derecho

La ilustración hoy (o sobre la marcha por la modificatoria del DS 051)

Immanuel Kant dedicó gran parte de su vida a luchar por el ideal de la ilustración de los pueblos, famosamente definido en el artículo «Respuesta a la pregunta: ¿qué es Ilustración?» como la salida del hombre de la minoría de edad, o el pensar por uno mismo. Menos conocida es la definición de la ilustración presente en la segunda parte de El conflicto de las facultades, titulada «Replanteamiento de la cuestión sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor», que coloco a continuación:

La ilustración del pueblo consiste en la instrucción pública del mismo respecto a sus derechos y deberes para con el Estado al que pertenece. (Kant 2006: 93; Ak 7:88)

Me parece de fundamental importancia tener siempre presente que la ilustración se está entendiendo acá como un proceso histórico y político, en el cual el filósofo se concibe a sí mismo únicamente en el rol de «divulgador». De este modo, el filósofo se dirige en sus escritos «respetuosamente al Estado» y no «confidencialmente al pueblo (que bien escasa o ninguna constancia tiene de sus escritos)» (Kant 2006: 94; Ak 7:88).

Por supuesto, más de 200 años después de que Kant escribiera tales palabras, la situación es distinta, y cada vez más el pueblo tiene la capacidad de exigir directamente al Estado sus derechos y no simplemente esperar que las súplicas de los filósofos a los gobernantes tengan algún efecto.

Esta semana, a saber, el martes 17, se llevó a cabo una marcha de distintas asociaciones de afectados por la violencia política en nuestro país, exigiendo la modificatoria del DS 051-2011-PCM, que dispone condiciones humillantes a las reparaciones que, en opinión de los manifestantes, es un deber del Estado otorgar, pues constituye un derecho suyo y por tanto un asunto de justicia.

No es este sino uno de los muchos ejemplos de actuales batallas de la población frente a su Estado, que a todas luces permanece funcionando de forma injusta en muchos (muchísimos) aspectos, y que tienen como fin, pensadas históricamente, la consecución de la «idea de una constitución en consonancia con el derecho natural de los hombres, a saber, que quienes obedecen la ley deben ser simultáneamente colegisladores», ideal que «se halla a la base de todas las formas políticas» y que tampoco puede considerarse como «una vana quimera, sino la norma eterna para cualquier constitución civil en general y el alejamiento de toda guerra» (Kant 2006: 95; Ak 7:89-90).


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

Los grandes hombres y la estupidez (o una breve respuesta al artículo de Umberto Eco sobre Kant y la mentira)

En su artículo «El acertijo del asesino en la puerta», publicado el día de hoy en el pasquín de El Comercio, pero también disponible virtualmente aquí, Umberto Eco tiene razón al señalar que la estupidez no le es ajena ni siquiera a los hombres verdaderamente grandes. Kant, perteneciendo sin lugar a dudas a ese exclusivo grupo, por supuesto que no se salva de decir estupideces.

Sin embargo, Eco erra al identificar como estupidez la posición de Kant respecto del imaginario caso del asesino en la puerta. Una explicación detallada de por qué la aparentemente absurda posición de Kant es en realidad más compleja y cercana al sentido común la pueden encontrar en esta entrada. Resulta que Kant está hablando a nivel de una declaración oficial que nos es requerida por alguien que cuente con dicha autoridad, como cuando damos testimonio a la policía o estamos bajo juramento en un juicio. El error de Kant está en aceptar el ejemplo de su rival Benjamin Constant del asesino en la puerta, pues resulta contraintuitivo (si bien no del todo inconcebible) que alguien que cuente con la autoridad de requerir de nosotros una declaración en este sentido técnico tenga, a su vez, intenciones abiertamente delictivas.

Si el hipotético asesino hubiera sido una persona cualquiera, por supuesto, Kant aceptaría que ni siquiera tenemos la obligación de responder a su pregunta, dejando la decisión última no a un inflexible principio a priori sino a nuestra capacidad de razonamiento, prudencia y a nuestra facultad de juzgar si el principio se aplica o no.

Siendo Eco también un «gran hombre», quizás se apresuró a participar de un lugar común, como hemos visto, falso, mostrando torpeza notable para comprender el problema, que es precisamente como la RAE define la estupidez.

Kant y la legalización de las drogas

Encontré hoy de forma aleatoria (simplemente puse ‘kant’ en Google) la siguiente imagen:

Bastante mal hecha, en mi opinión, pero se me ocurrió que podría servir de excusa para exponer, de una vez, en este blog, lo que se deriva claramente y sin dificultad de la metafísica de las costumbres, esto es, del sistema ético de Immanuel Kant, respecto del problema que significa la presencia de sustancias ilegales (drogas) en una sociedad, lo que se aplica, por lo tanto, también a nuestra sociedad, donde drogas como la marihuana, la cocaína y el éxtasis (entre muchas otras) son ilegales, mientras que otras, como el alcohol y el tabaco, permanecen en la legalidad.

El sistema ético de Kant, presente en su forma más completa en La metafísica de las costumbres, contiene dos partes, el derecho, por un lado, y la virtud, en el otro. Cada parte implica un tipo de deberes, respectivamente, y se vuelve necesario señalar la diferencia entre ambos. Veamos:

El deber de virtud difiere del deber jurídico esencialmente en lo siguiente: en que para este último es posible moralmente una coacción externa, mientras que aquél sólo se basa en una autocoacción libre. (Kant 1989: 233; Ak. VI, 383)

La virtud se ocupará de aquella esfera de la existencia humana, tan antigua como la religión misma, desde la cual los seres humanos tratan de ser mejores, ya sea de acuerdo a una imagen ideal (por ejemplo, de una divinidad), o un juego de principios. Kant pretende estar hablando de una virtud verdadera en la medida que los individuos puedan hacer esto libremente, sin coacción externa alguna, como sí sería permitido para los deberes jurídicos, propios del derecho. Lo que Kant está diciendo es revolucionario todavía hoy. Cualquier vicio debe ser evitado libremente por cada ciudadano, principio que vuelve ilegítima cualquier legislación estatal que se le oponga, como, por ejemplo, la prohibición del alcohol en su momento y la de una serie de drogas en la actualidad.

Semejante prohibición sí es legítima  por parte de una religión, pero sólo si es que el individuo observa tal prohibición de forma libre, mediante la autocoacción propia de la virtud, porque él mismo se da cuenta de que el uso de ciertas sustancias puede significar un vicio, y no se ve obligado a esto mediante la ilegítima influencia de aquella en el Estado.

Esta presencia de leyes propias de la virtud en la esfera del derecho (como cualquier prohibición de sustancias) termina siendo contraproducente, algo evidente si no volteamos la vista de las nefastas consecuencias que son las miles de miles de vidas humanas, así como una cantidad absurdamente grande de recursos que se pierden en la lucha contra el narcotráfico, sin proveer resultados mínimamente satisfactorios.

