Religión

Dos conceptos fundamentales de la ética (o propiamente, una idea y una noción)

Virtud

Para Immanuel Kant, a diferencia de Aristóteles, las virtudes no serán ya estados (hexis) del carácter humano, como la moderación o la valentía. La virtud referirá únicamente a una fuerza de la voluntad, pero en relación a ciertos deberes. De ahí que Kant hable de “deberes de virtud”. La virtud ya no será, por ejemplo, la moderación, que puede ser elogiada desde la mera prudencia o utilidad. El deber de virtud será evitar la gula y otros excesos, y la virtud, propiamente, la fuerza de la voluntad para evitarlos. Esto no quita que la virtud, entendida como fuerza, opere en el ánimo a largo plazo de tal modo que uno ya ni siquiera desee (desde un punto de vista sensible) tales excesos. La vitud concebida por Kant termina dando forma a cierto tipo de estado en el carácter humano: una segunda naturaleza, en todo el sentido aristotélico.

A fin de cuentas, el hombre virtuoso y prudente de Aristóteles y la persona moral de Kant son uno y el mismo tipo. Kant se está preocupando en mostrar lo más profundo del fenómeno de la ética, mientras que Aristóteles está describiendo características, no menos profundas del alma del ser humano, pero adoptando un lenguaje en tercera persona.

Corazón

Es el lugar donde se da la pena más profunda, la alegría más sobria; es también el lugar sobre el cual la virtud pura es efectiva en nosotros. La ley moral no es algo que meramente pensamos, más bien, la sentimos en lo más hondo de nuestro ser. Sin lugar a dudas es el fenómeno que encontramos a la base de múltiples tipos de experiencia religiosa a lo largo de la historia de la cultura.

Una breve reflexión sobre la autoridad de la ley moral

Una ley que ejerce poder, fuerza sobre nosotros, inclusive al punto de llegar a anular cualquier resistencia nos presenta, ciertamente, una visión de la ética donde el concepto de autoridad juega un rol central. Claramente es este el elemento que mucho repugnó a Nietzsche, y que desde el psicoanálisis de Freud tendría una explicación relativamente fácil.

Sin embargo, más que tratarse de una causa psicológica operando quizás no tan sutilmente desde el inconsciente de Kant, estamos ante una reflexión perfectamente consciente por parte del filósofo acerca de la naturaleza humana. Siempre vamos a necesitar un dominio de la parte racional sobre nuestra sensibilidad, pero también, y sobre todo, sobre toda la esfera de opiniones y de valoración social en lo que no podemos evitar estar inmersos. La idea de Platón no sólo se opone a lo múltiple en lo material, sino a nivel de la opinión, de creencias infundadas, si bien mayoritarias, opuestas al Bien y a la Justicia. La perfección es algo que nunca podemos alcanzar, siempre habrá algún deber transgredido.

Un diálogo sobre humanismo, marxismo y contradicciones utópicas

– Una de las cosas que hasta ahora no entiendo, o quizá sí, es ¿por qué…? ¿Cómo así quedó relegado institucionalmente…? O sea, de hecho tiene sentido que un movimiento que busca humanizar y des-objetivar su disciplina, sea relegado del establishment de ésta. Pero igual, porque fue un movimiento bastante fuerte, por más que su influencia permee a todas las demás orientaciones psicológicas.

– Es que justamente su oposición no está en las otras orientación, sino en la institucionalidad misma. Y no le pudo ganar. La «institucionalidad» lo destruyó con hacer un lobby silencioso. Full cash. Eso le bastó para aniquilar al humanismo. Relegarlo a un lugar de lo políticiamente correcto. Completamente irrlevante. La «institucionalidad» es el Capitalismo, obviamente.

– Totalmente de acuerdo. No se me ocurre ninguna analogía específica, pero lo pasaron al retiro. Le agradecieron sus servicios y contribuciones. Su compromiso y dedicación. Le hicieron homenajes y hablaron de él. Y lo jubilaron. Para que «descanse».

