía de lectura de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres: prólogo y primer capítulo

Lo que sigue son algunos pasajes comentados del prólogo y del primer capítulo de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres (en adelante Fundamentación), de Immanuel Kant, redacción basada en mis apuntes de clase, y elaborada rápidamente con miras al inicio del grupo de lectura del tercer capítulo del mismo libro.

He renunciado de arranque a cualquier pretensión de exhaustividad, y no propongo más que dar una visión general de los primeros dos capítulos, acompañados de pasajes que considero importantes. Más que un resumen, estos apuntes deben considerarse como un comentario destinado a complementar una lectura del texto. Empecemos.

Considero pertinente tener presente, durante toda la lectura de la Fundamentación, la siguiente cita de la Crítica de la razón práctica, donde Kant aclara sin ambigüedad alguna y con bastante ironía— que la moralidad de la que él está hablando no es cualitativamente distinta de la que hace recurso el entendimiento común. Veamos:

[…] ¿qué cosa es entonces esa moralidad pura en donde ha de ponerse a prueba, cual piedra de toque, el contenido moral de cualquier acción?, he de confesar que únicamente los filósofos pueden hacer dudosa la solución para esta cuestión; pues en la razón ordinaria del ser humano lleva largo tiempo resuelta, ciertamente no a merced de fórmulas universales y abstractas, sino por el uso habitual, poco más o menos como uno diferencia entre mano derecha e izquierda. (Kant 2000: 283; Ak. V, 155)

Kant no espera sino brindarnos un criterio para identificar lo que es puro en la moralidad que todos reconocemos como ya existente, asumiendo además que todos somos competentes en diferenciar el bien y el mal. Puesto en el lenguaje del prólogo, lo que le concierne en dicha obra no es sino «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad, lo cual constituye una ocupación que tiene pleno sentido por sí sola y aislada de cualquier otra indagación ética» (Kant 2002: 60; Ak. IV, 392).

Será, entonces, tema de una obra completamente distinta[1] tratar el problema de cómo las leyes racionales a priori de las que Kant hablará precisamente en la Fundamentación puedan tener cabida en la voluntad del ser humano, lo que requiere de «un discernimiento fortalecido por la experiencia, para discriminar por un lado en qué casos tienen aplicación dichas leyes» (2002: 57; Ak. IV, 389). Puesto de otra forma, en la Fundamentación no se dirá nada acerca de cómo aplicar de forma precisa la ley moral a las circunstancias concretas de la vida humana.

Sobre este punto, seguimos lo que dice Allen Wood:

La noción de que la ética kantiana está comprometida con reglas estrictas y que no permiten excepciones porque considera principios morales como imperativos categóricos está basada en el malentendido más crudo posible. Un imperativo categórico es incondicional en el sentido de que su validez racional no presupone ningún fin, dado independientemente de ese imperativo. Por ejemplo, el respeto por la naturaleza racional puede normalmente requerirnos cumplir con cierta regla, pero puede bien haber condiciones bajo las cuales no nos lo pida, y bajo esas condiciones la regla no sería un imperativo categórico en lo absoluto. […] Una vez que sacamos del camino este común malentendido, no es difícil ver que la teoría kantiana permite considerable espacio para el juicio y excepciones para la aplicación de los deberes. (Wood 2008: 63)[2]

Empecemos ahora con el primer capítulo, titulado «Tránsito del conocimiento moral común de la razón al filosófico». Digamos, a modo de introducción, algo sobre el porqué del título, a ver si nos da luces acerca de las intenciones de Kant para esta primera parte. Kant espera que sus lectores reconozcan intuitivamente el significado de conceptos que considera pre-filosóficos (es decir, de uso cotidiano) como son la buena voluntad y el deber. Su proyecto en este primer capítulo será mostrar cómo en el uso de estos conceptos, que ciertamente está al alcance de todos, se presupone ya la idea de una ley moral, si bien ésta se encuentra todavía confundida y sólo la filosofía puede sacarla a relucir. Lo que nos ocupará el resto de la entrada será ver, primero, cómo se relacionan la buena voluntad y el deber, y, luego, cómo Kant extrae del deber la necesidad de referirlo a una ley moral, que será apenas esbozada en este primer capítulo, y recién propiamente detallada en el segundo.

No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna, salvo una buena voluntad. (Kant 2002: 63; Ak. IV, 393)

Existen sin duda un gran número de cosas que denominamos buenas, incluso en un sentido moral, pero el punto de Kant, que espera se mantenga ajeno a cualquier controversia, es que exactamente las mismas cosas que pueden ser denominadas buenas, como «el autocontrol y la reflexión serena», en otras circunstancias, por ejemplo, como características de «un bribón», podrían ser consideradas también como malas, dependiendo de su uso. Kant quiere que reconozcamos que aquello que llamamos bueno en sentido moral, siempre refiere, en última instancia, a algo que uno hace, es decir, a la voluntad humana. Será, por lo mismo, una voluntad buena lo único que pueda llamarse bueno sin restricción.