Kant reconoce esto, por supuesto:

Pero ¡ay del legislador que quisiera llevar a efecto mediante coacción una constitución erigida sobre fines éticos! Porque con ello no sólo haría justamente lo contrario de la constitución ética, sino que además minaría y haría insegura su constitución política. (Kant 2001: 120; Ak. VI, 96)

El peligro que significa el narcotráfico para la existencia misma del estado de derecho en países como México, Colombia, e incluso en el Perú, es evidente en la actualidad.

De acuerdo a este esquema, el alcohol y el tabaco, como cualquier otra droga, y a pesar de sus efectos nocivos, debe ser legal, y es responsabilidad de cada quién hacer un uso responsable de la respectiva sustancia (o evitarla completamente), así como juzgar su moralidad. El rol del Estado sería hacer todo lo posible para asegurar que cada ciudadano esté debidamente informado de las consecuencias de tal modo que pueda realizar su elección de la forma más libre posible.

El Estado también deberá velar porque el abuso de algunos no dañe a otros. Una persona ebria puede dañar a otros ciudadanos (ni que decir a sí misma); mas, en vez de prohibir el alcohol, así como cualquier otra droga, lo que significa un atentando contra la libertad de los ciudadanos, que es lo que hace de la prohibición una injusticia en sí misma, el Estado debe, mediante campañas educativas, así como la ejecución efectiva de penas duras y proporcionales a la falta, minimizar los daños.

Lo que sostiene esta visión del problema es una moral, a grandes rasgos, que pone su fe en la creencia en el ser humano como un ser racional, con voluntad, agencia, capaz de tomar decisiones y elegir la forma de vivir que mejor le plazca (es recién sobre esto que el derecho se encargará de regular que las acciones de un individuo no dañen la misma capacidad de elección de los demás, como se ha señalado en párrafos anteriores)[1].

Para cualquier prepotente visión del ser humano como un animal que necesita que le digan como a un niño pequeño qué está bien y qué está mal, incluso mediante el uso de la fuerza, porque no puede por sí mismo elegir, esta argumentación carecerá de fuerza alguna.

Para más sobre el tema en este blog, ver: Mario Vargas Llosa y la legalización de las drogas y Kant sobre la embriaguez.


[1] Esto, por supuesto, constituye también un lugar común para cualquier liberalismo político serio, tradición que se remonta a Kant, uno entre muchos otros.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

El principio del derecho

Se vuelve imprescindible contar con una entrada donde se presente como una cuestión aislada y completa el principio del derecho de acuerdo a Immanuel Kant, criterio último al cual todas las leyes jurídicas deben conformarse.

«Una acción es conforme a derecho cuando permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal». (Kant 1989: 39)

Puesto de otra forma, como una ley universal del derecho:

[…] obra externamente de tal modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de cada uno según una ley universal. (Kant 1989: 40)

Lo que a su vez haría del derecho «el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad» (Kant 1989: 39).

Listo.

Para otra entrada con una temática similar, ver: Kant sobre la libertad (en sentido jurídico).


Bibliografía:

KANT, Immanuel

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

El asesino en la puerta (o un post sobre Kant y el rigorismo)[1]

Está mas o menos difundida la rigorista —y aparentemente absurda— opinión de Immanuel Kant, que sostuviera en un debate con el filósofo francés Benjamin Constant, según la cual sería un delito mentirle a un asesino que nos preguntara en la puerta de nuestra casa por un amigo nuestro, que se encuentra refugiado precisamente en nuestra propiedad, y que está siendo perseguido por aquel (Kant 1999: 393).

Para entender la —sin lugar a dudas— extrema posición de Kant, será necesario, por supuesto, hacer algunas aclaraciones, de tal forma que, si bien todavía podamos seguir en desacuerdo con lo dicho por Kant, al menos consideremos su posición ininteligible, y pierda su lugar de excusa rápida para no tomar en serio la ética rigorista del filósofo alemán.

Mentí, ¿y qué?

Para entender el deber a decir la verdad dentro del pensamiento ético de Kant, no es suficiente —o incluso relevante— acudir a la primera formulación del imperativo categórico (“Actúa solamente de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se vuelva una ley universal”), sino debemos ubicar dicho deber en su sistema ético, llamado ostentosamente metafísica de las costumbres.

De arranque, el asunto se muestra complejo, pues podemos reconocer, en primer lugar, el deber a evitar el vicio de la mentira como perteneciendo al rubro de deberes del hombre para consigo mismo, considerado como un ser moral, inteligible (Kant 1989: 290-294). No obstante, cuando Kant afirma que mentir al asesino en la puerta sería un delito, ciertamente no puede estarse refiriendo a este tipo de deber de virtud, pues estos se caracterizan en que no pueden ser coercitivamente requeridos de nadie.

Pero en el ámbito del derecho, para hablar de una mentira en sentido estricto, esta tiene que violar el derecho de algún otro (Kant 1989: 292), o para ser todavía más exactos, una mentira en sentido jurídico es «una falsedad que daña inmediatamente a otro en su derecho» (Kant 1989: 49n). Si yo les digo que al escribir esta entrada estoy escuchando el Abbey Road de los Beatles, cuando en realidad estoy escuchando el Blonde on Blonde de Bob Dylan, entonces estoy mintiendo y faltando a mi deber ético, de virtud, y atentando de alguna forma  «contra la dignidad de la humanidad en [mi] propia persona» (Kant 1989: 291); mas ciertamente desde el punto de vista del derecho, no he cometido delito alguno pues no he mentido siquiera, sino más bien, proclamado una falsedad.

El debate entre Kant y Constant se ubica entonces en el ámbito jurídico. Pero suele pasarse por alto que para que esto sea posible, el asesino tiene que tener la potestad para exigir de nosotros una declaración, que Kant concibe como un término técnico de carácter jurídico. Como señala el estadounidense Allen Wood, dentro del pensamiento de Kant, «una declaración intencionalmente falsa es una mentira, y por lo tanto la violación de un deber jurídico» (Wood 2008: 242).

Es decir, si el asesino en la puerta fuera una persona cualquiera, sin la capacidad de exigirnos una declaración (como por ejemplo sí la tendría un juez o un policía en determinadas circunstancias), entonces, al decirle que nuestro amigo y su potencial víctima simplemente «no está», entonces no estaríamos violando ningún derecho, y menos todavía seríamos culpables de haber cometido delito alguno. El sentido común se hace presente. Pero si decimos esa falsedad cuando se ha requerido de nosotros una declaración, es ahí y sólo ahí que cometemos un delito.

El rigorismo de Kant lo lleva a sostener que, en el hipotético caso de que el asesino en la puerta haya obtenido injustamente —de alguna forma— la potestad de exigir una declaración de nosotros, entonces todavía ahí no tendríamos derecho a falsificar nuestra declaración. Mas, como afirma Wood, esta cuestionable opinión se deriva de su «disposición a considerar como plausible que el asesino en la puerta, incluso con su claramente injusta intención, pueda en principio estar en una posición de demandar[nos] una declaración» (2008: 248).

