moralidad

Algunos apuntes sobre el amoralismo histórico de Hegel (y Marx)

La moralidad no se hace real sino dentro de una vida ética (Sittlichkeit) dada en un momento histórico. Esta vida ética forma parte de un sistema de costumbres, cuyos principios pueden ser alcanzados reflexivamente por la cultura sobre la que operan. Wood señala las consecuencias de esta actividad:

[…] mientras la reflexión continúa, la cultura eventualmente llega a ver los límites de estos principios. Entonces, cuanto más examina las razones para seguir los deberes éticos, más llega a encontrarlas insuficientes. La conducta ética que estaba racionalmente justificada en relación a una primera reflexión, ahora deja de estarlo, y esto lleva a un periodo de auto-indulgencia, vanidad y decadencia (VG 178-180/145-146). (1990: 234-235)[1]

Es así que:

La posición de Hegel implica que en una época decadente las personas están justificadas a alejarse de sus deberes éticos. La vanidad, el egoísmo y el abandono de la virtud ética constituye un modo de conducta racional. (1990: 235)

La validez racional de un orden ético dependerá de que pueda actualizar la libertad del espíritu, y es desde estas consideraciones que surge el punto de vista de la historia universal, que puede ser aprehendido por determinados individuos.

Mientras se profundiza en la reflexión, la concepción del espíritu sobre sí mismo empieza a cambiar, y el antiguo orden ético ya no basta para actualizar la concepción emergente. Cuando individuos reflexivos comienzan a notarlo, los deberes éticos pierden, para ellos, su justificación racional. En tal época, la pregunta «¿Por qué ser ético?» no tendrá una respuesta racional. No habrá una buena razón para ser ético. (1990: 235)

La concepción de una revolución comunista se elabora precisamente sobre esta posibilidad:

Al igual que las ambiciones individuales, los intereses de clase quedan fuera de la moralidad y de la ética. Para Marx, las morales de clase son formas ideológicas, mistificadas y falsas de dichos intereses. Cuando agentes operando desde el punto de vista de la historia universal conciben sus acciones en términos morales o éticos, se vuelven víctimas de la ilusión ideológica y su agencia se torna confusa para ellos mismos. Por esta razón, Marx consistentemente rechaza toda apelación a concepciones morales y a ideales dentro del movimiento de la clase obrera. (1990: 234)

Si bien estas consideraciones se limitan a «épocas de decadencia y de transición histórica», el peligro de adoptar este punto de vista es notable: Cuánta posibilidad para el autoengaño de autodenominados profetas que, por el bien de la humanidad y de la Historia, cometen sin reparo alguno los crímenes más atroces, actos de crueldad sin sentido, y, además, no avanzan el desarrollo del espíritu un solo milímetro. Además de la justicia humana, la Historia también los juzgará…

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Pero innumerables ejemplos de falsos positivos no deben ocultar la verdad de estas consideraciones:

Las restricciones morales no tendrían que impedirnos actuar en tanto sean obstáculos a la liberación humana. Si realmente hay tiempos en que el espíritu humano puede emanciparse sólo mediante acciones incorrectas, entonces sería terrible que dejemos que nuestro miedo de actuar incorrectamente nos mantenga por siempre en cadenas. Por un lado, si fuera siempre posible para el espíritu humano avanzar de forma tranquila y ordenada, en conformidad con el derecho y la moralidad, entonces el amoralismo histórico de Hegel nunca encontraría aplicación. Por otro lado, si fuera siempre fácil para las personas conocer con precisión cuándo acciones terribles e inmorales son requeridas en interés de la libertad humana, entonces no habría peligro de que esta doctrina pudiera ser abusada. Pero los asuntos humanos son complejos y llenos de ambigüedad. A veces tenemos dificultad para distinguir entre crímenes sin sentido y atrocidades detestables de acciones históricas extraordinarias necesarias para el desarrollo de la especie humana. Es más, algunas de esas acciones necesarias pueden ser al mismo tiempo atrocidades detestables. Hegel no es culpable de estos preocupantes hechos de la vida humana. (1990: 236)

Y es así que en este blog nos introducimos, oficialmente, en la filosofía de Hegel.

Ver también:

Kant y la Revolución francesa


[1] Las rápidas traducciones al texto de Wood son mías. Bibliografía:
WOOD, Allen W. Hegel’s Ethical Thought. Nueva York: Cambridge University Press, 1990.

Una metafísica de las costumbres[1]

En el prefacio de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Immanuel Kant refiere a su proyecto de una metafísica de las costumbres como “una filosofía moral pura […] completamente limpia de todo cuanto sea empírico y pertenece a la antropología” (G 4:389). Es sabido, sin embargo, que cuando Kant presenta su sistema completo de las costumbres (doctrina de la virtud y del derecho) doce años después, lejos de ser una ciencia exclusivamente a priori, «restringida a determinados objetos del entendimiento» (G 4:388), precisa más bien que “tendremos que tomar frecuentemente como objeto la naturaleza peculiar del hombre, cognoscible sólo por la experiencia, para mostrar en ella las consecuencias de los principios morales universales” (MS 6:217).

Entonces, si bien podemos concederle a Kant que “toda la filosofía moral descansa enteramente sobre su parte pura, y, aplicada al hombre, no toma prestado ni lo más mínimo del conocimiento del mismo” (G 4:389), esto no corresponderá a toda la metafísica de las costumbres, sino únicamente a su fundamento, a saber, «la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora» (G 4:431).

De este modo, sería únicamente esta idea, el «tercer principio práctico de la voluntad» (G 4:431), una formulación enteramente racional del principio supremo de la moralidad, lo que no podría decirse ni de la primera (G 4:421) ni de la segunda formulación (G 4:429) del imperativo categórico, ya que en ambos casos se supone la estructura de una voluntad humana, con la existencia de inclinaciones que hacen del cumplimiento de la ley algo «subjetivamente contingente» (G 4:412).  Es así que desde la misma Fundamentación, Kant ya estaría tomando, si bien a modo muy general, la naturaleza peculiar del ser humano.

Pero aceptemos la concepción de una metafísica de las costumbres, no como Kant la describe en la Fundamentación, es decir, no como algo enteramente racional y que no sería viable más que para la formulación de la idea, sino como tomando en efecto como objeto la naturaleza humana tal como la conocemos por experiencia. Allen W. Wood nos dibuja el escenario del siguiente modo:

La filosofía moral se sostiene en un único principio supremo, que es a priori, pero todos nuestros deberes morales resultan de la aplicación de este principio a lo que sabemos empíricamente acerca de la naturaleza humana y de las circunstancias de la vida humana. (2008: 61)[2]

Surgen, igual, algunas consideraciones.

Imagen: Woman Caught in Adultery, John Martin Borg, 2002.

Imagen: Woman Caught in Adultery, John Martin Borg, 2002.