– La dictadura del proletariado es imposible, pero se necesita algo así de absurdo. Sin ello, el humanismo está relegado a un «éxito» limitado a un grupo de personas. Que siguen enfermas por el solo hecho de pertenecer a una sociedad tan corrupta.

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– Es verdad. Sé que Maslow y Rogers sentían bastante afinidad por el anarquismo. Creían que en el futuro el creciente número de personas «despiertas» eventualmente formarían comunidades autosuficientes en las que experimentarían en sus relaciones sociales. Las cuales se renovarían constantemente de manera cada vez más y más positiva. Al menos Rogers creía en eso.

– El comunismo tiene que ser mundial. Si no no funciona.

– Conocerse a sí mismos, liberar sus potencialidades, ser ellos mismos… ¿Comunismo «humanista»? Lo veo complicado

– Pero, ¿cómo sería la gente en un mundo libre del capitalismo? No serían robots. Marx nunca se atrevió a describir el comunismo, la sociedad perfecta. Nadie podría.

– Es que ese es el tema.

– Pero es lo que los humanistas tienen en mente, sin lugar a dudas.

– Marx hizo todo menos describir el tipo de funcionamiento de la sociedad comunista. Y está bien, ¿no? No tendría sentido decir «la sociedad perfecta tiene que ser así, así y así». Sería contradictorio. Pero a los comunistas les interesa solamente cambiar de sistema económico. Y la gente sigue siendo la misma, con valores capitalistas. Ambiciones capitalistas.

– No conozco a ningún comunista… La revolución no será hecha por comunistas, sino por gente que odie al capitalismo. Los comunistas vendrán luego. Al menos, ese es el mito de Marx. Podría ser distinto.

 -¿No sería bonito que la gente pudiera odiar y amar intercaladamente? Odiar para arrasar con el capitalismo y amar para edificar el comunismo? El problema es que la gente que odia no muchas veces se atreve a amar. Sólo odian, y viceversa.

– Sí… Tal vez por eso es imposible. Se necesita odio y amor al mismo tiempo.

– Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo. Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir; su tiempo el plantar, y su tiempo el arrancar lo plantado. Su tiempo el matar, y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar. Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír; su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar. Su tiempo el lanzar piedras, y su tiempo el recogerlas; su tiempo el abrazarse, y su tiempo el separarse. Su tiempo el buscar, y su tiempo el perder; su tiempo el guardar, y su tiempo el tirar. Su tiempo el rasgar, y su tiempo el coser; su tiempo el callar, y su tiempo el hablar. Su tiempo el amar, y su tiempo el odiar; su tiempo la guerra, y su tiempo la paz. ¿Qué gana el que trabaja con fatiga? He considerado la tarea que Dios ha puesto a los humanos para que en ella se ocupen. Él ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus corazones, sin que el hombre llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin. Comprendo que no hay para el hombre más felicidad que alegrarse y buscar el bienestar en su vida. Y que todo hombre coma y beba y disfrute bien en medio de sus fatigas, eso es don de Dios. Comprendo que cuanto Dios hace es duradero. Nada hay que añadir ni nada que quitar. Y así hace Dios que se le tema. Lo que es, ya antes fue; lo que será, ya es. Y Dios restaura lo pasado. Eclesiástico tres, uno a quince.

El corazón humano (o sobre el misterio en la ética de Kant)[1]

“Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir”. (KpV 5:161-162)

«Debí, por tanto, suprimir el saber, para obtener lugar para la fe». (BXXX)

Resumen:

La ponencia busca hacer explícito el espacio que Kant delimita deliberadamente en su teoría ética para aquello que no se puede comprender, que se encuentra más allá de los límites de la mera razón. Este espacio, se mostrará, está ligado al recurso que Kant hace de la figura del corazón humano (Herz), uso consistente y sistemático a lo largo de sus principales obras sobre moral y religión. El corazón será el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables. De este modo, veremos cómo el problema filosófico de fundamentación de la moralidad, la existencia misma de la ley moral, queda inevitablemente tras un velo de misterio. 

