Jean-Jacques Rousseau

Reseña de El día loco del profesor Kant

Hace unos días llegué a mi casa y encontré sobre la mesa El día loco del profesor Kant, contado por Jean Paul Mongin e ilustrado por Laurent Moreau.

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La obra cuenta un día imaginario en la vida de Immanuel Kant[1], pero no cualquier día, sino el día en que el filósofo prusiano experimenta una de sus frases más famosas y significativas:

Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir. (KpV 5:161-162)

Reconocer la importancia tanto de la sensibilidad detrás de la frase, como de la actitud frente a la existencia que en ella se expresa, es un mérito del autor, que va acumulando momentum «a lo largo del día» haciendo revista de los temas más importantes de la filosofía de Kant para arribar finalmente a la magnitud de espíritu que sostiene dicha exclamación.

Es así que nos enteramos del lapidario rechazo de la charlatanería sobrenatural de Emanuel Swedenborg que Kant vomita en Los sueños de un visionario (explicados por los sueños de la metafísica), del giro copernicano, de su amistad con el comerciante inglés Joseph Green, del proyecto crítico como un tribunal encargado de establecer la legitimidad y los límites de las pretensiones de la razón sobre las principales preguntas metafísicas, así como de su concepción de una moral universal al alcance de todos: «No hace falta ninguna ciencia para ser honesto y bueno» (2013: 51), sentencia el profesor Kant, tras la determinante influencia de Rousseau.

Los temas se abordan con simpleza, claridad y precisión. Tal es el caso del giro copernicano:

photo (1)«¡Esto sí que es ciencia!», reflexionaba Kant. «Cada día vemos al sol salir y ponerse, como si girase alrededor de la Tierra. ¡Sin embargo, Nicolás Copérnico ha demostrado que es la Tierra la que gira alrededor del Sol!

Él no se dejó convencer por la experiencia común, observando pasivamente los cambios del cielo… al contrario, construyó y calculó los movimientos de los astros. Por sus experiencias, sometió al cosmos a cuestión, como un juez fuerza a los testigos a contestar.

¡Copérnico dictó las reglas de su propio espíritu a la naturaleza, con el fin de estudiarla! ¡Él construyó el objeto de su ciencia!

Es el Sol, y no la Tierra, el que está en el centro del universo. Es mi espíritu y no el objeto, quien está en el centro del conocimiento… ¡Qué revolución!» (2013: 14)

Las ilustraciones de Moreau abundan, son creativas, y otorgan un valor único al libro. Sobre el «día loco», el argumento es sencillo: Kant recibe lo que parece una carta de amor de María Charlotta J., lo que lo lleva a perder la regularidad de su paseo diario. La historia no agrega mucho, y se mantiene en un segundo plano. Cabe resaltar que la historia real es mucho más oscura. María Charlotta era la esposa de Johann Conrad Jacobi, amigo de Kant, y mucho mayor que ella. Terminó divorciándose por un amor mucho más joven y genuino. Kant tomó el lado de su amigo, y a pesar de los intentos de ella de mantener su amistad, Kant se mostró frío, y cortó relaciones.

También cabe resaltar que la fábula de la regularidad del paseo diario de Kant, al punto que los habitantes de Königsberg podían poner a la hora sus relojes al verlo pasar, tiene un sustento real, pero no era Kant sino su amigo Green quien estaba dotado de tan patológica precisión.

Veredicto

La obra es un refrescante recuento de la filosofía de Kant, que aterriza en algunos aspectos de su personalidad (no siempre verídicos, pero se perdona). Sirve como una introducción al pensamiento del filósofo de Königsberg, simple, pero a su vez correcta y profunda, que funciona tanto para adultos como para jóvenes. La variedad y abundancia de las ilustraciones logran por sí mismas que el libro valga la pena. Recomendado.


[1] A lo largo del libro el nombre de Kant aparece mal escrito, como «Emmanuel», a pesar de que él mismo se cambió el nombre de Emanuel por Immanuel cuando alcanzó la mayoría de edad. Ojalá esto pueda arreglarse en futuras ediciones.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

MONGIN, Jean Paul y Laurent MOREAU

El día loco del profesor Kant. Traducción de Cristina Ramos. Bogotá: Panamericana Editorial, 2013.

La predisposición humana al bien

A pesar de señalar la existencia en el ser humano de una maldad innata, que lo corrompe de raíz (R 6:29-39), Kant no era misántropo. Este mal radical, en realidad, se encuentra inserto, entretejido en un ser que está predispuesto «al bien» (R 6:28). Esta predisposición consta de tres clases.

