Jean-Paul Sartre

Una demoledora crítica al existencialismo de Sartre y de Heidegger, cortesía de Erich Fromm

He adquirido El corazón del hombre, de Erich Fromm, y como siempre me pasa cuando leo sus libros, siento la necesidad de llenar este blog con citas que creo se sostienen por sí solas, sin necesidad de un mayor comentario[1].

Esta primera entrada recoge una cita del pie de página del prefacio del libro, donde Fromm arremete contra el existencialismo de Jean-Paul Sartre y de Martin Heidegger, tildándolo de superficial y decadente, si bien brillante. Veamos.

Este sustituto de la teoría de Freud [el análisis existencial] es superficial con frecuencia, y usa palabras tomadas de Heidegger o de Sartre (o de Husserl) sin relacionarlas con el conocimiento serio de hechos clínicos. Esto es exacto respecto de algunos psicoanalistas «existencialistas» así como de las ideas psicológicas de Sartre, que, aunque brillantes, son, no obstante, superficiales y carecen de sólida base clínica. El existencialismo de Sartre, como el de Heidegger, no es un comienzo nuevo, sino un final; son la expresión de la desesperación del hombre occidental después de las catástrofes de las dos guerras mundiales y después de los regímenes de Hitler y Stalin; pero no son sólo expresión de desesperación. Son manifestaciones de un egotismo y un solipsismo burgueses extremados. Esto es más fácil de comprender si tratamos de un filósofo como Heidegger, que simpatizó con el nazismo. Es más engañoso en el caso de Sartre, que pretende representar el pensamiento marxista y el ser filósofo del futuro; es, no obstante, el representante del espíritu de la sociedad de la anomia y del egoísmo, que él critica y que desea cambiar. (Fromm 1966: 9-10n)

Añade, además, una reflexión sobre un aspecto fundamental que las religiones y el humanismo han reconocido durante milenios, y que los existencialistas obvian de forma miope, a saber, el reconocimiento de valores objetivos que trascienden las respectivas creencias en divinidades que más que fundamentar tales valores, simplemente sirven para reforzarlos.

En cuanto a la creencia de que la vida no tiene sentido dado y garantizado por Dios, la han sustentado muchos sistemas; entre las religiones, el budismo principalmente. Pero con su pretensión de que no hay valores objetivos válidos para todos los hombres, y con su concepto de la libertad, que equivale a arbitrariedad egotista, Sartre y sus seguidores pierden el logro más importante de la religión teísta y no teísta, así como de la tradición humanista. (Fromm 1966: 10n)

Y eso es todo.

La imagen la saqué del post Why existentialism sucks!


[1] Dos ejemplos son las entradas: ¿Qué es Dios? Una concepción existencial, mística y práctica y Una definición ética de la racionalidad.

Bibliografía:

FROMM, Erich

El corazón del hombre. México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1966.

Nihilismo

El nihilismo es una doctrina filosófica cuya verdadera significación escapa cualquier explicación meramente teórica, y necesita más bien ser expuesta de tal forma que sus implicancias prácticas queden plasmadas.

De ahí que los personajes de ficción, tanto de Albert Camus como de Jean-Paul Sartre, sean excelentes vitrinas de lo que el nihilismo propiamente es.

Existiendo numerosos ejemplos en las obras de ambos, probablemente el personaje que lleva el nihilismo a sus últimas consecuencias es el ruso —¿podría tener otra nacionalidad?— Kirillov, de la obra Los posesos, de Camus, adaptación a su vez de la novela de Fiódor Dostoievski.

El problema del nihilismo surge cuando aceptamos la muerte de Dios, es decir, un mundo carente de sentido intrínseco.

Veamos.

KIRILLOV (Con creciente exaltación.)

[…] Atiende. ¿Te acuerdas de lo que le dijo el Crucificado al ladrón que agonizaba a su diestra? «Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.» Concluyó el día, murieron, y no hubo ni paraíso ni resurrección. Y, sin embargo, ese hombre era el más grande del mundo. El planeta y cuanto hay en él no es sino locura sin ese hombre. Pues bien, si las leyes de la naturaleza no respetaron ni siquiera a un hombre así, si lo obligaron a vivir en la mentira y a morir por una mentira, entonces todo este planeta no es más que una mentira. ¿Para qué vivir, pues? Contesta si eres un hombre.