Esto, que aparenta una tautología (‘la buena voluntad es buena’), en realidad no busca más que enfatizar el ‘sin restricción’ y establecer a la voluntad, a las acciones realizadas de forma consciente por el ser humano, como el sujeto último de la moralidad, único al cual se le puede aplicar con toda su fuerza el adjetivo ‘bueno’.

Wood ha señalado que el papel de la buena voluntad para la ética de Kant ha sido sobredimensionado por los críticos:

Voluntad es para Kant la razón práctica —esto es, la facultad de los principios que reconocen leyes, adoptan máximas, y derivan acciones de ellas. Una buena voluntad, entonces, es aquella facultad cuando adopta buenos principios y se propone actuar acordemente. Puede hacerlo cuando necesita constreñirse en orden de realizar la acción, pero también cuando no sea necesario, porque sus buenos principios están en una contingente armonía con las inclinaciones (deseos empíricos y no-morales). Una buena voluntad debe distinguirse de lo que Kant luego llamará una «voluntad absolutamente buena», cuyo principio es el imperativo categórico o la ley moral misma. (Wood 2008: 32)

Se dirá también que el valor de la buena voluntad no depende de su utilidad así como de la consecución de los fines que se proponga; más que un desprecio absoluto por incluir en la deliberación moral las posibles consecuencias de las acciones, lo que Kant espera señalar es mucho más modesto, a saber, que el valor moral no puede depender tanto de la utilidad o de las consecuencias, que, no obstante, sería de locos excluir por completo del razonamiento moral y la toma de decisiones (2002: 64-65; Ak. IV, 394).

Esta buena voluntad no debe ser ociosa, y quedarse en un mero deseo, sino que implica «hacer acopio de todos los recursos que se hallen a su alcance» (2002: 65; Ak. IV, 394). Hasta acá, Kant no espera más que haber logrado establecer (con miras a su posterior argumentación, y que espera fortalecer con su exposición de las acciones por deber) que lo que sea que denominamos moral, en su forma más pura, se encuentra en los movimientos de aquella capacidad que atribuimos a los seres humanos llamada voluntad (en la actualidad está de moda llamarla ‘agencia’), si bien, por supuesto, también se aplicará a acciones aisladas, al carácter, a diversas situaciones y a un sinnúmero de cosas más.

La buena voluntad no será exclusiva de las acciones realizas por deber, como veremos a continuación, sino que estas últimas no harán más que resaltar, por contraste, en qué consiste lo propiamente moral de las acciones buenas. En este importante pasaje encontramos la relación entre el deber y la buena voluntad, que no resulta en lo absoluto obvia y muchos lectores suelen perder de vista su relación, a punto de pensar que una buena voluntad actúa siempre necesariamente por deber:

Para desarrollar el concepto de una buena voluntad que sea estimable por sí misma sin un propósito ulterior, como quiera que se da ya en el sano entendimiento natural y no precisa tanto ser enseñado cuanto más bien explicado, para desarrollar —decía— este concepto del que preside la estimación del valor global de nuestras acciones y constituye la condición de todo lo demás, vamos a examinar antes el concepto del deber, el cual entraña la noción de una buena voluntad, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos[3] que, lejos de ocultarlo o hacerlo irreconocible, más bien lo resaltan con más claridad gracias al contraste. (Kant 2002: 69; Ak. IV, 397)

Las acciones realizadas por deber no serán más que un tipo de acciones propias de una buena voluntad. Veamos la clasificación que realiza Kant. Primero, las acciones contrarias al deber, que, por supuesto no nos dicen nada sobre la buena voluntad; en segundo lugar se encuentran las acciones conformes al deber, que no tienen inclinación inmediata a realizar la acción, pero están guiadas por otra inclinación; en tercer lugar, están también acciones conformes al deber, que cuentan además con una inclinación inmediata a realizar dicha acción; por último, están las acciones realizadas por deber.

Mas, antes de examinar tales acciones, no está de más establecer la diferencia entre las acciones del segundo y del tercer tipo, ambas conformes al deber. Hagámoslo mediante un ejemplo. Estamos en la calle y vemos que a una señora, a grandes rasgos humilde, se le cae su monedero, lo suficientemente abierto como para ver en su interior un billete de 200 soles. Claramente, sería contrario al deber no devolver el monedero. El solo hecho de devolver el monedero haría que dicha acción sea conforme al deber, puesto que el deber manda precisamente eso, que lo devolvamos. Ahora, sería una acción del segundo tipo si, digamos, lo devolvemos, pero lo hicimos porque estábamos acompañados de una persona a la que queríamos impresionar: no contamos con alguna inclinación inmediata hacia la señora, sino una inclinación claramente egoísta, dirigida a impresionar a otra persona. Del tercer tipo, sería la misma acción, pero realizada porque, digamos, la señora nos dio pena, sentimos compasión, es decir, una inclinación inmediata que nos lleva a realizar la acción.