La primera predisposición, a la animalidad, refiere al instinto de supervivencia, de reproducción sexual (propagación de la especie), y a la necesidad de vivir en comunidad (R 6:26). Sobre esta predisposición se insertan vicios tales como la gula, la lujuria y la necesidad salvaje de vivir fuera de cualquier orden legal, aunque Kant es decisivo al aclarar que estos vicios «no proceden por sí mismos de aquella [pre]disposición como raíz» (R 6:26-27). Es decir, si bien el mal radical contamina esta predisposición, su origen propiamente debe buscarse en otro lado. En el capítulo 1.4.3 examinaremos exactamente cómo el mal radical corrompe las primeras dos clases de la predisposición al bien.

La predisposición a la humanidad, o social, involucra ya un elemento racional (ausente en la primera), y nos insta a lo que a grandes rasgos llamamos cultura, que en un principio puede entenderse como la necesidad de procurarnos la calidad de iguales ante los ojos de los demás, pero eventualmente puede derivar en «los mayores vicios» (R 6:27). Los vicios respectivos se darían sobre la base de actitudes como los celos y la rivalidad, y serían tales como «la envidia, la ingratitud, la alegría del mal ajeno, etc.», y en el «más alto grado de su malignidad» se denominan «vicios diabólicos» (R 6:27). Más adelante, Kant negará que el ser humano sea capaz de poseer una intención diabólica, que entiende como la capacidad de «acoger lo malo como malo» (R 6:37); exactamente qué está en juego con la resistencia de Kant para permitir dicha intención, será abordado en el capítulo 1.5. Pero, como acabamos de ver, Kant no niega que el ser humano sea capaz de realizar las peores acciones, al punto de considerar a los vicios respectivos con dicho calificativo.

Hay todavía una tercera predisposición, a la personalidad, o a la moralidad, que, siguiendo a la tradición, consiste en considerarnos como teniendo la ley moral inscrita —ya de alguna forma— en nuestros corazones[1]. En lenguaje de Kant, esto se expresa como considerando al respeto que nos genera la ley moral como un incentivo, suficiente por sí mismo, para determinar nuestro arbitrio (R 6:27); es decir, que la razón pura sea efectivamente práctica[2]. En esta predisposición «absolutamente nada malo puede injertarse» (R 6:27-28).

Es en el mismo texto de la Religión donde Kant afirma categóricamente que nuestra sensibilidad, tanto animal como social, nos constituye para el bien (R 6:28). Al comienzo de la segunda parte de la Religión, Kant es todavía más directo, y afirma que el enemigo de la moralidad «no ha de ser buscado en las inclinaciones naturales, meramente indisciplinadas pero que se presentan abiertamente y sin disfraz a la conciencia de todos, sino que es un enemigo en cierto modo invisible, que se esconde tras la Razón, y es por ello tanto más peligroso» (R 6:57), a la vez que agrega que  «las inclinaciones naturales son, consideradas en sí mismas, buenas, estos es: no reprobables, y querer extirparlas no solamente es vano, sino que sería también dañino y censurable» (R 6:58). Kant descarta explícitamente que el origen del mal se encuentre en nuestra sensibilidad (R 6:34-35). Que quede establecido que el origen del mal está ligado, pues, a la segunda predisposición, a nuestra humanidad.

Y sin embargo, el ser humano es considerado, en la teoría de Kant, como malo por naturaleza. Exactamente qué significa » naturaleza» en este contexto será explicado en las próximas secciones. Por el momento, hay que señalar que Kant cree que la maldad innata implica una propensión (Hang) que todos los seres humanos poseemos y de la que somos responsables, condición que, además, resulta evidente a cualquier observación.


[1] Probablemente el ejemplo más cercano a Kant: «Y lo que Dios quiere que haga un hombre, no se lo hace decir por otro hombre, se lo dice él mismo, lo escribe en el fondo de su corazón» (Rousseau 1998: 313).

[2] Sin embargo, esto es indemostrable: «[…] explicar cómo pueda ser práctica la razón pura, es algo para lo que toda razón humana es totalmente incapaz y cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461). Profundizaremos en este punto a lo largo del tercer capítulo.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Y lo que Dios quiere que haga un hombre, no se lo hace decir por otro hombre, se lo dice él mismo, lo escribe en el fondo de su corazón. (Rousseau 1998: 313)

Jean-Jacques Rousseau. Emilio, o de la educación.

Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir. (Kant 2000: 293; Ak. V, 161-162)

Immanuel Kant. Crítica de la razón práctica.

Continuamos con nuestra investigación (presentada aquí) acerca del rol que cumple el corazón para la teoría ética de Immanuel Kant.

Que la ley moral (una idea de la razón, válida para todo ser racional[1]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar constituye un problema insoluble para el uso especulativo de nuestra misma razón, que «traspasaría todos sus confines si se atreviese a explicar cómo pueda ser práctica la razón pura, lo cual sería tanto como emprender la tarea de explicar cómo es posible la libertad» (Kant 2002: 158; Ak. IV, 458-459, cf. Ak. IV, 461)[2]. No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (Kant 2002: 138; Ak. IV, 445), es un presupuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana[3].

