Mes: septiembre 2010

Post/exposición en torno al concepto filosófico de simpatía

Lo que sigue es la adaptación[1] de la exposición que hice para el curso de maestría de filosofía, en el que tuve que exponer la primera mitad del libro The Psychology of Sympathy, de Lauren Wispé.

Comienzo la exposición señalando que he optado por centrarme en la definición del concepto de simpatía, tal como está presente en el capítulo 4 («The Definition of Sympathy»)[2], aunque para tratar el problema a fondo recurriré a la recapitulación histórica del concepto presente en los dos primeros capítulos. Me veré obligado a dejar de lado buena parte de las problemáticas de los capítulos 5 y 6, que abordan el tema desde una perspectiva filogenética y ontogenética, así como desde estudios empíricos experimentales (aunque haré algunas referencias a elementos de dichos capítulos).

Vayamos directo a la cuestión. La definición de simpatía a la que llega Wispé tiene dos partes:

[…] en primer lugar, una conciencia elevada [heightened awareness] de los sentimientos de la otra persona, y en segundo lugar, una necesidad de tomar cualquier acción que sea necesaria para mitigar la dificultad de la otra persona [alleviate the other person’s plight]. Estos son, respectivamente, los componentes afectivo-cognitivo y volitivo [conative] de la simpatía. (Wispé, p. 68)[3]

En resumen, «la simpatía es, a la vez, una conciencia vívida del dolor de la otra persona y la necesidad altruista de aliviarlo» (Wispé, p.68).

De arranque, tenemos que entender la simpatía meramente como un sentimiento sería despojarla de su parte volitiva. La presente exposición, a grandes rasgos, abordará la definición del concepto parte por parte, primero tratando cada una de forma independiente, pero terminará con un comentario sobre la unidad del concepto.

El problema fundamental con que ha de enfrentarse la primera parte de la definición se muestra en lo que la autora ha llamado la paradoja de la simpatía (Wispé, pp. 58-61). Ésta consiste en el desconcierto que nos deja no poder explicar «cómo la conciencia de una persona puede experimentar el dolor de la otra persona con la que no tiene una conexión directa» (Wispé, p. 58). La dificultad proviene al menos desde el pensamiento de David Hume, quién consideraba la simpatía como «un mecanismo para transformar una idea vívida de los afectos de otros en una impresión de estos, y en última instancia en la emoción misma» (Wispé, p. 6); pasando por la explicación de índole menos psicologíca que propone Adam Smith, según la cual la simpatía «supone una ilusión, una voluntaria suspensión de la incredulidad [suspension of disbelief], mediante la cual imaginamos lo que sería ser ese tipo de persona en ese tipo de situación» (Wispé, p. 12); para llegar finalmente a la que nos brinda Arthur Schopenhauer, para quien «la definición formal de simpatía era «la apariencia empírica de identidad metafísica de la voluntad, a través de la multiplicidad metafísica de sus fenómenos» (Schopenhauer 1894/1966, Vol. 2 1966, p. 602)» (Wispé, p. 22).

La autora es perfectamente consciente de la insuficiencia y precariedad en la explicación de los tres autores ‒a los que llama «los héroes de la simpatía» (Wispé, p. 1)‒ ya sea el lenguaje psicológico pre-crítico de Hume, la circularidad de la definición de Smith, o la cháchara metafísica de Schopenhauer.

Wispé se cuida de proveer una solución definitiva, y su respuesta apunta más bien a «la crucial distinción psicológica entre «ver» y «sentir» [«seeing» and «feeling»]» (Wispé, p. 59), siendo necesaria la experiencia de «sentir» para la simpatía (no basta con saber lo que el otro pueda estar sintiendo). Siguiendo al reconocido filósofo contemporáneo Thomas Nagel: «Es necesario para el simpatizante sentir lo que el sufridor [sufferer] está sintiendo» (Wispé, p. 59).