Tenemos el respeto a la humanidad (racionalidad, libertad) en cualquier persona (G 4:429) a nivel de principio, pero necesitará traducirse o formularse en normas o deberes específicos, tales como evitar la mentira (MS 6:429-431) y la avaricia (MS 6:432-434), o el deber de beneficencia (MS 6:452-454). Una metafísica de las costumbres estará compuesta de tales deberes (al menos a nivel de la virtud). No son, como ya hemos anunciado, enteramente racionales (si bien podemos pensar que su legitimidad sí lo sea). Por ejemplo, en el caso del deber de evitar la mentira, se supone que los seres humanos tenemos pensamientos que no necesariamente expresamos[3]. Bien podría ser, especula Kant en la últimas páginas de la Antropología en sentido pragmático, «que en algún otro planeta existieran seres racionales que no pudiesen tener pensamientos que al mismo tiempo no expresaran» (1991: 279); para estos seres, incondicionalmente obligados, al igual que nosotros, al respeto a la humanidad en todas las personas, no obstante, no existiría el deber de no mentir, ya que no les sería posible.

La metafísica de las costumbres, a no ser que nos adentrásemos en el interesante campo de la ciencia ficción, sería, entonces, una metafísica de las costumbres humana.

Quizás más problemático sería el caso del deber de beneficencia. Ya no se trataría, como en el caso del deber de evitar la mentira, de una consideración sobre «la complexión originaria de una criatura humana» (1991: 280), sino que implicaría tomar en cuenta las circunstancias de la vida humana. Ciertamente, el ser humano es por naturaleza un animal político, o como lo expresa Kant, somos «seres racionales necesitados, unidos por la naturaleza en una morada» (MS 6:453), por lo que, al menos en sentido amplio, «ayudar a otros hombres necesitados a ser felices, según las propias capacidades y sin esperar nada a cambio, es un deber de todo hombre» (MS 6:453). Pero hasta qué punto las circunstancias de la vida humana que permiten una marcada diferencia entre ricos y pobres (esto es, la injusticia) sean una condición necesaria de la vida humana es mucho más discutible, al punto que Kant mismo se plantea si es que en esos casos la ayuda prestada merece si quiera dicho nombre (MS 6:454).

El problema que quiero dejar acá como meramente anunciado es el de la actualidad y pertinencia misma del proyecto de una metafísica de las costumbres, a saber, el de una reflexión ética firmemente anclada en un solo principio cuya validez pretende universalidad inclusive más allá de la especie Homo sapiens, pero a la vez lo suficientemente flexible para tomar en cuenta las particularidades necesarias de la especie humana sin confundirlas con circunstancias en última instancia históricamente contingentes.

Ahí vamos.


[1] Esta entrada será la primera en una serie (promesas, promesas…) sobre el proyecto kantiano de una metafísica de las costumbres, aprovechando el privilegio de dictar este ciclo 2014-2 el Seminario de Filosofía Moderna en el pregrado de Filosofía en la PUCP, junto con Ciro Alegría Varona, precisamente, sobre la teoría ética de Kant.

Adjunto el sílabo del curso.

[2] La traducción al español es mía.

[3] Este deber no incluiría el mucho más delicado problema de la mentira interior (autoengaño).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (Edición bilingüe). Traducción de José Mardomingo. Barcelona: Ariel, 1996.

Antropología en sentido pragmático. Traducción de José Gaos. Madrid: Alianza Editorial, 1991.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

WOOD, Allen W.

Kantian Ethics. Nueva York: Cambridge University Press, 2008.

El corazón humano (o sobre el misterio en la ética de Kant)[1]

“Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir”. (KpV 5:161-162)

«Debí, por tanto, suprimir el saber, para obtener lugar para la fe». (BXXX)

Resumen:

La ponencia busca hacer explícito el espacio que Kant delimita deliberadamente en su teoría ética para aquello que no se puede comprender, que se encuentra más allá de los límites de la mera razón. Este espacio, se mostrará, está ligado al recurso que Kant hace de la figura del corazón humano (Herz), uso consistente y sistemático a lo largo de sus principales obras sobre moral y religión. El corazón será el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables. De este modo, veremos cómo el problema filosófico de fundamentación de la moralidad, la existencia misma de la ley moral, queda inevitablemente tras un velo de misterio. 

Immanuel Kant se refiere al proyecto que lleva a cabo en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres como el de «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad» (G 4:392)[2]. En el primer capítulo, Kant allana el terreno partiendo de algunos conceptos ‒que él supone son‒ propios del entendimiento moral común, limitándose a mostrar que una buena forma de explicar el origen del deber moral es recurriendo a la figura de una ley universalmente válida. Es en el segundo capítulo, propiamente, donde Kant encuentra el principio partiendo del examen del concepto de una voluntad que en el ser humano no es sino imperfecta (G 4:412-413), y tras explicitarlo como una idea de la razón (G 4:431) termina presentándolo como el principio de la autonomía de la voluntad: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Esto, puesto de otro modo, significa únicamente que estamos obligados por una ley interna, presente en nosotros nos guste o no, y que nos manda a respetar la dignidad de todas las personas, respetar su capacidad de elegir cómo vivir sus vidas, su humanidad, en tanto respeten la misma capacidad en los demás.

No obstante, Kant reconoce al final del capítulo que todavía no ha logrado establecer dicho principio como algo más que una fantasmagoría, es decir, que exista «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). Precisamente, en el tercer capítulo, Kant se propone concluir con su proyecto de fundamentación, y se encuentra finalmente con un límite insuperable, al punto de  terminar afirmando que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72).

En las últimas líneas de la obra, Kant termina rindiéndose ante el «misterio» que supone «la incondicionada necesidad práctica del imperativo moral» (G 4:463), que equivale justamente a no poder demostrar aquello que quedó pendiente al final del segundo capítulo: que la ley moral exista de verdad. El problema es de la mayor importancia. Si bien una ley de la razón operando en un orden distinto del fenoménico es ciertamente pensable, la moralidad no puede concebirse como descansado en una mera posibilidad del pensamiento. Tiene que ser real para todos y cada uno de los seres racionales, pertenezcan o no a este planeta llamado Tierra. Reconocer el misterio que supone el problema, insoluble, dirá Kant, constituye «todo cuanto en justicia puede ser exigido de una filosofía que, en materia de principios, aspira a llegar hasta los confines de la razón humana» (G 4:463).

Cuando en la Crítica de la razón práctica Kant parece haber reemplazado por completo su intento ‒fallido‒ de establecer definitivamente la ley moral del tercer capítulo de la Fundamentación, y termina más bien apelando a su existencia como la «del único factum de la razón pura» (KpV 5:31), cabe preguntarse si nos encontramos ante un giro dogmático en su pensamiento ético fundacional, lo que significaría haber dejado de lado aquel misterio reconocido en su obra anterior.

La tesis que busco defender en esta ponencia apunta a que el misterio señalado al final de la Fundamentación subsiste en sus obras posteriores sobre moral y religión, donde lo vemos frecuentemente ligado al uso que el filósofo hace de la figura del corazón (Herz). Así, el problema insoluble para la razón humana de cómo pueda ser práctica la razón pura, se mantiene al afirmar que la ley moral hace contacto en nuestra sensibilidad precisamente en el corazón humano, contacto a su vez incomprensible; el corazón humano es el lugar donde la ley moral se hace real. De la misma forma, el problema que supone nuestro yo verdadero, nuestra interioridad más recóndita, independiente del mundo de los fenómenos, se mantendrá cuando Kant señale, también de forma constante, la insondabilidad última del corazón, refiriéndose al razonamiento moral y a nuestras motivaciones. Para lo primero recurriré principalmente a la Crítica de la razón práctica, y, para lo segundo, a La metafísica de las costumbres.