PIOTR

Efectivamente. ¿Para qué vivir? He captado muy bien su punto de vista. Si Dios es una mentira, entonces estamos solos y libres. Usted se mata y demuestra que es libre y que ya no hay Dios. Pero, para demostrarlo, tiene que matarse.

KIRILLOV (Cada vez más exaltado.)

Lo has comprendido. Ah, si un crápula como tú puede comprenderlo, todo el mundo lo comprenderá.

Para la fuente de la imagen, entrar aquí.


Bibliografía:

CAMUS, Albert

Los posesos. Madrid: Alianza Editorial, 2004.

Una respuesta a la pregunta: ¿Qué es el existencialismo?

Me parece que hay dos formas muy distintas, pero paralelas, de explicar qué es el existencialismo. La primera—y más efectiva—consiste en representar ciertas actitudes humanas en obras literarias o de teatro; en este primer ámbito, escritores de la talla de Albert Camus y Jean-Paul Sartre se destacan, con obras como Calígula, Los posesosEl diablo y Dios, Los secuestrados de Altona, El extranjero, entre muchas otras.

La segunda forma es de carácter conceptual, y me parece, debiera ser bastante limitada y ateniéndose a lo esencial. Nunca entenderé por qué Sartre se mandó a escribir El ser y la Nada (probablemente por la influencia de Martin Heidegger), pero me parece que con un libro así traiciona la simpleza (propia de la sabiduría) de su obra literaria.

Una forma simple de explicar la cuestión.

Dejando eso de lado, quisiera compartir una cita de Temor y temblor, de Søren Kierkegaard, que es considerado uno de los principales precursores del existencialismo, pero escrita bajo el pseudónimo de Johannes de Silentio, al que bien se le podría reconocer un pensamiento distinto que el del mismo Kierkegaard. La cita es mi favorita de la obra, y fue parte central de un ensayo mío ya publicado en este blog.

Aquí va.

La fe consiste precisamente en la paradoja de que el Particular se encuentra como tal Particular por encima de lo universal, y justificado frente a ello, no como subordinado, sino como superior. Conviene hacer notar que es el Particular quien después de haber estado subordinado a lo universal en su cualidad de Particular llega a ser lo Particular por medio de lo universal; y como tal, superior a éste, de modo que el Particular como tal se encuentra en relación absoluta con lo absoluto. Esta situación no admite la mediación, pues toda mediación se produce siempre en virtud de lo universal; nos encontramos pues, y para siempre, con una paradoja por encima de los límites de la razón.

La cita es para leerla una y otra vez, y ciertamente se pueden extraer muchas interpretaciones de la misma; mas yo expondré únicamente la mía.

Si identificamos el absoluto con el carácter absurdo de la existencia humana—bien expresado por Allen W. Wood en la cita que se encuentra como presentación en la columna derecha del blog, que señala a la naturaleza humana como producto de un mero accidente cósmico—, tenemos que el existencialismo no es una refutación de la ética universalista (tal como la entiende Immanuel Kant), sino que sólo se entiende desde aquella.

¿Somos todos producto de un mero accidente cósmico?

No funciona esta conciencia (del carácter absurdo de toda existencia humana) como una nueva fundamentación de la moral, sino que la enriquece, pues sólo podemos superar el universal mediante él mismo. No sirve esta «relación absoluta con lo absoluto», entonces, para justificar excepciones en la ética, aniquilándola, sino que de alguna forma la hace auténtica, pues la ley moral no tiene ningún poder sobre nosotros, salvo el que queramos darle (lo que no significa que su existencia dependa de nuestra voluntad).

Y eso es todo por hoy.

El muro

«El muro» es un cuento de Jean-Paul Sartre—que también le da el nombre a la colección publicada en 1939—en el que aborda el tema de la muerte de una forma magistral. Ambientado en el contexto de la Guerra Civil Española, relata la historia de un grupo de insurgentes que han sido capturados y tienen que pasar una noche en una celda esperando su ejecución.