Immanuel Kant se refiere al proyecto que lleva a cabo en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres como el de «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad» (G 4:392)[2]. En el primer capítulo, Kant allana el terreno partiendo de algunos conceptos ‒que él supone son‒ propios del entendimiento moral común, limitándose a mostrar que una buena forma de explicar el origen del deber moral es recurriendo a la figura de una ley universalmente válida. Es en el segundo capítulo, propiamente, donde Kant encuentra el principio partiendo del examen del concepto de una voluntad que en el ser humano no es sino imperfecta (G 4:412-413), y tras explicitarlo como una idea de la razón (G 4:431) termina presentándolo como el principio de la autonomía de la voluntad: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Esto, puesto de otro modo, significa únicamente que estamos obligados por una ley interna, presente en nosotros nos guste o no, y que nos manda a respetar la dignidad de todas las personas, respetar su capacidad de elegir cómo vivir sus vidas, su humanidad, en tanto respeten la misma capacidad en los demás.

No obstante, Kant reconoce al final del capítulo que todavía no ha logrado establecer dicho principio como algo más que una fantasmagoría, es decir, que exista «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). Precisamente, en el tercer capítulo, Kant se propone concluir con su proyecto de fundamentación, y se encuentra finalmente con un límite insuperable, al punto de  terminar afirmando que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72).

En las últimas líneas de la obra, Kant termina rindiéndose ante el «misterio» que supone «la incondicionada necesidad práctica del imperativo moral» (G 4:463), que equivale justamente a no poder demostrar aquello que quedó pendiente al final del segundo capítulo: que la ley moral exista de verdad. El problema es de la mayor importancia. Si bien una ley de la razón operando en un orden distinto del fenoménico es ciertamente pensable, la moralidad no puede concebirse como descansado en una mera posibilidad del pensamiento. Tiene que ser real para todos y cada uno de los seres racionales, pertenezcan o no a este planeta llamado Tierra. Reconocer el misterio que supone el problema, insoluble, dirá Kant, constituye «todo cuanto en justicia puede ser exigido de una filosofía que, en materia de principios, aspira a llegar hasta los confines de la razón humana» (G 4:463).

Cuando en la Crítica de la razón práctica Kant parece haber reemplazado por completo su intento ‒fallido‒ de establecer definitivamente la ley moral del tercer capítulo de la Fundamentación, y termina más bien apelando a su existencia como la «del único factum de la razón pura» (KpV 5:31), cabe preguntarse si nos encontramos ante un giro dogmático en su pensamiento ético fundacional, lo que significaría haber dejado de lado aquel misterio reconocido en su obra anterior.

La tesis que busco defender en esta ponencia apunta a que el misterio señalado al final de la Fundamentación subsiste en sus obras posteriores sobre moral y religión, donde lo vemos frecuentemente ligado al uso que el filósofo hace de la figura del corazón (Herz). Así, el problema insoluble para la razón humana de cómo pueda ser práctica la razón pura, se mantiene al afirmar que la ley moral hace contacto en nuestra sensibilidad precisamente en el corazón humano, contacto a su vez incomprensible; el corazón humano es el lugar donde la ley moral se hace real. De la misma forma, el problema que supone nuestro yo verdadero, nuestra interioridad más recóndita, independiente del mundo de los fenómenos, se mantendrá cuando Kant señale, también de forma constante, la insondabilidad última del corazón, refiriéndose al razonamiento moral y a nuestras motivaciones. Para lo primero recurriré principalmente a la Crítica de la razón práctica, y, para lo segundo, a La metafísica de las costumbres.