El presupuesto mismo será abordado en la próxima entrada, cuando tratemos el tema de lo insondable. Ahora, asumiendo que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros («la ley moral dentro de mí»), nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (Kant 2000: 161; Ak. V, 72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil[4], un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

En este pasaje clave, Kant explicita dicha conexión:

Por consiguiente, podemos apercibirnos a priori de que la ley moral, en cuanto fundamento para determinar la voluntad [precisamente, un móvil], ha de  originar un sentimiento al hacer callar todas nuestras inclinaciones, sentimiento que puede ser tildado de «dolor», obteniendo así el primer y quizá también el único caso en que podemos determinar a priori por conceptos la relación de un conocimiento (aquí lo es de una razón pura práctica) con el sentimiento de placer o displacer. (Kant 2000: 162; Ak. V, 73)

En las páginas siguientes, Kant elabora (2000: 162-167; Ak. V, 73-76): la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo («En torno a los móviles de la razón pura práctica»), sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (2000: 161; Ak. V, 72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume, Adam Smith y Francis Hutcheson (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (2000: 165-167; Ak. V, 74-76).

Será recién en la segunda parte de la obra, «Metodología de la razón pura práctica» (bastante menos extensa que la primera) donde Kant dará luces al respecto, al abordar «el modo como pueda procurarse a las leyes de la razón pura práctica un acceso al ánimo humano e influencia sobre sus máximas, es decir, el modo de convertir a la razón objetivamente práctica también en subjetivamente práctica» (2000: 277; Ak. V, 151).

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (2000: 277-278; Ak. V, 151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante, que procederemos a hacer explícito y explicar.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano (Herz) nada menos que diez veces (2000: 279, 283n, 284-285, 286, 291; Ak. V, 152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber.

Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

Veamos el siguiente pasaje, donde Kant sigue preocupado en mostrar cómo la moralidad (la ley moral como móvil) puede tener cabida en el ser humano:

Por lo tanto, la moralidad ha de tener tanto mayor fuerza sobre el corazón humano cuanto más pura sea presentada. De donde se sigue que, si la ley de las costumbres, la imagen de santidad y virtud, debe ejercer en general alguna influencia sobre nuestra alma, sólo puede hacerlo en la medida en que se vea insertada dentro de nuestro corazón como algo puro, sin mezcla de propósitos relativos a su bienestar cual móviles, ya que es en el padecimiento donde se muestra con mayor magnificencia. Sin embargo, aquello cuya marginación fortalece el efecto de una fuerza motriz ha de haber sido un obstáculo. Por consiguiente, cualquier adición de móviles relativos a la propia felicidad procura un obstáculo al influjo de la ley moral sobre el corazón humano. (Kant 2000: 285; Ak. V, 156)

El corazón será el lugar donde la ley moral tiene su influjo puro en nuestra sensibilidad, el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Mas, ¿qué es exactamente el corazón humano?

En la próxima entrada, donde nos centraremos en La metafísica de las costumbres, profundizaremos sobre el aspecto insondable del corazón humano como el lugar donde entran en contacto la ley moral y nuestra sensibilidad. Finalmente, en una cuarta y última entrada sobre el tema, volveremos a nuestro tema, el mal radical, y entenderemos con toda su fuerza la tesis según la cual el ser humano es por naturaleza malo, a la vez que haremos una evaluación crítica del recurso de Kant precisamente a la figura del corazón.


[1] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (Kant 2002: 119; Ak. IV, 431).

[2] Encontramos continuidad al respecto en la Crítica de la razón práctica: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (Kant 2000: 161; Ak. V, 72).

[3] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. Kant 2000: 293; Ak. V, 161-162).

[4] Motivación, incentivo; en alemán, Triebfeder.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

El origen del mal según la teoría ética de Immanuel Kant

El texto que viene es la ponencia que leí de forma pública el pasado viernes 26 noviembre para el VI Simposio de Estudiantes de Filosofía. Las citas a Rousseau son del Emilio, y la cita a Habermas es de “Moralidad y eticidad: ¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?”. La sumilla la pueden encontrar acá.


«El hombre es por naturaleza malo» (R 6:32), nos dice el amargado filósofo Immanuel Kant en La Religión dentro de los límites de la mera Razón (1793). Esta oscura tesis podría servir para confirmar la magra imagen de la sensibilidad del ser humano que puede extraerse de una apresurada lectura de su obra sobre moral más conocida, la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785).