El diálogo que sigue se da entre dos de los capturados, uno de los cuales trata de darle sentido a lo que les espera, no pudiendo evitar toparse con una gran barrera, o muro.

Portada de edición francesa de El muro.

—¿Entiendes tú algo de todo esto? —dijo—. Yo no comprendo ni pizca.

—¿Qué? ¿Qué hay con todo esto?

—Nos va a ocurrir algo que no puedo entender.

Dije en tono de burla:

—Ya lo comprenderás dentro de poco.

—Eso no está claro —dijo, en tono de obstinación—; quiero tener valor, pero me gustaría por lo menos saber… Escucha: nos van a llevar al patio. Los tipos se formarán delante de nosotros. ¿Cuántos serán?

—No lo sé. De cinco a ocho. No más.

—Bueno. Ocho. Les gritarán «¡Apunten!», y veré sus fusiles dirigidos hacia mí, Pienso que me gustaría entrar en el muro; empujaría el muro con la espalda, con todas mis fuerzas, y el muro resistiría, como en las pesadillas. Todo esto me lo puedo imaginar. ¡Ah!, ¡si tú supieras con qué claridad me lo puedo imaginar!

—Calla —le dije—; yo también puedo imaginármelo.

—Debe doler como cuerno. Ya estarás enterado de que apuntan a los ojos y a la boca, para desfigurar —agregó siniestramente—. Siento ya las heridas; desde hace una hora siento dolores constantes en la cabeza y en el cuello. No son dolores verdaderos. Es peor: son los dolores que sentiré mañana en la mañana. Pero, ¿y después?

Comprendía yo muy bien lo que quería decir, pero hice como que no lo entendía. En cuanto a los dolores, también yo los sentía, los llevaba en el cuerpo como cuchilladas. No podía acostumbrarme a ello; era yo como él, y no le concedía mayor importancia a esos detalles.

—Después —dije rudamente—, te echarán tierra encima.

—Es como en las pesadillas —decía Tom—. Se quiere pensar en algo, tienes la impresión de que ya, ya vas a comprender, y se te escapa, se desliza de tus manos y vuelve a caer. Me digo que después no habrá nada, pero no comprendo lo que esto quiere decir. Hay momentos en que parece que casi… pero no; vuelvo a lo mismo: a pensar en los dolores, en las balas, en las detonaciones. Yo soy materialista; te lo juro. No estoy volviéndome loco. pero hay algo que no me puedo explicar. Veo mi cadáver; no es difícil suponerlo, pero soy yo el que ve; con mis ojos. Tendría que pensar que ya no veré nada, que ya no escucharé nada y que el mundo continuará para los demás. No está uno hecho para pensar así. Puedes creerme: ya me ha ocurrido, Pablo, eso de pasar toda la noche en espera de algo. Pero esto no es lo mismo. Será como un golpe a traición, en la espalda, y no habrá manera de estar preparado para recibirlo.

—Cierra el pico —le dije—. ¿Quieres que llame a un confesor?

No me contestó.

—Pablo, estoy pensando… pensando si es verdad que no hay nada después de la muerte[1].

Al final, ante el horror de la nada, no queda más que la falsa esperanza de la vida después de la muerte.


[1] Varios, Antología Clásica y Contemporánea del Cuento Francés (Lima: Editorial ECOMA, 1970). La cita corresponde a las páginas 219-221, y me he tomado la libertad de editarla para que quede exclusivamente como un diálogo.

La muerte de Dios

Es bastante conocida la doctrina de la muerte de Dios, proclamada inicialmente por Friedrich Nietzsche, y luego seguida por muchos.

Personalmente, me parece que Jean-Paul Sartre ha sido quien mejor ha expresado el espíritu de esta doctrina en sus obras de literatura—en especial en su teatro—, y justamente quiero compartir en este post un fragmento de El diablo y Dios, en donde me parece se expresa de forma magistral—y concentrada—. Veamos.

Heinrich: ¿Para qué simulas hablarle [a Dios]? De sobra sabes que no responderá.

Goetz: ¿Y por qué ese silencio? Él, que se hizo visible a la burra del profeta, ¿por qué se niega a mostrárseme?