Espero establecer que, más que un rol accesorio, la figura del corazón denota un uso sistemático que, al salir a la luz, mostrará todo un ámbito inherente a la teoría ética de Kant preocupado por delimitar el misterio que aparece al final de la Fundamentación, habiendo cumplido cabalmente su promesa de limitar el conocimiento para dejarle lugar a la fe.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Que la ley moral (una idea de la razón, válida por lo tanto para todo ser racional[3]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar, constituye un problema insuperable para el uso especulativo de nuestra misma razón[4].

¿Por qué la existencia de la moralidad supone tanto problema? Nadie duda de su existencia. Todos reconocemos la validez de ciertas normas: no mentir, no matar, ayudar al prójimo. Y estas pueden ser explicadas como resultado de una mezcla de mecanismos evolutivamente adquiridos como la capacidad empática, por un lado, y ciertas convenciones sociales, relativas a un determinado lugar y momento histórico. Pero si nos quedamos a este nivel, creía Kant, entonces alguien podría decidir usar su libertad para ponerse por encima de esta obligación, que falla en ser absolutamente categórica. Pensemos en alguien que no haya desarrollado su capacidad empática, o la descuide día a día. Esta persona, además, reconoce que las normas son convenciones sociales, y con este pensamiento decide poner su propia libertad por encima, encontrarse más allá del bien y del mal. Para esta persona, Dios ha muerto y todo está permitido. Kant considera esta posibilidad y la rechaza. Del mismo modo, Dostoievski también rechaza esta posibilidad. Tiene que haber algo, tan fuerte como un Dios monoteísta con poder absoluto, que nos obligue además de nuestra constitución sensible y de las convenciones morales, o costumbres. Su propuesta de una ley moral como una ley de la razón humana es precisamente eso. No resulta curioso que finalmente probar la existencia de dicha ley resulte tan difícil como probar la existencia misma de Dios.

No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (G 4:445), es un supuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana y que no se pone realmente en duda[5]. Siguiendo esta misma creencia, que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros[6], nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (KpV 5:72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil, un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

Esta discusión se da en el capítulo «En torno a los móviles de la razón pura práctica» (KpV 5:73-76). Kant elabora: la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo, sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (KpV 5:72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume y Adam Smith (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (KpV 5:74-76). Será recién en la segunda parte de la obra, la «Metodología de la razón pura práctica», donde Kant dará luces al respecto, al abordar el problema de cómo la ley moral accede al interior de cada individuo concreto, y ejerce influencia sobre sus máximas.

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (KpV 5:151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano repetidas veces (KpV 5:152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber. Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

El corazón hace del lugar donde la ley moral se inserta y ejerce su influjo puro en nuestra sensibilidad. Constituye así el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Pero la respuesta a la pregunta de cómo la ley moral se inserta en el corazón es un método práctico: mientras más pura sea presentada, tendrá mayor fuerza en el individuo (KpV 5:156). Cualquier intento especulativo de explicar este contacto nos refiere al misterio de la libertad humana, que en la Fundamentación queda sin resolución.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Pasemos a ocuparnos ahora en el problema del carácter insondable del corazón. Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (MS 6:392). La autocoacción que es una condición esencial de la virtud humana, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación. No obstante, sólo podemos acercarnos a este fin, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras, puesto que, señala Kant, “no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma” (MS 6:392; cf. G 4: 407). Exactamente esta misma idea aparece al comienzo del segundo capítulo de la Fundamentación, y en numerosos otros pasajes.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es “alguien que conoce profundamente los corazones” (MS 6:430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral, donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (MS 6:439). No obstante, no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia efectiva de un ser supremo fuera de nosotros.  Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (MS 6:441).

Estos pasajes, que atraviesan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética, están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, que está lejos de ser un mero procedimiento de nuestro intelecto; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano, cuyas “profundidades […] son insondables” (MS 6:447)[7]. Por supuesto que el problema de la insondabilidad del corazón en lo que concierne a nuestras motivaciones está estrechamente ligado al problema del contacto entre la ley moral y nuestra sensibilidad. Poder observar el contacto significaría poder examinar nuestras motivaciones con precisión científica. Esto supondría la resolución del misterio que supone la libertad humana.

De esta forma, espero haber mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón en las principales obras de ética de Immanuel Kant, y que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier indagación teórica. Esto deja al descubierto que la teoría ética de Kant, en dos aspectos fundamentales, reposa en un terreno misterioso. La ley moral que Kant intentó establecer en la Fundamentación, se mantiene siempre un paso más allá de nuestras indagaciones. Incluso en relación a nuestra experiencia íntima de la moralidad, nunca podemos estar seguros de su existencia, si bien Kant insiste en que debemos de estarlo. La fe religiosa, precisamente, consistirá únicamente en la creencia de que la virtud es algo real, de que existe algo más allá de nuestra arbitrariedad que nos obliga a ser mejores.

Con verdadera humildad, Kant ha delimitado un vacío en torno a problemas ético-religiosos de fundamental importancia, que, como ya hemos visto, están ligados a la figura del corazón humano. Quiero proponer, no obstante, que Kant no pretendía que nada pueda decirse sobre este vacío. Todo lo contrario. La riqueza de este vacío se plasmará en la creencia en las distintas divinidades o cosmovisiones (que bien pueden ser ateas), y que tienen como núcleo el misterio que supone la moralidad, que el ser humano ha llenado de distintos modos a lo largo de la historia con ciertos mitos ilustrativos (ya sea el de Moisés o Jesús, la divinidad interior de los estoicos, el tercer ojo o los sentimientos morales). En este sentido, ciertos aspectos del discurso mismo de Kant sobre una ley de la razón que opera en un mundo distinto al de los fenómenos pueden ser vistos igualmente como poseyendo un carácter mitológico, ficticio. La superación del nihilismo, que amenaza a la moralidad al no poder establecerse la ley práctica, requiere de un acto de fe, que jamás debemos entender como la creencia en una divinidad, sino como una forma de actuar en el mundo: un como si la moralidad fuera algo real. La ética de Kant, sin comprometerse con alguna tradición religiosa en particular, se compromete con lo más profundo de todas a la vez.


[1] Este es el texto de la ponencia que tuve el agrado de leer en el Primer Congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española, el miércoles 14 de noviembre del 2012 en Bogotá.

[2] Las citas a la obra de Kant son a las traducciones al español presentes en la Bibliografía, y refieren a la numeración de la Academia de Berlín (Ak), acompañadas de las siglas en alemán de la respectiva obra: Fundamentación, G; Crítica de la razón práctica, KpV; La metafísica de las costumbres, MS. La excepción será la Crítica de la razón pura (KrV), donde referiremos a la numeración A/B.

[3] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

[4] En la Crítica de la razón práctica Kant reitera lo mencionado repetidas veces en el tercer capítulo de la Fundamentación: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (KpV 5:72).

[5] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. KpV 5:161-162).

[6] Ver el famoso pasaje del colofón de la Crítica de la razón práctica, citado debajo del título (KpV 5:161-162).

[7] La cita continúa: “¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio?” (MS 6:447).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002a.

