Mes: noviembre 2011

¿Qué es el corazón? (o sobre el misterio en la ética de Kant)

Desde la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Immanuel Kant introduce la figura del corazón humano (Herz), donde es mencionado dos veces. En la Crítica de la razón práctica aparece nada menos que diez veces, a la vez que en La Religión dentro de los límites de la mera Razón y en La metafísica de las costumbres se mantiene su uso constante. Vale hacerse la siguiente pregunta: ¿De qué habla Kant cuando habla del corazón? ¿Es simplemente un recurso cuasi literario, un guiño de Kant a la tradición? ¿O se podría hablar de un uso sistemático del término, de un concepto propiamente filosófico?

Empecemos esta investigación examinando, precisamente, el uso que hace Kant del término en la Fundamentación, su primera gran obra sobre moral, y discutiblemente la más importante.

En el «Segundo capítulo», en el contexto de una justificación acerca de la necesidad de una indagación filosófica práctica pura, es decir, de una metafísica de las costumbres, por sobre meros intentos descriptivos de la virtud humana, que mezclan cosas tales como la perfección, el sentimiento moral y el temor de Dios (2002a: 87-88; Ak. IV, 410), Kant señala:

Pues la representación pura del deber, y en general de la ley moral, sin mezcla de adiciones ajenas provistas de acicates empíricos, ejerce sobre el corazón humano, a través del solitario camino de la razón (que así se da cuenta de que también puede ser práctica por sí misma), un influjo cuyo poder es muy superior al del resto de los móviles que pudieran reclutarse desde el campo empírico, ya que aquella representación pura del deber desprecia estos móviles empíricos al hacerse consciente de su dignidad y puede aprender a dominarlas poco a poco; en su lugar una teoría moral mixta, que combine sentimientos e inclinaciones y al mismo tiempo conceptos racionales, ha de oscilar al ánimo entre motivaciones que no se dejan subsumir bajo principio alguno y que sólo pueden conducir al bien por casualidad, pero también desembocan con suma frecuencia en el mal. (Kant 2002a: 88-89; Ak. IV, 410-411)

Kant afirma que reconocer algo a lo que estemos moralmente obligados (representárnoslo) es suficiente motivo para determinar nuestro actuar, sin necesidad de recurrir a ayudas empíricas, como la utilidad que tal acción pueda traer, o de la misma forma, el bienestar que nos genere; si bien estas cosas son importantes para la vida humana, la moralidad debe reinar suprema, no las necesita, e inclusive debe aprender a despreciarlas, en caso que, como sucede muy a menudo, se atrevan a discutirla. La dignidad sola de una ley moral, que conocemos racionalmente, basta para determinar nuestra voluntad. De ahí que la ley moral deba indagarse a priori en y por nuestra razón, y sea válida, por tanto, para cualquier ser racional, no necesariamente humano.

Pero no nos distraigamos. De lo que se trata es del corazón. Kant afirma que la ley moral[1] «ejerce sobre el corazón humano […] un influjo» capaz de movernos a obedecerla por sobre cualquier otra motivación o interés. Que la ley moral sea un móvil en sí mismo suficiente para determinar nuestro actuar equivale a decir que la razón pura es en sí misma práctica, o puesto todavía de otro modo, que somos libres y no estamos determinados (únicamente) por las leyes naturales. Esto, no obstante, Kant considera es indemostrable desde un punto de vista teórico, al punto de señalar que “cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío” (2002a: 162; Ak. IV, 461; cf. Ak. IV, 458-459).

Por el momento, entonces, nos limitaremos a resaltar que Kant parece designar el corazón humano como el punto donde la ley moral tiene contacto con nuestra sensibilidad, cosa que es de por sí inexplicable, más aún, incomprensible.

El otro lugar de la Fundamentación donde Kant menciona el corazón está en el «Primer capítulo» (2002a: 70-71; Ak. IV, 398-399). Al hablar de una persona caritativa, Kant intenta distinguir la motivación del deber puro (precisamente la ley moral, como se mostrará luego) de otras como el regocijo en el contento ajeno, es decir, de las inclinaciones. Se pregunta:

Es más, si la naturaleza hubiera depositado escasa compasión en el corazón de alguien que, por lo demás, es un hombre honrado y éste fuese de temperamento frío e indiferente ante los sufrimientos ajenos, quizá porque él mismo acepta los suyos propios con el peculiar don de la paciencia y los resiste con una fortaleza que presume, o incluso exige, en todos los demás; si la naturaleza —digo— no hubiese configurado a semejante hombre (que probablemente no sería su peor producto) para ser propiamente un filántropo, ¿acaso no encontraría todavía en su interior una fuente para otorgarse a sí mismo un valor mucho más elevado que cuanto pueda provenir de un temperamento bondadoso? ¡Por supuesto! Precisamente ahí se cifra el valor del carácter, que sin parangón posible representa el supremo valor moral, a saber, que se haga el bien por deber y no por inclinación. (Kant 2002a: 71; Ak. IV, 398-399)

En esta cita el corazón parece referir a la constitución sensible de una voluntad humana concreta, donde confluyen el temperamento (compasivo o no), por un lado, y el carácter, por otro lado, que supone una elección libre, precisamente la capacidad de determinarse a sí mismo a obrar por deber, de obedecer la ley moral, y podemos reconocer así una clara coherencia con el uso que se hace del término en el «Segundo capítulo». El corazón humano es dónde la ley moral choca con nuestro temperamento sensible, y da como resultado la formación de un carácter elegido.