Dirijámonos ahora al punto central. Para que una acción sea propiamente moral, tiene que ser hecha por deber y no por ninguna inclinación. Para actuar por deber, parece decirnos el amargado filósofo, tenemos que deshacernos de nuestras inclinaciones, inclusive si están son buenas, como la compasión, y hacer del deber nuestra única motivación. Esto ha generado, por supuesto, una serie de caricaturas sobre su pensamiento ético.

Sin embargo, tal mirada es equivocada. Como ya se dijo, una acción conforme al deber es también una acción buena. No se toma en cuenta, además, que al comienzo del segundo capítulo Kant dedica varios párrafos a señalar que para los hombres resulta imposible con total seguridad reconocer cuándo una acción se realiza exclusivamente por deber, o simplemente conforme al deber (2002: 82-85; Ak. IV, 406-408). Esta incapacidad se debe a lo peculiar de la propia naturaleza humana, su tendencia al autoengaño, a exceptuarse de las normas que considera válidas para todos; en otras palabras, su propensión al mal, que no será abordada de lleno en la obra en cuestión.

Entonces, si nunca podemos estar seguros de que actuamos por deber, es necesario preguntarse cuál es el motivo de haber realizado dicha diferenciación en primer lugar, al punto de asignarle a dichas acciones el valor propiamente moral.

La diferenciación entre ambos tipos de acciones no pretende poder aplicarse a casos de la experiencia (pues se caería en una flagrante contradicción con lo que se afirma al comienzo del segundo capítulo), sino que no fue más que un recurso, un experimento mental para poder notar con mayor claridad, mediante contraste, cuál es el núcleo moral de la buena voluntad[4].

No debemos buscar actuar siempre por deber, lo que iría en contra de cualquier visión ética de sentido común, pues implicaría hacer un esfuerzo consciente para deshacernos de sentimientos positivos hacia los otros que puedan ayudarnos a realizar lo que el deber mismo manda; sino que, a lo más, debemos estar preparados para realizar lo que nos manda el deber incluso si es que nuestras inclinaciones se le oponen, y sólo en esos casos, podría decirse, aunque nunca con total certeza, que uno ha actuado por deber.

En La metafísica de las costumbres, el papel de las acciones por deber se desarrolla con mayor claridad.  Atañe a la virtud intentar hacer de la ley moral el único móvil de nuestras acciones, pero la consecución de dicha perfección moral no puede nunca alcanzarse, sino sólo pretenderse (Kant 1989: 245-246, 314-315; Ak. VI, 393-393, 446-447), siendo consecuente con lo dicho al comienzo del segundo capítulo.

Este deber de actuar por deber no es más que un deber amplio o imperfecto, de virtud, y no es en lo absoluto un requisito indispensable para decir que una acción es moralmente buena, o correcta.

Cuando nuestras inclinaciones estén en armonía con los mandatos de la moral, entonces en buena hora. De ahí que Kant considere un deber (también) cultivar inclinaciones tales como la simpatía, pues nos ayudan a realizar lo que debemos hacer (1989: 329; Ak. VI, 457).

Complementemos este controversial punto con la siguiente cita de Wood:

En la Fundamentación Kant dice prominentemente: “El ser humano siente dentro de sí mismo un poderoso contrapeso a todos los mandatos del deber, . . . el contrapeso de sus necesidades e inclinaciones” (Ak 4:405). Tales comentarios han servido como punto de partida para ataques a la posición de Kant, empezando con aquellos sobre el “rigorismo” y “formalismo” de Kant por racionalistas más moderados (como Schiller y Hegel). La psicología moral de Kant se presenta como un blanco relativamente fácil en la forma abstracta que asume en sus trabajos éticos fundacionales, donde puede ser asociada con su metafísica de “los dos mundos” del ser, y atribuida con culpa a su historia personal pietista o a la tradición estoica ética que Kant parece representar. Las críticas son más difíciles de elaborar si la sospecha de Kant sobre los deseos naturales es vista a la luz de su teoría empírica de la naturaleza humana desarrollada en sus escritos de antropología e historia. Incluso ahí, la visión de Kant sobre estos puntos será todavía considerada por muchos como extrema (o simplemente desagradable). Pero ya no podrá ser rechazada de la misma forma condescendiente. Pues la desconfianza de las inclinaciones (o deseos naturales) en el racionalismo de Kant no es sobre una hostilidad a algo tan inocente como la “finitud” o “los sentidos” o “las emociones” o “el cuerpo”. La atención está puesta en vez sobre el (muy lejos de ser inocente) carácter social que los deseos naturales deben asumir en el proceso natural mediante el cual nuestras facultades racionales se desarrollan en la historia. (Wood 1999: 250-251)

Lo que nos lleva a definir lo que es una inclinación, propiamente, como «un apetito sensible que le sirve al sujeto como regla (hábito)» (Kant 2004: 199). Una inclinación, por tanto, no es un mero deseo sensible, sino que implica el uso de nuestra racionalidad. Para Kant, la razón no debe suprimir las inclinaciones, que son en sí mismas buenas (2001: 78; Ak. VI, 58), sino encargarse de que cada una «pueda coexistir con la suma de todas las inclinaciones» (2004: 200), es decir, la felicidad (2002: 80; Ak. IV, 405).

