En el último capítulo de Tras el consenso: Entre la utopía y la nostalgia, titulado «En busca de un «consenso por superposición». Sobre el viraje de John Rawls», Miguel Giusti afirma —a mí parecer, con total razón— que «en sus últimos trabajos John Rawls ha efectuado un importante giro epistemológico que viene a desarticular la polaridad de la discusión [entre comunitaristas y liberales], generando desconcierto entre sus detractores y defensores»[2].
Ante las usuales críticas a teorías éticas con pretensiones universalistas de no tomar en cuenta las particularidades de culturas distintas, de tentar un carácter a-histórico, o de, finalmente, no ser más que etnocentrismos camuflados, Rawls parece responderlas directamente, afirmando que su teoría de la justicia como equidad descansa justamente en las particularidades de la cultura democrática, pertenece, por lo tanto, claramente a un momento de la historia determinado, y de esta forma, le quita el supuesto camuflaje a su pensamiento.
Su teoría universal —si todavía podemos llamarla así— no podría estar más lejos de aquella otra concepción —autoritaria— de «universalismo» que suelen pintar los comunitaristas, que más bien, parece apuntan a lo opuesto: doctrinas particulares cuya universalidad radica en su anhelo de ser impuestas a todos los seres humanos, tanto de culturas diferentes, como, inclusive, de tiempos pasados.
A este universalismo a-histórico, lo llamaré autoritario, o un dogmatismo asolapado. Resulta difícil pensar en siquiera un filósofo serio que usualmente sea identificado como portador de una teoría universal que caiga efectivamente dentro de este grupo.
Al universalismo de John Rawls, en contraposición, lo llamaré de forma amplia democrático[3]. Su universalidad no está en que se pueda aplicar indiscriminadamente y por la fuerza a todas las culturas en todos los momentos de la historia en todos los lugares de la Tierra, sino en que pueda ser aceptado libremente por distintos puntos de vista y formas de pensar, y por lo tanto, debe entenderse mejor como un proyectos histórico y no simplemente aceptado o rechazado a priori.
No deberíamos dejar de notar, como bien señala Michael Walzer, que este tipo de universalismo siempre dependerá de ciertas particularidades (o de un lenguaje maximalista) para ser expresado, y justamente Rawls no duda en aceptar esto, señalando que su liberalismo político sólo tiene sentido dentro de una sociedad en la que los valores democráticos como la libertad e igualdad de los ciudadanos, y la sociedad entendida como un sistema de cooperación equitativo estén fuertemente arraigados.
No obstante, esta característica del universalismo democrático no lo vuelve menos universal, a menos que creamos falsamente que el estándar del universalismo es aquel que parece ser casi universalmente rechazado por el pensamiento filosófico precisamente como autoritario (o una doctrina particular que busque imponerse por la fuerza).
No deberíamos dudar en afirmar que hay efectivamente ciertos sistemas de valores que son más universales que otros. Un cristianismo intolerante, como ha existido durante siglos y sigue existiendo (aunque con mucho menos fuerza), que quiera imponerse por la fuerza, es ciertamente un pensamiento menos universal que aquella otra rama del cristianismo, o de cualquier otra corriente religiosa, que respete la capacidad de elegir libremente la religión propia en los demás, capacidad en la que ella misma se sostiene.
El universalismo, entonces, pasaría a ser una suerte de criterio, o de brújula, que se puede aplicar a distintas formas de pensar, sin comprometerse con ninguna en particular.
Lo que está claro es que este criterio depende de aceptar una serie de valores, que podemos considerar a grandes rasgos como objetivos, lo que, por supuesto, nos lleva a un problema filosófico más profundo y difícil.
De ahí que Giusti mencione —nuevamente, con razón— que el liberalismo político de Rawls se sostiene en «una argumentación circular por cuyo intermedio se postula el ideal de racionalidad intersubjetiva en términos histórico-culturales de raigambre comunitarista» (Giusti, p. 250).
No obstante, es difícil estar de acuerdo con identificar esta movida rawlsiana con «la confianza moderna en el progreso incontenible de la libertad racional» (Giusti, p. 255). Primero, como si Rawls confiara en que el liberalismo se va a imponer inevitablemente por sí solo. Ciertamente ha de creer que, si su doctrina es suficientemente razonable, podrá ser aceptada libremente por otros. Si a eso le llamamos progreso moderno de la razón, entonces resulta difícil notar qué hay de cuestionable en dicha esperanza. Como si no pudiese llamarse progreso a una esperanza de reducir las guerras, injusticia y pobreza en el mundo, claro que acompañada por las luchas de distintos grupos en pos de dicho ideal, y cuyo resultado exitoso, tal como consideraba Kant, es ciertamente contingente.
Más bien, esta «deficiencia» en la reformulación de la teoría de Rawls puede verse justamente como su mayor éxito, y la expresión de pasar finalmente del ámbito filosófico meramente teórico al práctico político, donde realmente las teorías han de mostrar su validez.
Podría replicarse, como suele hacerse, que esto sigue siendo un etnocentrismo solapado que pretende hacer pasar por universales ciertos valores occidentales. No se me ocurre una réplica más superficial y tendenciosa. Casi como si en «occidente» se aceptaran en la práctica universalmente valores como el de la dignidad humana o de la tolerancia religiosa, o como si en «oriente» estos se negaran de la misma forma.
Como el mismo Walzer sostiene, hay algo que llamamos justicia, que no podemos definir de una forma universal a-histórica; pero que, si hay algo que los seres humanos compartimos a lo largo de la historia y en distintos lugares, es justamente la lucha por honrarla, de forma siempre imperfecta, lo mejor que podamos.
Para una entrada con una temática similar, entren aquí.
[1] Esta entrada fue concebida casi en su totalidad antes de leer el último ensayo de Tras el consenso: Entre la utopía y la nostalgia, de Miguel Giusti, del cual usaré algunas partes para ordenarme, pero en lo absoluto pretendo hacerle justicia a su tesis central.
[2] Miguel Giusti, Tras el consenso: Entre la utopía y la nostalgia (Madrid: Editorial Dykinson, 2006). La cita pertenece a las páginas 241 y 242. En adelante, citaré entre paréntesis.
[3] Por ponerle un nombre, en realidad, pues esta característica es inherente de cualquier tipo de universalismo verdadero, y podría también llamarlo crítico o razonable.