Hay todavía una posible tercera referencia, que ha sido señalada por Allen W. Wood. Al comienzo del «Segundo capítulo», donde en la traducción al español de Roberto Rodríguez Aramayo leemos:

Por amor a la humanidad quiero conceder que la mayoría de nuestras acciones son conformes al deber; pero si se miran de cerca sus caprichos y cavilaciones uno tropieza por doquier con ese amado yo, que siempre descuella, sobre el cuál se apoya su propósito, y no sobre ese severo mandato del deber que muchas veces exigiría abnegación. (Kant 2002a: 83-84; Ak. IV, 407)

En la traducción de Wood nos encontramos:

From love of humanity I will concede that most of our actions are in conformity with duty; but if one looks more closely at «the imagination of the thoughts of their hearts,»* then everywhere one runs into the dear self, which is always thrusting itself forward; it is upon this that the aim is based, and not the strict command of duty, which would often demand self-renunciation. (Kant 2002b: 23; Ak 4:407)

El resaltado en ambas citas es mío. Wood explica la referencia en la siguiente nota:

* ihr Dichten und Trachten; this is an allusion to the phrase Tichten un Trachten in the Lutheran translation of Genesis 6:5, which reads (in the King James version): «And God saw that the wickedness of man was great in the earth, and that every imagination of the thoughts of his heart was only evil continually.»[2] (Kant 2002b: 23)

Esta referencia es, sin duda, al mal radical, que se encuentra, precisamente, en una esfera insondable de nuestra interioridad, o, diría Kant, en nuestros corazones. Justamente un párrafo antes, Kant refiere, de forma categórica, a esta insondabilidad:

De hecho, resulta absolutamente imposible estipular con plena certeza mediante la experiencia un solo caso donde la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, descanse exclusivamente sobre fundamentos morales y la representación de su deber. […] pues aunque nos gusta halagarnos atribuyéndonos falsamente nobles motivos, en realidad ni siquiera con el examen más riguroso podemos llegar nunca hasta lo que hay detrás de los móviles encubiertos, porque cuando se trata del valor moral no importan las acciones que uno ve, sino aquellos principios íntimos de las mismas que no se ven. (Kant 2002a: 83; Ak. IV, 407)

Nuevamente, ¿qué entiende exactamente Kant cuando habla del corazón? ¿Qué es este corazón que tiene pensamiento y razón práctica? ¿O simplemente es una metáfora? Pero, de serlo, ¿exactamente de qué esfera de nuestra existencia está hablando, y cómo encaja en el resto de su teoría ética?

Estas referencias son, por supuesto, todavía insuficientes para hablar de un uso sistemático y coherente del término. Recién en dos próximas entradas recurriremos a las demás obras significativas de Kant sobre ética, y abordaremos, primero, el problema del contacto entre la razón pura práctica y el corazón, y en una segunda, el de lo insondable, para terminar, en una tercera, volviendo al mal radical, que ya se trató en esta entrada anterior, y cuya conclusión quedó en suspenso.

Para terminar, hagamos explícita la hipótesis que mueve esta investigación, a saber, que el corazón en la filosofía de Kant designa un lugar misterioso, irreducible a cualquier indagación teórica o razonamiento, a una esfera de la experiencia en última instancia existencial, donde el filósofo de Königsberg cumple cabalmente su misión de «suprimir el saber, para obtener lugar para la fe” (Kant 2007: 31; BXXX).

Para una entrada relacionada, ver: ¿Qué es la verdad? (o sobre la existencia de una ley moral).


[1] El mandato supremo de la ética kantiana podría resumirse de la siguiente forma: Respeta la dignidad en tu persona y en la de los demás. Entendida la dignidad como la capacidad autónoma de las personas, la libertad de decidir cómo vivir sus vidas, en comunidad con otros.

[2] La traducción a la misma cita en la Nueva Biblia de Jerusalén lee: «Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo» (Genesis 6:5).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002a.

Groundwork for the Metaphysics of Morals. Traducción de Allen W. Wood. Nueva York: Yale University Press, 2002b.

Sobre el conocimiento propio de la metafísica (o una justificación ilustrada de la Biblia, por si alguien la pidió)

Muchas son las cosas de la tierra que se nos mantienen ocultas; en cambio, se nos ha concedido el don, misterioso y secreto, de percibir nuestro nexo vivo con el mundo del más allá, con un mundo superior y mejor, aparte de que las raíces de nuestros pensamientos y sentimientos no se dan aquí, sino en otros mundos. Por eso dicen los filósofos que no es posible llegar a conocer en la tierra la esencia de las cosas. Dios tomó semillas de los otros mundos, las sembró en la tierra y cultivó su jardín; ha brotado cuanto podía brotar, pero lo que se ha criado vive y se conserva vivo sólo gracias a la sensación del propio contacto con los otros mundos misteriosos; si tal sentimiento en ti se debilita o se aniquila, muere también lo que en ti ha germinado. Entonces te vuelves indiferente a la vida y hasta llegas a odiarla. Esto es lo que yo pienso. (Dostoievski: 498-499)

Fiódor Dostoievski. Los hermanos Karamázov.