Espero establecer que, más que un rol accesorio, la figura del corazón denota un uso sistemático que, al salir a la luz, mostrará todo un ámbito inherente a la teoría ética de Kant preocupado por delimitar el misterio que aparece al final de la Fundamentación, habiendo cumplido cabalmente su promesa de limitar el conocimiento para dejarle lugar a la fe.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Que la ley moral (una idea de la razón, válida por lo tanto para todo ser racional[3]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar, constituye un problema insuperable para el uso especulativo de nuestra misma razón[4].

¿Por qué la existencia de la moralidad supone tanto problema? Nadie duda de su existencia. Todos reconocemos la validez de ciertas normas: no mentir, no matar, ayudar al prójimo. Y estas pueden ser explicadas como resultado de una mezcla de mecanismos evolutivamente adquiridos como la capacidad empática, por un lado, y ciertas convenciones sociales, relativas a un determinado lugar y momento histórico. Pero si nos quedamos a este nivel, creía Kant, entonces alguien podría decidir usar su libertad para ponerse por encima de esta obligación, que falla en ser absolutamente categórica. Pensemos en alguien que no haya desarrollado su capacidad empática, o la descuide día a día. Esta persona, además, reconoce que las normas son convenciones sociales, y con este pensamiento decide poner su propia libertad por encima, encontrarse más allá del bien y del mal. Para esta persona, Dios ha muerto y todo está permitido. Kant considera esta posibilidad y la rechaza. Del mismo modo, Dostoievski también rechaza esta posibilidad. Tiene que haber algo, tan fuerte como un Dios monoteísta con poder absoluto, que nos obligue además de nuestra constitución sensible y de las convenciones morales, o costumbres. Su propuesta de una ley moral como una ley de la razón humana es precisamente eso. No resulta curioso que finalmente probar la existencia de dicha ley resulte tan difícil como probar la existencia misma de Dios.

No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (G 4:445), es un supuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana y que no se pone realmente en duda[5]. Siguiendo esta misma creencia, que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros[6], nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (KpV 5:72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil, un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

Esta discusión se da en el capítulo «En torno a los móviles de la razón pura práctica» (KpV 5:73-76). Kant elabora: la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo, sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (KpV 5:72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume y Adam Smith (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (KpV 5:74-76). Será recién en la segunda parte de la obra, la «Metodología de la razón pura práctica», donde Kant dará luces al respecto, al abordar el problema de cómo la ley moral accede al interior de cada individuo concreto, y ejerce influencia sobre sus máximas.

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (KpV 5:151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano repetidas veces (KpV 5:152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber. Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

El corazón hace del lugar donde la ley moral se inserta y ejerce su influjo puro en nuestra sensibilidad. Constituye así el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Pero la respuesta a la pregunta de cómo la ley moral se inserta en el corazón es un método práctico: mientras más pura sea presentada, tendrá mayor fuerza en el individuo (KpV 5:156). Cualquier intento especulativo de explicar este contacto nos refiere al misterio de la libertad humana, que en la Fundamentación queda sin resolución.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Pasemos a ocuparnos ahora en el problema del carácter insondable del corazón. Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (MS 6:392). La autocoacción que es una condición esencial de la virtud humana, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación. No obstante, sólo podemos acercarnos a este fin, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras, puesto que, señala Kant, “no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma” (MS 6:392; cf. G 4: 407). Exactamente esta misma idea aparece al comienzo del segundo capítulo de la Fundamentación, y en numerosos otros pasajes.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es “alguien que conoce profundamente los corazones” (MS 6:430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral, donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (MS 6:439). No obstante, no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia efectiva de un ser supremo fuera de nosotros.  Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (MS 6:441).

Estos pasajes, que atraviesan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética, están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, que está lejos de ser un mero procedimiento de nuestro intelecto; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano, cuyas “profundidades […] son insondables” (MS 6:447)[7]. Por supuesto que el problema de la insondabilidad del corazón en lo que concierne a nuestras motivaciones está estrechamente ligado al problema del contacto entre la ley moral y nuestra sensibilidad. Poder observar el contacto significaría poder examinar nuestras motivaciones con precisión científica. Esto supondría la resolución del misterio que supone la libertad humana.