Groundwork for the Metaphysics of Morals. Traducción de Allen W. Wood. Nueva York: Yale University Press, 2002b.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

La indefectibilidad del bien (una entrada sobre Aristóteles, Kant y Carl Rogers)

Carl Rogers señala que, de cumplirse ciertas condiciones en la relación entre el psicoterapéuta y el cliente, entonces, «un cambio y desarrollo personal constructivo [en el cliente] ocurrirá indefectiblemente» (1961: 35)[1][2][3]. El cliente descubre dentro de sí mismo la capacidad de usar la relación de ayuda para el crecimiento (Rogers 1961: 33).

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Rogers relativiza desde un punto de vista teórico el problema de qué es aquello en los seres humanos que tiende hacia el bien, «ya sea que alguien lo llame una tendencia al crecimiento, un impulso hacia la auto-actualización o una tendencia direccional  progresiva», mas no duda en afirmar que «existe en cada individuo, y espera únicamente las condiciones propicias para liberarse y expresarse» (1961: 35).

Puesto de otro modo, se trata de afirmar que «el núcleo más íntimo de la naturaleza del hombre, lo más recóndito de su personalidad, la base de su «naturaleza animal», es en sí misma positiva — está socializada, orientada hacia el progreso, es racional y realista» (Rogers 1961: 91). El objetivo de esta entrada es mostrar que esta tesis, para la cual Rogers encuentra amplio sustento empírico desde su propia experiencia, así como desde diversos estudios, se puede insertar en una larga tradición de pensamiento filosófico.

Tomemos el caso de Aristóteles. Para el filósofo, el fin último del ser humano consiste en realizar la función que le es propia, de forma excelente (EN 1098a15-20). La ética implica habituarse a actuar de acuerdo a lo que el ser humano es esencialmente, esto es, a actuar racionalmente. Y sin embargo, este actuar requiere ser de cierta forma, haber acostumbrado a nuestra parte irracional (que compartimos con otros animales) a querer lo que la razón dicta.

Aristóteles no tendría reparo en afirmar que, en el fondo, somos esa razón, si bien para dejarla aflorar tenemos que educarnos rectamente.

En la modernidad, parecería que nos encontramos con un cambio radical. Immanuel Kant, por ejemplo, afirma que el ser humano es por naturaleza malo. Esto suele interpretarse como la articulación de lo que en la tradición cristiana se llama pecado original. Y sin embargo, el mismo Kant creía que la forma en que estamos constituidos, tanto nuestra naturaleza animal como racional, está predispuesta al bien.

La moralidad misma, para Kant, tiene su fundamento en la razón pura práctica del ser humano, razón pura que podemos pensar corresponde a «su yo tal como […] pueda estar constituido en sí mismo» (G 4:451). Actuar moralmente, para Kant, significa adecuar nuestra arbitrariedad a la legislación que nos es dada por la racionalidad. Si bien observamos la capacidad de actuar incluso en contra de la ley de la razón, debemos pensar que semejante accionar significa ir en contra de nosotros mismos, de lo que somos realmente.

La voluntad, que Kant distingue del arbitrio, no es libre (arbitraria) sino que es la legislación misma y denota una racionalidad que funciona correctamente (MS 6:226). Es en las relaciones humanas que esta racionalidad se deforma y corrompe[4]. No es coincidencia que Rogers proponga que es mediante un tipo de relación entre personas que esta corrupción se repara o corrige, y el resultado es un correcto funcionamiento del organismo, racional.

Si bien Rogers no encuentra mucho respaldo entre sus colegas para su tesis de que hay algo bueno en el ser humano que inevitablemente aflora y crece si las circunstancias son propicias, en la tradición filosófica racionalista puede hallarlo sin problemas.


[1] Las traducciones son mías, si bien he considerado una traducción al español.

[2] Rogers insiste en que incluye esa palabra, «indefectible» [invariably] «sólo después de una larga y cuidadosa consideración» (Rogers 1961: 35).

[3] El subrayado es mío.

[4] Kant identifica esta corrupción a nivel individual como una maldad radical que corrompe el corazón de las personas, y a nivel social como la insociable sociabilidad, característica de la especie humana.

Bibliografía:

ARISTÓTELES

Ética Nicomáquea. Ética Eudemia. Traducción de Julio Palli Bonet. Madrid: Editorial Gredos, 1985.

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996. 

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

ROGERS, Carl R.

On Becoming a Person. Nueva York: Houghton Mifflin Company, 1961.

El espíritu de la oración (incluye el principio moral de toda religión; además, Alan García de morado)

Dear Father in heaven, I’m not a praying man, but if you’re up there and you can hear me… show me the way… show me the way.

George Bailey. It’s a Wonderful Life.

Kant distingue como principio moral de la religión (en oposición a lo que denomina ilusión religiosa), el siguiente:

[…] todo lo que, aparte de la buena conducta de vida, se figura el hombre poder hacer para hacerse agradable a Dios es mera ilusión religiosa y falso servicio de Dios. (R 6:170)

Una religión verdadera no nos exige nada más que una buena disposición moral, el respeto absoluto a la humanidad presente en todas las personas. Creer que podemos hacernos agradables a Dios mediante acciones que «todo hombre puede hacer sin que tenga que ser un hombre bueno» no es sino superstición y fanatismo (R 6:174). Kant considera que esto se reconcilia con un sano sentido común y no necesita demostración alguna[1].

Podemos estar de acuerdo, sin duda, dado que negarlo significaría que un modo de creencia[2] (y sus ritos) tendría primacía sobre otros (el cristianismo o el islamismo sobre las demás, por ejemplo), y el fanatismo consecuente es irreconciliable con una moralidad de respeto a la libertad de pensamiento y de creencia.

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Dentro de este contexto, Kant aborda el tema de la oración y su significación. Si la consideramos como un ritual interno, como la declaración de un deseo a un ser que no necesita de la misma (dado que ya la conoce), y además, como dirigiéndonos a ese ser en persona (como si estuviésemos convencidos de su existencia), entonces la oración no es más que «una ilusión supersticiosa (un fetichismo)» (R 6:194-195).

Como ya se anunció, la verdadera (y única) forma de agradar a Dios es mediante una buena conducta, y «el espíritu de la oración« no es otra cosa que una disposición moral buena que acompañe a nuestras acciones, y esto «puede y debe tener lugar «sin cesar» en nosotros», por medio de «la idea de Dios«, sin que eso signifique poder afirmar su existencia con plena certeza, algo de lo que somos incapaces (R 6:195).

No estamos autorizados a pedirle algo a Dios, excepto aquello que en última instancia depende de nosotros y de la fortaleza de nuestra voluntad. Pensar que Dios podría favorecernos, o a una nación por sobre otras, es ciertamente una ilusión y existen muchos ejemplos de ello.

Un ejemplo de oración genuina (sin duda una de muchas):

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Que todos los seres en todos los mundos sean felices y libres, y que todos mis pensamientos, palabras y actos contribuyan de alguna forma a esa felicidad y libertad de todos.

Kant defiende la genuinidad del Padre nuestro, en tanto que incluye un pedido de pan (un elemento material, presuntamente ilegítimo), además de la resolución de una buena conducta de vida, en la medida que lo interpreta como el reconocimiento de una necesidad animal que nos es propia, y no como un requerimiento que esperamos que Dios nos conceda (mediante una intervención sobrenatural, que nos favorecería arbitrariamente a nosotros y no a otros).

Y terminamos con esta canción.

Felices fiestas.