Heinrich: Porque tú no cuentas. A Dios le importa un bledo que tortures a los débiles o te martirices a ti mismo, que beses los labios de una cortesana o los de un leproso, que mueras de privaciones o de voluptuosidades.

Goetz: ¿Quién cuenta, entonces?

Heinrich: Nadie. El hombre no es nada. No te hagas el sorprendido; siempre lo supiste. Lo sabías cuando echaste los dados. ¿Por qué, si no, hubieses hecho trampa? (Goetz trata de hablar.) Hiciste trampa: Catalina te vio, forzaste la voz para cubrir el silencio de Dios. Las órdenes que pretendes recibir, eres tú quien te las envías.

Goetz (reflexionando): Sí, yo.

Heinrich (sorprendido): Pues sí. Tú mismo.

Goetz (el mismo tono): Sólo yo.

Heinrich: Sí, te digo que sí.

Goetz (levantando la cabeza): Sólo yo, cura, tienes razón. Sólo yo. Yo suplicaba, mendigaba un signo, enviaba al cielo mis mensajes; y no había respuesta. El cielo ignora hasta mi nombre. A cada minuto me preguntaba lo que podía ser yo a los ojos de Dios. Ahora sé la respuesta: nada. Dios no me ve, Dios no me oye, Dios no me conoce. ¿Ves ese vació por encima de nuestras cabezas? Es Dios. ¿Ves esa brecha en la puerta? Es Dios. ¿Ves ese agujero en la tierra? También es Dios. El silencio, es Dios. La ausencia, es Dios. Dios es la soledad de los hombres. Estaba yo solo; yo solo decidí el Mal; solo, inventé yo el Bien. Fui yo quien hizo trampa, yo quien hizo milagros, yo quien me acuso hoy, sólo yo puedo absolverme; yo, el hombre. Si Dios existe, el hombre es nada; si el hombre existe… ¿Adónde vas?

La cita ya la puse antes en este blog, como parte de mi ponencia del Simposio de Estudiantes de Filosofía del año 2008.

El carácter existencialista del absurdo en Temor y temblor de Søren Kierkegaard

Decidí tomar un respiro de la serie sobre el imperativo categórico que vengo realizando—aunque la cuarta y quizás última entrega se viene pronto—, y publicar la ponencia que hice para el Simposio de Estudiantes de Filosofía de la PUCP del año pasado—claro que adaptada para este blog—sobre el concepto del absurdo en una obra de Kierkegaard.

En vista de que fue hecha para ser leída, y por lo tanto la considero bastante fluida, los cambios son bastante leves, como podrán comprobar si revisan el texto original, publicado en mi otro blog. No obstante, en vista también de que la ponencia carece de notas al pie de página, me pareció relevante linkearlos a la breve monografía que hice el 2007, que es la génesis de dicha ponencia, y de corte más académico.

Recapitulando, por si se perdieron, el presente ensayo es la leve adaptación de una ponencia que a su vez estuvo basada en una monografía mía sobre el tema.

Sin más, vamos a la cuestión.

Los escritos del filósofo y teólogo danés Søren Kierkegaard pueden ser separados en dos grupos. El primero, y que nos interesa para este ensayo, consiste en una comunicación indirecta, en la que el autor se esconde tras pseudónimos, no sólo en cuanto al nombre, sino también respecto de su verdadero punto de vista, creando complejos personajes y dejando que hablen por él. En el segundo grupo tenemos la comunicación directa, en la que, por decirlo de algún modo, Kierkegaard dice lo que piensa.

Ya hemos señalado, sin embargo, a que es el primer grupo, el de la comunicación indirecta, el que ha de interesarnos, pues para este ensayo trabajaremos exclusivamente con uno de sus libros, del cuál alguna vez él mismo dijo que por sí solo bastaría para asegurarle un nombre imperecedero como autor. Hablo de Temor y temblor.

Escrito bajo el pseudónimo de Johannes de Silentio, haciendo obvia referencia a lo que no puede ser dicho y es por lo tanto incomunicable, Temor y temblor es un libro escrito relativamente temprano en la vida de Kierkegaard, cuando tenía 30 años. Además, como perteneciente al grupo de la comunicación indirecta, no nos lleva directamente al pensamiento de su autor, sino de manera tangencial. El motivo de Kierkegaard al concebir estos escritos indirectos fue el de hacer que el lector se identifique con sus personajes, o que se sienta interpelado por estos, formando una suerte de conexión más emocional que racional, y que finalmente el desarrollo de su vida personal se vea afectado.