Si bien la autora hará uso de terminología fenomenológica para tratar de diluir la diferencia entre ver y sentir (Wispé, pp. 61-4), me parece más satisfactoria la aceptación que hace justamente antes, donde sostiene que no se ha investigado lo suficiente sobre la diferencia como para resolver la paradoja (Wispé, p. 60), y deja abierta la puerta, señalando que para «explicar la simpatía tenemos que descubrir cómo combinar la subjetividad de la persona que experimenta con el punto de vista objetivo que incluye también a dicha persona» (Wispé, p. 61).

Quiero pasar ya a la segunda parte de la definición, que me parece la más problemática, y por lo tanto, de mayor interés, pero para hacerlo me referiré primero a lo que los cinco autores que menciona Wispé en los dos primeros capítulos (Charles Darwin, William McDougall, y los tres héroes de la simpatía ya mencionados) aportan a la segunda parte de la definición.

Pero antes, quisiera recordar el objetivo propuesto por la autora: «Nuestro problema […] es explicar la naturaleza del lazo [bond] psicológico al que llamamos simpatía, que supone sentimientos de dolor y otra clase de afectos negativos» (Wispé p. 61).

David Hume, en torno al problema de «cómo y por qué hacemos algo por aquellos que simpatizamos», introduce la simpatía extendida, que «presupone el supuesto no demostrado de la benevolencia», lo que lo lleva a «socializar considerablemente su concepción de simpatía», para dejar de ser un mero «medio para la transmisión de las emociones» (Wispé, p. 9).

Para Adam Smith, la simpatía «deja de ser una conciencia [awareness] primitiva del sufrimiento de otra persona» (Wispé, p. 15) y pasa a ser más bien:

[…] una capacidad compleja de verse afectado, para bien o para mal, por las emociones de otros, a veces de forma instantánea y otras veces de forma más deliberada, pero nunca con la implacable urgencia de una experiencia emocional directa, y nunca sin la conciencia [awareness] del contexto situacional en el que las emociones estén siendo expresadas. (Wispé, p. 15)

Además de ser necesariamente altruista para que pueda ser considerada tal.

Arthur Schopenhauer introduce la idea de identificación, que «se vuelve posible por el «conocimiento» de otras personas», aunque no queda claro «exactamente qué tipo de conocimiento facilita la identificación» (Wispé, p. 25).

Charles Darwin, por su lado, se concentra en explicar el desarrollo de la moralidad de acuerdo a su teoría de la evolución, pero deja espacio para los «principios éticos supremos», y «no estaba seguro de que todos los instintos sociales se adquieren por selección natural y sugirió que la simpatía, la razón, la experiencia y la imitación puedan ser también factores en la adquisición de la sociabilidad» (Wispé, p. 36). Además de señalar que el juicio y la razón juegan un papel en su concepción de instinto (Wispé, p. 35), no deja de señalar que el ser humano es «una clase especial de animal», y que «los rudimentos de la moralidad pueden encontrarse en otros animales, pero el comportamiento moral humano es un producto de la conciencia [conscience] y por lo tanto de un orden mayor» (Wispé, p. 43).

William McDougall, para explicar la simpatía, se ve obligado a recurrir al sentimiento de autoestima [self-regarding sentiment], que «refiere a la imagen que cada quien tiene en su cabeza como resultado de todas las influencias de la vida» (Wispé, p. 51). Este sentimiento es el resultado de la interacción entre el yo y el resto de la sociedad, y se considera como estando a la base de la moralidad (Wispé, p. 52). Este «modelo de persona como selectiva, integrada, e intencional [purposive]» (Wispé, p. 55) finalmente necesita, «en el más alto estadio de la conducta moral» (Wispé, p.53), de un ideal regulador.

Si bien los cinco autores están de acuerdo en que la simpatía es una capacidad innata (Wispé, pp. 27, 33, 54, 83), lo que he tratado de mostrar es que todos se cuidan de reducirla a un mero instinto, y hacen énfasis en su pertenencia a un orden mayor o más elevado, en especial cuando consideran su aspecto social.

