El texto que viene es la ponencia que leí de forma pública el pasado viernes 26 noviembre para el VI Simposio de Estudiantes de Filosofía. Las citas a Rousseau son del Emilio, y la cita a Habermas es de “Moralidad y eticidad: ¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?”. La sumilla la pueden encontrar acá.
«El hombre es por naturaleza malo» (R 6:32), nos dice el amargado filósofo Immanuel Kant en La Religión dentro de los límites de la mera Razón (1793). Esta oscura tesis podría servir para confirmar la magra imagen de la sensibilidad del ser humano que puede extraerse de una apresurada lectura de su obra sobre moral más conocida, la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785).
No obstante, es en el mismo texto de la Religión donde Kant afirma categóricamente que nuestra sensibilidad, tanto animal como social, nos constituye para el bien (R 6:28). Kant entiende este carácter sensible no como determinándonos, sino únicamente como predisposiciones (Anlage): la predisposición a la animalidad está constituida por el instinto de supervivencia, de reproducción sexual (propagación de la especie), y la necesidad de vivir en comunidad (R 6:26); la predisposición a la humanidad, o social, nos insta a lo que a grandes rasgos llamamos cultura (R 6:27). Hay todavía una tercera predisposición, a la moralidad, que, siguiendo a la tradición, consiste en considerarnos como teniendo la ley moral inscrita ya ‒de alguna forma‒ en nuestros corazones. Queda descartado, entonces, que el origen del mal se encuentre en nuestra sensibilidad (R 6:34-35), o en la materia, como, por ejemplo, era el caso para los estoicos.
¿En dónde reside, entonces, la fuente del mal? Escondida tras la razón, será la respuesta de Kant (R 6:57). Pero para entender esto correctamente, voy a intentar posicionar su proyecto ético de fundamentación y establecimiento de una moral universal dentro de su visión de la especie humana en la historia, y esperar que esto nos ayude a entender mejor su filosofía moral, comúnmente pensada como a-histórica. Sin embargo, al hacerlo me adentro en aguas desconocidas, y si bien espero ser lo más fiel posible a los textos de Kant, la obligación última de esta ponencia será respecto del proyecto kantiano, que podría considerarse vivo todavía hoy.
Vayamos, entonces, a Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (1784), escrito al mismo tiempo que la Fundamentación.
Si nos limitamos a los hechos, resulta imposible encontrar algún sentido o propósito en los pocos cientos de miles de años que tiene nuestra especie dentro de los aproximadamente 14 mil millones de años de existencia del Universo. Y si queremos ir incluso más allá, a preguntas sobre el origen del mismo, sobre la eternidad y el infinito, pronto no nos quedará otra opción que postrarnos ante el peso del absurdo cósmico que se coloca con absoluto esplendor… sobre nuestra insignificancia.
De esta forma, «al filósofo no le queda otro recurso», nos dirá Kant, «que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza» (I 8:17), que no debemos entender como una realidad objetiva, que descubrimos, sino como un mero principio regulativo, una idea, que nos ayude a pensar más allá de los hechos, siempre conscientes de la inevitable arbitrariedad de nuestro viaje especulativo.
En el cuarto principio de Ideas, Kant introduce el «bastante obvio» carácter antagónico de nuestra especie, que llama insociable sociabilidad, y se refiere con esto a que la inclinación de los seres humanos «a vivir en sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad» (I 8:19). El hombre, entonces, no es el lobo del hombre, como diría Hobbes, pero tampoco una especie apaciblemente gregaria, como algunos científicos parecerían querer hacernos creer. Lo que propone Kant con esta tesis es algo que espera se mantenga ajeno a controversia alguna, y que responda a lo que la mayoría de nosotros pueda aceptar sin ningún problema, es decir, que a veces trabajamos cooperativamente en perfecta armonía, pero a veces, y no tan pocas veces, nos matamos despiadadamente.