El resultado de la crítica de la razón a sí misma, llevada a cabo por Immanuel Kant, es una división entre formas de la sensibilidad (intuición espacio temporal), conceptos del entendimiento (las doce categorías), y en última instancia, las ideas de la razón (de uso regulativo). De lo que se trata es qué podemos conocer y cómo. El conocimiento del mundo requiere tanto de los sentidos como de la actividad de nuestras facultades cognitivas.

Más difícil de captar, no obstante, es la función de las ideas de la razón, o puesto de otro modo, el conocimiento propio de la metafísica. Adentrarnos en este problema será el objetivo de esta entrada.

De acuerdo a Kant, basta con dar una mirada a la turbulenta historia de la metafísica (y de las religiones), para estar seguros de algo, a saber, «que la experiencia nunca satisface[rá] completamente a la razón», pues aquella es incapaz de lograr una «resolución completa» a nuestras preguntas, lo que «nos deja insatisfechos» (1999: 253; Ak. IV, 351). No debemos esperar, de acuerdo a Kant, que el ser humano deje alguna vez de preocuparse de las cosas que están más allá de toda experiencia posible, así como de las condiciones de la posibilidad de dicha experiencia, pues «la metafísica, en sus rasgos fundamentales, está puesta en nosotros por la naturaleza misma» (1999: 257; Ak. IV, 353), de tal modo que esperar que «el espíritu de los hombres abandone completamente alguna vez las investigaciones metafísicas es algo que se puede esperar tan poco como que, para no respirar siempre aire impuro, prefiramos dejar por completo de tomar aliento» (1999: 291; Ak. IV, 367).

El mundo sensible «no es nada más que una cadena de fenómenos conectados según leyes universales» (Kant 1999: 259; Ak. IV, 354), es decir, nuestras intuiciones sensibles ordenadas por nuestro entendimiento, mientras que las cosas en sí mismas se nos mantienen ocultas. La «ciencia de la naturaleza nunca nos descubrirá lo interior de las cosas» (1999: 257; Ak. IV, 353), nos dice Kant, pero es precisamente este conocimiento de las cosas en sí mismas lo único con lo «que puede la razón esperar ver satisfecha alguna vez su exigencia de integridad» (1999: 259; Ak. IV, 354).

Este aparente impasse se supera de la siguiente forma: en la medida que la razón tiene que ponerse a sí misma un límite entre los fenómenos, que podemos conocer, y las cosas en sí mismas, que nos son incognoscibles, es precisamente sobre la superficie de este límite, nos dice astutamente Kant, que la misma razón ve «un espacio para el conocimiento de las cosas en sí mismas, aunque no puede nunca tener conceptos determinados de ellas y está limitada sólo a los fenómenos» (1999: 259; Ak. IV, 354).

Cabe entonces hacerse la siguiente pregunta: «¿Cómo se comporta nuestra razón en esta conexión de aquello que conocemos con aquello que no conocemos ni conoceremos nunca?» (1999: 259; Ak. IV, 354), es decir, ¿cómo se debe comportar la razón cuando discurre en este límite?

Kant responde abordando el concepto del Ser supremo.

Si digo: estamos constreñidos a considerar el mundo como si fuese obra de un entendimiento y de una voluntad supremos, en realidad no digo nada más que: como un reloj, un barco, un regimiento, son al relojero, al constructor, al comandante, así el mundo sensible (o todo aquello en lo que consiste el fundamento de este conjunto de fenómenos) es a lo desconocido que no conozco así, ciertamente, tal como es en sí mismo, pero que sí conozco tal como es para mí, es decir, con respecto al mundo del cual soy una parte. (Kant 1999: 265; Ak. IV, 357)

Este conocimiento será el propio de la metafísica, que Kant define de la siguiente forma:

Un conocimiento tal es el conocimiento por analogía, que no significa, como se entiende ordinariamente la palabra, una semejanza imperfecta entre dos cosas, sino una semejanza perfecta de dos relaciones entre cosas completamente desemejantes. (Kant 1999: 267; Ak. IV, 357)

Esto no queda sin consecuencias. Acerca del uso de referencias bíblicas por parte de Kant en su libro La Religión dentro de los límites de la mera razón, Evgenia Cherkasova, señala:

En los Prolegómenos, nos encontramos con otra consideración metodológica relevante, a saber, la idea de que cuando buscamos los medios para expresar la conexión entre lo cognoscible y lo incognoscible, puede ser instructivo pensar y hablar  en términos de «como si» (als ob). Podemos emplear mitos, narrativas y metáforas como representaciones simbólicas de ideas morales. […] A lo largo de la Religión, narrativas bíblicas funcionan precisamente de tal forma, como ficciones auxiliares […]. (Cherkasova 2009: 61)

La defensa, por supuesto, no es exclusiva de la Biblia, sino de los textos sagrados en general.


Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. La traducción es mía.

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como cienciaTraducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Sobre la sutil diferencia entre una predisposición y una propensión

Immanuel Kant afirma que el ser humano está predispuesto, constituido para el bien (2001: 43-46, 66); al mismo tiempo, señala la existencia de una propensión presente en la especie humana (en cada individuo de la especie, sin excepción) al mal moral (2001: 46-50). Cabe preguntarse, ¿estaba Kant senil tan temprano como en 1793, cuando escribió La Religión dentro de los límites de la mera Razón? No. Existe una forma, si bien sutil y oscura, de resolver esta aparente paradoja.

Sigamos, precisamente, el sesudo análisis de Evgenia Cherkasova al respecto:

Al distinguir «propensión» (Hang) de «predisposición» (Anlage), Kant busca explicar cómo los seres humanos pueden poseer una innata «propensión al mal»—ella sola la fuente de todas las máximas malas—a la vez que mantienen una responsabilidad personal e incondicional al elegir el mal y realizarlo. Esta es la forma en que define estos oscuros términos. Por «predisposición», Kant se refiere «tanto [a] las partes constitutivas [de un ser] como también [a] las formas de su ligazón para ser un ser tal». Las predisposiciones son «originales«, continúa Kant, «si pertenecen necesariamente a la posibilidad de un ser tal», pero «contingentes si el ser sería en sí posible también sin ellas». Lo central en la discusión de Kant en la Religión son únicamente aquellas disposiciones «originales» que tienen una referencia inmediata a la facultad de desear y al ejercicio de la Willkür [albedrío]. Una propensión, por otro lado, es definida como «el fundamento subjetivo de la posibilidad de una inclinación […] en tanto ésta es contingente para la humanidad en general». De acuerdo a Kant, una propensión «se distingue de una [pre]disposición en que ciertamente puede ser innata, pero se está autorizado a no presentarla como tal, pudiéndose también pensarla (cuando es buena) como adquirida o (cuando es mala) como contraída por el hombre mismo». (Cherkasova 2009: 56-57; Kant 2001: 46-47)[1]

Esto sigue siendo, por supuesto, problemático. La propensión implica cierta (pre)determinación de la libertad humana, pero de tal forma que nuestro albedrío sigue siendo responsable, puede elegir no contraerla. El razonamiento de Kant, tomando en cuenta las predisposiciones específicas que él mismo reconoce (a la animalidad, a la humanidad y a la personalidad), y los tres niveles de propensión al mal (fragilidad, impureza, malignidad), implicaría que las tres primeras operan y están presentes siempre, hagamos lo que hagamos, bien o mal, pues así estamos constituidos (¿biológicamente?), mientras que los tres grados de la propensión, si bien tan difundidos en la especie que son considerados justamente naturales, puede el ser humano sobreponerse, y el solo hecho de no hacerlo ya lo vuelve responsable moralmente, es decir, malo.

Esta entrada sirve como complemento a otra reciente, donde no se abordaba directamente lo que significa una propensión de esta naturaleza: Sobre la natural propensión del ser humano al mal moral. Si bien siguen más problemas que respuestas, no obstante, esperamos llegar al corazón del asunto en entradas próximas.


[1] La traducción a la cita de Cherkasova es mía, más sus citas a Kant son a la edición citada en esta misma bibliografía.

Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. 

KANT, Immanuel

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Kant sobre la divergencia entre Epicuro y los estoicos

Es innegable aquella propensión en los intérpretes de sobresimplificar posiciones contrarias, así como reducir visiones pasadas en algo así como «paradigmas», de tal modo que sea el mismo intérprete quien se encargue de «unificar» ambas posiciones que parecían contrarias e irreconciliables. Pienso rápidamente en la oposición entre ética del bien y ética de la justicia, que nos remite tanto a Aristóteles y a Immanuel Kant, respectivamente. Otra artificial oposición, bastante difundida, es aquella entre Epicuro y el estoicismo. La realidad, por supuesto, siempre es más compleja. Si bien una forma más «didáctica», al final se terminan enseñando posiciones insuficientes en sí mismas, y no se aprende absolutamente nada valioso de la complejidad del pensamiento de aquellos que nos han precedido.

Justamente sobre estas dos escuelas de filosofía griega, Kant, más que oponer y separar, reconoce la complejidad de ambas posiciones, y en esa complejidad, tanto sus semejanzas como una fundamental diferencia. Veamos.

Pues tanto Epicuro como los estoicos elevaban sobre todas las cosas esa felicidad que brota del ser consciente de poseer virtud en la vida, y el primero no estaba animado en sus preceptos prácticos por intenciones tan rastreras como cupiera deducir de los principios estipulados para su teoría, los cuales eran utilizados en sus explicaciones, mas no a la hora de actuar, o como muchos lo han interpretado inducidos a ello por encontrar la expresión «voluptuosidad» donde podía leerse «satisfacción»; bien al contrario, Epicuro contaba la práctica desinteresada del bien entre los deleites propios de un júbilo interior, y esa sobriedad o contención de las inclinaciones exigida desde siempre por el moralista más austero también casaba con su plan relativo al deleite (por el cual entendía un corazón permanentemente alborozado). Su principal divergencia con los estoicos era colocar en ese deleite el fundamento de determinación, algo que éstos rehusaban hacer con toda razón. (Kant 2000: 227-228; Ak. V, 115)

Así como el goce de una vida buena, virtuosa y moral, no se opone con el autodominio y la consecución de un carácter a través de una práctica constante y rigurosa, del mismo modo no se opone esta descripción sensible y placentera de la virtud, con el reconocimiento de un origen estrictamente racional de la moralidad.

