estoicismo

Una de las más simples expresiones de sabiduría humana (mas no por eso menos fundamental)

Reproduzco el fragmento 284 de la obra de Zenón de Citio, fundador del estoicismo.

284 Epifanio, Contra las herejías III 2, 9 (III 36), pág. 592 Diels [S.V.F. I 177]

Las causas de los acontecimientos en cierta medida [dependen] de nosotros y en cierta medida, no. Es decir, que algunos acontecimientos [dependen] de nosotros y otros, no.

Las máximas que se desprenden de este conocimiento son muchas, tales como «vivir de modo coherente» o, puesto de otro modo, «vivir según una sola norma y de acuerdo con ella»[1]; si bien no son exhaustivas, y pueden expresarse de muchas y diversas maneras.


[1] Las máximas pertenecen al fragmento 287.

Bibliografía:

ZENÓN DE CITIO y otros autores

Los estoicos antiguos. Traducción de Ángel J. Cappelletti. Madrid: Editorial Gredos, 1996.

Sobre el ánimo valeroso y alegre en el ejercicio de la virtud (o sobre la complementariedad del pensamiento de los estoicos y de Epicuro de acuerdo a Kant)

Se suele considerar el pensamiento de los estoicos y el de la escuela fundada por Epicuro como dos visiones radicalmente opuestas, de la misma forma que se contraponen, por ejemplo, la razón y el placer. Tales dicotomías, por supuesto, son propias de las cabezas de algunos despistados intérpretes y no del fenómeno mismo, mucho más complejo.

Es propio de los grandes filósofos hacerse de esta complejidad. Immanuel Kant, precisamente, reconoce que la diferencia entre ambas escuelas estaba, más que en su descripción de la virtud, en su fundamentación[1], y termina incorporando en armonía ambas corrientes al desarrollar su propia teoría sobre la virtud para el ser humano. Veamos, primero, como describe Kant la virtud:

Las reglas para ejercitar la virtud ( exercitiourum virtutis ) remiten a las dos disposiciones del ánimo, la del ánimo valeroso y la del alegre ( animus strenuus et hilaris ) en el cumplimiento de sus deberes. Porque para vencer los obstáculos con los que tiene que luchar ha de concentrar sus fuerzas y a la vez ha de sacrificar muchos goces de la vida, cuya pérdida puede poner al ánimo a veces sombrío y hosco; pero lo que no se hace con placer, sino sólo como servidumbre, carece de valor interno para aquel que obedece su deber con ello, y no se lo ama, sino que se evita en lo posible ocasión de practicarlo. (Kant 1989: 362; Ak. VI, 484)

Luego procede a explicar cómo ambas cualidades del ánimo virtuoso, la valentía y la alegría, empalman en el ser humano, a la vez que hace referencia a las dos mencionadas escuelas de la antigüedad:

El cultivo de la virtud, es decir, la ascética moral, tiene como principio del ejercicio de la virtud —ejercicio activo, animoso y valeroso— la divisa de los estoicos: acostúmbrate a soportar los males contingentes de ka vida y también a abstenerte de los deleites superfluos ( assuesce incommodis et desuesce commoditatibus vitae ) . Conservarse moralmente sano es para el hombre una forma de dietética. Pero la salud es sólo un bienestar negativo: ella misma no puede sentirse. Tiene que añadirse algo que procure un agradable disfrute de la vida y sea, sin embargo, únicamente moral. Este algo es el corazón siempre alegre según la idea del virtuoso Epicuro. Porque ¿quién debería tener más motivos para tener un ánima alegre y no ver como un deber adoptar una disposición de ánimo gozosa y convertirla en habitual, sino el que es consciente de no haber transgredido deliberadamente el deber y estar seguro de no caer en ello ( hic murus aheneus esto etc., Horat )?. (Kant 1989: 362-362; Ak. VI, 484-485)

Esto, por supuesto, se opone a aquel repulsivo ascetismo que desprecia el cuerpo y la vida misma:

En cambio, las ascética monástica que, por miedo supersticioso o por hipócrita aversión hacia sí misma, propone atormentarse y mortificar la carne, tampoco tiende a la virtud, sino a la expiación exaltada, que consiste en imponerse a sí mismo un castigo, y en vez de arrepentirse moralmente de las propias faltas (es decir, con propósito de enmienda), querer expiarlas; lo cual es contradictorio […] y no puede producir la alegría que acompaña a la virtud, sino que siempre se realiza con un secreto odio contra el mandato de la virtud. (Kant 1989: 362; Ak. VI, 485)

Acerca de cómo haya podido permear durante tanto tiempo la imagen de la ética kantiana como una ética «sombría y hosca» escapa los alcances de esta entrada.

Para una entrada que muestra también las dos caras del ascetismo, ver: Las acusaciones al modo de vida del stárets después de su muerte (o sobre el ascetismo).


[1] Como hemos mostramos ya en la siguiente entrada: Kant sobre la divergencia entre Epicuro y los estoicos.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Seguimos con nuestra investigación acerca del lugar y significado del corazón para la teoría ética de Immanuel Kant, con miras a hacer explícita la tesis presente en La religión dentro de los límites de la mera razón según la cual el ser humano es por naturaleza malo (Ak. VI, 36). En una primera entrada introducimos el tema desde un par de pasajes clave de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, y en una segunda, abordamos el problema del contacto de la ley moral con nuestra sensibilidad desde la Crítica de la razón práctica. En esta ocasión, nos basaremos en pasajes de La metafísica de las costumbres para acercarnos al papel que juega el corazón como el lugar de lo insondable.

Dentro de dicha obra, nos centraremos en la segunda parte, titulada «Principios metafísicos de la doctrina de la virtud», para lo que se vuelve necesario, a modo de introducción (y para que se entienda en qué nivel estamos hablando), señalar la diferencia fundamental entre un deber de virtud y un deber jurídico. Veamos:

El deber de virtud difiere del deber jurídico esencialmente en lo siguiente: en que para este último es posible moralmente una coacción externa, mientras que aquél sólo se basa en una autocoacción libre. (Kant 1989: 233; Ak. VI, 383)

La virtud se ocupará de aquella esfera de la existencia humana, tan antigua como la religión misma, desde la cual los seres humanos tratan de ser mejores, ya sea de acuerdo a una imagen ideal (por ejemplo, de una divinidad), o un juego de principios. Kant pretende estar hablando de una virtud verdadera en la medida que los individuos puedan hacer esto libremente, sin coacción externa alguna, como sería la coacción estatal[1].

Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (Kant 1989: 245; Ak. VI, 392). La autocoacción, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación, que, como acabamos de ver, reaparece en esta obra, y al que, no obstante, sólo podemos acercarnos, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras:

Porque no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma. (Kant 1989: 246; Ak. VI, 392; cf. Ak. IV, 407)

Es ya casi un cliché afirmar que el ser humano siempre actúa por egoísmo, incluso en las acciones más nobles y altruistas, en última instancia de modo interesado. Kant no negaría que ese pudiese ser efectivamente el caso, mas no sólo no estaría seguro, sino que afirmaría que es imposible saberlo, dejando abierta la posibilidad opuesta, y cuyo reconocimiento le basta como pilar de su teoría de la virtud.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es «alguien que conoce profundamente los corazones» (Kant 1989: 293; Ak. VI, 430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral[2], donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (Kant 1989: 304; Ak. VI, 439); no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia de un ser supremo fuera de nosotros. Aquí Kant parece estar bastante más cercano a la creencia en una divinidad interior de los estoicos que al Dios todopoderoso y omnisciente que ha predominado en el cristianismo.

Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (1989: 306-307; Ak. VI, 441).