No obstante, es en el mismo texto de la Religión donde Kant afirma categóricamente que nuestra sensibilidad, tanto animal como social, nos constituye para el bien (R 6:28). Kant entiende este carácter sensible no como determinándonos, sino únicamente como predisposiciones (Anlage): la predisposición a la animalidad está constituida por el instinto de supervivencia, de reproducción sexual (propagación de la especie), y la necesidad de vivir en comunidad (R 6:26); la predisposición a la humanidad, o social, nos insta a lo que a grandes rasgos llamamos cultura (R 6:27). Hay todavía una tercera predisposición, a la moralidad, que, siguiendo a la tradición, consiste en considerarnos como teniendo la ley moral inscrita ya ‒de alguna forma‒ en nuestros corazones. Queda descartado, entonces, que el origen del mal se encuentre en nuestra sensibilidad (R 6:34-35), o en la materia, como, por ejemplo, era el caso para los estoicos.

¿En dónde reside, entonces, la fuente del mal? Escondida tras la razón, será la respuesta de Kant (R 6:57). Pero para entender esto correctamente, voy a intentar posicionar su proyecto ético de fundamentación  y establecimiento de una moral universal dentro de su visión de la especie humana en la historia, y esperar que esto nos ayude a entender mejor su filosofía moral, comúnmente pensada como a-histórica. Sin embargo, al hacerlo me adentro en aguas desconocidas, y si bien espero ser lo más fiel posible a los textos de Kant, la obligación última de esta ponencia será respecto del proyecto kantiano, que podría considerarse vivo todavía hoy.

Vayamos, entonces, a Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (1784), escrito al mismo tiempo que la Fundamentación.

Si nos limitamos a los hechos, resulta imposible encontrar algún sentido o propósito en los pocos cientos de miles de años que tiene nuestra especie dentro de los aproximadamente 14 mil millones de años de existencia del Universo. Y si queremos ir incluso más allá, a preguntas sobre el origen del mismo, sobre la eternidad y el infinito, pronto no nos quedará otra opción que postrarnos ante el peso del absurdo cósmico que se coloca con absoluto esplendor… sobre nuestra insignificancia.

De esta forma, «al filósofo no le queda otro recurso», nos dirá Kant, «que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza» (I 8:17), que no debemos entender como una realidad objetiva, que descubrimos, sino como un mero principio regulativo, una idea, que nos ayude a pensar más allá de los hechos, siempre conscientes de la inevitable arbitrariedad de nuestro viaje especulativo.

En el cuarto principio de Ideas, Kant introduce el «bastante obvio» carácter antagónico de nuestra especie, que llama insociable sociabilidad, y se refiere con esto a que la inclinación de los seres humanos «a vivir en sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad» (I 8:19). El hombre, entonces, no es el lobo del hombre, como diría Hobbes, pero tampoco una especie apaciblemente gregaria, como algunos científicos parecerían querer hacernos creer. Lo que propone Kant con esta tesis es algo que espera se mantenga ajeno a controversia alguna, y que responda a lo que la mayoría de nosotros pueda aceptar sin ningún problema, es decir, que a veces trabajamos cooperativamente en  perfecta armonía, pero a veces, y no tan pocas veces, nos matamos despiadadamente.

El hombre «encuentra […] en sí mismo la insociable cualidad de doblegar todo a su mero capricho y, como se sabe propenso a oponerse a los demás, espera hallar esa misma resistencia por doquier» (I 8:20). Pero es justamente este lado insociable, expresado en conductas como la ambición, y vicios como el afán de dominio y la codicia, que permiten el paso de la barbarie hacia la cultura, que Kant considera como el valor social del hombre, sobre el que volveremos en un instante.

Sin estas propiedades «verdaderamente poco amables» de la insociabilidad, los seres humanos nos habríamos quedado contentos en una vida de pastores, y seríamos tan bondadosos como las ovejas que cuidásemos.

Ciertamente no fue ese el caso, y poco a poco nuestra especie dio el paso hacia la cultura, que no debemos entender dicotómicamente como buena en comparación a la pagana barbarie, sino que justamente es con aquella que las personas empiezan a atribuirse unas a otras valor social, esto es, surge la desigualdad, a la cual Kant se refiere como «ese rico manantial de tantos males, pero asimismo de todo bien», y que no puede evitar sino acrecentarse (MA 8:118).

Contrastándolo con la dignidad, el valor social del hombre consiste justamente en considerarnos unos a otros como cosas, dándonos valores distintos, o poniéndonos precio, lo que nos impide reconocer el valor absoluto que todos los seres racionales poseemos por igual.

El rol que cumple este carácter antagónico es el de llevarnos a desarrollar nuestros talentos, que no deberíamos entender como presupuestos, simplemente esperando ser descubiertos, sino como ese ilimitada capacidad humana que nos permite escribir novelas, construir represas, investigar el átomo y traspasar los límites de nuestro insignificante Sistema Solar.

Ahora, el punto acá es que se llega a un momento en la historia, o al menos así podemos pensarlo, en que la insociabilidad deja de cumplir su papel, y se vuelve un obstáculo para el desarrollo de las disposiciones naturales humanas, y que sólo el «discernimiento ético en principios prácticos» (I 8:20) permite superar; esto es, el imperativo categórico.