No obstante, las inclinaciones tienen que ser excluidas de las acciones por deber puesto que no son buenas sin restricción, sino que dependen del uso de una voluntad. Pensemos en la compasión como una inclinación, y en una madre que, de acuerdo a dicha inclinación, deje escapar a su hijo que acaba de cometer un asesinato; o en el alma compasiva que Kant toma como ejemplo (2002: 70-71; Ak. IV, 398). Sus acciones serán ciertamente buenas, pero, ¿es el regocijo que experimenta lo que las hace moralmente buenas? Queda establecido que no: es su conformidad con lo que manda el deber, de ahí que Kant mencione que esto se nota mejor por contraste en la figura de una persona amargada que, incluso sin contar con inclinaciones caritativas, ayude a los demás, sin alegría alguna; es decir, en las acciones por deber  y no meramente conformes al deber.

Lo que lleva a Kant a formular una serie de proposiciones o tesis, que conectarán el concepto del deber con el de una ley moral. A continuación, en orden, las tres proposiciones:

1. Una acción tiene valor moral sólo si es realizada por deber[5].

2. «Una acción por deber tiene su valor moral, no en el propósito que debe ser alcanzado gracias a ella, sino en la máxima que decidió tal acción; por lo tanto no depende de la realidad del objeto de la acción, sino simplemente del principio del querer según el cual ha sucedido tal acción, sin atender a objeto alguno de la capacidad desiderativa». (Kant 2002: 73; Ak. IV, 399-400)

3. «El deber significa que una acción es necesaria por respeto a la ley«. (Kant 2002: 74; Ak. IV, 400)

Puesto que la primera tesis excluye cualquier deseo o interés basado en una inclinación, el valor moral de una acción por deber debe hallarse en un principio del querer o de la voluntad misma, una máxima, o al menos eso es lo que quiere establecer Kant.

Una máxima, definida como el principio subjetivo del querer o del obrar (Kant 2002: 74n, 104n; Ak. IV, 400n, 420n), puede descansar en un apetito sensible, en una inclinación, pero, habiéndose excluido estas, tendrán que descansar en otra cosa si es que han de ser morales. Se introduce así la idea de una ley de la razón (recordemos que la voluntad es razón práctica), que nos obliga al margen de cualquier inclinación, y cuyo respeto ejerce en nosotros un móvil suficiente para determinar nuestro actuar; la experiencia del deber moral es precisamente el respeto que sentimos por tal ley (Kant 2002: 74; Ak. IV, 400-401).

Nos encontramos con el primer esbozo de la ley moral:

Mas, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, sin tomar en cuenta el efecto aguardado merced a ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda ser calificada de «buena» en términos absolutos y sin paliativos? Como he despojado a la voluntad de todos los acicates que pudieran surgirle a partir del cumplimiento de cualquier ley, no queda nada salvo la legitimidad universal de las acciones en general, que debe servir como único principio para la voluntad, es decir, yo nunca debo proceder de otro modo salvo que pueda querer también ver convertida en ley universal mi máxima. (Kant 2002: 76; Ak. IV, 402)

Como señalamos al inicio, este principio supremo no debe desconectarse nunca de la razón común:

Aquí es la simple legitimidad en general (sin colocar como fundamento para ciertas acciones una determinada ley) lo que sirve de principio a la voluntad y así tiene que servirle, si el deber no debe ser por doquier una vana ilusión y un concepto quimérico; con esto coincide perfectamente la razón del hombre común en su enjuiciamiento práctico, ya que siempre tiene ante sus ojos el mencionado principio. (Kant 2002: 76; Ak. IV, 402)

Para concluir, un comentario sobre el deber y la autonomía. Explicar la incondicionalidad del deber moral es simple si recurrimos a un principio divino. No matarás porque Dios dice que no lo hagas. Amarás a tu prójimo como a ti mismo porque Dios dice que lo hagas. El deber se explica sin problemas. El proyecto de Kant, como es sabido, buscaba fundamentar la moralidad no en el concepto de una divinidad, sino en el ser humano mismo, o de forma más precisa, en su razón, que, por tanto, tenía que ser autónoma. Cualquier intento descriptivo de la naturaleza del ser humano, tal como está constituido biológicamente, o como está organizado socialmente, podrá explicar que existan costumbres morales, pero jamás podría dar cuenta de la incondicionalidad del deber, es decir, de un imperativo categórico. Kant recurrirá a la idea de una ley racional, que tiene que distinguir del orden de cosas sensibles, del ser, porque quiere mantener dicha incondicionalidad, quiere que los mandatos de una razón autónoma no pierdan un ápice de fuerza respecto de los mandamientos de un Dios todopoderoso.