Lo que no debemos olvidar, en todo caso, es cómo este problema se aborda desde la perspectiva del derecho, que no responde al imperativo categórico, sino a su propio principio[2], y haríamos mal al ver la opinión de Kant sobre el tema como un ejemplo de cómo debemos aplicar el imperativo categórico en momentos determinados, pues cuando habla del más amplio deber de virtud de evitar la mentira, el mismo Kant deja a nuestro juicio y prudencia en general la aplicación del principio (terminando siempre en una casuística), como, por ejemplo, al preguntarse si concluir una carta con «su más humilde servidor», claramente una falsedad, cuenta como mentira, y otros casos más como aquel (Kant 1989: 294).


[1] Escribo esta entrada con motivo de una conversación que tuve con Gonzalo Gamio Gehri, en la que me sugirió que lo hiciera. No obstante, sobre este controversial tema, considero insuperable lo expuesto por Wood en el capítulo 11 de su libro citado (en especial las páginas 240-251), que sigo de cerca acá, y que pueden revisar de forma virtual.

[2] «Una acción es conforme al derecho ( recht ) cuando permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal» (Kant 1989: 39).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

En defensa de la Ilustración. Traducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra. Barcelona: Alba Editorial, 1999.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989 [1797].

WOOD, Allen W.

Kantian Ethics. Nueva York: Cambridge University Press, 2008.

El origen del mal según la teoría ética de Immanuel Kant

El texto que viene es la ponencia que leí de forma pública el pasado viernes 26 noviembre para el VI Simposio de Estudiantes de Filosofía. Las citas a Rousseau son del Emilio, y la cita a Habermas es de “Moralidad y eticidad: ¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?”. La sumilla la pueden encontrar acá.


«El hombre es por naturaleza malo» (R 6:32), nos dice el amargado filósofo Immanuel Kant en La Religión dentro de los límites de la mera Razón (1793). Esta oscura tesis podría servir para confirmar la magra imagen de la sensibilidad del ser humano que puede extraerse de una apresurada lectura de su obra sobre moral más conocida, la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785).

No obstante, es en el mismo texto de la Religión donde Kant afirma categóricamente que nuestra sensibilidad, tanto animal como social, nos constituye para el bien (R 6:28). Kant entiende este carácter sensible no como determinándonos, sino únicamente como predisposiciones (Anlage): la predisposición a la animalidad está constituida por el instinto de supervivencia, de reproducción sexual (propagación de la especie), y la necesidad de vivir en comunidad (R 6:26); la predisposición a la humanidad, o social, nos insta a lo que a grandes rasgos llamamos cultura (R 6:27). Hay todavía una tercera predisposición, a la moralidad, que, siguiendo a la tradición, consiste en considerarnos como teniendo la ley moral inscrita ya ‒de alguna forma‒ en nuestros corazones. Queda descartado, entonces, que el origen del mal se encuentre en nuestra sensibilidad (R 6:34-35), o en la materia, como, por ejemplo, era el caso para los estoicos.

¿En dónde reside, entonces, la fuente del mal? Escondida tras la razón, será la respuesta de Kant (R 6:57). Pero para entender esto correctamente, voy a intentar posicionar su proyecto ético de fundamentación  y establecimiento de una moral universal dentro de su visión de la especie humana en la historia, y esperar que esto nos ayude a entender mejor su filosofía moral, comúnmente pensada como a-histórica. Sin embargo, al hacerlo me adentro en aguas desconocidas, y si bien espero ser lo más fiel posible a los textos de Kant, la obligación última de esta ponencia será respecto del proyecto kantiano, que podría considerarse vivo todavía hoy.

Vayamos, entonces, a Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (1784), escrito al mismo tiempo que la Fundamentación.

Si nos limitamos a los hechos, resulta imposible encontrar algún sentido o propósito en los pocos cientos de miles de años que tiene nuestra especie dentro de los aproximadamente 14 mil millones de años de existencia del Universo. Y si queremos ir incluso más allá, a preguntas sobre el origen del mismo, sobre la eternidad y el infinito, pronto no nos quedará otra opción que postrarnos ante el peso del absurdo cósmico que se coloca con absoluto esplendor… sobre nuestra insignificancia.

De esta forma, «al filósofo no le queda otro recurso», nos dirá Kant, «que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza» (I 8:17), que no debemos entender como una realidad objetiva, que descubrimos, sino como un mero principio regulativo, una idea, que nos ayude a pensar más allá de los hechos, siempre conscientes de la inevitable arbitrariedad de nuestro viaje especulativo.

En el cuarto principio de Ideas, Kant introduce el «bastante obvio» carácter antagónico de nuestra especie, que llama insociable sociabilidad, y se refiere con esto a que la inclinación de los seres humanos «a vivir en sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad» (I 8:19). El hombre, entonces, no es el lobo del hombre, como diría Hobbes, pero tampoco una especie apaciblemente gregaria, como algunos científicos parecerían querer hacernos creer. Lo que propone Kant con esta tesis es algo que espera se mantenga ajeno a controversia alguna, y que responda a lo que la mayoría de nosotros pueda aceptar sin ningún problema, es decir, que a veces trabajamos cooperativamente en  perfecta armonía, pero a veces, y no tan pocas veces, nos matamos despiadadamente.

El hombre «encuentra […] en sí mismo la insociable cualidad de doblegar todo a su mero capricho y, como se sabe propenso a oponerse a los demás, espera hallar esa misma resistencia por doquier» (I 8:20). Pero es justamente este lado insociable, expresado en conductas como la ambición, y vicios como el afán de dominio y la codicia, que permiten el paso de la barbarie hacia la cultura, que Kant considera como el valor social del hombre, sobre el que volveremos en un instante.

Sin estas propiedades «verdaderamente poco amables» de la insociabilidad, los seres humanos nos habríamos quedado contentos en una vida de pastores, y seríamos tan bondadosos como las ovejas que cuidásemos.

Ciertamente no fue ese el caso, y poco a poco nuestra especie dio el paso hacia la cultura, que no debemos entender dicotómicamente como buena en comparación a la pagana barbarie, sino que justamente es con aquella que las personas empiezan a atribuirse unas a otras valor social, esto es, surge la desigualdad, a la cual Kant se refiere como «ese rico manantial de tantos males, pero asimismo de todo bien», y que no puede evitar sino acrecentarse (MA 8:118).

Contrastándolo con la dignidad, el valor social del hombre consiste justamente en considerarnos unos a otros como cosas, dándonos valores distintos, o poniéndonos precio, lo que nos impide reconocer el valor absoluto que todos los seres racionales poseemos por igual.

El rol que cumple este carácter antagónico es el de llevarnos a desarrollar nuestros talentos, que no deberíamos entender como presupuestos, simplemente esperando ser descubiertos, sino como ese ilimitada capacidad humana que nos permite escribir novelas, construir represas, investigar el átomo y traspasar los límites de nuestro insignificante Sistema Solar.