De esta forma, espero haber mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón en las principales obras de ética de Immanuel Kant, y que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier indagación teórica. Esto deja al descubierto que la teoría ética de Kant, en dos aspectos fundamentales, reposa en un terreno misterioso. La ley moral que Kant intentó establecer en la Fundamentación, se mantiene siempre un paso más allá de nuestras indagaciones. Incluso en relación a nuestra experiencia íntima de la moralidad, nunca podemos estar seguros de su existencia, si bien Kant insiste en que debemos de estarlo. La fe religiosa, precisamente, consistirá únicamente en la creencia de que la virtud es algo real, de que existe algo más allá de nuestra arbitrariedad que nos obliga a ser mejores.

Con verdadera humildad, Kant ha delimitado un vacío en torno a problemas ético-religiosos de fundamental importancia, que, como ya hemos visto, están ligados a la figura del corazón humano. Quiero proponer, no obstante, que Kant no pretendía que nada pueda decirse sobre este vacío. Todo lo contrario. La riqueza de este vacío se plasmará en la creencia en las distintas divinidades o cosmovisiones (que bien pueden ser ateas), y que tienen como núcleo el misterio que supone la moralidad, que el ser humano ha llenado de distintos modos a lo largo de la historia con ciertos mitos ilustrativos (ya sea el de Moisés o Jesús, la divinidad interior de los estoicos, el tercer ojo o los sentimientos morales). En este sentido, ciertos aspectos del discurso mismo de Kant sobre una ley de la razón que opera en un mundo distinto al de los fenómenos pueden ser vistos igualmente como poseyendo un carácter mitológico, ficticio. La superación del nihilismo, que amenaza a la moralidad al no poder establecerse la ley práctica, requiere de un acto de fe, que jamás debemos entender como la creencia en una divinidad, sino como una forma de actuar en el mundo: un como si la moralidad fuera algo real. La ética de Kant, sin comprometerse con alguna tradición religiosa en particular, se compromete con lo más profundo de todas a la vez.


[1] Este es el texto de la ponencia que tuve el agrado de leer en el Primer Congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española, el miércoles 14 de noviembre del 2012 en Bogotá.

[2] Las citas a la obra de Kant son a las traducciones al español presentes en la Bibliografía, y refieren a la numeración de la Academia de Berlín (Ak), acompañadas de las siglas en alemán de la respectiva obra: Fundamentación, G; Crítica de la razón práctica, KpV; La metafísica de las costumbres, MS. La excepción será la Crítica de la razón pura (KrV), donde referiremos a la numeración A/B.

[3] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

[4] En la Crítica de la razón práctica Kant reitera lo mencionado repetidas veces en el tercer capítulo de la Fundamentación: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (KpV 5:72).

[5] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. KpV 5:161-162).

[6] Ver el famoso pasaje del colofón de la Crítica de la razón práctica, citado debajo del título (KpV 5:161-162).

[7] La cita continúa: “¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio?” (MS 6:447).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002a.

Groundwork for the Metaphysics of Morals. Traducción de Allen W. Wood. Nueva York: Yale University Press, 2002b.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

Wil van den Bercken responde a la pregunta: ¿Hay realmente guerras de religión?

El Dr. Wil van den Bercken, historiador de las universidades de Utrecht y Nimega, escribe en el diario NRC Handelsblad [25.X.01] que el actual conflicto desencadenado por los ataques terroristas en Estados Unidos no se explica por motivos religiosos[1].