No es el objetivo de este ensayo, pues, adentrarnos en el pensamiento de Kierkegaard; en vez, lo que queremos mostrar es la relevancia que tuvo, y que puede seguir teniendo, lo propuesto en dicha obra para la filosofía que de manera muy general podríamos considerar como existencialista.

Empecemos exponiendo de forma general el libro y las intenciones de su autor (a partir de ahora nos referiremos al autor de la obra como Johannes de Silentio, creado por Kierkegaard, y al que bien se le pueden atribuir intenciones distintas de las de su autor real). La obra gira alrededor de la historia de Abraham, en particular, al momento en que Dios le pide que sacrifique a su único hijo, Isaac. Este ejemplo atraviesa todo el libro, pues sirve como paradigma de lo que es la fe para de Silentio. También, y como veremos a continuación, el libro puede ser visto como una respuesta a un contexto filosófico particular, en el que la filosofía hegeliana se hallaba en su máximo apogeo, habiendo el malvado sistema hegeliano adoptado la fe, explicándola, pero de esa forma aniquilándola.

El argumento de Johannes de Silentio en Temor y temblor es simple: si es que no hay nada más elevado que la ética en este mundo, y tampoco nada inconmensurable en el hombre más allá de lo que posiblemente pueda expresar mediante su participación en ésta, entonces nunca existió la fe, precisamente porque siempre existió, y en consecuencia, Abraham está perdido. Pero, sin embargo, hay efectivamente algo que está más allá de lo universal en todos (puesto que por ética de Silentio, muy kantianamente, entiende lo universal, válido para todos, y en todo momento), y esto es lo absoluto (Dios, en el ejemplo de Abraham). Este absoluto entra en relación con el Particular (o sea, con un individuo concreto) mediante la fe, y de la siguiente forma:

La fe consiste precisamente en la paradoja de que el Particular se encuentra como tal Particular por encima de lo universal, y justificado frente a ello, no como subordinado, sino como superior. Conviene hacer notar que es el Particular quien después de haber estado subordinado a lo universal en su cualidad de Particular llega a ser lo Particular por medio de lo universal; y como tal, superior a éste, de modo que el Particular como tal se encuentra en relación absoluta con lo absoluto. Esta situación no admite la mediación, pues toda mediación se produce siempre en virtud de lo universal; nos encontramos pues, y para siempre, con una paradoja por encima de los límites de la razón.

Considero el pasaje que acabo de leer como el punto central de todo el libro, mas no es de por sí argumentación alguna, sino la explicitación de una paradoja inherente a la fe, y que no puede ser explicada de manera racional.

En primer lugar, debemos diferenciar lo universal de lo absoluto, en otras palabras, lo ético de lo divino. Es cierto que ambas esferas pueden coincidir, pero en ese caso, y de Silentio es decisivo al respecto, la fe no sería necesaria, las categorías filosóficas griegas bastarían, nos dice, y nuevamente, Abraham estaría perdido. Es gracias al ejemplo de Abraham que nos damos cuenta que ambas esferas no siempre coinciden, y que la de lo absoluto se haya por encima, puesto que no hay forma de reconciliar la acción de Abraham con lo universal, pues un padre tiene un deber para con su hijo, y lo que se le exige a Abraham no sobrepasa este deber en el sentido ético, puesto que no se le ha pedido que actúe por un bien mayor, como podría ser el bienestar de un pueblo, tampoco hay una racionalidad de por medio, en el sentido que Dios no se encontraba enfadado por algo que Abraham hizo; simplemente se lo pidió, y Abraham actuó porque creía, en virtud de lo absurdo, nos dice, y sobre esto último volveremos más adelante.

O es un asesino, o es un creyente; o ha transgredido la ética, o la ha suspendido en virtud de algo más elevado; o lo uno o lo otro. De cualquier forma, no hay lugar para la mediación.