Ahora, el punto acá es que se llega a un momento en la historia, o al menos así podemos pensarlo, en que la insociabilidad deja de cumplir su papel, y se vuelve un obstáculo para el desarrollo de las disposiciones naturales humanas, y que sólo el «discernimiento ético en principios prácticos» (I 8:20) permite superar; esto es, el imperativo categórico.

Para ilustrar este punto, consideremos lo siguiente. Hasta hace pocos siglos, el estado de competencia entre las naciones las llevó a desarrollar una serie de tecnologías en el periodo que suele llamarse la Revolución Industrial. Muchos abusos, o al menos así lo consideramos ahora, acompañaron estos cambios, como, por ejemplo, la mano de obra infantil (que en buena medida se mantiene hasta nuestros días). No obstante, si bien es imposible justificar tales abusos, el carácter insociable de los seres humanos, a gran escala, es el que permite tales avances tecnológicos que pueden considerarse como parte del desarrollo de nuestras capacidades y talentos como especie.

Ya dijimos que sería malentender fundamentalmente a Kant si creemos que los grandes crímenes de la historia quedan entonces justificados moralmente como medios para un fin ulterior. Nadie está justificado a cometer tales abusos, sino precisamente estamos obligados a lo opuesto, y no puede quedar duda sobre eso. Como bien dice Habermas, «la máxima de que el fin justifica los medios es incompatible con la letra y el espíritu del universalismo moral». El filósofo, no obstante, cuando considera los excesos que han acaecido a lo largo de la historia, está autorizado a pensarlos como parte de un plan mayor, que escapa cualquier «propósito racional» individual (I 8:17).

Volviendo al ejemplo dado, ya en una época posterior al desarrollo de armas de destrucción masiva capaces de acabar con la especie humana, es difícil concebir este antagonismo como sirviendo función alguna, salvo si queremos considerar el fin de los tiempos como un fin deseable.

Es en el mismo cuarto principio de Ideas que Kant habla del paso de un consenso social patológico a uno propiamente moral, donde poco a poco el hombre se va dando cuenta, mediante una continua Ilustración, del valor absoluto de su humanidad, o la ya mencionada dignidad inherente a todas las personas, lo que no puede sino desestabilizar cualquier consenso social que se le oponga, como la esclavitud de un grupo étnico, la sumisión del género femenino, o la ya mencionada labor infantil.

Se podría argumentar que el reconocimiento de la dignidad, o el valor absoluto de todo ser humano, ha estado presente de alguna forma en un sinnúmero de culturas a lo largo de los tiempos (aunque ciertamente en la minoría de individuos); mas es recién en la época que Kant cree estar viviendo que esta Ilustración se vuelve verdaderamente necesaria para que continúe el desarrollo de las capacidades humanas. Si bien la Ilustración, entendida como la consciencia de que todas las personas poseemos igual dignidad, debe extenderse a las masas, la solución que Kant propone para sobreponernos a nuestro carácter insociable es la del establecimiento de un orden civil justo, lo que depende a su vez de la reglamentación de las relaciones entre los estados.

La insociable sociabilidad se mantiene, por supuesto, imposible de erradicar por completo, pero parece poder ser contenida por el derecho, mediante el establecimiento de una constitución civil perfectamente justa (I 8:21). De forma paralela, la virtud también puede apoyar a contener la insociable sociabilidad, y en este contexto se entiende que deba practicarse en comunidad, lo que la asemeja a una religión propiamente moral.

A estas alturas se torna inevitable ya volvernos al problema del mal.

La ley moral, para Kant, es respecto del hombre un incentivo, suficiente por sí mismo, para determinar nuestro albedrío. El hombre, en tanto ser libre, tiene la ley moral ya dentro de sí, y Kant llega tan lejos como para decir que, de no ser ese el caso, incluso el ser más racional (calculador) necesitaría de otros incentivos para determinar su actuar, y ni la más racional de las reflexiones podría siquiera atisbar algo así como una ley moral (R 6:26 n). Que tengamos a la ley moral como incentivo, por el respeto que nos genera, significa que tenemos una predisposición  (Anlage) al bien, y es esta la predisposición a la personalidad, o a la moralidad, que mencionamos al principio. De igual forma, contamos también con el incentivo de la sensibilidad, que identifica bajo la etiqueta del ‘amor propio’ (Eigenliebe).

Kant concibe este amor propio, primero, como meramente mecánico, lo que corresponde a la ya mencionada predisposición del hombre a la animalidad; pero además, como físico, pero que involucra la comparación con otros hombres, lo que identifica con la también mencionada predisposición a la humanidad (R 6:26-27).

En este punto resulta inconfundible la influencia de Jean-Jacques Rousseau, pues ambos niveles de amor propio corresponden al amor de sí, y al amor propio, respectivamente:

El amor de sí, que sólo nos afecta a nosotros, se contenta cuando nuestras verdaderas necesidades son satisfechas; pero el amor propio, que se compara, nunca está contento y no podría estarlo, porque ese sentimiento, al preferirnos a los demás, exige que los demás nos prefieran a sí mismos, lo cual es imposible. […] De esta forma, lo que hace al hombre esencialmente bueno es tener pocas necesidades y compararse poco con los demás; lo que lo hace esencialmente malo es tener muchas necesidades y atenerse mucho a la opinión. (Rousseau, p. 315)

Cuando Kant afirma que el hombre es por naturaleza malo, no se refiere sino a que tenemos una propensión, que consiste en anteponer el incentivo del amor propio al de la ley moral. Y esto no por algún impulso sensible, sino como un acto libre de nuestro albedrío o racionalidad. En esto consiste su tesis del mal radical. En el lenguaje que hemos estado tratando, significaría justamente otorgarnos un valor social unos a otros, que no corresponde a nuestro verdadero valor absoluto o dignidad.

El mal se origina, precisamente, en una elección libre de nuestra voluntad, que no debemos pensar como ocurriendo en algún momento determinado de nuestras vidas, sino que se manifiesta cada vez que nos relacionamos con otros y fallamos en reconocer su valor absoluto.

De ahí que el mal surja no en tanto individuos aislados, sino siempre cuando estamos en relación unos con otros (R 6:93):

La envidia, el ansia de dominio, la codicia y las inclinaciones hostiles ligadas a todo ello asaltan su naturaleza, en sí modesta, tan pronto como está entre hombres, y ni siquiera es necesario suponer ya que éstos están hundidos en el mal y constituyen ejemplos que inducen a él; es bastante que estén ahí, que lo rodeen, y que sean hombres, para que mutuamente se corrompan en su disposición moral y se hagan malos unos a otros. (R 6:93-94)

Cuando Kant afirma en la Antropología en sentido pragmático (1798) que «las pasiones son cánceres de la razón pura práctica y, las más de las veces, incurables» (A 7:XX), no debemos confundir tales palabras como una dictatorial crítica a la sensibilidad, que es de por sí buena, sino como la corrupción de nuestra racionalidad de dejar de reconocer sistemáticamente el valor absoluto de nuestra propia persona o de cualquier otra.