Encontramos pocas líneas más adelante una indiscutible referencia al mal radical:

[El autonocimiento moral] exige del hombre ante todo apartar los obstáculos internos (de una voluntad mala que anida en él) y desarrollar después en él la disposición originaria inalienable de una buena voluntad (sólo descender a los infiernos del autoconocimiento abre el camino a la deificación). (Kant 1989: 307; Ak. VI, 441)

Estos pasajes, que atraviezan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética (como veremos más adelante), están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, y son donde Kant ubica la semilla desde la cual, por analogía, surgirá el mismo concepto de una divinidad; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano:

Las profundidades del corazón humano son insondables. ¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio? (Kant 1989: 315; Ak. VI, 447)

No es difícil encontrar continuidad con los pasajes de la Fundamentación introducidos en la primera entrada sobre el tema en lo que respecta a la insondabilidad; sobre el contacto, que examinamos en la segunda entrada y en torno a la segunda Crítica, encontramos de la misma forma una confirmación en la correspondiente sección sobre el método, esto es, sobre cómo la ley moral ha de arraigarse en la voluntad humana. Kant se pregunta:

[…] ¿qué es lo que en ti se puede atrever a luchar con todas las fuerzas de la naturaleza en ti y fuera de ti y a vencerlas cuando entran en conflicto con tus principios morales? Si esta pregunta, cuya solución supera completamente la capacidad de la razón especulativa y que, sin embargo, se plantea por sí misma, brota del corazón, el hecho mismo de lo inconcebible en este autoconocimiento tiene que conferir al alma una elevación, que la estimule a observar rigurosamente su deber tanto más intensamente cuanto más se la combata. (Kant 1989: 361; Ak. VI, 483)

Queda reiterada la incapacidad teórica de comprender aquella esfera inmediata de nuestra existencia en dónde reconocemos la presencia de algo misterioso, si bien cuya realidad práctica para Kant jamás entra en discusión.

De esta forma, hemos mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón humano en las tres principales obras de ética de Immanuel Kant, que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier explicación teórica.

En una siguiente entrada conectaremos nuestro estudio del corazón con lo empezado en esta entrada sobre el mal radical, que fue sutilmente complementado con esta otra, donde pretendemos dar cuenta de la difícil tesis que afirma una maldad innata propia de nuestra especie, es decir, de cada uno de nosotros.


[1] Lo que Kant está diciendo es revolucionario todavía hoy. Cualquier vicio debe ser evitado libremente por cada ciudadano, principio que vuelve ilegítima cualquier legislación estatal que se le oponga, como, por ejemplo, la prohibición del alcohol en su momento y la de una serie de drogas en la actualidad, como son la marihuana, la cocaína, el éxtasis y la heroína.

[2] Sobre este tema en particular, ver: La ética kantiana como una ética de la conciencia moral.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996. 

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

Kant sobre la divergencia entre Epicuro y los estoicos

Es innegable aquella propensión en los intérpretes de sobresimplificar posiciones contrarias, así como reducir visiones pasadas en algo así como «paradigmas», de tal modo que sea el mismo intérprete quien se encargue de «unificar» ambas posiciones que parecían contrarias e irreconciliables. Pienso rápidamente en la oposición entre ética del bien y ética de la justicia, que nos remite tanto a Aristóteles y a Immanuel Kant, respectivamente. Otra artificial oposición, bastante difundida, es aquella entre Epicuro y el estoicismo. La realidad, por supuesto, siempre es más compleja. Si bien una forma más «didáctica», al final se terminan enseñando posiciones insuficientes en sí mismas, y no se aprende absolutamente nada valioso de la complejidad del pensamiento de aquellos que nos han precedido.

Justamente sobre estas dos escuelas de filosofía griega, Kant, más que oponer y separar, reconoce la complejidad de ambas posiciones, y en esa complejidad, tanto sus semejanzas como una fundamental diferencia. Veamos.