Será tema del grupo de lectura del tercer capítulo estudiar de forma más precisa por qué Kant se ve obligado a pensar esta separación de mundos, así como el estatus ontológico (o metafísico) de esta ley moral.

Para otra mirada sobre el mismo capítulo, también basada en apuntes de dictado, ver: Introducción a la ética de Kant (1) (primer capítulo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres) del blog Vacío de Erich Luna.


[1] Como La metafísica de las costumbres o la «Metodología de la razón pura práctica» en la segunda Crítica.

[2] Las traducciones a las obras en inglés son mías.

[3] Corrijo uno de los tantos errores de la presente edición, reemplazando ‘objetivo’ por ‘subjetivo’.

[4] Paul Guyer explica esto con mayor detalle:

 […] imaginemos personas que están naturalmente inclinadas a realizar el tipo de acciones que nos son requeridas por el deber, y luego imaginemos que por alguna razón ellos perdieran estas inclinaciones, pero realizaran las acciones de todos modos únicamente puesto que se dan cuenta que hacerlo es su deber; entonces uno se dará cuenta que solamente en el último caso estas personas han demostrado estar en posesión de una voluntad incondicionalmente buena, una voluntad que es buena al margen de las circunstancias que incluyen sus propias inclinaciones, y por lo tanto, que sus acciones y su carácter es digno de estima. De esto se seguirá que el principio desde el que actúa una voluntad moralmente buena no debe depender de la presencia de ninguna inclinación, que es la conclusión a la que Kant está apuntando. (Guyer 2007: 43)

[5] Esta proposición, que no es formulada de forma explícita, se deriva, no obstante, de la exposición previa de las acciones por deber.

Bibliografía:

GUYER, Paul

Kant’s Groundwork for the Metaphysics of Morals: A Reader’s Guide. New York: Continuum, 2007.

KANT, Immanuel

Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza Editorial, 2004.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

WOOD, Allen W.

Kantian Ethics. Nueva York: Cambridge University Press, 2008.

Kant’s Ethical Thought. Nueva York: Cambridge University Press, 1999.

Top 13 de entradas de Los sueños de un visionario en el 2011

Al igual que en el 2009 y en el 2010, presento las que considero son las mejores entradas del 2011 en este blog. A diferencia de años anteriores, será un top 13 y no un top 10. Para el próximo año no espero muchos cambios en la forma de Los sueños de un visionario, mas sí un incremento de entradas más elaboradas, como complemento de las meramente expositivas. Como se apreciará, la presencia de Immanuel Kant en este blog ha sido rivalizada (o, más bien, complementada) por la del gran escritor ruso Fiódor Dostoievski. Sin más, veamos qué tenemos.

13. ¿Nada más que dos artículos de fe?

El blog (o sea, yo) se enriqueció ilimitadamente con una lectura más atenta de la crítica de la razón a sí misma que llevara a cabo Immanuel Kant, lo que, a su vez, permitió profundizar en el problema metafísico que significa fundamentar la moral.

Ver también:

Prácticamente libres.

Dos tipos —muy distintos— de idealismo, de acuerdo a Kant.

12. La felicidad del perro.

La concepción de felicidad aristotélica aplica a la especie canina. Un argumento a favor de por qué la felicidad es una idea filosófica (y no una descripción de nuestra actividad neuronal).

Ver también:

La virtud del pueblo japonés.

El concepto de eudaimonía de Aristóteles: Una reformulación.

El deber en la ética de Aristóteles.

11. ¿Por qué no matar a la vieja? (o una entrada sobre los imperativos de la moralidad)

Una entrada basada en el problema fundamental de Crímen y castigo. En retrospectiva, el problema tiene más potencial, y la entrada no le hace del todo justicia. Es, además, uno de los tantos intentos de juntar a Kant con Dostoievski.

Ver también:

¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoievski.

10. Play the game.

Una breve pero estética entrada donde complemento la presentación de un problema ético con una canción.

Ver también:

Music and Life.

Mona Lisas and Mad Hatters.

Lou Reed define el amor.

9. La religión dentro de los límites de la mera razón, partes I y II.

Finalmente este año se le empezó a hacer justicia en este blog a la crítica ilustrada de la religión que lleva a cabo Immanuel Kant. Más que un despecho absoluto, en realidad Kant tenía un profundo respeto por la religión en general, y la cristiana en particular; en tanto estén al servicio de la moralidad, claro, constituyen precisamente su más profunda expresión.