El hombre «encuentra […] en sí mismo la insociable cualidad de doblegar todo a su mero capricho y, como se sabe propenso a oponerse a los demás, espera hallar esa misma resistencia por doquier» (I 8:20). Pero es justamente este lado insociable, expresado en conductas como la ambición, y vicios como el afán de dominio y la codicia, que permiten el paso de la barbarie hacia la cultura, que Kant considera como el valor social del hombre, sobre el que volveremos en un instante.
Sin estas propiedades «verdaderamente poco amables» de la insociabilidad, los seres humanos nos habríamos quedado contentos en una vida de pastores, y seríamos tan bondadosos como las ovejas que cuidásemos.
Ciertamente no fue ese el caso, y poco a poco nuestra especie dio el paso hacia la cultura, que no debemos entender dicotómicamente como buena en comparación a la pagana barbarie, sino que justamente es con aquella que las personas empiezan a atribuirse unas a otras valor social, esto es, surge la desigualdad, a la cual Kant se refiere como «ese rico manantial de tantos males, pero asimismo de todo bien», y que no puede evitar sino acrecentarse (MA 8:118).
Contrastándolo con la dignidad, el valor social del hombre consiste justamente en considerarnos unos a otros como cosas, dándonos valores distintos, o poniéndonos precio, lo que nos impide reconocer el valor absoluto que todos los seres racionales poseemos por igual.
El rol que cumple este carácter antagónico es el de llevarnos a desarrollar nuestros talentos, que no deberíamos entender como presupuestos, simplemente esperando ser descubiertos, sino como ese ilimitada capacidad humana que nos permite escribir novelas, construir represas, investigar el átomo y traspasar los límites de nuestro insignificante Sistema Solar.
Ahora, el punto acá es que se llega a un momento en la historia, o al menos así podemos pensarlo, en que la insociabilidad deja de cumplir su papel, y se vuelve un obstáculo para el desarrollo de las disposiciones naturales humanas, y que sólo el «discernimiento ético en principios prácticos» (I 8:20) permite superar; esto es, el imperativo categórico.
Para ilustrar este punto, consideremos lo siguiente. Hasta hace pocos siglos, el estado de competencia entre las naciones las llevó a desarrollar una serie de tecnologías en el periodo que suele llamarse la Revolución Industrial. Muchos abusos, o al menos así lo consideramos ahora, acompañaron estos cambios, como, por ejemplo, la mano de obra infantil (que en buena medida se mantiene hasta nuestros días). No obstante, si bien es imposible justificar tales abusos, el carácter insociable de los seres humanos, a gran escala, es el que permite tales avances tecnológicos que pueden considerarse como parte del desarrollo de nuestras capacidades y talentos como especie.
Ya dijimos que sería malentender fundamentalmente a Kant si creemos que los grandes crímenes de la historia quedan entonces justificados moralmente como medios para un fin ulterior. Nadie está justificado a cometer tales abusos, sino precisamente estamos obligados a lo opuesto, y no puede quedar duda sobre eso. Como bien dice Habermas, «la máxima de que el fin justifica los medios es incompatible con la letra y el espíritu del universalismo moral». El filósofo, no obstante, cuando considera los excesos que han acaecido a lo largo de la historia, está autorizado a pensarlos como parte de un plan mayor, que escapa cualquier «propósito racional» individual (I 8:17).
Volviendo al ejemplo dado, ya en una época posterior al desarrollo de armas de destrucción masiva capaces de acabar con la especie humana, es difícil concebir este antagonismo como sirviendo función alguna, salvo si queremos considerar el fin de los tiempos como un fin deseable.
Es en el mismo cuarto principio de Ideas que Kant habla del paso de un consenso social patológico a uno propiamente moral, donde poco a poco el hombre se va dando cuenta, mediante una continua Ilustración, del valor absoluto de su humanidad, o la ya mencionada dignidad inherente a todas las personas, lo que no puede sino desestabilizar cualquier consenso social que se le oponga, como la esclavitud de un grupo étnico, la sumisión del género femenino, o la ya mencionada labor infantil.