Para un comentario relacionado, ver el final de: El recurso al mundo noumenal: ¿una metafísica dogmática? (o sobre el mal radical en los filósofos).


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Sobre la dignidad del Papa (breve comentario sobre la reacción del Vaticano en torno a la campaña de la marca Benetton)

Sobre la siguiente imagen, parte de una campaña publicitaria de la marca United Colors of Benetton:

El Vaticano reaccionó condenando «el uso de la imagen del Santo Padre para fines típicamente comerciales, lo que perjudica la dignidad del Papa y de la Iglesia católica, así como la sensibilidad de los creyentes».

Valdría la pena, no obstante, una breve aclaración acerca del uso de la palabra dignidad por parte del comunicado oficial del Vaticano.

Immanuel Kant, señala:

Así pues, la autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. (Kant 2002: 125; Ak. IV, 436)

De la misma forma, el Concilio de Vaticano II de la misma Iglesia Católica afirma:

El consejo declara además que el derecho a la libertad religiosa tiene sus fundamentos en la dignidad misma de la persona humana, y esta dignidad es conocida mediante la palabra revelada de Dios y por la razón misma.

La dignidad nos es revelada por la palabra de Dios, pero a la vez, de forma independiente, por la razón humana, que es autónoma y no depende de creencia religiosa alguna.

Ahora bien, el Vaticano tiene un punto legítimo al cuestionar el uso comercial de la imagen de su pontífice líder, pues, no nos engañemos, el objetivo principal de la campaña es vender mercancías (de lo contrario, la hubiesen hecho anónima).

No obstante, tal vez el Papa podría aprender algo acerca de lo que significa respetar la dignidad de otros, a saber, la libertad que poseen para elegir la forma de vivir sus propias vidas (precisamente, la autonomía), en tanto no se atropelle el mismo derecho en los demás. Al mantener una postura a todas luces hostil en contra de la homosexualidad, tanto la Iglesia como su líder están perjudicando su propia dignidad, puesto que el respeto de la dignidad de otros siempre va ligado con el respeto de la propia (puesto que la autonomía en que se basan es una y la misma). Más que perjudicar la dignidad papal, quizás le estén haciendo un favor.

Para una entrada relacionada, ver: La aniquiladora crítica al catolicismo del príncipe Myshkin.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

Sobre la natural propensión del ser humano al mal moral

Pues, no obstante aquella caída, resuena sin disminución en nuestra alma el mandamiento: debemos hacernos hombres mejores. (Kant 2001: 66)

Immanuel Kant. La Religión dentro de los límites de la mera Razón.

Immanuel Kant sostiene la controvertida tesis según la cual el ser humano es por naturaleza malo (2001: 50-51). Pero, ¿qué es exactamente este mal radical y cómo se manifiesta, al punto que le parece obvio y que no necesita demostración, dada «la multitud de estridentes ejemplos que la experiencia nos pone ante los ojos en los actos de los hombres» (Kant 2001: 51)? Procederemos a describir los tres grados de esta propensión al mal, a ver si es que verdaderamente nos resultan, en primer lugar, reconocibles, y en segundo lugar, obvios. Empecemos.

En un primer momento de intensidad, la propensión se manifiesta como una mera fragilidad, como «la debilidad del corazón humano en el seguimiento de las máximas adoptadas» (Kant 2001: 47). Es decir, reconocemos a la ley moral[1] como el incentivo «insuperable», pero a la hora de actuar, termina siendo más débil que la motivación del amor propio. Un ejemplo de esto sería reconocer la rectitud de la máxima ‘no mentir’, pero en una u otra circunstancia, por temor a lo que otras personas puedan pensar, o para salvarnos de una situación incómoda, terminar mintiendo precisamente por este temor, a pesar que reconozcamos que hicimos mal.

En segundo lugar, la impureza en la adopción de las máximas consiste en no admitir «la ley sola como motivo impulsor suficiente«, sino que necesita de otros incentivos para determinar el albedrío a lo que la ley moral le exige (Kant 2001: 48). Un claro ejemplo sería realizar acciones caritativas, no sólo porque es lo correcto, sino porque además nos genera cierto prestigio y valor social[2].

En tercer lugar, la malignidad (o el estado de corrupción y perversión del corazón humano) consiste en la postergación del incentivo de la ley moral, y permite la adopción de máximas propiamente malas (si bien todavía podrían darse acciones conformes al deber). El libre albedrío deja de reconocer la autoridad de la ley moral y por tanto, puede elegir cualquier máxima. Pretende encontrarse más allá del bien y del mal.