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Si pensamos en términos religiosos, hay más puntos de unión que discrepancias entre las tres religiones monoteístas: cristianismo, judaísmo e islam. Quizá suene raro, pero Dios no viene al caso en el actual conflicto. Quienes, como las sectas cristianas fundamentalistas, ven en el ataque al World Trade Center un castigo de Dios a la Torre de Babel del capitalismo, tienen una idea de Dios tan deformada como los pilotos suicidas que indudablemente dijeron antes del ataque «¡Alá es grande!».

En el actual conflicto ha habido un momento en el que sí se ha hablado de Dios correctamente. Me refiero a la crítica de los musulmanes al uso del término Justicia Infinita [primer nombre dado por EE.UU. a su respuesta militar]. En este sentido tenían razón, y de nuevo coinciden las tres religiones en la idea de que solo Dios puede administrar la justicia infinita.

Pero no es la primera vez en la historia que se invoca el nombre de Dios en una guerra. En ambos bandos, incluso cuando los dos eran cristianos. En la guerra de las Malvinas, Thatcher estaba tan convencida de que Dios estaba al lado de Gran Bretaña que en los servicios religiosos se negaba a rezar por todas las víctimas. Tal incomprensión religiosa demuestra la creencia en un dios como si fuera una especie de Marte cristiano.

Tampoco el conflicto de Irlanda del Norte tiene que ver con la religión, aunque los contendientes se llamen católicos y protestantes. Se trata de un conflicto social y territorial, y si los habitantes no tuvieran ninguna religión, los partidos llevarían otro nombre. Incluso la lucha entre palestinos e israelíes no es, en primer término, una guerra de religión. Comenzó como una contienda territorial y a partir de 1967 ambas partes empezaron a invocar a Dios. Pero, para los israelíes y palestinos secularizados, el motivo de la guerra sigue siendo la tierra.

La lucha contra el terrorismo no es una guerra de religión. Quien invoca a Dios en una guerra lo convierte en un dios nacional belicoso y, en términos teológicos, en un ídolo. Las ideas fundamentalistas sobre Dios solo son quimeras religiosas, proyecciones hechas a medida humana. Las guerras religiosas son siempre conflictos bélicos políticos, en los que la religión dominante se convierte en justificación ideológica. Esto lleva a la paradójica situación de que, en caso de guerra entre Estados de la misma religión, ambos pidan al mismo Dios que bendiga sus armas.

La primera gran guerra en Europa, la guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia, enfrentó a dos naciones católicas. En la segunda guerra mundial, lucharon católicos, protestantes y ortodoxos; sin embargo, no fue una guerra de religión, sino que se unieron todos contra el neopaganismo nazi. Es verdad que en nombre de la religión se ha causado mucho sufrimiento en el mundo, pero las guerras más sangrientas no han sido religiosas ni de nombre.

Pero si bien las guerras de religión no existen, eso no quiere decir que una guerra no pueda ayudar a despertar sentimientos religiosos. La gente va más a la iglesia, reza más, no porque considere a Dios como caudillo de la guerra, sino porque experimenta la fragilidad de la vida humana. El hombre es confrontado entonces con los fundamentos mismos de la existencia, y es justo ahí donde la idea religiosa de Dios encuentra su lugar más adecuado.

Visto así, la leyenda God bless America no es un disimulado lema marcial, sino una expresión colectiva e individual de fe. Y quizá se pueda considerar incluso una bendición en medio de la gran tragedia, una blessing in disguise, lo cual también se puede ver desde una óptica secularizada. Es una cruel ironía de la historia que desastres nacionales puedan generar nuevas posibilidades y ventajas a largo plazo para personas y sociedades. Como de las ruinas de la segunda guerra mundial surgió una Europa nueva y próspera, también puede surgir una América nueva, después de haberse visto obligada a reflexionar.


[1] Esta entrada reproduce tal cual este artículo que resume la posición de Wil van den Bercken, historiador y autor de Christian Fiction and Religious Realism in the Novels of Dostoevsky, sobre la pregunta del título. Como resulta evidente, el artículo data del 2001, alrededor del ataque a las torres gemelas y la posterior represalia.