Pues tanto Epicuro como los estoicos elevaban sobre todas las cosas esa felicidad que brota del ser consciente de poseer virtud en la vida, y el primero no estaba animado en sus preceptos prácticos por intenciones tan rastreras como cupiera deducir de los principios estipulados para su teoría, los cuales eran utilizados en sus explicaciones, mas no a la hora de actuar, o como muchos lo han interpretado inducidos a ello por encontrar la expresión «voluptuosidad» donde podía leerse «satisfacción»; bien al contrario, Epicuro contaba la práctica desinteresada del bien entre los deleites propios de un júbilo interior, y esa sobriedad o contención de las inclinaciones exigida desde siempre por el moralista más austero también casaba con su plan relativo al deleite (por el cual entendía un corazón permanentemente alborozado). Su principal divergencia con los estoicos era colocar en ese deleite el fundamento de determinación, algo que éstos rehusaban hacer con toda razón. (Kant 2000: 227-228; Ak. V, 115)

Así como el goce de una vida buena, virtuosa y moral, no se opone con el autodominio y la consecución de un carácter a través de una práctica constante y rigurosa, del mismo modo no se opone esta descripción sensible y placentera de la virtud, con el reconocimiento de un origen estrictamente racional de la moralidad.

Para un comentario relacionado, ver el final de: El recurso al mundo noumenal: ¿una metafísica dogmática? (o sobre el mal radical en los filósofos).


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Una definición ética de la racionalidad

Leyendo El arte de amar, de Erich Fromm, me encontré con la siguiente definición de racionalidad:

La facultad de pensar objetivamente es la razón; la actitud emocional que corresponde a la razón es la humildad. Ser objetivo, utilizar la propia razón, sólo es posible si se ha alcanzado una actitud de humildad, si se ha emergido de los sueños de omnisciencia y omnipotencia de la infancia. (1959: 141)

La objetividad se define a su vez en oposición al narcisismo, como «la capacidad de ver a la gente y las cosas tal como son, objetivamente, y poder separar esa imagen objetiva de la imagen formada por los propios deseos y temores» (Fromm 1959: 139). Claro está que la objetividad no es un punto de vista privilegiado e infalible, al que unos pocos acceden de forma misteriosa, sino precisamente la conciencia de nuestra propia falibilidad, y es por eso que «la humildad y la objetividad son indivisibles» (Fromm 1959: 141).

Todavía sigue muy arraigada una visión de la razón como autoritaria y cerrada, más una fuerte tradición filosófica, que incluye tanto a Aristóteles, los estoicos, Immanuel Kant, y muchos otros, sugieren correctamente que la razón es justamente la facultad humana que nos permite el diálogo y la misma vida en comunidad.

Para otra entrada de Fromm en este blog, consultar Ética y Psicoanálisis.

Para entradas sobre el carácter inherentemente social y comunicativo de la racionalidad, ver: ¿Qué es la razón? (o sobre propiedades monádicas y relacionales); Racionalidad y sociabilidad; Racionalidad y cosmopolitismo.


Bibliografía:

FROMM, Erich

El arte de amar. Traducción de Noemí Rosenblatt. Buenos Aires: Editorial Paidós, 1959.

Sobre la costumbre de bendecir la mesa (o qué podemos aprender de los estoicos hoy)

 

Al besar a tu hijo, decía Epicteto, debes decirte: «Mañana tal vez muera.» «Eso es mal presagio.» «Ningún mal presagio, contestó, sino la constatación de un hecho natural, o también es mal presagio haber segado las espigas.»

Marco Aurelio. Meditaciones. XI.34.

 

Nunca entendí la costumbre —hasta donde sé, cristiana— de bendecir la mesa o los alimentos antes de consumirlos. Recuerdo que hace ya bastantes años elaboré una suerte de argumento en tres niveles —algo infantil, sin duda— en contra de dicha costumbre, e iba algo así:

1. No tiene sentido agradecerle a Dios los alimentos porque… Dios no existe.

2. Incluso si Dios existiera, no interviene en los asuntos humanos, y no es por tanto responsable de nuestra buena fortuna.