Se podría argumentar que el reconocimiento de la dignidad, o el valor absoluto de todo ser humano, ha estado presente de alguna forma en un sinnúmero de culturas a lo largo de los tiempos (aunque ciertamente en la minoría de individuos); mas es recién en la época que Kant cree estar viviendo que esta Ilustración se vuelve verdaderamente necesaria para que continúe el desarrollo de las capacidades humanas. Si bien la Ilustración, entendida como la consciencia de que todas las personas poseemos igual dignidad, debe extenderse a las masas, la solución que Kant propone para sobreponernos a nuestro carácter insociable es la del establecimiento de un orden civil justo, lo que depende a su vez de la reglamentación de las relaciones entre los estados.
La insociable sociabilidad se mantiene, por supuesto, imposible de erradicar por completo, pero parece poder ser contenida por el derecho, mediante el establecimiento de una constitución civil perfectamente justa (I 8:21). De forma paralela, la virtud también puede apoyar a contener la insociable sociabilidad, y en este contexto se entiende que deba practicarse en comunidad, lo que la asemeja a una religión propiamente moral.
A estas alturas se torna inevitable ya volvernos al problema del mal.
La ley moral, para Kant, es respecto del hombre un incentivo, suficiente por sí mismo, para determinar nuestro albedrío. El hombre, en tanto ser libre, tiene la ley moral ya dentro de sí, y Kant llega tan lejos como para decir que, de no ser ese el caso, incluso el ser más racional (calculador) necesitaría de otros incentivos para determinar su actuar, y ni la más racional de las reflexiones podría siquiera atisbar algo así como una ley moral (R 6:26 n). Que tengamos a la ley moral como incentivo, por el respeto que nos genera, significa que tenemos una predisposición (Anlage) al bien, y es esta la predisposición a la personalidad, o a la moralidad, que mencionamos al principio. De igual forma, contamos también con el incentivo de la sensibilidad, que identifica bajo la etiqueta del ‘amor propio’ (Eigenliebe).
Kant concibe este amor propio, primero, como meramente mecánico, lo que corresponde a la ya mencionada predisposición del hombre a la animalidad; pero además, como físico, pero que involucra la comparación con otros hombres, lo que identifica con la también mencionada predisposición a la humanidad (R 6:26-27).
En este punto resulta inconfundible la influencia de Jean-Jacques Rousseau, pues ambos niveles de amor propio corresponden al amor de sí, y al amor propio, respectivamente:
El amor de sí, que sólo nos afecta a nosotros, se contenta cuando nuestras verdaderas necesidades son satisfechas; pero el amor propio, que se compara, nunca está contento y no podría estarlo, porque ese sentimiento, al preferirnos a los demás, exige que los demás nos prefieran a sí mismos, lo cual es imposible. […] De esta forma, lo que hace al hombre esencialmente bueno es tener pocas necesidades y compararse poco con los demás; lo que lo hace esencialmente malo es tener muchas necesidades y atenerse mucho a la opinión. (Rousseau, p. 315)
Cuando Kant afirma que el hombre es por naturaleza malo, no se refiere sino a que tenemos una propensión, que consiste en anteponer el incentivo del amor propio al de la ley moral. Y esto no por algún impulso sensible, sino como un acto libre de nuestro albedrío o racionalidad. En esto consiste su tesis del mal radical. En el lenguaje que hemos estado tratando, significaría justamente otorgarnos un valor social unos a otros, que no corresponde a nuestro verdadero valor absoluto o dignidad.
El mal se origina, precisamente, en una elección libre de nuestra voluntad, que no debemos pensar como ocurriendo en algún momento determinado de nuestras vidas, sino que se manifiesta cada vez que nos relacionamos con otros y fallamos en reconocer su valor absoluto.