El espíritu de la oración (incluye el principio moral de toda religión; además, Alan García de morado)

Dear Father in heaven, I’m not a praying man, but if you’re up there and you can hear me… show me the way… show me the way.

George Bailey. It’s a Wonderful Life.

Kant distingue como principio moral de la religión (en oposición a lo que denomina ilusión religiosa), el siguiente:

[…] todo lo que, aparte de la buena conducta de vida, se figura el hombre poder hacer para hacerse agradable a Dios es mera ilusión religiosa y falso servicio de Dios. (R 6:170)

Una religión verdadera no nos exige nada más que una buena disposición moral, el respeto absoluto a la humanidad presente en todas las personas. Creer que podemos hacernos agradables a Dios mediante acciones que «todo hombre puede hacer sin que tenga que ser un hombre bueno» no es sino superstición y fanatismo (R 6:174). Kant considera que esto se reconcilia con un sano sentido común y no necesita demostración alguna[1].

Podemos estar de acuerdo, sin duda, dado que negarlo significaría que un modo de creencia[2] (y sus ritos) tendría primacía sobre otros (el cristianismo o el islamismo sobre las demás, por ejemplo), y el fanatismo consecuente es irreconciliable con una moralidad de respeto a la libertad de pensamiento y de creencia.

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Dentro de este contexto, Kant aborda el tema de la oración y su significación. Si la consideramos como un ritual interno, como la declaración de un deseo a un ser que no necesita de la misma (dado que ya la conoce), y además, como dirigiéndonos a ese ser en persona (como si estuviésemos convencidos de su existencia), entonces la oración no es más que «una ilusión supersticiosa (un fetichismo)» (R 6:194-195).

Como ya se anunció, la verdadera (y única) forma de agradar a Dios es mediante una buena conducta, y «el espíritu de la oración« no es otra cosa que una disposición moral buena que acompañe a nuestras acciones, y esto «puede y debe tener lugar «sin cesar» en nosotros», por medio de «la idea de Dios«, sin que eso signifique poder afirmar su existencia con plena certeza, algo de lo que somos incapaces (R 6:195).

No estamos autorizados a pedirle algo a Dios, excepto aquello que en última instancia depende de nosotros y de la fortaleza de nuestra voluntad. Pensar que Dios podría favorecernos, o a una nación por sobre otras, es ciertamente una ilusión y existen muchos ejemplos de ello.

Un ejemplo de oración genuina (sin duda una de muchas):

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Que todos los seres en todos los mundos sean felices y libres, y que todos mis pensamientos, palabras y actos contribuyan de alguna forma a esa felicidad y libertad de todos.

Kant defiende la genuinidad del Padre nuestro, en tanto que incluye un pedido de pan (un elemento material, presuntamente ilegítimo), además de la resolución de una buena conducta de vida, en la medida que lo interpreta como el reconocimiento de una necesidad animal que nos es propia, y no como un requerimiento que esperamos que Dios nos conceda (mediante una intervención sobrenatural, que nos favorecería arbitrariamente a nosotros y no a otros).

Y terminamos con esta canción.

Felices fiestas.

Ver también:

Un ejemplo de fe que se basa principalmente en la razón (o qué significa ser cristiano de acuerdo a Gustavo Gutiérrez).

Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).

Kant y la —meramente pensable— inmortalidad del alma.


[1] Un ejemplo en forma de foto:

García+Andina

[2] Para la diferencia entre una religión y distintos modos de creencia, consultar esta entrada.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

Un comentario sobre el tipo de religiosidad de Kant en el contexto de su discusión de los postulados en la Crítica de la razón pura

El interés de la razón, tanto especulativo como práctico, está contenido en las tres famosas preguntas que articulan el sistema kantiano:

1. ¿Qué puedo saber?

2. ¿Qué debo hacer?