Por supuesto que la autora también es consciente de esto, y tras afirmar que «simpatizamos con seres sensibles [sentient beings] a los que les atribuimos la capacidad de sentir dolor y la capacidad de saber que lo están sintiendo» (Wispé, p. 71), el problema de hacia quiénes la dirigimos resulta mucho más difícil, y señala dos posibilidades radicalmente distintas (Wispé, pp. 71-6).

La primera sería una concepción de simpatía universal, altruista y filosófica, pero imposible de corroborar empíricamente, mientras que la otra posibilidad sería la de una simpatía restringida, dirigida no hacia todos, sino hacia «aquellos con los que tenemos un lazo de unión positivo [positive unit bond]» (Wispé, p. 75).

Así también, a estas alturas se torna inevitable distinguir la empatía de la simpatía: en la primera «uno actúa «como si» uno fuera la otra persona (Rogers, 1957, p. 3)», mientras que en la segunda «uno es la otra persona»; de la misma forma, «el objeto de la empatía es el entendimiento», y el de la «simpatía el bienestar de la otra persona» (Wispé, p.80).

Como hemos visto desde el principio, Wispé introduce, en la segunda parte de su definición de simpatía, un componente volitivo[3], que ‒me parece, y lo dejo como posible tema de discusión‒ moraliza el concepto y le pone al menos un pie fuera del área de la psicología empírica, directo al ámbito filosófico moral y normativo.

Wispé parece hasta cierto punto cómoda con esto, pues se muestra propensa a incluir el requerimiento de altruismo (y de razones objetivas para hacerlo), tomado de Nagel, en su concepción de simpatía (Wispé, pp. 72-3, 80-1, 97).

En la medida que entramos en un nivel normativo, no afectan en lo absoluto estudios empíricos como el de Cialdini (Wispé, pp. 97-101), que demuestran que «al menos a veces, el comportamiento que parece altruista es de hecho egoísta» (Wispé, p. 100).

El «problema» con la definición es que parecería que termina siendo de poca utilidad para la psicología, pues no se limita a fenómenos observables. Pero por otro lado, puede resultar provechoso para cualquier filosofía moral que no se contente con quedarse en sí misma, pues la simpatía es uno de los sentimientos morales por antonomasia.

Resulta curioso que la definición de Wispé coincida a grosso modo con la que Immanuel Kant nos brinda en La Metafísica de las Costumbres, donde presenta la simpatía como uno de tres sentimientos morales (al lado de la gratitud y de la beneficencia):

[La simpatía] puede situarse en la facultad y voluntad de comunicarse entre sí los sentimientos (humanitas practica), o simplemente en la receptividad para el sentimiento común de alegría o dolor (humanitas aesthetica), que da la naturaleza misma. Lo primero es libre y consiste, por tanto, en compartir (communio sentiendi liberalis) y se fundamenta en la razón práctica; lo segundo no es libre (communio sentiendi illiberalis, servilis) y puede llamarse contagio (como el del calor o las enfermedades contagiosas) o también afección compasiva (Mitleidenschaft): porque se propaga de un modo natural entre hombres que viven juntos. Sólo el primero es obligatorio.

Al igual que la de Wispé, la definición dada por Kant posee un componente afectivo-cognitivo, también una capacidad innata y social; y otro propiamente volitivo-racional, que puede modificarse por el hábito y es un deber cultivar y perfeccionar. Al margen de la terminología kantiana claramente desactualizada, me parece que acepta más claramente la limitación de una investigación empírica sobre el segundo componente, y plantea la necesidad de comprometerse con una concepción de racionalidad con raíces evolutivas, social y culturalmente desarrollada, pero que además aclare su rol intrínsecamente normativo, y en ese sentido me hubiera gustado que Wispé desarrolle un poco más el pensamiento de Nagel, que parece iba por ese lado.

Dejo, en realidad, las últimas líneas como un posible plan de trabajo de monografía para el final de ciclo, de paso que me eximo de dar cuentas de tan ambicioso proyecto.


[1] Espero revisarla con más detalle y añadir el fruto de la discusión que le siguió en los próximos días (y cuando lo haga, borraré este pie de nota).