Ver también:

Un ejemplo de fe que se basa principalmente en la razón (o qué significa ser cristiano de acuerdo a Gustavo Gutiérrez).

Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).

Kant y la —meramente pensable— inmortalidad del alma.


[1] Un ejemplo en forma de foto:

García+Andina

[2] Para la diferencia entre una religión y distintos modos de creencia, consultar esta entrada.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

Un comentario sobre el tipo de religiosidad de Kant en el contexto de su discusión de los postulados en la Crítica de la razón pura

El interés de la razón, tanto especulativo como práctico, está contenido en las tres famosas preguntas que articulan el sistema kantiano:

1. ¿Qué puedo saber?

2. ¿Qué debo hacer?

3. ¿Qué puedo esperar?

Kant espera haber respondido satisfactoriamente la primera pregunta en la presente obra, pero eso ha excluido precisamente la posibilidad de conocer (Wissen) aquellos objetos que suponen el fin supremo de la razón pura[1]. La segunda pregunta pertenece a la razón pura, más no es trascendental, sino moral, si bien puede mantenerse cerca de sus estándares. La tercera pregunta presupone la segunda, y se reformula de la siguiente forma: si hago lo que debo,  ¿qué puedo entonces esperar? En este sentido, esta última pregunta es tanto teórica como práctica. La esperanza refiere a la felicidad, que no depende únicamente de nuestra voluntad, lo que sí es el caso en lo que concierne a nuestra conformidad con la moralidad.

La felicidad, propiamente, refiere a «la satisfacción de todas nuestras inclinaciones» (A806/B834), implica el uso de nuestra racionalidad, y supone un imperativo hipotético de nuestra razón, si bien el fin es dado por nuestra naturaleza sensible (no por la mera razón). El imperativo de la moralidad, por otro lado, abstrae de todo lo empírico y «considera solamente la libertad de un ente racional en general, y las condiciones necesarias sólo bajo las cuales ella concuerda con la distribución de la felicidad según principios» (A806/B834). ¿Qué constituye la felicidad de una persona? La respuesta a dicha pregunta es empírica, y supone un conocimiento de las condiciones históricas y sociales particulares del sujeto, así como de sus contingentes inclinaciones subjetivas. Sin embargo, ¿cómo debe uno comportarse moralmente respecto de otra persona? A priori, sabemos que debemos tratar su humanidad como fin en sí mismo, es decir, respetar las condiciones de posibilidad que le permitan llevar a cabo la búsqueda de su propia felicidad. Es en este sentido que Kant cree que la moralidad «puede basarse en meras ideas de la razón pura» (A806/B834); ya en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant sostiene toda la moralidad en una sola idea, a saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

Kant todavía se limita a suponer que dichas leyes morales existen efectivamente, lo que considera está de acuerdo no sólo con «las demostraciones de los más esclarecidos moralistas» sino también con el entendimiento moral común de «todo ser humano» (A807/B835).

Estas leyes morales que dependen únicamente del uso puro de la razón práctica son «principios de la posibilidad de la experiencia«, dado que ordenan que se realicen ciertas acciones, que, por ese mismo hecho, pueden efectivamente acontecer. Es así posible una causalidad de la razón en la naturaleza, si bien únicamente en las acciones libres de los seres racionales. «En consecuencia,» señala Kant, «los principios de la razón pura en su uso práctico… tienen realidad objetiva» (A808/B836).

Nos adentramos ahora al problema de los postulados de la razón pura práctica en relación al bien supremo. El afán sistemático de la razón no permanece ajeno en su uso práctico, pues la moralidad es pensada siempre como una relación de seres racionales unos con otros, lo que lleva a Kant a pensar en la idea práctica de un mundo moral, que es un anticipo de lo que en la Fundamentación será llamado reino de los fines. Este mundo está presente únicamente en el pensamiento, pero refiere siempre al mundo sensible, del accionar de los seres humanos, si bien obviando los obstáculos empíricamente observables que se le oponen a la moralidad (la corrupción de la naturaleza humana, que más adelante será llamada mal radical), y en tanto que la idea de este mundo inteligible puede generar determinadas acciones, tiene asimismo realidad objetiva. Con esta idea Kant espera haber respondido, muy a grandes rasgos, la segunda pregunta.

A continuación, de lo que se trata es de conectar la necesidad que conllevan los principios morales según el uso práctico de la razón, con la suposición teórica de que es lícito esperar una felicidad correspondiente a nuestro comportamiento moral. Puesto de otro modo, se trata de establecer que «el sistema de la moralidad está enlazado indisolublemente con el de la felicidad, pero sólo en la idea de la razón pura» (A809/B837). Si pensamos la moralidad sistemáticamente, argumenta Kant, ella inevitablemente «se recompensa a sí misma» (A809/B837).

Esto es problemático. Si bien queda perfectamente claro que la idea de un mundo moral es una consecuencia de la razón pura, el concepto mismo de felicidad, si bien tiene un elemento racional que lo unifica, depende en última instancia de la existencia de inclinaciones, y no resulta evidente en lo absoluto por qué habría de insertarse en una idea de la razón pura. El argumento de Kant al respecto, en todo caso, es plausible, y apunta a que en un mundo perfectamente moral la libertad sería ella misma la causa de la felicidad; es decir, si seres racionales se pusieran a perseguir su felicidad sin obstaculizarse los unos a los otros, e inclusive a sí mismos (sin obstáculos socioeconómicos, políticos ni psicológicos), entonces es de esperarse que la conseguirían. Pero al actuar, uno sabe que los otros no necesariamente van a hacerlo respetando la libertad de los demás, entonces parecería que uno no podría esperar que este enlace entre moralidad y felicidad se dé alguna vez, si no es por medio de una voluntad suprema (obersten Willen) que englobe todo albedrío particular (Privatwillkür). Dado que no sería razonable que la razón nos mande querer algo que no sea posible (la consecución del mundo moral), entonces uno podría llegar a concluir que no está obligado moralmente, lo que sería fatal para la moralidad, por supuesto. Ese mundo debe ser posible, y como dicha exigencia no parece congruente con el mundo observable fenoménico, tendría que darse en uno futuro, y gracias a la voluntad de un ser supremo, omnipotente, omnisciente, eterno, etc.

En la Crítica de la razón práctica Kant lo expresa más claramente, ya desde el punto de vista del ideal de un ser supremo:

Porque precisar de la felicidad, ser digno de ella y, sin embargo, no participar en la misma es algo que no puede compadecerse con el perfecto querer de un ente racional que fuera omnipotente, cuando imaginamos a un ser semejante a título de prueba. (KpV 5:110)

Y sin embargo, el enlace se introduce desde la perspectiva de dicho ser omnipotente, de un querer perfecto, de una inteligencia que integra la virtud máxima con el grado de felicidad correspondiente. A esta idea Kant la llama «el ideal del bien supremo» (A810/B838). Pero como no podemos comprender cómo Dios, esta voluntad o razón suprema, podría realizar este enlace (entre virtud y felicidad) en el mundo que nos representan nuestros sentidos, es que nos vemos obligados a recurrir también a un mundo futuro, de tal modo que tanto Dios como la inmortalidad del alma son presentados como «dos presuposiciones que, según principios de la misma razón pura, son inseparables del mandato que la razón pura nos impone» (A811/B839).