Para ilustrar este punto, consideremos lo siguiente. Hasta hace pocos siglos, el estado de competencia entre las naciones las llevó a desarrollar una serie de tecnologías en el periodo que suele llamarse la Revolución Industrial. Muchos abusos, o al menos así lo consideramos ahora, acompañaron estos cambios, como, por ejemplo, la mano de obra infantil (que en buena medida se mantiene hasta nuestros días). No obstante, si bien es imposible justificar tales abusos, el carácter insociable de los seres humanos, a gran escala, es el que permite tales avances tecnológicos que pueden considerarse como parte del desarrollo de nuestras capacidades y talentos como especie.

Ya dijimos que sería malentender fundamentalmente a Kant si creemos que los grandes crímenes de la historia quedan entonces justificados moralmente como medios para un fin ulterior. Nadie está justificado a cometer tales abusos, sino precisamente estamos obligados a lo opuesto, y no puede quedar duda sobre eso. Como bien dice Habermas, «la máxima de que el fin justifica los medios es incompatible con la letra y el espíritu del universalismo moral». El filósofo, no obstante, cuando considera los excesos que han acaecido a lo largo de la historia, está autorizado a pensarlos como parte de un plan mayor, que escapa cualquier «propósito racional» individual (I 8:17).

Volviendo al ejemplo dado, ya en una época posterior al desarrollo de armas de destrucción masiva capaces de acabar con la especie humana, es difícil concebir este antagonismo como sirviendo función alguna, salvo si queremos considerar el fin de los tiempos como un fin deseable.

Es en el mismo cuarto principio de Ideas que Kant habla del paso de un consenso social patológico a uno propiamente moral, donde poco a poco el hombre se va dando cuenta, mediante una continua Ilustración, del valor absoluto de su humanidad, o la ya mencionada dignidad inherente a todas las personas, lo que no puede sino desestabilizar cualquier consenso social que se le oponga, como la esclavitud de un grupo étnico, la sumisión del género femenino, o la ya mencionada labor infantil.

Se podría argumentar que el reconocimiento de la dignidad, o el valor absoluto de todo ser humano, ha estado presente de alguna forma en un sinnúmero de culturas a lo largo de los tiempos (aunque ciertamente en la minoría de individuos); mas es recién en la época que Kant cree estar viviendo que esta Ilustración se vuelve verdaderamente necesaria para que continúe el desarrollo de las capacidades humanas. Si bien la Ilustración, entendida como la consciencia de que todas las personas poseemos igual dignidad, debe extenderse a las masas, la solución que Kant propone para sobreponernos a nuestro carácter insociable es la del establecimiento de un orden civil justo, lo que depende a su vez de la reglamentación de las relaciones entre los estados.

La insociable sociabilidad se mantiene, por supuesto, imposible de erradicar por completo, pero parece poder ser contenida por el derecho, mediante el establecimiento de una constitución civil perfectamente justa (I 8:21). De forma paralela, la virtud también puede apoyar a contener la insociable sociabilidad, y en este contexto se entiende que deba practicarse en comunidad, lo que la asemeja a una religión propiamente moral.

A estas alturas se torna inevitable ya volvernos al problema del mal.

La ley moral, para Kant, es respecto del hombre un incentivo, suficiente por sí mismo, para determinar nuestro albedrío. El hombre, en tanto ser libre, tiene la ley moral ya dentro de sí, y Kant llega tan lejos como para decir que, de no ser ese el caso, incluso el ser más racional (calculador) necesitaría de otros incentivos para determinar su actuar, y ni la más racional de las reflexiones podría siquiera atisbar algo así como una ley moral (R 6:26 n). Que tengamos a la ley moral como incentivo, por el respeto que nos genera, significa que tenemos una predisposición  (Anlage) al bien, y es esta la predisposición a la personalidad, o a la moralidad, que mencionamos al principio. De igual forma, contamos también con el incentivo de la sensibilidad, que identifica bajo la etiqueta del ‘amor propio’ (Eigenliebe).

Kant concibe este amor propio, primero, como meramente mecánico, lo que corresponde a la ya mencionada predisposición del hombre a la animalidad; pero además, como físico, pero que involucra la comparación con otros hombres, lo que identifica con la también mencionada predisposición a la humanidad (R 6:26-27).

En este punto resulta inconfundible la influencia de Jean-Jacques Rousseau, pues ambos niveles de amor propio corresponden al amor de sí, y al amor propio, respectivamente:

El amor de sí, que sólo nos afecta a nosotros, se contenta cuando nuestras verdaderas necesidades son satisfechas; pero el amor propio, que se compara, nunca está contento y no podría estarlo, porque ese sentimiento, al preferirnos a los demás, exige que los demás nos prefieran a sí mismos, lo cual es imposible. […] De esta forma, lo que hace al hombre esencialmente bueno es tener pocas necesidades y compararse poco con los demás; lo que lo hace esencialmente malo es tener muchas necesidades y atenerse mucho a la opinión. (Rousseau, p. 315)

Cuando Kant afirma que el hombre es por naturaleza malo, no se refiere sino a que tenemos una propensión, que consiste en anteponer el incentivo del amor propio al de la ley moral. Y esto no por algún impulso sensible, sino como un acto libre de nuestro albedrío o racionalidad. En esto consiste su tesis del mal radical. En el lenguaje que hemos estado tratando, significaría justamente otorgarnos un valor social unos a otros, que no corresponde a nuestro verdadero valor absoluto o dignidad.