En su Antropología, Kant define ‘pasión’ como aquella «inclinación que impide a la razón compararla […] con la suma de todas nuestras [otras] inclinaciones» (A 7:XX). Siendo a su vez una ‘inclinación’ un «apetito sensible, que le sirve al sujeto de regla (hábito)» (A 7:XX).

Hoy en día, podríamos decir que alguien tiene pasión por, digamos, tocar el piano, si es que esa persona disfruta enormemente dicha actividad, y la considera prioritariamente respecto de muchas otras. De la misma forma, podríamos hablar de pasión por el cine, algún deporte, la filosofía, las reuniones con amigos, etc. Este significado de pasión, por supuesto, no tiene nada de reprochable desde un punto de vista moral. Una vida carente de ese tipo de pasiones, sería una vida bastante triste.

Sólo podríamos hablar estrictamente de pasión, en el lenguaje de Kant, de una persona que, por tocar el piano, para mantenernos en el mismo ejemplo, descuide a su familia, a sus amigos, su propia salud, y esté dispuesto a cualquier cosa, para seguir practicando su actividad. Sólo es en este sentido de ‘pasión’ que nos veríamos obligados a repudiarla moralmente.

Es completamente característico de la filosofía de Kant, que no podemos librarnos de la responsabilidad moral de tomar en cuenta, al actuar, siempre a otras personas que puedan verse afectadas, nos guste o no. Siempre debemos de estar alertas para no anteponer nuestros fines a los de otro. Pretender que nuestras propias inclinaciones toman preferencia respecto de los límites que nos impone la obligación de tratar a todos con dignidad absoluta, es precisamente lo que Kant denomina ‘vanidad’.

También podemos entender tal vanidad como el otorgarnos a nosotros mismos un valor social que consideramos superior al de otras personas. Es esta tendencia humana el mayor enemigo de la moralidad, la expresión del mal radical en una conducta humana que todos somos capaces de reconocer, y la ley moral se manifiesta en todo su esplendor cuando, por el respeto que nos genera, consigue humillarla.

Entonces, si como ya dijimos, el mal surge en comunidad, sólo de igual modo puede superarse:

El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (R 6:94)

Sin embargo, esta sociedad bajo leyes éticas no debe confundirse con el proyecto paralelo de instaurar una constitución civil perfectamente justa, problema que, como ya se dijo, corresponde al derecho.

Si esperábamos una explicación mística del origen de la maldad, ciertamente nos veremos decepcionados si acudimos a Kant. Decir que el mal se origina en la relación entre seres humanos, por el mismo hecho de estar unos al lado de otros, y esto como un carácter de nuestra especie, puede sin duda sonar obvio, o superfluo.

No obstante, me parece que la concepción kantiana del mal resulta inmensamente más valiosa si la consideramos de lado de su teoría ética más formal, que examinada por sí sola podría parecer fuertemente individualista y tontamente rigorista.

Deberíamos considerar, entonces, ambas propuestas, la del establecimiento de un orden civil justo, como la de una comunidad regida por leyes éticas, más bien, como dos flancos por los cuales atacar nuestro carácter insociable, que en el momento actual, no sólo está impidiendo a nuestra especie enfocar sus recursos en el desarrollo de nuestras capacidades, sino que amenaza seriamente nuestra continua existencia.

Una teoría ética que tenga como objetivo reconocer el valor absoluto, es decir, la dignidad de las personas, sería la respuesta histórica de Kant ante el absurdo de la condición humana.

Sobre la justicia distributiva en el pensamiento contemporáneo

El texto que sigue[1] sirvió como material de guía para mi exposición oral como parte de mi examen de Licenciatura. Es un material en bruto, pero igual me pareció de interés colgarlo.

Sumilla

La pregunta por la justicia distributiva en el pensamiento contemporáneo es sin duda un tema amplio, que me he visto obligado a delimitar con cierta arbitrariedad. Dividiré mi exposición, previa introducción, en dos partes: la primera se centrará en el problema de la justicia distributiva en una sociedad, considerada conceptualmente de forma aislada; la segunda parte hará la transición al mismo problema, pero aplicado a las relaciones entre sociedades o pueblos. Usaré como eje el pensamiento de John Rawls para ambas partes, introduciendo réplicas de varios autores en determinados momentos, en especial de Michael Walzer. No obstante, la predominancia del discurso de Rawls en esta exposición no pretende ser un reflejo equitativo del debate contemporáneo sobre el tema, sino que se debe a las limitaciones a las que me veo sometido, tanto de tiempo, como de simpatía.

Introducción

Empezaré con una distinción básica, entre los conceptos de:

igualdad (aequalitas) : Conformidad de algo con otra cosa en naturaleza, forma, calidad o cantidad.

equidad (aequitas) : Disposición del ánimo que mueve a dar a cada uno lo que merece.

Hago esta distinción, primero, porque corresponde a grandes rasgos a la que existe entre los términos en inglés equality y fairness, que usaré siguiendo a Rawls.

Pero además, sirve para introducir las diferencias entre distintas concepciones de igualdad, necesarias para entender el problema de la justicia (sigo la formulación de Stefan Gosepath al respecto):

igualdad formal : Cuando dos personas tiene un estatus igual en un aspecto relevante, deben ser tratados por igual en relación a dicho aspecto.

igualdad proporcional : Dar a cada quién la parte que le corresponde. La justicia para Aristóteles, por ejemplo, no es sino igualdad proporcional.

Sin embargo, una concepción de justicia basada en la igualdad proporcional es compatible todavía con concepciones tanto igualitarias como aristocráticas.

Cito a Walzer citando a Shakespeare:

Si a cada uno se le diera lo que merece ¿quién escaparía al látigo?

Depende, por lo tanto, de qué aspectos de los individuos consideremos relevantes para formular un criterio de distribución; es decir, se necesita identificar principios sustantivos de igualdad, no meramente formales.

igualdad moral : Desde el siglo XVIII, predomina la idea de que por debajo de las distintas apariencias, las personas tienen elementos relevantes e importantes que comparten; lo que no equivale a afirmar que todos seamos idénticos y debamos ser tratados exactamente de la misma forma.

La expresión más conocida de esta idea es sin duda la de Immanuel Kant, que afirma que todos (seamos ricos o pobres, inteligentes o tontos, buenos o malos) somos fines en sí mismos, pues poseemos una naturaleza racional, condición suficiente para considerarnos seres morales, lo que además nos otorga dignidad. Es innegable el carácter radicalmente igualitario de su pensamiento.

Si bien este valor también conocido como de la humanidad es sustantivo y escapa el mero ámbito de lo formal, el principio de igualdad moral sigue siendo todavía muy abstracto y necesita especificarse, problema sobre el cual todavía no hay consenso.

Todavía más lejos de acuerdo alguno, o incluso ya un proyecto abandonado, está el tema de la fundamentación de este valor, ya sea iusnaturalista, racionalista, metafísica, esencialista, etc.