Pero como ya señalamos, lo único que emana del principio de la razón pura es la obligación moral, mientras que su conexión con la felicidad sólo se vuelve necesaria (o inseparable) si introducimos un querer perfecto y omnipotente, que luego se presenta como la solución al desfase entre virtud y felicidad. Parece existir, por lo tanto, cierta circularidad en el argumento kantiano por el supremo bien, dado que desde el punto de vista de la razón pura humana, no omnipotente, no parece ser necesario postular que a la virtud tenga que corresponderle su equivalente en felicidad, felicidad que supone, sí, un interés racional, mas no puro, sino también sensible.

Como dato biográfico, Kant no creía personalmente ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3), que consideraba únicamente como necesidades subjetivas que un individuo puede o no tener, y que sólo son legítimas en tanto sirven para hacer inteligible las consecuencias máximas de una ley moral, que nos demanda la perfección aquí y ahora, y que no puede garantizarnos felicidad alguna. Esto da luz sobre la artificialidad de la argumentación por el sumo bien, al menos en tanto se pretende extraer de la razón pura, cuando parece más bien incorporar un fuerte elemento subjetivo y psicológico, que depende de «una particular debilidad de la naturaleza humana» (R 6:109). En obras posteriores, el motivo que supone la felicidad (ya sea en este mundo o en el siguiente) es desechado e incluso repudiado en lo que concierne a la moralidad, y el único motivo propiamente moral pasa a ser exclusivamente el respeto por la ley pura práctica.

Kant parece estar partiendo del hecho de que hay una divinidad omnipotente, omnisciente, etc., y eso lo lleva a formular el sumo bien, la reconciliación de la virtud con la felicidad, de una justicia divina, si bien en otra vida. Sin embargo, la filosofía crítica no puede sostenerse más que en la razón pura, desde la cual sólo se puede postular la ley moral, que no puede sino ignorar la felicidad y el interés sensible que le tenemos. En una nota de la segunda Crítica, Kant se sincera, al señalar que la inmortalidad del alma:

[…] es el giro utilizado por la razón para designar un bienestar íntegro e independiente de todas las azarosas causas del mundo y, al igual que la santidad, es una idea que sólo puede verse comprendida en la totalidad de un progreso infinito, con lo cual nunca será plenamente alcanzada por dicha criatura. (KpV 5:123n)

La esperanza radica en que, si bien sabemos que nuestros cuerpos se destruirán y no quedará nada de nuestra personalidad en el mundo de los fenómenos, podamos creer posible que algo nuestro permanecerá (nuestra razón pura, meramente pensable) y participará a su vez de algo análogo al bienestar que en el mundo sensible llamamos felicidad. Esto concuerda, ciertamente, con ciertos dogmas del cristianismo (Dios y la inmortalidad), pero también con la creencia de muchas otras religiones de algo en el ser humano que no es otra cosa que una manifestación parcial, imperfecta de la divinidad, que después de la muerte vuelve a esta uniformidad originaria, como lo presente en el pensamiento antiguo de las Upanishads, donde la conciencia de que el yo personal (Atman) es igual a un yo eterno, omnisciente (Brahman).

En lo que sigue, Kant apuesta por la inseparabilidad de la figura de «un sabio Creador y Regidor» con la moralidad, a tal punto de afirmar que sin suponer el primero, nos veríamos obligados «a considerar las leyes morales como fantasías vacías» (A811/B839), o:

[…] sin un Dios y sin un mundo que ahora no es visible para nosotros, pero que esperamos, las magníficas ideas de la moralidad son, por cierto, objetos de elogio y de admiración, pero no motores del propósito y de la ejecución, porque no colman todo el fin que es natural a todo ser racional, que es necesario y que está determinado a priori por la razón pura misma. (A813/B841)

Esta conexión que, como ya señalamos, es absolutamente descartada en obras posteriores por una posición mucho más escéptica, que sólo nos obliga a realizar el deber aquí y ahora,sin consideraciones teóricas acerca de cómo podríamos reconciliar nuestro actuar moral con la felicidad, en este mundo o en el siguiente. No necesitamos otra motivación que el respeto a la ley moral, respeto que en el ser humano es una motivación siempre suficiente, lo que equivale a decir que en el ser humano la razón pura es en sí misma práctica. Esta idea, que Kant señala repetidas veces en todas sus obra posteriores, contradice directamente lo señalado en la cita, a saber, que las leyes morales no son móviles suficientes para determinar las acciones humanas[2].

No obstante, en páginas siguientes, Kant se preocupa en aclarar que la teología moral que nos ofrece «un Ente originario único, perfectísimo y racional«, no justifica la validez de las leyes morales, sino que es una consecuencia de ellas. Esta teología moral, si bien basada en la libertad, nos conduce a una teología trascendental en tanto que requiere una conformidad de los fines que es propia de la naturaleza y que por tanto apunta a «fundamentos que deben estar inseparablemente conectados a priori con la posibilidad interna de las cosas», o a una «perfección ontológica» que tiene «su origen en la necesidad absoluta de un único ente originario» (A816/B844).

La «presuposición absolutamente necesaria» del ideal del supremo bien fue introducida para darles eficacia a las leyes morales, que no por ello pueden ser consideradas contingentes. Las leyes morales son obligatorios no porque sean mandamientos de Dios, sino que son consideradas mandamientos divinos porque «estamos internamente obligados a ellas» (A819/B847).

En la última sección del canon, Kant espera distinguir con precisión la fe del saber, como una suerte de explicación de cómo espera haber logrado cumplir su promesa de suprimir el saber para dejarle lugar a la fe (Bxxx).

El asenso, explica Kant, es un «acontecimiento de nuestro entendimiento» que puede ser tanto objetivo, en cuyo caso se llama convicción, o subjetivo meramente, y entonces se denomina persuasión (A820/B848). A Kant sólo le preocupa el primero, que siempre debe poder ser comunicado a otros. Esta comunicación es la piedra de toque para distinguir lo que es mera persuasión y se condice con las exigencias establecidas en la disciplina de la razón pura, donde se establece que la razón en todas sus empresas debe someterse a la crítica y que la existencia misma de la razón depende de la libertad del juicio de ciudadanos (A738/B766).

La opinión es un asenso con la conciencia de que es tanto subjetiva como objetivamente insuficiente. Si el asenso es subjetivamente suficiente, se llama creer (Glauben), y produce convicción; si es tanto subjetiva como objetivamente suficiente, se trata de saber, y genera certeza.

El argumento de Kant en relación a lo visto en la sección previa parece apuntar a que los postulados de Dios y de la inmortalidad del alma son subjetivamente suficientes y son por tanto objetos de creencia (artículos de fe), y uno puede tener, por tanto, convicción en ellos. Esta convicción radica en la experiencia de la moralidad, que es algo que sabemos y de lo que tenemos certeza. Kant descansa, de este modo, la fe en Dios y en la inmortalidad únicamente en la moralidad:

[…] la convicción no es certeza lógica, sino certeza moral; y como descansa en fundamentos subjetivos (de la disposición moral del ánimo), resulta que ni siquiera debo decir: es moralmente cierto que hay un Dios, etc., sino: yo estoy moralmente cierto, etc. Eso significa: la fe en un Dios y en otro mundo está tan entrelazada con mi disposición moral de ánimo, que así como no corro peligro de perder la última, así tampoco me preocupo porque pueda serme arrancada jamás la primera. (A829/B857)[3]

Esta creencia es una fe racional (o moral) basada exclusivamente en una disposición moral del ánimo y es opuesta a una fe doctrinal, inestable y contingente en tanto que posee un discurso teórico que se enfrenta con problemas especulativos.

