Está mas o menos difundida la rigorista —y aparentemente absurda— opinión de Immanuel Kant, que sostuviera en un debate con el filósofo francés Benjamin Constant, según la cual sería un delito mentirle a un asesino que nos preguntara en la puerta de nuestra casa por un amigo nuestro, que se encuentra refugiado precisamente en nuestra propiedad, y que está siendo perseguido por aquel (Kant 1999: 393).
Para entender la —sin lugar a dudas— extrema posición de Kant, será necesario, por supuesto, hacer algunas aclaraciones, de tal forma que, si bien todavía podamos seguir en desacuerdo con lo dicho por Kant, al menos consideremos su posición ininteligible, y pierda su lugar de excusa rápida para no tomar en serio la ética rigorista del filósofo alemán.
Mentí, ¿y qué?
Para entender el deber a decir la verdad dentro del pensamiento ético de Kant, no es suficiente —o incluso relevante— acudir a la primera formulación del imperativo categórico (“Actúa solamente de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se vuelva una ley universal”), sino debemos ubicar dicho deber en su sistema ético, llamado ostentosamente metafísica de las costumbres.
De arranque, el asunto se muestra complejo, pues podemos reconocer, en primer lugar, el deber a evitar el vicio de la mentira como perteneciendo al rubro de deberes del hombre para consigo mismo, considerado como un ser moral, inteligible (Kant 1989: 290-294). No obstante, cuando Kant afirma que mentir al asesino en la puerta sería un delito, ciertamente no puede estarse refiriendo a este tipo de deber de virtud, pues estos se caracterizan en que no pueden ser coercitivamente requeridos de nadie.
Pero en el ámbito del derecho, para hablar de una mentira en sentido estricto, esta tiene que violar el derecho de algún otro (Kant 1989: 292), o para ser todavía más exactos, una mentira en sentido jurídico es «una falsedad que daña inmediatamente a otro en su derecho» (Kant 1989: 49n). Si yo les digo que al escribir esta entrada estoy escuchando el Abbey Road de los Beatles, cuando en realidad estoy escuchando el Blonde on Blonde de Bob Dylan, entonces estoy mintiendo y faltando a mi deber ético, de virtud, y atentando de alguna forma «contra la dignidad de la humanidad en [mi] propia persona» (Kant 1989: 291); mas ciertamente desde el punto de vista del derecho, no he cometido delito alguno pues no he mentido siquiera, sino más bien, proclamado una falsedad.
El debate entre Kant y Constant se ubica entonces en el ámbito jurídico. Pero suele pasarse por alto que para que esto sea posible, el asesino tiene que tener la potestad para exigir de nosotros una declaración, que Kant concibe como un término técnico de carácter jurídico. Como señala el estadounidense Allen Wood, dentro del pensamiento de Kant, «una declaración intencionalmente falsa es una mentira, y por lo tanto la violación de un deber jurídico» (Wood 2008: 242).
Es decir, si el asesino en la puerta fuera una persona cualquiera, sin la capacidad de exigirnos una declaración (como por ejemplo sí la tendría un juez o un policía en determinadas circunstancias), entonces, al decirle que nuestro amigo y su potencial víctima simplemente «no está», entonces no estaríamos violando ningún derecho, y menos todavía seríamos culpables de haber cometido delito alguno. El sentido común se hace presente. Pero si decimos esa falsedad cuando se ha requerido de nosotros una declaración, es ahí y sólo ahí que cometemos un delito.
El rigorismo de Kant lo lleva a sostener que, en el hipotético caso de que el asesino en la puerta haya obtenido injustamente —de alguna forma— la potestad de exigir una declaración de nosotros, entonces todavía ahí no tendríamos derecho a falsificar nuestra declaración. Mas, como afirma Wood, esta cuestionable opinión se deriva de su «disposición a considerar como plausible que el asesino en la puerta, incluso con su claramente injusta intención, pueda en principio estar en una posición de demandar[nos] una declaración» (2008: 248).
Lo que no debemos olvidar, en todo caso, es cómo este problema se aborda desde la perspectiva del derecho, que no responde al imperativo categórico, sino a su propio principio[2], y haríamos mal al ver la opinión de Kant sobre el tema como un ejemplo de cómo debemos aplicar el imperativo categórico en momentos determinados, pues cuando habla del más amplio deber de virtud de evitar la mentira, el mismo Kant deja a nuestro juicio y prudencia en general la aplicación del principio (terminando siempre en una casuística), como, por ejemplo, al preguntarse si concluir una carta con «su más humilde servidor», claramente una falsedad, cuenta como mentira, y otros casos más como aquel (Kant 1989: 294).
[1] Escribo esta entrada con motivo de una conversación que tuve con Gonzalo Gamio Gehri, en la que me sugirió que lo hiciera. No obstante, sobre este controversial tema, considero insuperable lo expuesto por Wood en el capítulo 11 de su libro citado (en especial las páginas 240-251), que sigo de cerca acá, y que pueden revisar de forma virtual.
[2] «Una acción es conforme al derecho ( recht ) cuando permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal» (Kant 1989: 39).
Bibliografía:
KANT, Immanuel
En defensa de la Ilustración. Traducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra. Barcelona: Alba Editorial, 1999.
La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989 [1797].
WOOD, Allen W.
Kantian Ethics. Nueva York: Cambridge University Press, 2008.