Ver también:

Jesús de Nazaret, una mera interpretación racional.

Un ejemplo de fe beatificante (y otro de fe de prestación).

8. El liberalismo político y la regulación de los medios de comunicación (o sobre una de las consecuencias más audaces del primer principio de justicia de John Rawls).

Este año la coyuntura política peruana fui incluso más controversial de lo común, y este blog no fue indiferente.

Ver también:

Once motivos por los que votaré por Gana Perú en estas elecciones.

No a Keiko.

Cristo sedado.

7. Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).

La Ilustración no rechaza la religión, sino que explicita el orden moral que le es propio. Una lectura crítica de la Biblia encontrará dentro de esta misma los principios hermeneúticos correctos para su lectura, o algo por el estilo…

Ver también:

Breve comentario al comentario de Erich Luna sobre el libro de Job (o sobre los límites de la teología).

Sobre el conocimiento propio de la metafísica (o una justificación ilustrada de la Biblia, por si alguien la pidió).

6. ¿Qué es Dios? Una concepción existencial, mística y práctica.

Erich Fromm fue fundamental en los primeros meses de este año para empezar a darle forma a mis investigaciones kantianas, que ciertamente se enriquecieron del psicoanalista y tomaron un matiz más personal y profundo.

Ver también:

Una definición ética de la racionalidad¿Es posible una fe racional en el progreso de la humanidad?

5. La necesidad de la idea de Dios, y una —¿verdadera?— declaración de amor (o una entrada doble sobre Los hermanos Karamázov).

Supongo que uno puede marcar varios antes y después en su propia vida. Uno que se me ocurre está marcado por mi lectura de Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, en mi humilde opinión la mejor novela jamás escrita. Su influencia en toda la modesta filosofía producida aquí es evidente, y lo seguirá siendo.

Ver también:

Amor humilde.

El superhombre de… Dostoievski.

4. El agnosticismo (o sobre la posibilidad de la existencia de un ave reptil gigante que controla todo).

Nadie trata problemas morales de forma tan penetrante como Trey Parker y Matt Stone. Ya era hora de que el agnosticismo sea ridiculizado como una posición intelectual en sí misma vacía.

Ver también:

Super Mejores Amigos.

¡Feliz día de San Pedro y San Pablo!

Do’s and don’ts of Reason (o cómo usar bien nuestra racionalidad).

3. ¿Qué es el corazón? (o sobre el misterio en la ética de Kant).

Esta entrada marca el inicio, propiamente, del tema que me ocupará buena parte del próximo año, en el que concluiré mi tesis de Maestría sobre el mal radical en la ética de Kant. Un aspecto descuidado, el corazón en las obras sobre ética de Kant delimita el lugar donde colindan la razón y la sensibilidad, y que nos resulta en última instancia insondable.

Ver también:

¿Qué es la verdad? (o sobre la existencia de una ley moral).

Deontología del corazón.

2. Ideas dobles (o sobre lo insondable en las propias motivaciones).

El príncipe Myshkin, encarnación del ideal de moralidad de Dostoievski, no podía faltar en este Top 13. Si bien meramente expositivas, las entradas basadas en sus ideas constituyen buena parte de la carne de este blog este año que se acaba.

Ver también:

La aniquiladora crítica al catolicismo del príncipe Myshkin.

Las cuatro historias del príncipe Myshkin: una «refutación» del ateísmo (o sobre lo que es propio de la religión).

1. Lawrence of Arabia: la historia de un profeta moderno.

Ya estaba presente tan pronto como en febrero la semilla de lo que significaría el problema fundamental que finalmente será el centro de mis investigaciones filosóficas para el año que viene (así como de mi tesis de Maestría), y que se  ha vuelto explícito en el último mes. me refiero a lo insondable de las motivaciones humanas y cómo puede encajar esta esfera inevitablemente existencial, donde habita una experiencia profundamente religiosa en una teoría ética sostenida en la racionalidad.

Mención honrosa: El pisco sour ideal.

Sobre el hiato —¿insalvable?— entre el ser y el deber ser (o un párrafo con Hume, Kant, Hegel y Marx)

Una de las principales críticas al sistema ético de Immanuel Kant señala que al separar de forma tan drástica el ser del deber ser, este último queda «impotente» de ejercer cambio alguno en la realidad[1]. Que exista tal separación en la filosofía de Kant es innegable. Mas, vale preguntarse, ¿constituye esto un punto débil para la ética kantiana, o es más bien una de sus tesis más lúcidas? Veamos lo que Susan Neiman tiene que decir al respecto.