[2] Y en este sentido la exposición tiene la desventaja de no abordar la definición en el contexto de todo el libro, pues me quedé sin revisar los últimos cuatro capítulos.

[3] Las improvisadas traducciones son hechas por mí.

Bibliografía

KANT, Immanuel, La Metafísica de las Costumbres (Madrid: Editorial Tecnos, 1989).

WISPÉ, Lauren, The Psychology of Sympathy (New York: Plenum Press, 1991).

The New Oxford American Dictionary: Second Edition (Oxford University Press, 2005; eBook 2008).

Sobre el debate contemporáneo de la ética (y el problema del mal)

Acabo de conseguir, en forma digital, Kant’s Anatomy of Evil, colección de ensayos sobre el problema del mal radical en la filosofía moral de Immanuel Kant, editado por Sharon Anderson-Gold y Pablo Muchnik, y publicado este año.

La portada.

Todavía estoy en el proceso de revisarlo para mi tesis —y para mi ponencia de este año— pero no puedo evitar citar el primer párrafo de la Introducción, que resume de forma magistral la irrelevancia de buena parte del debate contemporáneo, de corte metaético.

El debate contemporáneo de la filosofía moral se ha enfocado principalmente en preguntas metaéticas acerca de la justificación de la moralidad, ignorando la facilidad con la que normas perfectamente justificadas son dejadas de lado por consideraciones no morales. Dado el alcance, la magnitud y la inventiva de la maldad humana, esta tendencia filosófica se muestra totalmente equivocada. El desafío no reside en cómo justificar la moralidad, sino en el entendimiento de cómo juicios perfectamente justificados son ignorados tan fácilmente por cálculos egoístas[1].

Así que me uno a la cruzada.


[1] Sharon Anderson-Gold & Pablo Muchnik (Editores) , Kant’s Anatomy of Evil (New York: Cambridge University Press, 2010). La traducción es mía, y corresponde a la primera página.

¿Se relacionan causalmente los sucesos mentales con sucesos físicos?

Observemos el siguiente video:

Cierto, el video no nos dice en realidad nada, pues se podría responder que son las ondas cerebrales del mono —completamente físicas— las que mueven el brazo robótico. Sin embargo, el mono quiere mover el brazo…

Para un buen artículo sobre el experimento del mono, vean este de Wired.

Entre razones y pasiones: El origen del mal según la teoría ética de Immanuel Kant

Planeo presentar una ponencia para el VI Simposio de Estudiantes de Filosofía, a llevarse a cabo a finales de noviembre.

Tengo ya, una sumilla provisional que quiero adelantar. El título de la ponencia, también provisional, es el del título de este post.

Sumilla: El objetivo de la ponencia será adentrarnos en el problema filosófico que constituye comprender el origen del mal en los seres humanos, tal como está presente en los distintos escritos de Kant, en especial en La Religión dentro de los límites de la mera Razón, pero prestando especial atención a sus escritos de Historia y de Antropología. El frío e inexpresivo imperativo categórico constituye un incentivo suficiente para determinar nuestra imperfecta voluntad humana, mas la aplicación de tal imperativo (válido para todos los seres racionales) a la especie humana por parte de Kant resulta mucho más sutil y compleja de lo que uno podría esperar. Como intentaremos mostrar, Kant sigue de cerca a Jean-Jacques Rousseau al sostener que el mal se origina inevitablemente con la sociabilidad del ser humano, para lo que tendremos que explicar el rol que juegan las pasiones sociales («cánceres incurables de la razón pura práctica»), el amor propio y la vanidad. No obstante, tendremos que mostrar también cómo la razón y la sensibilidad están lejos de conformar una oposición a priori, encontrándose el mal no en el carácter sensible del ser humano, sino más bien escondido detrás de la razón.

Es el tema que estoy trabajando para la tesis, aunque no quiero presentar simplemente una «parte», sino presentarlo de forma íntegra preparado para la oralidad, pero sin perder la rigurosidad del caso.

La imagen la saqué de este blog.

De la imposibilidad de ver lo que realmente ocurre en los corazones de las personas

Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo […]

-Genesis 6:5.