La creencia en dos artículos de fe, entendida como una fe racional y moral, está al alcance incluso del «más común entendimiento» de tal modo que el logro de la razón pura en tanto va más allá de la experiencia, el conocimiento (Erkenntnis) más elevado queda al alcance de todos los seres humanos por igual, y no necesita ser revelado por filósofos.

Kant era una persona de una religiosidad profunda; en la Crítica de la razón pura, precisamente en esta sección sobre los postulados, la creencia está dirigida a los dos artículos de fe, mientras que la moralidad es algo sobre lo que tenemos certeza. En obras posteriores, Kant problematiza la existencia de la ley moral, que no puede ser una mera idea regulativa, sino que tiene que ser sustantiva, tiene que existir «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). La creencia, propiamente, desplazará su atención de los dos artículos de fe, o postulados, a la moralidad misma. La religiosidad de Kant radica no en una creencia en dogmas (por más que sean postulados de la razón pura práctica), sino en que la ley moral, y por ende, la virtud misma, sea algo real, si bien indemostrable desde un punto de vista teórico.

Ver también:

La religión dentro de los límites de la mera razón – I.

La religión dentro de los límites de la mera razón – II.

Un ejemplo de fe que se basa principalmente en la razón (o qué significa ser cristiano de acuerdo a Gustavo Gutiérrez).

Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).


[1] Ver: “No comparto la opinión que algunos hombres excelentes y reflexivos […] han expresado tan frecuentemente, cuando sintieron la debilidad de las pruebas habidas hasta ahora: que se puede esperar que alguna vez se hallen demostraciones evidentes de las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura: hay un Dios, hay una vida futura. Antes bien, estoy cierto de que esto nunca ocurrirá. Pues ¿de dónde sacará la razón el fundamento de tales afirmaciones sintéticas, que no se refieren a objetos de la experiencia ni a la posibilidad interna de ellos? Pero también es apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario […]”. (A741-742/B769-770)

[2] «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda la moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre». (KpV 5:72)

[3] Existe consenso en que existe un error en el texto original, y que Kant quiso decir lo inverso. Lo citado presenta los elementos en negritas ya corregidos.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

El ateo como un metafísico dogmático

En el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura[1], la preocupación central del idealismo trascendental, y del proyecto mismo de la crítica de Immanuel Kant, se revela como fundamentalmente moral. De lo que se trata es de «suprimir (aufheben) el saber (Wissen), para obtener lugar para la fe» (Bxxx); se trata de negar que podamos tener conocimiento teórico acerca de Dios y de la inmortalidad del alma, lo que implica no poder afirmar tanto su existencia como su no existencia.

En una entrada anterior, refiriéndome a esta misma pretensión ilustrada, critiqué un tipo de posición agnóstica como vacía, en la medida que equipara la creencia en una divinidad racional con la de un ser absurdo, y en ese sentido pretende anular ambas. El error de este tipo de agnosticismo está en considerar la creencia en una divinidad sin considerar en lo más mínimo su interés práctico. No sirve de nada creer en un monstruo volador hecho de fideos, pero se podría argumentar que la creencia en la santidad de las enseñanzas de Cristo (y de su persona misma) tiene la utilidad práctica de fortalecer a los seres humanos en sus intenciones morales, llevándolos de este modo por el recto camino de la moralidad. Lo mismo se puede decir, por supuesto, de otras religiones y formas de creencia.

Este malentendido llamado agnosticismo, que no añade absolutamente nada a la pretensión ilustrada de limitar el conocimiento (o suprimir el saber) concerniente a los entes divinos, conduce muy frecuentemente al ateísmo. Si la creencia en Dios equivale a la creencia en un ave reptil gigante que controla el devenir del mundo, resulta completamente razonable juzgar que ambas son absurdas, y en consecuencia, a su negación, a saber, la posición atea.

El dogmatismo de esta posición es reconocido por Kant precisamente en el mismo prólogo, inmediatamente después de hacer explícita su pretensión de limitar el saber: «el dogmatismo de la metafísica […] es la verdadera fuente de todo el descreimiento contrario a la moralidad, que es siempre muy dogmático» (Bxxx). Un ateo, al afirmar que Dios no existe, está implícitamente aceptando que se puede tener un conocimiento acerca de la existencia (o no existencia) de los entes divinos, y se encuentra a sí mismo en la posición de negarlos.

Por supuesto que el ateísmo no implica necesariamente una posición amoral, menos aún inmoral. Pero en la medida que pretende un conocimiento teórico (por lo general, naturalista) acerca de las fuentes últimas del mundo y de la moralidad misma, no hace sino socavar cualquier pretensión absoluta y categórica sobre sus mandatos (su santidad), y no puede sino caer en un relativismo.

Kant no creía que la creencia en Dios y en la inmortalidad del alma fueran necesarias para la moralidad. Todo lo contrario. Además, él mismo no profesaba tales creencias[2]. Y sin embargo, la moralidad requiere que dejemos la puerta abierta a esa esfera de la religiosidad, dado que la moralidad misma depende de cierto misterio. Y eso es todo por hoy.

Complementar esta entrada con:

Sobre el último confín de toda filosofía práctica.

¿Qué es el corazón? (o sobre el misterio en la ética de Kant).

¿Qué es la verdad? (o sobre la existencia de una ley moral).


[1] Este bloguero vuelve de huidas vacaciones con esta entrada sobre tan magna obra.

[2] No confundimos, al igual que Kant, la no creencia en Dios con la creencia en la no existencia de Dios.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Sobre el misterioso caso del joven que vivió con una bala incrustada en el centro de su corazón

Quizás escucharon alguna vez del extraño caso de un joven, hace ya muchos años, que recibió el impacto de una bala perdida en el centro de su corazón, y sobrevivió. Por supuesto, el caso conmovió a la sociedad en su momento; los medios, muy propensos al sensacionalismo, se dieron un festín. ¡Cómo olvidar la enorme palabra ‘milagro’ impresa en la portada de El Comercio!

Los detalles médicos del caso, que pueden ser consultados si nos dirigimos a los archivos de la prensa de ese entonces (aunque tengan que ser tomados con cuidado, pues también se dijo mucho que no correspondía con la verdad), no son, sin embargo, los que nos interesa recordar en esta ocasión. Huelga decir que, dada la perplejidad de los científicos, no tardó en llegar una comisión del Vaticano para examinar el caso. La santa investigación, no obstante, se vio truncada dada la poca cooperación por parte del joven. En realidad, digámoslo para ser más precisos, su actitud abiertamente hostil hacia la misma.

Justamente encontré, entre viejos apuntes, un recorte de la única entrevista que el joven dio a la prensa en ese entonces. Comparto el fragmento que encuentro más interesante y rico en filosofía.

Entrevistador: A pesar del entusiasmo de la gente, usted se ha mostrado reticente a colaborar con la comitiva de la Iglesia.