Es sin embargo sobre esta base que se lleva a cabo el debate contemporáneo, tema que nos concierne ahora.

La justicia distributiva en el pensamiento de John Rawls

Para exponer el pensamiento de Rawls, he considerado tres de sus obras:

El liberalismo político : En la que aborda conceptos presupuestos de su pensamiento y que sirven para sentar las bases y legitimidad del resto de su teoría.

La justicia como equidad : En la que presenta propiamente su teoría de la justicia, para una sociedad liberal.

El derecho de gentes : En la que tratará de las relaciones entre pueblos.

Dejo de lado la más famosa Teoría de la justicia, pues su contenido se encuentra casi en su totalidad revisado y expandido en las tres obras ya mencionadas.

El liberalismo político

Empezaré con El liberalismo político, contrastándolo con algunas críticas que Walzer le hace a Teoría de la justicia en el primer capítulo de Las esferas de la justicia, y en Moralidad en el ámbito local e internacional.

En el último libro mencionado, Walzer introduce los conceptos de

minimalismo moral : tenue, universal porque es humana, intensa.

rasgo dualista de toda moralidad

maximalismo moral : densa, particular porque es una sociedad, compleja.

Y nos advierte que una moral minimalista no podrá ser nunca inexpresiva o neutra, sino que es siempre expresiva de nuestra propia moral maximalista.

«No existe un régimen ideal», nos dice en Esferas.

Corriendo el riesgo de alejarme un poco del tema, considero que profundizar sobre este desacuerdo es de suma importancia, pues es mi posición que más que desacuerdos substanciales, la crítica de Walzer se basa en malentendidos fundamentales del proyecto de Rawls.

En El liberalismo político, Rawls señala numerosas veces que su punto de partida son ideas fundamentales compartidas implícitas en la cultura política pública de su sociedad, cuya elaboración servirá de base para una concepción política de la justicia de corte liberal.

Estas ideas o valores sostienen que los ciudadanos han de ser considerados como libres e iguales, y la sociedad como un sistema equitativo de cooperación.

Hay que notar que tal concepción política de la justicia es relativamente independiente de consideraciones epistemológicas o metafísicas, y sólo depende del razonar de los ciudadanos en el foro público (sobre las esencias constitucionales y cuestiones de justicia básica).

La teoría de Rawls no podría cumplir mejor con el requisito que le exige Walzer de aceptarse a sí misma como producto de una moral maximalista, y es esta autoconciencia la que luego le impedirá a Rawls simplemente extender su posición original a todos los seres humanos, postulando en vez un mucho más modesto derecho de gentes, como veremos luego.

La teoría de Rawls no pretende de esa forma un carácter universalista a-histórico, para poder luego ser aplicada tanto a los sacerdotes egipcios o monjes medievales (ejemplos predilectos de Walzer). Tales estándares son irreales y poco útiles, y renunciar a cumplirlos no significa rechazar la posibilidad de encontrar principios objetivos comunes, aunque siempre propensos a ser perfeccionados.

Volviendo al tema, partimos pues de una sociedad (imperfectamente) democrática, aunque es característico de la filosofía de Rawls esbozar primero una teoría ideal, que nos facilitará un entendimiento sistemático de cómo reformar nuestro mundo no-ideal.

Lo ideal se entiende como lo que es posible, lo que puede ocurrir, aunque pueda también nunca realizarse.

Las tres ideas fundamentales propias de la cultura política democrática: la libertad, la igualdad y la cooperación equitativa pueden combinarse de distintas formas dando lugar a distintas concepciones de justicia de corte liberal (de aquí probablemente se explica la primera palabra del título de su más famosa obra: Una teoría de la justicia, dejada de lado en las traducciones a nuestro idioma), que sin embargo compartirán ciertas características básicas:

En primer lugar, asignará a los ciudadanos derechos y libertades básicas (libertad de expresión, de conciencia y de ocupación).

En segundo lugar, se dará prioridad a estos derechos y libertades por sobre demandas para aumentar el bien (riqueza) general o de perfeccionismo de valores (cultural).

En tercer lugar, una concepción política asegurará a sus ciudadanos los medios para que hagan uso efectivo de sus libertades.

Estas características abstractas deberán realizarse todavía de forma concreta en instituciones respectivas.

Antes de pasar a explicar su teoría de la justicia, debemos abordar cómo es legítimo hablar de una teoría, si en una democracia se asume la existencia de diversas doctrinas religiosas, filosóficas y morales, que Rawls llama doctrinas comprehensivas.

Acude Rawls al principio de legitimidad democrático, que sostiene que el poder político puede ser ejercido sólo de acuerdo a una constitución cuyos elementos esenciales puedan ser razonablemente aceptados por todos los ciudadanos. Esto requiere, por supuesto, que los ciudadanos sean razonables, que quieran pertenecer a una sociedad en la que el poder político sea usado de forma legítima.

Los ciudadanos tendrán sus propias doctrinas comprehensivas, distintas unas de otras, pero su pertenencia a una sociedad democrática les requerirá que sean razonables, que no estén dispuestos a imponérselas unos a otros por la fuerza.

Claro que sobre esto podrán surgir sospechas sobre la razón de quién o de quiénes, de un ciudadano liberal blanco, por ejemplo. Pero tales críticas no escapan de lo retórico y son argumentos filosóficos débiles. Como ya se dijo, lo único que se espera de los ciudadanos es el deber de civilidad, de explicarse unos a otros sus puntos de vista sobre problemas filosóficos fundamentales, y de no imponer por la fuerza sus propias creencias.

Estos requisitos, a grandes rasgos, son los de atenerse a la idea de razón pública, que da lugar a un posible consenso entrecruzado, mediante el cual los ciudadanos apoyan las mismas leyes o valores basándose en razones diferentes, propias de cada doctrina.

Por ejemplo, podemos tener un cristiano que respete la libertad de otros de elegir su religión, y esto no porque se lo requiere una constitución liberal, sino basándose en principios que él considera son propios del cristianismo.

A diferencia de otro cristiano que convive pacíficamente con ciudadanos de otras religiones, pero si tuviese la oportunidad de atropellar los derechos constitucionales, impondría sus creencias religiosas a los demás; por ejemplo, Rafael Rey.

Con este trasfondo, quizás un poco extenso, estamos finalmente ya en condiciones de adentrarnos en la teoría de la justicia de Rawls, basada en esta forma de igualdad moral que se sostiene en los tres ideales fundamentales.

Dejamos de lado El liberalismo político, y nos enfocamos en La justicia como equidad, con especial atención en su programa de distribución de bienes.

La justicia como equidad

Por sobre la legitimidad, la justicia es el estándar moral más alto según el cual las principales instituciones de una sociedad u orden político deben ser ordenadas.

La idea de justicia de Rawls apunta a describir la estructura básica de la sociedad, que incluye la Constitución, el sistema legal, la economía, la familia, etc.