Kant es el único gran filósofo que insistió en que la razón y la realidad son completamente diferentes—y se preocupó de ambas por igual. Otros pensadores intentaron resolver la tensión involucrada en vivir de esta forma rebajando un lado o el otro. Conservadores como Hume se negaron a reconocer la realidad de las ideas, lo que lo llevó a un tipo de política que aceptaba el mundo tal como es. Hegel, y siguiéndolo, Marx, vieron el conflicto entre lo real y lo ideal en el corazón de la filosofía de Kant. Cada uno intentó escapar el conflicto al encontrar lo racional real. Preferir los reclamos de la razón a los de la realidad puede llevarnos a una serie de compromisos políticos. Sus diferencias serán importantes para muchos como un asunto de política. Esto es el Idealismo Absoluto, y ya sea quedándose a la derecha con Hegel o pasando a la izquierda con Marx, buscaba escapar las tensiones que surgieron de la obra de Kant. Estas tensiones, Kant insistió, no obstante, jamás podrán reconciliarse. Vivir con ellas requiere de honestidad diaria, y coraje, algo en lo que muchos flaquearán. (Neiman 2008: 149)

Tal vez el mayor éxito del idealismo trascendental está, precisamente, en señalar este hiato irrevocable, una metafísica de ruptura permanente.

Para más de Neiman en este blog, ver: Susan Neiman sobre el pensamiento político de Carl Schmitt, Ilustración: cuatro acusaciones y una defensa y ¿Qué es la verdad? (o sobre la existencia de la ley moral).


[1] Una de las expresiones más famosas de esta crítica es la de Hegel, por supuesto, que Habermas recoge en su artículo «¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?» (1991: 121-123).

Bibliografía:

HABERMAS, Jürgen

Escritos sobre moralidad y eticidad. Barcelona: Paidós, 1991.

NEIMAN, Susan

Moral Clarity: A Guide for Grown-Up Idealists. Orlando: Harcourt, 2008. La traducción es mía.

Deontología del corazón

La ética kantiana no es una ética procedimental, sino una ética de la virtud y de la conciencia moral. Para la tradición, esta autoridad última, que Kant identifica con la ley moral misma y la razón pura práctica, está ubicada en el corazón[1]. Mucha de la retórica a lo largo de sus obras lo inscribe en esta misma tradición.

Evgenia Cherkasova, en su libro Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics, reconoce la similitud entre el pensamiento ético del escritor ruso y el del filósofo alemán, y propone  integrarlos con el nombre de deontología del corazón (Cherkasova 2009: 7-27).

Por un lado, se intenta mostrar que:

en la profundidad de la ética [de Kant] yace, no una apática aprensión del deber, sino una cuasi religiosa creencia en la noble y sublime habilidad de las personas de dominarse a sí mismas. Aquí encontramos la clave de la actividad de la razón pura práctica y finalmente podemos decir algunas palabras en defensa de la común crítica que se le hace a la teoría moral de Kant de ser muy formal, fría, e indiferente. (Cherkasova 2009: 25)

Por parte de Dostoievski:

el corazón es el tema unificador que junta los ritmos palpables, a veces sumamente físicos, de la vida y su melodía espiritual. Aquí, el artista se mueve más allá de los distintos credos religiosos y filosóficos que postulan un hiato insalvable entre lo espiritual y lo corporal, la naturaleza y la gracia, la razón y el corazón. (Cherkasova 2009: 15)

El punto en común estaría nada menos que en «la clave para descifrar la propio de la ética», que sería, al enfrentarnos a un dilema moral irreducible, «la obligación incondicional interior», o el «yo debo hacer esto» (Cherkasova 2009: 2), cuyo origen no es un mero razonamiento, sino que es determinado por nuestra conciencia moral, de forma inevitable (aunque podamos elegir y eventualmente acostumbrarnos a no escuchar esta voz interior).

La deontología del corazón intentaría «enfatizar la interacción entre la razón y el corazón en toda su sutileza y riqueza», como origen del fenómeno moral básico que es el deber moral, dando cuenta de «todo lo oscuro y destructivo, así como de lo creativo, que existe en los rasgos del carácter humano» (Cherkasova 2009: 3).

Este interés, nos dice Cherkasova, no es meramente académico:

Tratar la experiencia de lo incondicional es una tarea existencial, una oportunidad de acercarnos filosóficamente al misterio del corazón humano y de investigar la posibilidad de una genuina armonía entre la razón y el corazón. (Cherkasova 2009: 6)

Menudo proyecto.

Para un blog dedicado al pensamiento religioso de Dostoievski, ver: Amor humilde.


[1] Ver, por ejemplo, la siguiente cita: «[…] y lo que Dios quiere que haga un hombre, no se lo hace decir por otro hombre, se lo dice él mismo, lo escribe en el fondo de su corazón» (Rousseau 1998: 313).

Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. Las traducciones son mías.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

Ideas dobles (o sobre lo insondable en las propias motivaciones)

Porque no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción. (Kant 1989: 246)

Immanuel Kant. La metafísica de las costumbres.