El mal se origina, precisamente, en una elección libre de nuestra voluntad, que no debemos pensar como ocurriendo en algún momento determinado de nuestras vidas, sino que se manifiesta cada vez que nos relacionamos con otros y fallamos en reconocer su valor absoluto.

De ahí que el mal surja no en tanto individuos aislados, sino siempre cuando estamos en relación unos con otros (R 6:93):

La envidia, el ansia de dominio, la codicia y las inclinaciones hostiles ligadas a todo ello asaltan su naturaleza, en sí modesta, tan pronto como está entre hombres, y ni siquiera es necesario suponer ya que éstos están hundidos en el mal y constituyen ejemplos que inducen a él; es bastante que estén ahí, que lo rodeen, y que sean hombres, para que mutuamente se corrompan en su disposición moral y se hagan malos unos a otros. (R 6:93-94)

Cuando Kant afirma en la Antropología en sentido pragmático (1798) que «las pasiones son cánceres de la razón pura práctica y, las más de las veces, incurables» (A 7:XX), no debemos confundir tales palabras como una dictatorial crítica a la sensibilidad, que es de por sí buena, sino como la corrupción de nuestra racionalidad de dejar de reconocer sistemáticamente el valor absoluto de nuestra propia persona o de cualquier otra.

En su Antropología, Kant define ‘pasión’ como aquella «inclinación que impide a la razón compararla […] con la suma de todas nuestras [otras] inclinaciones» (A 7:XX). Siendo a su vez una ‘inclinación’ un «apetito sensible, que le sirve al sujeto de regla (hábito)» (A 7:XX).

Hoy en día, podríamos decir que alguien tiene pasión por, digamos, tocar el piano, si es que esa persona disfruta enormemente dicha actividad, y la considera prioritariamente respecto de muchas otras. De la misma forma, podríamos hablar de pasión por el cine, algún deporte, la filosofía, las reuniones con amigos, etc. Este significado de pasión, por supuesto, no tiene nada de reprochable desde un punto de vista moral. Una vida carente de ese tipo de pasiones, sería una vida bastante triste.

Sólo podríamos hablar estrictamente de pasión, en el lenguaje de Kant, de una persona que, por tocar el piano, para mantenernos en el mismo ejemplo, descuide a su familia, a sus amigos, su propia salud, y esté dispuesto a cualquier cosa, para seguir practicando su actividad. Sólo es en este sentido de ‘pasión’ que nos veríamos obligados a repudiarla moralmente.

Es completamente característico de la filosofía de Kant, que no podemos librarnos de la responsabilidad moral de tomar en cuenta, al actuar, siempre a otras personas que puedan verse afectadas, nos guste o no. Siempre debemos de estar alertas para no anteponer nuestros fines a los de otro. Pretender que nuestras propias inclinaciones toman preferencia respecto de los límites que nos impone la obligación de tratar a todos con dignidad absoluta, es precisamente lo que Kant denomina ‘vanidad’.

También podemos entender tal vanidad como el otorgarnos a nosotros mismos un valor social que consideramos superior al de otras personas. Es esta tendencia humana el mayor enemigo de la moralidad, la expresión del mal radical en una conducta humana que todos somos capaces de reconocer, y la ley moral se manifiesta en todo su esplendor cuando, por el respeto que nos genera, consigue humillarla.

Entonces, si como ya dijimos, el mal surge en comunidad, sólo de igual modo puede superarse:

El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (R 6:94)

Sin embargo, esta sociedad bajo leyes éticas no debe confundirse con el proyecto paralelo de instaurar una constitución civil perfectamente justa, problema que, como ya se dijo, corresponde al derecho.

Si esperábamos una explicación mística del origen de la maldad, ciertamente nos veremos decepcionados si acudimos a Kant. Decir que el mal se origina en la relación entre seres humanos, por el mismo hecho de estar unos al lado de otros, y esto como un carácter de nuestra especie, puede sin duda sonar obvio, o superfluo.

No obstante, me parece que la concepción kantiana del mal resulta inmensamente más valiosa si la consideramos de lado de su teoría ética más formal, que examinada por sí sola podría parecer fuertemente individualista y tontamente rigorista.