La ley moral —tal como Immanuel Kant la concibe en la Crítica de la razón práctica y La Religión dentro de los límites de la mera Razón— es respecto del ser humano un incentivo, suficiente por sí mismo para determinar nuestro albedrío (Willkür). En tanto seres libres, tenemos la ley moral ya dentro de nosotros, y Kant llega tan lejos como para decir que, de no ser ese el caso, incluso el ser más racional (calculador) necesitaría de otros incentivos para determinar su albedrío, y ni la más racional de las reflexiones podría siquiera atisbar algo así como una ley moral (R 6:26 nota)[1]. Que tengamos a la ley moral como incentivo, por el respeto que nos genera, significa que tenemos una disposición (Anlage) al bien. No obstante, contamos también, por disposición natural, y en este caso completamente sensible, con los incentivos de la sensibilidad, de por sí inocentes −presentes en el hombre para el bien− y que Kant agrupa bajo el nombre de ‘amor propio’[2] (Eigenliebe).

"El hombre es por naturaleza malo" (R 6:32).

Tenemos, de esta forma, dos incentivos dentro del albedrío, el de la ley moral, y el del amor propio. Si bien estos coexisten, y ninguno puede ser eliminado, uno tiene siempre que subordinar al otro. Este acto de subordinar uno al otro se da en lo que Kant llama Gesinnung (fundamento subjetivo de la adopción de las máximas), y en la medida que sólo hay dos opciones posibles, ésta tiene que ser o buena o mala.

Desde la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant nos dice que los verdaderos fundamentos detrás de la máxima de una acción son siempre insondables, no sólo para el observador, sino incluso para uno mismo (G 4:406-8). En la Religión, se vuelve evidente que es el carácter insondable de esta Gesinnung lo que genera la indeterminación en el resto de las máximas. Por ejemplo, ayudar a un desconocido en un momento de necesidad es una acción, cuya máxima respectiva podría ser la de ‘ayudar al prójimo cuando lo necesite’, teniendo que ser ésta a su vez conforme a la ley moral (para que sea una máxima buena). La intención, en el sentido en que está presente en la Fundamentación, sería la adopción de esa máxima particular, la de ayudar al prójimo, y permanecería insondable en la medida que nunca se podría determinar si es que tal máxima, conforme a la ley moral, se adoptó precisamente con la ley moral como incentivo suficiente, o si hubo incentivos ocultos, no morales, que afectaron la adopción de dicha máxima, determinándola (como un posible sentimiento de pena ante la situación de ver a un ser humano sufriendo). Esta falta de certeza es algo que parece no perturbar a Kant, salvo el hecho de que se la reconozca.

Recién con la Gesinnung en el centro de atención, resulta claro que es su carácter insondable lo que oscurece al resto de las máximas. Recordemos que la Gesinnung refiere únicamente al orden de subordinación de los dos incentivos en el albedrío, y es esto lo que Kant señala en la fundamentación: el no poder ver los fundamentos que determinan la adopción de nuestras máximas, o el pensamiento de nuestros corazones.

Lejos de ser una ética que se preocupe obsesivamente por la pureza de nuestras intenciones (pues nunca podremos estar seguros de la misma), sólo nos queda actuar como si la ley moral fuera el fundamento determinante de la adopción de nuestras máximas, y esperar que eventualmente nuestra vanidad (Eigendünkel) trascienda en una verdadera intención moral.

La imagen la saqué de una entrada del blog Cabalgando al Tigre.


[1] A estas alturas ya debería dejar de ser un lugar común confundir la razón ilustrada con la mera razón instrumental, que no es más que el uso más básico de la razón práctica (G 4:415-6).

[2] Kant concibe el amor propio, primero, como meramente mecánico, lo que corresponde a la disposición del hombre a la animalidad; pero además, como físico, pero que involucra la comparación con otros hombres, lo que identifica con la disposición a la humanidad (R 6:26-7).