Claro que se podría afirmar que todas las características que hemos descrito, en especial las que corresponden al primer y segundo nivel de la propensión, son naturales en la especie; el ser humano simplemente es así. Pero tal afirmación está fuera de un lenguaje propiamente moral, únicamente desde el cual podemos afirmar categóricamente que si bien el ser humano es así, no obstante, debería ser de otro modo. Y que reconozcamos que debe ser de otro modo, implica que efectivamente puede serlo.

¿Cómo, entonces, siendo el ser humano malo, puede volverse bueno?

Respecto del primer y segundo nivel de la propensión, resume Evgenia Cherkasova, los seres humanos «deben empezar por dominar y cultivar su voluntad y fundar su carácter» (2009: 43), lo que constituye un proceso gradual (Kant 2001: 68-69); y sobre esto, Kant se encuentra cercano a la concepción aristótelica de las virtudes como hábitos que se adquieren con la práctica.

Sobre el tercer nivel, donde se ha corrompido el corazón humano al punto de dejar de reconocer la autoridad de la ley moral, se fuerza el gran presupuesto de Kant, a saber, que la razón pura sea efectivamente práctica, y que en el contexto de la restitución al bien de una persona que ha desarrollado el tercer grado de la propensión, significa lo siguiente, que:

un hombre que, cuando conoce algo como deber, no necesita de otro motivo impulsor que esta representación del deber, [y] eso no puede hacerse mediante reforma paulatina, en tanto la base de las máximas permanece impura, sino que tiene que producirse mediante una revolución en la intención del hombre […]; y sólo mediante una especie de renacimiento, como por una nueva creación (Juan, III, 5; cfr. I Moisés, I, 2) y un cambio del corazón, puede el hombre hacerse un hombre nuevo.

Esta explicación permanece en un nivel misterioso, y resulta insuficiente para nuestros propósitos, por lo que dejaremos un análisis más exhaustivo de este tercer grado de la propensión para una entrada futura, próxima, en la cual nos ayudaremos de la literatura de Fiódor Dostoievski (y del libro de Cherkasova sobre ambos pensadores), y en particular, del hombre que escribe desde el subsuelo, y llevaremos hasta las últimas consecuencias el presupuesto de Kant según el cual la razón pura es práctica, o que poseemos la ley de alguna forma, irrenunciable, en nuestra más insondable interioridad.


[1] El mandato supremo de la ética kantiana podría resumirse (aunque no reducirse) de la siguiente forma: Respeta la dignidad en tu persona y en la de los demás. Entendida la dignidad como la capacidad autónoma de las personas, la libertad de decidir cómo vivir sus vidas, en comunidad con otros.

[2] Al respecto, tanto Kant (2002: 70-71; Ak. IV, 398) como Jesús (Mateo 6: 1-4) reconocen que la caridad, por ese preciso motivo, para que tenga valor moral alguno, debe hacerse en secreto. Toma nota, Gisela Valcárcel.

Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. Las traducciones son mías.

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

El agnosticismo (o sobre la posibilidad de la existencia de un ave reptil gigante que controla todo)

Cada ser humano es un acertijo, necesita ser resuelto y si estás resolviéndolo toda tu vida, no digas que has perdido tu tiempo; yo estoy intentando resolverlo porque quiero ser un ser humano.

Fiódor Dostoievski, de joven.

¿Qué sostiene verdaderamente el agnosticismo? Vayamos al último capítulo de la temporada 15 de South Park, «The Poor Kid», para una didáctica explicación[1].

No nos engañemos: esto constituye una demoledora burla a la posición que equipara la creencia en una divinidad con sentido a la de un ser absurdo y sin función alguna para el pensamiento y la praxis humana.

De forma similar, podríamos preguntarnos si el argumento del Flying Spaghetti Monster, ¿se burla realmente de la idea de la divinidad? O es que, ¿en realidad no tienen idea de qué están hablando?

Immanuel Kant, como es sabido, tuvo que limitar el conocimiento para darle lugar a la fe[2]. En ese sentido, no podemos conocer si existe realmente el Dios del cristianismo o un ave reptil gigante. En realidad, no importa. No se trata de eso. El agnosticismo se queda en algo que, después del proyecto crítico de la Ilustración, es obvio y no nos dice nada. Es más, constituye en sí mismo una creencia. Negativa, por cierto, y que inclina a las personas a no reflexionar y revisar precisamente aquello en lo que creen (por más que esto sea una nada), y que necesariamente termina articulando su modo de concebir su lugar en el mundo.

Cuando renunciamos a un conocimiento acerca de la divinidad, no obstante, Kant creía, permanecía implacable el interés moral en las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma, y de forma más exacta, en la moralidad misma, en un ideal moral que la sostiene (podríamos creer que no existe tal ideal moral, pero eso mismo sería un ideal moral, a  saber, que no debe haber una sola autoridad última, lo que es contradictorio con la autonomía de la persona que lo reconozca).

El agnosticismo refiere, entonces, a la existencia de Dios en su sentido más irrelevante, en su sentido literal. Si bien durante miles de años el discurso religioso se ha concentrado precisamente en ese mismo sentido (y se podría argumentar que por eso la teología también ha sido agnóstica), otra cara de ese discurso se ha ceñido en torno a lo que estamos obligados moralmente si es que Dios existiera (sin importar si es que existe realmente o no), a la virtud.