El mundo interior de las personas tiene mucho de insondable. A fin de cuentas, sólo conocemos en uno mismo lo que se nos manifiesta, el fenómeno. A diferencia del mundo exterior, los fenómenos internos están ocultos, y depende de la fortaleza de cada uno atravesar la mentira interior que nos impide ver la propia verdad.

En El idiota, de Fiódor Dostoiesvki, el protagonista y héroe, el príncipe Myshkin, desarrolla el problema de las ideas dobles, es decir el problema de poder explicar una motivación interior de dos formas radicalmente opuestas, a saber, una propiamente moral y otra interesada, y no poder estar seguros, jamás, cuál es la que verdaderamente está determinando nuestra voluntad.

Veamos, primero, la intervención de su interlocutor, una persona viciosa y de mente sencilla, que, sin embargo, se da cuenta de su vicio y de que algo hay de malo en eso; luego le sigue la reflexión del príncipe donde se plantea el problema.

–Oiga, príncipe, he estado aquí desde anoche, primero por un respeto especial hacia el arzobispo francés Bourdaloue (estuvimos abriendo botellas en casa de Lebedev hasta las tres de la mañana), y en segundo lugar, y eso es lo principal (¡y le juro por todas las cruces posibles que digo la pura verdad!), me quedé porque quería, por así decirlo, confesarme con usted completa y sinceramente, contribuyendo de ese modo a mi desarrollo espiritual; con esa idea me dormí a las cuatro de la mañana, bañado en lágrimas. ¿Creerá usted ahora la palabra del más honrado de los hombres? En el momento mismo en que me dormí, rebosante de lágrimas interiores y, por así decirlo, de exteriores también (¡porque acabé por sollozar, lo recuerdo bien!), se me ocurrió una idea infernal: «¿Y, al fin y al cabo, por qué no pedirle prestado dinero después de mi confesión?». Así, pues, he preparado mi confesión, por así decirlo, como una especie de «platito especial condimentado con lágrimas», con el fin de que esas lágrimas preparen el camino y, una vez que estuviera usted en sazón, me alargara ciento cincuenta rublitos. ¿No le parece que eso es mezquino?

–Pero sin duda no puede ser verdad, sino sólo una coincidencia. A usted se le ocurrieron dos ideas a la vez. Eso sucede muy a menudo. A mí me ocurre constantemente. Sin embargo, pienso que eso no es nada bueno, y usted sabe, Keller, que de eso me acuso más que de ninguna otra cosa. En lo que usted me ha dicho me reconozco a mí mismo. En efecto, en alguna ocasión he llegado a pensar –prosiguió el príncipe muy serio y en tono sincero y hondamente interesado– que toda la gente es así, hasta el punto de que empecé a verme a mí mismo con benevolencia, porque es enormemente difícil luchar con estas ideas dobles. He tratado de hacerlo. ¡Sabe Dios cómo llegan a engendrarse! ¡Y usted dice que no son más que mezquindad! Ahora yo también comenzaré a tener miedo a esas ideas. En todo caso, no soy juez de usted. Sin embargo, a mi modo de ver, no cabe decir que eso sea mezquino; ¿qué piensa usted? Usted se ha valido de eso de las lágrimas para sacarme dinero, pero usted mismo jura que su confesión tenía otro propósito, un propósito noble y nada mercenario; en cuanto al dinero, usted lo necesita para irse de juerga, ¿verdad? Lo que después de una confesión como la suya es, por supuesto, una debilidad. ¿Pero cómo puede uno renunciar en un minuto a irse de juerga? Eso es imposible. ¿Qué hacer, pues? Lo mejor será dejarle a usted a merced de su propia conciencia, ¿no le parece?

El príncipe miraba a Keller con extrema curiosidad. Era evidente que la cuestión de las ideas dobles le venía ocupando desde hacía largo tiempo.

–¡Pues bien, después de eso no comprendo por qué dicen que es usted un idiota! –prorrumpió Keller.

El príncipe se ruborizó ligeramente. (Dostoyevski 1999: 442-443)

En tanto el príncipe se rehúsa a tildar como mera mezquindad esta doble motivación, parecería que acepta las ideas dobles como parte de la condición humana; en tanto podemos separarlas (pues son dos), podemos distinguir una noble de una interesada o inmoral, y en vez de reprimirla, debemos más bien resaltarla de tal modo que no prime sobre la propiamente moral.

Para la fuente de la imagen, entrar acá.

Para otra entrada sostenida igualmente en la misma novela, ver: Un argumento, puramente moral, en contra de la pena de muerte.


Bibliografía:

DOSTOYEVSKI, Fiódor M.

El idiota. Traducción de Juan López-Morillas. Madrid: Alianza Editorial, 1999.

KANT, Immanuel

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.