3. Incluso si Dios existiera e interviniera en los asuntos humanos, y fuese efectivamente responsable de los alimentos que vamos a consumir, entonces sería también responsable de no haber procurado la misma suerte a todos los que viven en la miseria, y por lo tanto, no deberíamos agradecerle de forma egoísta y señalar más bien su injusticia y parcialidad

Ya con algo de distancia —y me gustaría pensar, madurez— veo que tal argumentación no puede pretender una validez lógica o universal (como en algún momento pensé ingenuamente), pues el verdadero valor de muchas costumbres no tiene por qué entenderse como obvio o literal.

Una de mis ideas favoritas de Alasdair MacIntyre es su propuesta de que la fortaleza y subsistencia de las tradiciones depende de que estén acompañadas de virtud (1988: 274). Al menos desde mi propia perspectiva, la costumbre de bendecir la mesa se encuentra en decadencia, ya sea porque no se practica en lo absoluto, o cuando se hace, resulta para la mayoría un trámite engorroso o en el mejor de los casos, algo de tiempo perdido con algunas palabras vacías.

Falta responder honestamente a la pregunta: ¿qué estamos haciendo cuando bendecimos la mesa?

La que ofreceré a continuación no es más que una de las —se me ocurre— muchas respuestas posibles.

En un libro publicado apenas el 2009, William Irvine reconstruye algunas técnicas psicológicas de las que se valían los estoicos para afrontar su lugar en el cosmos.  Una de las más importantes es la que denomina visualización negativa (Irvine 2009: 65-84). Si queremos ser felices, la forma más sencilla de lograrlo es aprender a querer las cosas que ya poseemos, y para esto, los estoicos recomiendan que «dediquemos tiempo a imaginar que hemos perdido las cosas que valoramos» (Irvine 2009: 68).

Más que un conformismo, es la realización de que muchas de las cosas que damos por supuesto en realidad dependen de una serie de circunstancias que están completamente fuera de nuestro control. Irvine identifica el dar las gracias justamente con una forma de visualización negativa:

Antes de una comida, aquellos que dan las gracias se detienen por un momento a reflexionar en el hecho de que aquellos alimentos podrían no haber estado disponibles para ellos, y en ese caso habrían pasado hambre. E incluso si la comida hubiese estado disponible, podrían no haber tenido la oportunidad de compartirla con las personas que se encuentran con ellos en la mesa. Dicha con estos pensamientos en la mente, el dar las gracias tiene la habilidad de transformar una comida ordinaria en un motivo para celebrar. (Irvine 2009: 77)

Y si bien no queda lugar, por supuesto, para un Dios personal, con el cual podamos tener una relación privilegiada, lo importante es que la tradición signifique algo positivo y relevante para los que la practican.


Bibliografía:

IRVINE, William B.

A Guide to the Good Life: The Ancient Art of Stoic Joy. Nueva York: Oxford University Press, 2009.

MACINTYRE, Alasdair

Tras la virtud. Barcelona: Crítica, 1988.

MARCO AURELIO

Meditaciones. Traducción de Ramón Bach Pellicer. Madrid:Editorial Gredos, 1977.

Racionalidad y cosmopolitismo (o un post sobre Kant y los estoicos)

Siguiendo con la línea de esta entrada anterior —en la que sostenía que la razón humana no puede entenderse como propia de individuos aislados, sino siempre en la relación de unos con otros— presento ahora la siguiente cita del estoico Marco Aurelio:

Si la inteligencia nos es común, también la razón, según la cual somos racionales, nos es común. Admitido eso, la razón que ordena lo que debe hacerse o evitarse, también es común. Concedido eso, también la ley es común. Convenido eso, somos ciudadanos. Aceptado eso, participamos de una ciudadanía. Si eso es así, el mundo es como una ciudad. Pues, ¿de qué otra común ciudadanía se podrá afirmar que participa todo el género humano? De allí, de esta común ciudad, proceden tanto la inteligencia misma como la razón y la ley. O ¿de dónde? Porque al igual que la parte de tierra que hay en mí ha sido desgajada de cierta tierra, la parte húmeda, de otro elemento, la parte que infunde vida, de cierta fuente, y la parte cálida e ígnea de una fuente particular (pues nada viene de la nada, como tampoco nada desemboca en lo que no es), del mismo modo también la inteligencia procede de alguna parte[1].