Hay que tener en cuenta, en segundo lugar, que Abraham amaba a Isaac más que a nada en el mundo, y eso es importante, porque aquello significa que él siente un deber ético de no hacerle daño, y es justamente este deber lo que el combate, en absoluta soledad, para realizar el sacrificio. Así, Abraham (el Particular) antepone su relación con Dios (lo absoluto) a su deber ético (lo universal), pero justamente habiendo pasado por éste, rechazándolo sin abandonarlo del todo, y en ese sentido tenemos la paradoja, puesto que él no puede conciliar el amor que siente por su hijo (y su deber ético) con su deber hacia lo absoluto, pues al sacrificarlo, no lo deja de amar, justamente, lo ama más que nunca. Desde el punto de vista del espectador, todos observamos desde lo universal, pero el Particular está solo en su relación con lo absoluto, puesto que sólo puede comunicarse y hacerse inteligible con otros en virtud de lo universal. No obstante, esto no nos impide que podamos comprender la paradoja hasta cierto punto, aunque nunca totalmente.

Como consecuencia de esto, hasta el momento, tenemos que el Particular es ahora el determinante último de su actuar, gracias a su relación con lo absoluto, claro, pero finalmente esta relación también es privada: el Particular se encuentra aislado en ésta, uno solo con su fe; y lo universal es en consecuencia, subordinado, relativo. En una ética universalista como la kantiana, el Particular también es el determinante último de su actuar, puesto que su albedrío es libre, pero sin embargo, siempre puede encontrar refugio en saber que lo que hace está bien, y en que otros podrán comprenderlo. Es finalmente una ética radicalmente comunicativa. Y es justamente la imposibilidad de la comunicación lo que aísla al Particular, así:

[…] está en una soledad universal donde jamás se oye una voz humana, y camina solo, con su terrible responsabilidad a cuestas.

Quisiera remarcar, justamente, el espantoso πάθος que rodea esta nueva responsabilidad que recae sobre él. No es cómodo ser el Particular, y como tal, sobreponerse a lo universal, puesto que ipso facto, se está aislando de los demás individuos, de ser comprendido y amparado, y queda solo en su actuar. Haríamos bien, siguiendo la recomendación de Johannes, en imaginar el viaje de 3 días y medio que tuvo que recorrer Abraham hasta llegar al monte Moriah, sabiendo lo que tenía que hacer, y en completa soledad, no solamente física, sino espiritual.

Apenas hemos mencionado lo absurdo, y se nos vuelve a estas alturas imprescindible profundizar en la cuestión. De manera rápida, y usando el lenguaje de la obra, podríamos decir que el absurdo aparece cuando el Particular entra en absoluta relación con lo absoluto. Pero tendríamos que preguntarnos por la verdadera significación de esto.

En primer lugar, debemos aclarar cómo es que el Particular se coloca por encima de lo universal, como superior, y mediante este universal. Supongamos que un Particular, un individuo cualquiera, transgrede el universal, o sea, actúa de manera inmoral. Pone sus intereses particulares por sobre su deber ético. Esto es cualquier cosa menos absurdo. En realidad, es completamente racional. Si quiero más dinero (y disculpen por el superficial ejemplo), entonces dejo de pagar impuestos o le robo a alguien. Pongo mis intereses por encima de los de los demás, por encima del universal, pero me sigo manejando dentro de su racionalidad, sigo subordinado a éste, aunque transgrediéndolo. El absurdo no entra por ningún lado. Sin embargo, ¿quién podría entender que, siendo el dinero lo que más quiera en la vida, regale todas mis posesiones? Sería sin lugar a dudas un acto absurdo. No obstante, ¿es todo acto absurdo una relación absoluta del Particular con lo absoluto? Por supuesto que no, pero lo terrible es que el espectador nunca podrá saberlo, ¡y ni siquiera el Particular mismo! No hay, pues, certeza alguna.

Ahora, ¿cómo se da, entonces, esta superación del universal por el Particular mediante el universal mismo? No hay una receta, claro, pero sí es necesario que el individuo acoja al universal dentro de sí, o sea, en un actuar ético, y a pesar de querer realizar este actuar ético más que nada, no lo haga, sino que en virtud del absurdo, renuncie a él. Sin embargo, tanto como el Particular renuncia al objeto que quiere (como Abraham renuncia a Isaac), lo recupera también en virtud del absurdo.