En este punto resulta inconfundible la influencia de Jean-Jacques Rousseau, pues ambos niveles de amor propio corresponden al amor de sí, y al amor propio, respectivamente:

El amor de sí, que sólo nos afecta a nosotros, se contenta cuando nuestras verdaderas necesidades son satisfechas; pero el amor propio, que se compara, nunca está contento y no podría estarlo, porque ese sentimiento, al preferirnos a los demás, exige que los demás nos prefieran a sí mismos, lo cual es imposible. […] De esta forma, lo que hace al hombre esencialmente bueno es tener pocas necesidades y compararse poco con los demás; lo que lo hace esencialmente malo es tener muchas necesidades y atenerse mucho a la opinión. [Jean-Jacques Rousseau, Emilio, o De la educación (Madrid: Alianza Editorial, 2001) p. 315]

La misma tesis del mal radical en la naturaleza humana no es más que una elaboración e integración de esto al contexto del resto de su teoría ética.

Los sueños de un visionario… explicados por los sueños de la Metafísica

Como aludí de manera críptica hace algunas semanas, TBPD —para los despistados: este blog— termina por definirse y cambia de nombre a «Los sueños de un visionario (explicados por los sueños de la Metafísica)».

Vean esta imagen, que servirá de banner.

Y finalmente este video.

Para una explicación ligeramente más detallada, entren acá.

Ah, y la dirección seguirá siendo la misma.

La vida de Kant en imágenes

Encontré una serie de imágenes en Historical Dictionary of Kant and Kantianism (Lanham, Maryland: The Scarecrow Press, 2005), de Helmut Holzhey y Vilem Mudroch, y me pareció correcto mostrarla en este espacio, pues algunas —las cuatro primeras— no las había visto antes.

El joven Kant alrededor de 1755 (31 años).

La Universidad de Königsberg en el siglo XVIII.

Kant alrededor de 1768 (44 años).

La casa que Kant pudo comprar recién a los 59 años.

Kant en 1784 (60 años).

Kant en 1789 (65 años).

Kant en 1790 (66 años). Empezaba a tratar el problema del origen del mal.

Silueta de un anciano Kant en 1798 (74 años).

Listo.

Sobre las creencias religiosas de Immanuel Kant

Mucho se ha dicho sobre la influencia de creencias religiosas en el pensamiento ético de Kant. Esto suele ir de la mano con mencionar su crianza pietista. Pero, ¿qué tan fidedigna es esta imagen?

La tumba de Kant hoy.

Estoy empezando a leer la más reciente —y probablemente la más completa— biografía de Kant, escrita por Manfred Kuehn, y justamente empieza con una reflexión en torno a la muerte del gran filósofo, así como sobre sus creencias religiosas, y me pareció imperativo reproducirla en este blog. Ahí va.

Kant, el hombre, se había ido para siempre. El mundo estaba helado, y no había esperanza — no para Kant, y quizás tampoco para el resto de nosotros. Scheffner tenía bastante presente que Kant creía que no cabía esperar nada después de la muerte. Aunque en su filosofía había sostenido la esperanza de una vida eterna y de un estado futuro, en su vida personal se había mantenido indiferente a tales ideas. Scheffner había escuchado a Kant, no pocas veces, mofarse de las oraciones y de otras prácticas religiosas. La religión organizada lo llenaba de ira. Resultaba claro para cualquiera que conoció a Kant personalmente que no tenía fe alguna en un Dios personal. Habiendo postulado la existencia de Dios y de la inmortalidad, él mismo no creía en ni una ni la otra. Su opinión considerada era que tales creencias eran un asunto de «las necesidades de cada individuo». Kant mismo no sentía necesidad tal[1].

Será motivo de la investigación que empiezo para mi tesis de Maestría examinar exactamente qué papel ha de jugar una Religión racional para la eticidad en su pensamiento ético (sí, Kant ya conocía esa palabra). Aunque una rápida mirada a su escrito «El fin de todas las cosas» concuerda bastante con lo citado.


[1] Manfred Kuehn, Kant: A Biography (New York: Cambridge University Press, 2002). La poco elegante traducción es mía, y corresponde a las páginas 2 y 3.