Es la estructura básica de la sociedad porque dichas instituciones distribuyen los principales pesos y cargas de la vida social, por ejemplo, quién tendrá derechos básicos, oportunidades de conseguir tal y cual trabajo, la distribución de ingresos y riqueza, etc.

Cualquier cambio en la estructura básica de la sociedad tiene, por supuesto, efectos profundos en la vida de los ciudadanos.

A estas alturas de su argumentación, perteneciendo a la teoría ideal, asume que una sociedad es auto-suficiente y cerrada.

Retomando los tres ideales fundamentales, la cooperación de ciudadanos en una sociedad debe ser equitativa si han de ser considerados como libres e iguales, y por lo tanto, las instituciones sociales (o estructura básica de la sociedad) no deberían dar beneficios o ventajas en relación a características de los ciudadanos que se consideren moralmente arbitrarias, como por ejemplo el sexo, la raza, e incluso la familia. [aspecto negativo]

Siendo ese un aspecto meramente negativo, Rawls sostiene una tesis distributiva de reciprocidad basada en la equidad. Todos los bienes sociales han de distribuirse de forma equitativa, a menos que una distribución desigual sea ventajosa para todos. [aspecto positivo]

En términos de Walzer, hay una igualdad simple que establece la línea de fondo, a partir de ahí la desigualdades deben apuntar a mejorar la situación de todos, y por lo tanto especialmente de los que están peor. Estas desigualdades corresponderían, sin embargo, a una igualdad compleja.

Recordando que lo que se busca es una concepción política de la justicia (a diferencia de una metafísica, por ejemplo), la pregunta por los términos equitativos de cooperación social entre ciudadanos libres e iguales se traduce a la pregunta por los términos de cooperación que elegirían ciudadanos libres e iguales bajo condiciones equitativas.

Debido a esta reformulación, Rawls desarrolla el método de la posición original que consta de representantes bajo el velo de la ignorancia, cuyo resultado serán los dos principios de justicia:

Primer principio: Todas las personas son iguales en punto de exigir un esquema adecuado de derechos y libertades básicos iguales, esquema que es compatible con el mismo esquema para todos; [y en ese esquema se garantiza su valor equitativo a las libertades políticas iguales, y sólo a esas libertades].

Segundo principio: Las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: primero, deben andar vinculadas a posiciones y cargos abiertos para todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y segundo, deben promover el mayor beneficio para los miembros menos aventajados de la sociedad.

El primer principio será usado para diseñar la constitución política, mientras que el segundo principio se aplicará a las instituciones sociales y económicas principales.

Así también, hay una relación de prioridad léxica entre los principios.

Es la concepción de ciudadano (libres e iguales) y de sociedad (equitativa) que tiene Rawls que le permitirá formular el argumento desde la posición original.

En primera instancia, los dos principios de justicia de Rawls han de vérsela con el principio utilitarista que apunta a ordenar la estructura básica de la sociedad de tal forma que se obtenga el nivel más alto de utilidad promedio entre los ciudadanos. Rawls acude a la regla maximin, según la cual una concepción de justicia es preferible a otra si el nivel de bienes primarios del grupo menos aventajado es superior, por más que el promedio sea inferior. Ningún representante

Luego los enfrenta al principio de utilidad restringida, que es igual a sus dos principios, excepto porque el principio de diferencia es reemplazado por un principio de utilidad promedio para regular la distribución de riquezas e ingresos, constreñido por un mínimo social. Sin embargo, el establecimiento del mínimo  generaría más problemas de los necesarios. Además, los menos favorecidos sospecharían que los que tienen más están trabajando para estar incluso mejor y no por ellos, lo que ocasionaría fisuras en el esquema de cooperación social.

Mientras la primera comparación resaltaba la importancia de las libertades básicas, que nunca deben subordinadas por un mayor bienestar económico, la segunda comparación fundamenta el principio de diferencia mostrando cómo fomenta la confianza mutua y las virtudes cooperativas, dando como resultado un mundo social que cualquier parte querría asegurar para los ciudadanos que representen.

Los ciudadanos entenderán que las libertades básicas les dan un suficiente espacio social para perseguir sus concepciones razonables del bien.

Una de las implicancias más significativas de los principios, y probablemente la que está más lejos de realizarse, es en torno a las instituciones necesarias para realizar el valor equitativo de las iguales libertades políticas. A menos que exista financiamiento público, restricciones en las contribuciones a campañas, e igual acceso a los medios, la política será capturada por el poder económico privado, imposibilitando a ciudadanos igualmente capaces de incursionar en la política con las mismas repercusiones.

A estas alturas, también se legislará en torno a la propiedad, contratos, herencias, impuestos, sueldo mínimo, etc. El objetivo de esto no será fijar una cantidad de bienes para distribuir, sino idear un conjunto de instituciones para organizar la producción, distribución y capacitación, cuya ejecución realizaría el principio de igualdad equitativa de oportunidades y el principio de diferencia en el tiempo.

Me parece que esta concepción nada estática de los bienes se concilia de buena forma con la teoría de bienes del mismo Walzer, que tiene la estructura siguiente:

«La gente concibe y crea bienes, que después distribuye entre sí»

Y con los seis principios que la conforman.

1. Todos los bienes que la justicia distributiva considera son bienes sociales.

2. Los individuos asumen identidades concretas por la manera en que conciben y crean los bienes sociales.

3. No existe un solo conjunto de bienes básicos o primarios [válidos para todos]

4. Es la significación de los bienes la que determina su movimiento.

5. Los significados sociales poseen carácter histórico al igual que las distribuciones.

6. Cuando la significados son distintos, las distribuciones deben ser autónomas. Cada esfera distributiva contiene su propio criterio (o criterios) apropiados.

Otras consecuencias relevantes del principio de igualdad de oportunidades serán que el Estado tendrá que pagar una educación de alta calidad para los que tengan menos, seguro médico para todos y un salario mínimo.

El principio de diferencia tendrá como meta un orden económico que maximice la posición del grupo menos aventajado (requisito cuya realización se encuentra todavía a años luz de la mayoría, sino de todas, de democracias liberales).

La concepción de justicia distributiva de Rawls, para recapitular, tiene como punto de partida no sólo un momento específico en el tiempo, sino también un lugar.

La concepción de ser humano como racional y razonable, capaz de organizarse en una sociedad equitativa, y de reconocerse unos a otros como ciudadanos libres e iguales, está basada en una posibilidad histórica concreta, aunque sin garantía alguna de perfeccionarse.

Pasemos finalmente al problema de la justicia distributiva en el ámbito internacional.

El derecho de gentes

Al igual que dentro de una sociedad, hay una estructura básica internacional (entre estados). Entre los principios que regulan esta estructura básica, se tiene que los pueblos son independientes y libres, que deben observar tratados, que son partes iguales en los acuerdos que los compelen, que deben observar el deber de no intervención (salvo en casos muy graves), que tienen derecho a la autodefensa, el deber de respetar los derechos humanos, de observar ciertas restricciones y normas de conducta durante las guerras, y finalmente, el controversial deber de asistir a otros pueblos que viven bajo condiciones desfavorables que no les permiten tener un régimen político y social justo ni decente.