Vale la pena recordar lo que decía el príncipe Myshkin acerca de los ateos, que, al hablar de Dios y permanecer en este sentido literal, nunca llegan a hablar de lo que es verdaderamente importante.


[1] «No podemos saber con certeza si Dios y Cristo existen. PODRÍAN existir. Pero del mismo modo, PODRÍA existir un ave reptil gigante al mando de todo. ¿Podemos estar SEGUROS de que no la hay? NO, así que no tiene sentido hablar de estas cosas».

[2] “No comparto la opinión que algunos hombres excelentes y reflexivos […] han expresado tan frecuentemente, cuando sintieron la debilidad de las pruebas habidas hasta ahora: que se puede esperar que alguna vez se hallen demostraciones evidentes de las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura: hay un Dios, hay una vida futura. Antes bien, estoy cierto de que esto nunca ocurrirá. Pues ¿de dónde sacará la razón el fundamento de tales afirmaciones sintéticas, que no se refieren a objetos de la experiencia ni a la posibilidad interna de ellos? Pero también es apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario […]”. (Kant 2007: 768-769; A741-742/B769-770)

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Deontología del corazón

La ética kantiana no es una ética procedimental, sino una ética de la virtud y de la conciencia moral. Para la tradición, esta autoridad última, que Kant identifica con la ley moral misma y la razón pura práctica, está ubicada en el corazón[1]. Mucha de la retórica a lo largo de sus obras lo inscribe en esta misma tradición.

Evgenia Cherkasova, en su libro Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics, reconoce la similitud entre el pensamiento ético del escritor ruso y el del filósofo alemán, y propone  integrarlos con el nombre de deontología del corazón (Cherkasova 2009: 7-27).

Por un lado, se intenta mostrar que:

en la profundidad de la ética [de Kant] yace, no una apática aprensión del deber, sino una cuasi religiosa creencia en la noble y sublime habilidad de las personas de dominarse a sí mismas. Aquí encontramos la clave de la actividad de la razón pura práctica y finalmente podemos decir algunas palabras en defensa de la común crítica que se le hace a la teoría moral de Kant de ser muy formal, fría, e indiferente. (Cherkasova 2009: 25)

Por parte de Dostoievski:

el corazón es el tema unificador que junta los ritmos palpables, a veces sumamente físicos, de la vida y su melodía espiritual. Aquí, el artista se mueve más allá de los distintos credos religiosos y filosóficos que postulan un hiato insalvable entre lo espiritual y lo corporal, la naturaleza y la gracia, la razón y el corazón. (Cherkasova 2009: 15)

El punto en común estaría nada menos que en «la clave para descifrar la propio de la ética», que sería, al enfrentarnos a un dilema moral irreducible, «la obligación incondicional interior», o el «yo debo hacer esto» (Cherkasova 2009: 2), cuyo origen no es un mero razonamiento, sino que es determinado por nuestra conciencia moral, de forma inevitable (aunque podamos elegir y eventualmente acostumbrarnos a no escuchar esta voz interior).

La deontología del corazón intentaría «enfatizar la interacción entre la razón y el corazón en toda su sutileza y riqueza», como origen del fenómeno moral básico que es el deber moral, dando cuenta de «todo lo oscuro y destructivo, así como de lo creativo, que existe en los rasgos del carácter humano» (Cherkasova 2009: 3).

Este interés, nos dice Cherkasova, no es meramente académico:

Tratar la experiencia de lo incondicional es una tarea existencial, una oportunidad de acercarnos filosóficamente al misterio del corazón humano y de investigar la posibilidad de una genuina armonía entre la razón y el corazón. (Cherkasova 2009: 6)

Menudo proyecto.

Para un blog dedicado al pensamiento religioso de Dostoievski, ver: Amor humilde.


[1] Ver, por ejemplo, la siguiente cita: «[…] y lo que Dios quiere que haga un hombre, no se lo hace decir por otro hombre, se lo dice él mismo, lo escribe en el fondo de su corazón» (Rousseau 1998: 313).

Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. Las traducciones son mías.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

Las cuatro historias del príncipe Myshkin: una «refutación» del ateísmo (o sobre lo que es propio de la religión)

Al príncipe Lev Nikolayevich, protagonista de El idiota, de Fiódor Dostoiesvki, le preguntan si cree o no en Dios, a lo que responde con cuatro historias distintas. Veamos una por una.