Al igual que en la filosofía ilustrada de Immanuel Kant, la necesidad de actuar moralmente depende de la facultad racional humana, sí, pero esta necesidad no se puede pensar «sino sólo en la relación entre seres racionales»[2].

¿Ciudadanos de Grecia, o del mundo?

La idea de autonomía expresada de forma completa en el concepto del reino de los fines pretende mostrar justamente eso, que la moralidad no puede practicarse de forma individual, sino todo lo contrario: en comunidad. La tan difundida imagen de la ética kantiana como individualista no es más que un lugar común que no puede sostenerse tras una mirada atenta a los textos.

De ahí que Kant afirme en el segundo principio de Ideas para una historia universal en clave cosmopolita —escrito simultáneamente a la Fundamentación— que el uso de la razón sólo puede desarrollarse por completo en al especie, y no en el individuo.

La filosofía, no obstante, parece haber perdido en la actualidad la capacidad de un discurso de y sobre la razón que la conciba en esta dimensión social cuasi religiosa, sin la cual una ética racional se desconecta de las cosas más importantes y pierde la fortaleza necesaria para servir de guía a la humanidad.


[1] Marco Aurelio, Meditaciones (Madrid:Editorial Gredos, 1999). La cita corresponde a la página 83 (Libro IV).

[2] La cita es, por supuesto, de Kant, y pertenece a la segunda sección de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. La referencia exacta, junto con la cita en su contexto, la pueden encontrar en esta entrada anterior.

Pensamientos de aurora

Leamos estas palabras del estoico Marco Aurelio:

Al despuntar la aurora, hazte estas consideraciones previas: me encontraré con un indiscreto, un ingrato, un insolente, un mentiroso, un envidioso, un insociable. Todo eso les acontece por ignorancia de los bienes y de los males. Pero yo, que he observado que la naturaleza del bien es lo bello, y que la del mal es lo vergonzoso, y que la naturaleza del pecador mismo es pariente de la mía, porque participa, no de la misma sangre o de la misma semilla, sino de la inteligencia y de una porción de la divinidad, no puedo recibir daño de ninguno de ellos, pues ninguno me cubrirá de vergüenza; ni puedo enfadarme con mi pariente ni odiarle. Pues hemos nacido para colaborar, al igual que los pies, las manos, los párpados, las hileras de dientes, superiores e inferiores. Obrar, pues, como adversarios los unos de los otros es contrario a la naturaleza. Y es actuar como adversario el hecho de manifestar indignación y repulsa[1].

Quisiera resaltar particularmente esta idea de naturaleza fuertemente relacionada con un orden mayor —e incluso divino—  y que se encuentra diametralmente opuesta a la mutilada visión naturalista actual, que nos impide ver más allá de los hechos.

Marco Aurelio.

No obstante, incluso dentro de una visión ilustrada, encontramos la presencia —y fortaleza— de una apelación tal, nada menos que en la filosofía de Immanuel Kant, quien se consideraba a sí mismo como mucho más cercano a la concepción estoica de la divinidad que a cualquier otra.

Quizás es por no tomar en cuenta este trasfondo, que su teoría suele aparecer justamente como desconectada de las cosas humanas.

Ya tendré que decir más sobre esto en las próximas semanas, pues las tres monografías que tengo que hacer para fin de ciclo tocarán esta problemática de alguna u otra forma.


[1] Marco Aurelio, Meditaciones (Madrid:Editorial Gredos, 1999). La cita corresponde a la página 59, comienzo del Libro II.