Deberíamos considerar, entonces, ambas propuestas, la del establecimiento de un orden civil justo, como la de una comunidad regida por leyes éticas, más bien, como dos flancos por los cuales atacar nuestro carácter insociable, que en el momento actual, no sólo está impidiendo a nuestra especie enfocar sus recursos en el desarrollo de nuestras capacidades, sino que amenaza seriamente nuestra continua existencia.

Una teoría ética que tenga como objetivo reconocer el valor absoluto, es decir, la dignidad de las personas, sería la respuesta histórica de Kant ante el absurdo de la condición humana.

Entre razones y pasiones: El origen del mal según la teoría ética de Immanuel Kant

Planeo presentar una ponencia para el VI Simposio de Estudiantes de Filosofía, a llevarse a cabo a finales de noviembre.

Tengo ya, una sumilla provisional que quiero adelantar. El título de la ponencia, también provisional, es el del título de este post.

Sumilla: El objetivo de la ponencia será adentrarnos en el problema filosófico que constituye comprender el origen del mal en los seres humanos, tal como está presente en los distintos escritos de Kant, en especial en La Religión dentro de los límites de la mera Razón, pero prestando especial atención a sus escritos de Historia y de Antropología. El frío e inexpresivo imperativo categórico constituye un incentivo suficiente para determinar nuestra imperfecta voluntad humana, mas la aplicación de tal imperativo (válido para todos los seres racionales) a la especie humana por parte de Kant resulta mucho más sutil y compleja de lo que uno podría esperar. Como intentaremos mostrar, Kant sigue de cerca a Jean-Jacques Rousseau al sostener que el mal se origina inevitablemente con la sociabilidad del ser humano, para lo que tendremos que explicar el rol que juegan las pasiones sociales («cánceres incurables de la razón pura práctica»), el amor propio y la vanidad. No obstante, tendremos que mostrar también cómo la razón y la sensibilidad están lejos de conformar una oposición a priori, encontrándose el mal no en el carácter sensible del ser humano, sino más bien escondido detrás de la razón.

Es el tema que estoy trabajando para la tesis, aunque no quiero presentar simplemente una «parte», sino presentarlo de forma íntegra preparado para la oralidad, pero sin perder la rigurosidad del caso.

La imagen la saqué de este blog.

De la imposibilidad de ver lo que realmente ocurre en los corazones de las personas

Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo […]

-Genesis 6:5.

La ley moral —tal como Immanuel Kant la concibe en la Crítica de la razón práctica y La Religión dentro de los límites de la mera Razón— es respecto del ser humano un incentivo, suficiente por sí mismo para determinar nuestro albedrío (Willkür). En tanto seres libres, tenemos la ley moral ya dentro de nosotros, y Kant llega tan lejos como para decir que, de no ser ese el caso, incluso el ser más racional (calculador) necesitaría de otros incentivos para determinar su albedrío, y ni la más racional de las reflexiones podría siquiera atisbar algo así como una ley moral (R 6:26 nota)[1]. Que tengamos a la ley moral como incentivo, por el respeto que nos genera, significa que tenemos una disposición (Anlage) al bien. No obstante, contamos también, por disposición natural, y en este caso completamente sensible, con los incentivos de la sensibilidad, de por sí inocentes −presentes en el hombre para el bien− y que Kant agrupa bajo el nombre de ‘amor propio’[2] (Eigenliebe).

"El hombre es por naturaleza malo" (R 6:32).

Tenemos, de esta forma, dos incentivos dentro del albedrío, el de la ley moral, y el del amor propio. Si bien estos coexisten, y ninguno puede ser eliminado, uno tiene siempre que subordinar al otro. Este acto de subordinar uno al otro se da en lo que Kant llama Gesinnung (fundamento subjetivo de la adopción de las máximas), y en la medida que sólo hay dos opciones posibles, ésta tiene que ser o buena o mala.

Desde la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant nos dice que los verdaderos fundamentos detrás de la máxima de una acción son siempre insondables, no sólo para el observador, sino incluso para uno mismo (G 4:406-8). En la Religión, se vuelve evidente que es el carácter insondable de esta Gesinnung lo que genera la indeterminación en el resto de las máximas. Por ejemplo, ayudar a un desconocido en un momento de necesidad es una acción, cuya máxima respectiva podría ser la de ‘ayudar al prójimo cuando lo necesite’, teniendo que ser ésta a su vez conforme a la ley moral (para que sea una máxima buena). La intención, en el sentido en que está presente en la Fundamentación, sería la adopción de esa máxima particular, la de ayudar al prójimo, y permanecería insondable en la medida que nunca se podría determinar si es que tal máxima, conforme a la ley moral, se adoptó precisamente con la ley moral como incentivo suficiente, o si hubo incentivos ocultos, no morales, que afectaron la adopción de dicha máxima, determinándola (como un posible sentimiento de pena ante la situación de ver a un ser humano sufriendo). Esta falta de certeza es algo que parece no perturbar a Kant, salvo el hecho de que se la reconozca.