Una mañana viajaba en uno de los nuevos ferrocarriles y durante unas horas estuve hablando en mi compartimiento con un tal S. a quien conocí en el tren. Ya antes había oído decir muchas cosas de él y, entre otras, que es ateo. Es, a decir verdad, un hombre muy instruido, y yo me alegré de poder hablar con un verdadero erudito. Por añadidura, es hombre muy bien educado, de manera que me hablaba como si yo fuera su igual en conocimientos e ideas. No cree en Dios. Sólo una cosa me chocó en él: que no parecía estar hablando de ello durante todo ese tiempo, y me chocó precisamente porque antes, cuando yo tropezaba con incrédulos o leía libros de ellos, tenía la impresión de que no hablaban o escribían de ello, aunque al parecer ese era el tema. Se lo dije entonces, pero por lo visto no muy claramente, o quizá no me expliqué bien, porque él no me entendió en absoluto… (Dostoievski 1999: 315)

En esa ocasión me quedé a dormir en un hotel de la capital del distrito, donde la noche antes se había cometido un asesinato, y todo el mundo estaba hablando de ello cuando llegué. Dos campesinos de edad madura, que no estaban ebrios y se conocían desde hacía largo tiempo, mejor dicho, que eran amigos, habían tomado el té y apalabrado un cuartito para pasar la noche. Uno de ellos había notado que el otro llevaba un reloj de plata  colgado de una cadena amarilla de cuentas de cristal, reloj que no le había visto antes. Ese individuo no era un ladrón, más aún, era un hombre honrado y, en comparación con otros campesinos, no era ni mucho menos pobre. Pero tanto le gustó ese reloj y tanto le había tentado que, por fin, no pudo dominarse: cogió un cuchillo y, cuando su amigo le hubo vuelto la espalda, se acercó a él cautelosamente por detrás, calculó la distancia, alzó los ojos al cielo, se santiguó y dijo, en muda y desesperada plegaria: «¡Señor, perdóname por el amor de Cristo!», degolló a su amigo como si fuera un borrego y le quitó su reloj. (Dostoievski 1999: 315-316)

Por la mañana fui a dar un paseo por la ciudad […] y vi que por la acera venía tambaleándose un soldado borracho vestido estrafalariamente. Se me acercó y me dijo: «Señor, ¿quiere comprarme una cruz de plata? Se la doy en vente kopeks. ¡Una cruz de plata!». Y vi que tenía en la mano, en una cinta azul muy usada, una cruz que de seguro acababa de quitarse del cuello, pero que a ojos vistas era de estaño. Era una cruz de gran tamaño, octogonal y de perfil puramente bizantino. Saqué una moneda de veinte kopeks y se la di y en seguida me la puse al cuello; y vi por la expresión de su cara que estaba contento de haber engañado a un caballero imbécil, y… al momento fue a beberse lo que le di por la cruz. No cabía la menor duda. Yo, por aquellos días, sentía la fuerte impresión de todo lo que encontraba en Rusia; hasta entonces no había comprendido nada, como si me hubiese criado sordomudo, y tenía los recuerdos más fantásticos de ella durante mis cinco años en el extranjero. Pues bien, seguí andando y me dije: «No debo juzgar demasiado de prisa a este hombre que ha vendido su Cristo. ¡Sabe Dios lo que se oculta en estos corazones débiles y ebrios!».  (Dostoievski 1999: 316-317)

Una hora más tarde, cuando volvía al hotel, tropecé con una campesina con un niño de pecho. La mujer era todavía joven y la criatura tendría mes y medio. El niño le había sonreído por primera vez desde que nació. Vi que ella se santiguaba con gran devoción. «¿Por qué haces eso, muchacha?», le pregunté, porque entonces siempre andaba haciendo preguntas. Y ella contestó: «Al igual que una madre se regocija de ver la primera sonrisa de su niño, Dios también se regocija cuando ve desde el cielo a un pecador que se arrodilla ante Él orando de todo corazón». Eso fue lo que me dijo una campesina, casi con esas mismas palabras, y ese pensamiento tan profundo, tan sutil y genuinamente religioso, ese pensamiento que expresa de una vez todo lo esencial del cristianismo, o sea, la noción de Dios como nuestro Padre y el regocijo de Dios ante un hombre, como el de un padre ante su propio hijo, es el pensamiento principal de Cristo. ¡Una simple campesina! Una madre, es verdad… y ¿quién sabe? quizá fuera ella la mujer del soldado de marras. (Dostoievski 1999: 317)

Finalmente, el príncipe termina con la siguiente reflexión:

Escucha, Parfyon, hace un momento me hiciste una pregunta. Oye la respuesta: la esencia del sentimiento religioso no tiene nada que ver con el razonamiento, ni con las faltas o los delitos, ni con el ateísmo. Es algo enteramente diferente y siempre lo será; hay en ello un no sé qué en el que siempre resbalarán los ateos, quienes nunca hablan acerca de eso. (Dostoievski 1999: 317)

Wil van den Bercken ha señalado que más que aludir a un elemento irracional, lo que Dostoievski tiene en mente es el aspecto elusivo e inconmensurable de la fe (2011: 36).

Para otras entradas basadas en las palabras del príncipe Myshkin, ver: Ideas dobles (o sobre lo insondable en las propias motivaciones) y La aniquiladora crítica al catolicismo del príncipe Myshkin.

Para un blog dedicado al pensamiento religioso de Dostoievski, ver: Amor humilde.


Bibliografía:

DOSTOYEVSKI, Fiódor M.

El idiota. Traducción de Juan López-Morillas. Madrid: Alianza Editorial, 1999.

VAN DEN BERCKEN, Wil

Christian Fiction and Religious Realism in the Novels of Dostoevsky. Londres: Anthem Press, 2011. La traducción es mía.