El joven:  No puedo no decirlo. Me parece aberrante pensar en un Dios que interviene, con una suerte de poder mágico, para salvar una vida. Si es que Dios puede salvar una vida, ¿por qué salva esa y no miles de otras? Eso no es justo, y Dios no puede ser injusto. Si Dios interviene en el mundo, lo hace mediante los actos morales de las personas, no con trucos.

[…]

Entrevistador: Dicen que el más mínimo movimiento de la bala podría resultar letal… Que usted podría morir en cualquier momento…

El joven: Cualquiera puede morir en cualquier momento.

[El joven calla]

Con todo, quiero vivir. Espero vivir mucho. Ojalá Dios me lo permita.

El joven, muchos años después, ya anciano, murió de muerte natural.

El lento y gradual despertar de la razón en el ser humano (o la caída)

La filosofía es, ante todo, una actividad racional que reflexiona. Uno de los objetos más problemáticos de la filosofía es la razón misma, a saber, el poner en tela de juicio la propia capacidad para reflexionar. El esfuerzo más importante en este sentido ha sido, sin lugar a dudas, la Crítica de la razón pura  de Immanuel Kant. Es una tarea distinta, si bien relacionada, aquella que se preocupa de indagar el origen de la racionalidad en el ser humano; búsqueda que, por supuesto, debe basarse en evidencia empírica (antropológica, arqueológica, histórica, etc.).

Pero, ¿cuál es esa razón que se está buscando? ¿Qué la caracteriza? Entenderemos muy generalmente la razón práctica como aquella capacidad de fijarnos un fin, y buscar los medios para conseguirlo. Si bien, como argumentaremos más adelante, la razón en el ser humano supera infinitamente dicha capacidad, por el momento mantendremos que ese es el uso elemental de la razón en el ser humano. Esto equivale, por supuesto, a un imperativo hipotético: si quieres ‘x’ (has fijado x como un fin) entonces estás obligado a hacer ‘y’ (los medios necesarios para la consecución de dicho fin). Esta racionalidad básica se contrapone a un actuar instintivo, en el cual el fin es puesto por el instinto, a la vez que no hay una deliberación sobre los medios (dejo abierto, como una interrogante empírica, si es que otros animales además del ser humano poseen algún tipo de racionalidad, si bien muy elemental).

Un intento de definir exactamente cómo aparece esta capacidad en el ser humano fue llevado a cabo también por Kant en su artículo «Probable inicio de la historia humana» (1786), donde señala que la razón despierta en el ser humano gradualmente a lo largo de un extenso periodo de tiempo. De esta forma, son cuatro los momentos que identifica Kant, y que corresponden a cuatro características fundamentales de la razón humana. El objetivo de esta entrada será examinar estos cuatro momentos, de modo que ilustremos qué capacidades concretas subyacen la actividad humana en tanto la actividad de un ser racional (en el objetivo está implícito que el género Homo, de más de dos millones de antigüedad, no siempre ha contado con la racionalidad como característica ; esto se condice, por cierto, con lo que se sabe actualmente del origen de nuestra especie).

La razón empieza a despertar en el ser humano cuando deja de buscar alimentos únicamente guiado por el sentido del olfato (estrechamente ligado con el del gusto), a saber, instintivamente, y empieza en vez «mediante la comparación de lo ya saboreado con aquello que otro sentido no tan ligado al instinto —cual es el de la vista— le presentaba como similar a lo ya degustado, [a tratar] de ampliar su conocimiento sobre los medios de nutrición más allá de los límites del instinto» (Kant 2006: 60; Ak 8:110).

Kant identifica este despertar con el mito bíblico de la caída, pues el ser humano ensaya probar un fruto que le es prohibido por la naturaleza, es decir, por el mero instinto, y esto resulta en su muerte (por ejemplo, probar un fruto venenoso porque era similar a uno no venenoso). Semejante daño, no obstante, resultaba insignificante en la medida que el ser humano descubría en sí mismo la «capacidad para elegir por sí mismo su propia manera de vivir y no estar sujeto a una sola forma de vida como el resto de los animales» (Kant 2006: 62; Ak 8:111).

El segundo momento se refiere ya no al instinto de nutrición, sino al instinto sexual:

La razón, una vez que despierta, no tardó en probar también su influjo a este instinto. Pronto descubrió el hombre que la excitación sexual —que en los animales depende únicamente de un estímulo fugaz y por lo general periódico— era susceptible en él de ser prolongada e incluso acrecentada gracias a la imaginación, que ciertamente desempeña su cometido con mayor moderación, pero asimismo con mayor duración y regularidad, cuanto más sustraído a los sentidos se halle el objeto, evitándose así el tedio que conlleva la satisfacción de un mero deseo animal. (Kant 2006: 62; Ak 8:111-112)

El cubrirse los genitales «muestra ya la conciencia de un dominio de la razón sobre los impulsos», supone «una inclinación a infundir en los otros un respeto hacia nosotros» y constituye el «verdadero fundamento de toda auténtica sociabilidad», a la vez que «la primera señal para la formación del hombre como criatura moral», a saber, la decencia (Kant 2006: 62-63; Ak 8:112).

El tercer paso «fue la reflexiva expectativa de futuro«, que le permitió al ser humano proyectarse más allá del momento actual, y concebir, en pareja y con sus hijos (o futuros hijos), aquel momento que «también afecta inevitablemente a todos los animales, pero no les preocupa en absoluto: la muerte»[1] (Kant 2006: 63-64; Ak 8:113).

Hasta el momento tenemos a los seres humanos preocupados en obtener y mantener todo conocimiento que les permita alimentarse y sobrevivir, a la vez que se relacionan mutuamente más allá de cualquier inmediatez, de modo que se puede hablar ya de la existencia de normas que delimitan que está y no está permitido en lo que respecta a la satisfacción de los deseos sexuales. Además, todo esto se hace ya con una perspectiva a futuro, con un entendimiento del fin inevitable de la existencia (entierro de los muertos). Esto nos lleva al cuarto y último paso, que, se podría argumentar, todavía no se ha dado del todo:

El cuarto y último paso dado por la razón eleva al hombre muy por encima de la sociedad con los animales, al comprender éste (si bien de un modo bastante confuso) que él constituye en realidad el fin de la Naturaleza y nada de lo que vive sobre la tierra podría representar una competencia en tal sentido. (Kant 2006: 64; Ak 8:113)

Esto corresponde a tomar conciencia de que los objetos del mundo pueden ser usados como medios, y, por lo tanto, el ser humano mismo debe representarse como algo que no puede ser usado sólo como medio, sino que debe ser tratado como un fin en sí mismo, lo que le confiere el valor más elevado concebible, a su vez, fundamento de toda la moralidad.

Así, la razón, en su elemento más básico de un imperativo hipotético, conlleva necesariamente la conciencia de un imperativo categórico, es decir, la obligación de tratarse a sí mismo a la vez que a sus congéneres con el respeto que exige esta condición. Resulta evidente la simpatía de Kant hacia el mito bíblico de la caída, que lejos de ser tomado literalmente, refleja cómo de ciertas capacidades elementales, en tanto suponen una elección, al mismo tiempo implican mucho más: la existencia, por primera vez, de la facultad de reconocer el bien y el mal.

La razón, concluimos, no puede pensarse sin este elemento moral, que le es propio.


[1] El ser para la muerte es una característica fundamental del ser humano en tanto ser racional.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.