Recién con la Gesinnung en el centro de atención, resulta claro que es su carácter insondable lo que oscurece al resto de las máximas. Recordemos que la Gesinnung refiere únicamente al orden de subordinación de los dos incentivos en el albedrío, y es esto lo que Kant señala en la fundamentación: el no poder ver los fundamentos que determinan la adopción de nuestras máximas, o el pensamiento de nuestros corazones.

Lejos de ser una ética que se preocupe obsesivamente por la pureza de nuestras intenciones (pues nunca podremos estar seguros de la misma), sólo nos queda actuar como si la ley moral fuera el fundamento determinante de la adopción de nuestras máximas, y esperar que eventualmente nuestra vanidad (Eigendünkel) trascienda en una verdadera intención moral.

La imagen la saqué de una entrada del blog Cabalgando al Tigre.


[1] A estas alturas ya debería dejar de ser un lugar común confundir la razón ilustrada con la mera razón instrumental, que no es más que el uso más básico de la razón práctica (G 4:415-6).

[2] Kant concibe el amor propio, primero, como meramente mecánico, lo que corresponde a la disposición del hombre a la animalidad; pero además, como físico, pero que involucra la comparación con otros hombres, lo que identifica con la disposición a la humanidad (R 6:26-7).

En este punto resulta inconfundible la influencia de Jean-Jacques Rousseau, pues ambos niveles de amor propio corresponden al amor de sí, y al amor propio, respectivamente:

El amor de sí, que sólo nos afecta a nosotros, se contenta cuando nuestras verdaderas necesidades son satisfechas; pero el amor propio, que se compara, nunca está contento y no podría estarlo, porque ese sentimiento, al preferirnos a los demás, exige que los demás nos prefieran a sí mismos, lo cual es imposible. […] De esta forma, lo que hace al hombre esencialmente bueno es tener pocas necesidades y compararse poco con los demás; lo que lo hace esencialmente malo es tener muchas necesidades y atenerse mucho a la opinión. [Jean-Jacques Rousseau, Emilio, o De la educación (Madrid: Alianza Editorial, 2001) p. 315]

La misma tesis del mal radical en la naturaleza humana no es más que una elaboración e integración de esto al contexto del resto de su teoría ética.

Eigendünkel

La Fundamentación de la metafísica de las costumbres—la primera gran obra sobre ética de Immanuel Kant—parece esbozar una imagen de la agencia humana excesivamente dualista y, por lo tanto, limitada: una lucha entre la—dictatorial—razón y las—siempre nocivas—inclinaciones.

Existe ya un consenso entre los estudiosos en que la cuestión no es tan sencilla, y que incluso dentro de la Fundamentación una lectura tal es insostenible. No debiera sorprendernos que, si ampliamos la mirada a la Crítica de la razón práctica, a la Religión dentro de los límites de la mera razón, a la misma Metafísica de las costumbres, o a sus escritos de Historia y de Antropología, el problema de la agencia humana se evidencia como mucho más complejo y valioso.

En la Crítica de la razón práctica (Capítulo III de «La analítica de la razón pura práctica»), Kant diluye la dicotomía afirmando que la ley moral—o la razón pura práctica—tiene un efecto sobre nuestra sensibilidad, que es a su vez un sentimiento. Pero, ¿qué es lo que este nuevo sentimiento (de respeto hacia la ley moral) enfrenta? Kant responde con la idea de amor propio de Rousseau, pero principalmente aludiendo a la vanidad (Eigendünkel; self-conceit, en inglés).

Eigendünkel.

Sin embargo, ¿cómo puede la ley moral, forma de una causalidad intelectual, afectar nuestra sensibilidad a tal punto de humillarla (cuando sea que se le resista)?

O hasta qué punto la respuesta a dicha pregunta sobrepasa la esfera de un estudio estrictamente a priori y nos lleva al ámbito de la Antropología y de la Historia.

Por supuesto que Kant no ignoró esto último. Es más, todo lo contrario. Recientes estudiosos han identificado los conceptos de amor propio y de vanidad con la tesis del mal radical de la Religión, así como con el concepto de insociable sociabilidad, de Idea para una historia universal con una mira cosmopolita; es decir, la moral pura con la Antropología y con la Historia.

Puesto que en los próximos ciclos me veré envuelto en mi tesis de la Maestría de Filosofía (ya no de CC.PP.), quiero partir del papel que juega la Eigendünkel[1] en la teoría ética de Kant, ya no vista de forma unidimensional, sino en contacto con estas otras disciplinas, que no sólo la enriquecen, sino que juegan un papel fundamental para su correcta comprensión.

Además, desde las primeras líneas del post inaugural de este blog he prometido una investigación sobre el mal radical, y ya es hora de que se cumpla lo ofrecido.


[1] Todavía ando a la búsqueda del equivalente más propicio en español, por lo que acepto sugerencias.