Quisiera, a partir de este momento, dejar cualquier interpretación religiosa y explicar la significación que esto podría tener en una filosofía de carácter existencialista.

Tenemos que en el ejemplo de Abraham, él recupera a Isaac en virtud del absurdo,pero esto podría traducirse sin problemas a que Dios se lo devuelve. ¿Cómo podría sostenerse esto, entonces, en un contexto ateo, sin Dios?

Hemos dicho que el Particular tiene que acoger el universal dentro de sí, y luego, sin embargo, rechazarlo, renunciar a él, pero sin dejar de querer realizarlo, en un movimiento absurdo y sin sentido. Pero si no hay Dios al cual llegar, ¿qué logramos con esto? ¿Quién o qué nos devuelve a Isaac?

En una moral universalista, me atrevería a decir, nuestra libertad está sujeta, o es, siempre en relación a algo. En el caso de Kant, por ejemplo, la libertad es con respecto a la ley moral una mera facultad. Entonces, podemos internalizar el deber, hacerlo nuestro, expresar el universal en cada momento, con cada partícula de nuestro ser, y justamente por eso, tenemos una libertad que nos asegura, que nunca nos abandona.

Es sobre este punto, la libertad, que quisiera hacer la conexión con la filosofía existencialista, no abordando ésta desde un punto de vista teórico, como podría ser el expresado por Jean-Paul Sartre en El ser y la Nada, sino más bien adentrándonos en ella mediante sus obras de ficción, que es dónde me parece más rica.

Si es que se ha tenido contacto con las novelas de Albert Camus, o con sus obras de teatro, al igual que con las del mismo Sartre, se habrá podido notar que están plagadas de personajes cuyo actuar en muchos casos resulta difícil de entender. ¿Podríamos explicar las acciones de Cayo Calígula simplemente como motivadas por la locura, o por el trauma de la pérdida de su amada, y por lo tanto, como inmorales? ¿No sería acaso lo mismo que tildar a Abraham de asesino? Lo que pretendo señalar es que de alguna forma estos personajes entran (o intentan entrar) en absoluta relación con el absoluto, ya no en el sentido de Dios, sino de una realidad absurda y carente de sentido, que no puede ser explicada en términos éticos, en el mismo sentido que la paradoja no puede ser mediada por el universal.

Quiero remitirme, a continuación, a un ejemplo en particular; a un personaje de la obra de teatro de Sartre llamada El diablo y Dios, que me parece nos puede ayudar a entender el problema.

Goetz es un sangriento general durante la guerra del campesinado en la Alemania del siglo XVI. Actúa sin ningún remordimiento, violando mujeres, empalando niños y torturando hombres, incluso habiendo traicionado a su hermano, y pretendiendo hacer el mal por el mal mismo—aunque Kant diría que esto es imposible. Sin embargo, es confrontado por un cura llamado Heinrich, que lo descalifica diciéndole que todos los hombres hacen el mal, y que es el bien lo que nos está prohibido hacer en este mundo. Goetz se siente desafiado, y repentinamente decide que va a intentar hacer el bien, y hace una apuesta con Heinrich, según la cual tiene un año y un día para demostrarle que lo ha logrado. Pero decide dejar esta decisión, sobre si aceptar la apuesta o no, en las manos de Dios, tirando los dados. En caso de perder, tendría pues que seguir la voluntad divina y hacer el bien. Habiendo tirado su contrincante un dos y un uno, Goetz hace trampa y saca voluntariamente un par de ases, perdiéndose así a la voluntad de Dios.

Se da pues, un cambio total en Goetz, quien estando a punto de entrar a una ciudad y matar a sus veinte mil habitantes, decide unirse a los pobres y ayudarlos, siguiendo la doctrina cristiana del bien al pie de la letra, tratando de fundar una ciudad basada en el amor. Pero en el contexto de la guerra, la ciudad simplemente se vuelve insostenible, y los pobres que Goetz pretende defender, se ven ante una amenaza inminente, y que planea ignorar, para seguir predicando el amor. Eventualmente, se ve obligado a abandonarlos puesto que se da cuenta que no puede hacer nada por ellos, y que al intentar ayudarlos, no hizo más que perjudicarlos. Desesperado, se encuentra con Heinrich, justo para el momento de ser juzgado habiendo pasado un año y un día. Goetz acepta, pues, que ha fracasado, pero se pregunta por qué Dios prohíbe al hombre hacer el bien, a la vez que le otorga el deseo de lograrlo.