En el derecho internacional de Rawls, los actores no son individuos (ciudadanos) sino sociedades (pueblos). Por pueblo se entiende un grupo de individuos regido por un gobierno común, unidos por simpatías comunes (concepto que toma de J. S. Mill), y finalmente por una concepción moral y política común en torno a la justicia y la equidad.

La descripción de pueblos liberales se diferencia de la de un Estado, que tiene como intereses extender su territorio, su poder económico, su dominación por sobre otros estados, etc.

Un pueblo, en cambio, se preocupará por proteger su independencia política, territorio, seguridad de sus ciudadanos; mantener sus instituciones políticas y sociales, su cultura civil; y finalmente asegurar su auto-respeto como pueblo, que descansa en la conciencia de sus ciudadanos sobre su historia y logros culturales.

Los pueblos se dividen en liberales (se ordenan conforme a los requerimientos del liberalismo político) y decentes (están suficientemente ordenados, aseguran a sus ciudadanos los derechos humanos básicos). Sin embargo, ambos tipos de pueblos merecen una membrecía igual en la sociedad internacional.

Posición original se reformula para este contexto: ¿Qué términos de cooperación aceptarían pueblos (liberales y decentes) libres e iguales bajo condiciones equitativas?

Como resultado se dan los ocho principios ya mencionados. Sin embargo, requiere particular atención, para nuestro tema, el último de ellos: el que exige el deber de asistir a las sociedades menos favorecidas.

Volviendo un poco en el tiempo, una de las primeras reacciones al vacío que dejó la Teoría de la justicia respecto del problema de justicia entre pueblos fue por parte de Charles R. Beitz, que quiso extender el velo de la ignorancia a la nacionalidad e incluso a la generación, y de esta forma establecer como obligaciones de justicia, y no meramente humanitarias,  la necesidad de asistir a los pobres.

Se basaba en que al final de la Doctrina del Derecho, Kant sostiene que la cooperación económica internacional crea una nueva base para una moralidad internacional. Las fronteras nacionales no pueden ser considerados todavía como los límites externos de la cooperación social.

Otra reacción fue la de Thomas Nagel, describe una situación que considera de desigualdad radical, en la que existen personas viviendo en una pobreza extrema, y esto pudiendo solucionarse sin que los que tienen más sean privados significativamente de sus bienes.

No es necesario establecer que la pobreza extrema en algunos países ha sido causada por ciertas injusticias históricas. Podríamos asumir que no ha sido ese el caso, e igual afirmar que hay algo injusto en la situación actual.

Lo que se disputa es el supuesto derecho básico de los individuos, compañías y naciones de acumular (de forma ilimitada) riqueza y propiedad, y de intercambiarlas con otros en términos que sean aceptados de forma mutua.

Hay una creciente realización de que las condiciones morales trascienden el actuar de individuos, y deben aplicarse también al sistema económico mundial que permite tales resultados, y que es sostenido por todos y a la vez por nadie.

Por su parte, Brian Barry sostiene también que existen tanto obligaciones humanitarias como de justicia (estas últimas basadas en derechos); y considera hipócrita hablar de lo que yo debe hacer, como un asunto humanitario o de caridad, con lo que es de mi propiedad no tiene sentido hasta que hayamos establecido qué es legítimamente mío en primer lugar.

Finalmente, Thomas Pogge critica el deber de asistencia como insuficiente, como no reconociendo actos de injusticia por parte de algunos pueblos ricos que han generado tales condiciones en las sociedades menos favorecidas, como las llama Rawls. Tal constatación sería ciertamente de carácter jurídico, basado en evidencias históricas.

En todo caso, habría que notar que tal deber de asistencia parece pertenecer a la teoría ideal, y que por lo tanto asume la existencia de una más o menos efectiva y sólida sociedad de pueblos, lo que implica la existencia de pueblos liberales más o menos establecidos. Sin embargo, la realidad está todavía muy lejos de dicha idea, y si Estados Unidos, por ejemplo, se estableciera eventualmente como un pueblo propiamente liberal, no podría dejar de reconocer injusticias cometidas en el pasado (propias de un Estado proscrito). Lo que deja más o menos abierto el problema de la responsabilidad a la que están sometidas dichas sociedades ahora.

Sin embargo, también choca el carácter limitado de la utopía realista de Rawls, que se limita a abolir los grandes males de la historia humana (guerras injustas, opresión, persecución religiosa, genocidios, asesinatos en masa, pobreza, hambrunas, negación de la libertad de conciencia), pero permite la existencia de desigualdades entre pueblos, y la existencia de pueblos decentes mas no liberales.

Me parece, no obstante, que en ese punto Rawls acierta al aceptar modestamente los límites legales para generar mayores cambios, que en todo caso deberían darse de forma autónoma en cada sociedad. Respecto de la redistribución, cabría preguntarse qué tantas desigualdades podrían haber entre pueblos liberales, teniendo en cuenta las características que estos poseerán de forma interna (situación de la cual no podríamos estar todavía más lejos).

No puedo dejar de notar, para finalizar, el carácter excesivamente paciente de los grandes filósofos políticos, desde los 1000 años que Platón menciona al final de la República, hasta los muchos intentos que Kant sostiene en sus escritos de historia necesitará la humanidad para alcanzar una constitución republicana perfectamente justa, junto al estado de paz perpetua entre los pueblos, así como el proceso lento de Ilustración de las masas.

Me parece el caso es bastante similar con la filosofía de John Rawls, que coloca en primera instancia la teoría ideal, y deja a un segundo plano los problemas de aplicación. Que no se me malentienda. No creo que los filósofos sean magos, ni deban serlo. Y en todo caso, no encuentro respuestas mejores que las esbozadas por dichos filósofos. Pero me parece que la aporía más grande que la filosofía política de corte idealista ha de enfrentar (y con ella toda la humanidad) es la urgencia a la que nos vemos sometidos, por primera vez en la historia humana, para regresar la civilización tanto a un nivel de sostenibilidad ambiental, como la posibilidad de autodestrucción por armas nucleares, situación que pone los 1000 años de Platón, los muchos intentos de Kant y la teoría ideal de Rawls contra la pared, y el dedo en el gatillo.

Muchas gracias.


[1] Para redactar el texto usé como guía las entradas sobre igualdadJohn Rawls de la Stanford Encyclopedya of Philosophy, así como algunos artículos de Global Justice, editado por Thomas Pogge. También revisé el primer capítulo de Las esferas de la justicia, y los primeros ensayos de Moralidad en el ámbito local e internacional, de Michael Walzer. Por supuesto, revisé El derecho de gentes y Liberalismo político de John Rawls. El texto cuenta con parafraseos y traducciones mías del material que acabo de señalar, por lo que no debe considerarse como una producción 100% original. Además, no cumple los estándares de otros artículos presentados acá respecto de la edición.