De ahí que el mal surja no en tanto individuos aislados, sino siempre cuando estamos en relación unos con otros (R 6:93):
La envidia, el ansia de dominio, la codicia y las inclinaciones hostiles ligadas a todo ello asaltan su naturaleza, en sí modesta, tan pronto como está entre hombres, y ni siquiera es necesario suponer ya que éstos están hundidos en el mal y constituyen ejemplos que inducen a él; es bastante que estén ahí, que lo rodeen, y que sean hombres, para que mutuamente se corrompan en su disposición moral y se hagan malos unos a otros. (R 6:93-94)
Cuando Kant afirma en la Antropología en sentido pragmático (1798) que «las pasiones son cánceres de la razón pura práctica y, las más de las veces, incurables» (A 7:XX), no debemos confundir tales palabras como una dictatorial crítica a la sensibilidad, que es de por sí buena, sino como la corrupción de nuestra racionalidad de dejar de reconocer sistemáticamente el valor absoluto de nuestra propia persona o de cualquier otra.
En su Antropología, Kant define ‘pasión’ como aquella «inclinación que impide a la razón compararla […] con la suma de todas nuestras [otras] inclinaciones» (A 7:XX). Siendo a su vez una ‘inclinación’ un «apetito sensible, que le sirve al sujeto de regla (hábito)» (A 7:XX).
Hoy en día, podríamos decir que alguien tiene pasión por, digamos, tocar el piano, si es que esa persona disfruta enormemente dicha actividad, y la considera prioritariamente respecto de muchas otras. De la misma forma, podríamos hablar de pasión por el cine, algún deporte, la filosofía, las reuniones con amigos, etc. Este significado de pasión, por supuesto, no tiene nada de reprochable desde un punto de vista moral. Una vida carente de ese tipo de pasiones, sería una vida bastante triste.
Sólo podríamos hablar estrictamente de pasión, en el lenguaje de Kant, de una persona que, por tocar el piano, para mantenernos en el mismo ejemplo, descuide a su familia, a sus amigos, su propia salud, y esté dispuesto a cualquier cosa, para seguir practicando su actividad. Sólo es en este sentido de ‘pasión’ que nos veríamos obligados a repudiarla moralmente.
Es completamente característico de la filosofía de Kant, que no podemos librarnos de la responsabilidad moral de tomar en cuenta, al actuar, siempre a otras personas que puedan verse afectadas, nos guste o no. Siempre debemos de estar alertas para no anteponer nuestros fines a los de otro. Pretender que nuestras propias inclinaciones toman preferencia respecto de los límites que nos impone la obligación de tratar a todos con dignidad absoluta, es precisamente lo que Kant denomina ‘vanidad’.
También podemos entender tal vanidad como el otorgarnos a nosotros mismos un valor social que consideramos superior al de otras personas. Es esta tendencia humana el mayor enemigo de la moralidad, la expresión del mal radical en una conducta humana que todos somos capaces de reconocer, y la ley moral se manifiesta en todo su esplendor cuando, por el respeto que nos genera, consigue humillarla.
Entonces, si como ya dijimos, el mal surge en comunidad, sólo de igual modo puede superarse:
El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (R 6:94)
Sin embargo, esta sociedad bajo leyes éticas no debe confundirse con el proyecto paralelo de instaurar una constitución civil perfectamente justa, problema que, como ya se dijo, corresponde al derecho.
Si esperábamos una explicación mística del origen de la maldad, ciertamente nos veremos decepcionados si acudimos a Kant. Decir que el mal se origina en la relación entre seres humanos, por el mismo hecho de estar unos al lado de otros, y esto como un carácter de nuestra especie, puede sin duda sonar obvio, o superfluo.
No obstante, me parece que la concepción kantiana del mal resulta inmensamente más valiosa si la consideramos de lado de su teoría ética más formal, que examinada por sí sola podría parecer fuertemente individualista y tontamente rigorista.
Deberíamos considerar, entonces, ambas propuestas, la del establecimiento de un orden civil justo, como la de una comunidad regida por leyes éticas, más bien, como dos flancos por los cuales atacar nuestro carácter insociable, que en el momento actual, no sólo está impidiendo a nuestra especie enfocar sus recursos en el desarrollo de nuestras capacidades, sino que amenaza seriamente nuestra continua existencia.
Una teoría ética que tenga como objetivo reconocer el valor absoluto, es decir, la dignidad de las personas, sería la respuesta histórica de Kant ante el absurdo de la condición humana.