Podríamos decir que Goetz está honestamente tratando de practicar el universal, aunque en una versión quizás algo caricaturesca del mismo. Sin embargo, en el clímax de su juicio ante Heinrich, le ocurre una revelación, que me parece provechoso mostrar:

Heinrich: ¿Para qué simulas hablarle [a Dios]? De sobra sabes que no responderá.

Goetz: ¿Y por qué ese silencio? Él, que se hizo visible a la burra del profeta, ¿por qué se niega a mostrárseme?

Heinrich: Porque tú no cuentas. A Dios le importa un bledo que tortures a los débiles o te martirices a ti mismo, que beses los labios de una cortesana o los de un leproso, que mueras de privaciones o de voluptuosidades.

Goetz: ¿Quién cuenta, entonces?

Heinrich: Nadie. El hombre no es nada. No te hagas el sorprendido; siempre lo supiste. Lo sabías cuando echaste los dados. ¿Por qué, si no, hubieses hecho trampa? (Goetz trata de hablar.) Hiciste trampa: Catalina te vio, forzaste la voz para cubrir el silencio de Dios. Las órdenes que pretendes recibir, eres tú quien te las envías.

Goetz (reflexionando): Sí, yo.

Heinrich (sorprendido): Pues sí. Tú mismo.

Goetz (el mismo tono): Sólo yo.

Heinrich: Sí, te digo que sí.

Goetz (levantando la cabeza): Sólo yo, cura, tienes razón. Sólo yo. Yo suplicaba, mendigaba un signo, enviaba al cielo mis mensajes; y no había respuesta. El cielo ignora hasta mi nombre. A cada minuto me preguntaba lo que podía ser yo a los ojos de Dios. Ahora sé la respuesta: nada. Dios no me ve, Dios no me oye, Dios no me conoce. ¿Ves ese vació por encima de nuestras cabezas? Es Dios. ¿Ves esa brecha en la puerta? Es Dios. ¿Ves ese agujero en la tierra? También es Dios. El silencio, es Dios. La ausencia, es Dios. Dios es la soledad de los hombres. Estaba yo solo; yo solo decidí el Mal; solo, inventé yo el Bien. Fui yo quien hizo trampa, yo quien hizo milagros, yo quien me acuso hoy, sólo yo puedo absolverme; yo, el hombre. Si Dios existe, el hombre es nada; si el hombre existe… ¿Adónde vas?

Expliquemos esto haciendo uso de los términos que hemos venido utilizando. El Particular (Goetz), habiendo estado sometido a lo universal (o sea, el bien identificado con la voluntad divina), logra relacionarse con lo absoluto (en este caso la conciencia de que no hay Dios, sólo el hombre, y por lo tanto, una realidad absurda, carente de un orden moral), y en virtud de esto, el peso de todas sus decisiones cae sobre sí mismo, y no tiene nada ya en qué refugiarse. Hay que aclarar que Goetz no ha abandonado el universal, pero habiéndolo perdido, lo ha recuperado, y justamente en virtud del absurdo. Se mantiene en él la voluntad de hacer el bien hacia los demás hombres.

Y justamente esto nos lleva al último punto que quisiera señalar. Al entrar en esta absoluta relación con el absoluto, en el territorio del absurdo, más allá del bien y el mal, perdemos de alguna forma lo terrenal, puesto que podríamos fácilmente caer en un nihilismo extremo. No hay un motivo ético para no hacerlo. ¿Cómo, entonces, recuperamos el mundo? Sólo el en virtud del absurdo nos puede salvar, la fe. No nos olvidemos, pues, que efectivamente Abraham recupera a Isaac gracias a su fe, no lo pierde. Igualmente, Goetz obtiene una vitalidad que antes no poseía. Estando dispuesto a morir, recupera su propia vida, y más importante aún, el control total de sus acciones y de su destino.