3. ¿Qué puedo esperar?

Kant espera haber respondido satisfactoriamente la primera pregunta en la presente obra, pero eso ha excluido precisamente la posibilidad de conocer (Wissen) aquellos objetos que suponen el fin supremo de la razón pura[1]. La segunda pregunta pertenece a la razón pura, más no es trascendental, sino moral, si bien puede mantenerse cerca de sus estándares. La tercera pregunta presupone la segunda, y se reformula de la siguiente forma: si hago lo que debo,  ¿qué puedo entonces esperar? En este sentido, esta última pregunta es tanto teórica como práctica. La esperanza refiere a la felicidad, que no depende únicamente de nuestra voluntad, lo que sí es el caso en lo que concierne a nuestra conformidad con la moralidad.

La felicidad, propiamente, refiere a «la satisfacción de todas nuestras inclinaciones» (A806/B834), implica el uso de nuestra racionalidad, y supone un imperativo hipotético de nuestra razón, si bien el fin es dado por nuestra naturaleza sensible (no por la mera razón). El imperativo de la moralidad, por otro lado, abstrae de todo lo empírico y «considera solamente la libertad de un ente racional en general, y las condiciones necesarias sólo bajo las cuales ella concuerda con la distribución de la felicidad según principios» (A806/B834). ¿Qué constituye la felicidad de una persona? La respuesta a dicha pregunta es empírica, y supone un conocimiento de las condiciones históricas y sociales particulares del sujeto, así como de sus contingentes inclinaciones subjetivas. Sin embargo, ¿cómo debe uno comportarse moralmente respecto de otra persona? A priori, sabemos que debemos tratar su humanidad como fin en sí mismo, es decir, respetar las condiciones de posibilidad que le permitan llevar a cabo la búsqueda de su propia felicidad. Es en este sentido que Kant cree que la moralidad «puede basarse en meras ideas de la razón pura» (A806/B834); ya en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant sostiene toda la moralidad en una sola idea, a saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

Kant todavía se limita a suponer que dichas leyes morales existen efectivamente, lo que considera está de acuerdo no sólo con «las demostraciones de los más esclarecidos moralistas» sino también con el entendimiento moral común de «todo ser humano» (A807/B835).

Estas leyes morales que dependen únicamente del uso puro de la razón práctica son «principios de la posibilidad de la experiencia«, dado que ordenan que se realicen ciertas acciones, que, por ese mismo hecho, pueden efectivamente acontecer. Es así posible una causalidad de la razón en la naturaleza, si bien únicamente en las acciones libres de los seres racionales. «En consecuencia,» señala Kant, «los principios de la razón pura en su uso práctico… tienen realidad objetiva» (A808/B836).

Nos adentramos ahora al problema de los postulados de la razón pura práctica en relación al bien supremo. El afán sistemático de la razón no permanece ajeno en su uso práctico, pues la moralidad es pensada siempre como una relación de seres racionales unos con otros, lo que lleva a Kant a pensar en la idea práctica de un mundo moral, que es un anticipo de lo que en la Fundamentación será llamado reino de los fines. Este mundo está presente únicamente en el pensamiento, pero refiere siempre al mundo sensible, del accionar de los seres humanos, si bien obviando los obstáculos empíricamente observables que se le oponen a la moralidad (la corrupción de la naturaleza humana, que más adelante será llamada mal radical), y en tanto que la idea de este mundo inteligible puede generar determinadas acciones, tiene asimismo realidad objetiva. Con esta idea Kant espera haber respondido, muy a grandes rasgos, la segunda pregunta.

A continuación, de lo que se trata es de conectar la necesidad que conllevan los principios morales según el uso práctico de la razón, con la suposición teórica de que es lícito esperar una felicidad correspondiente a nuestro comportamiento moral. Puesto de otro modo, se trata de establecer que «el sistema de la moralidad está enlazado indisolublemente con el de la felicidad, pero sólo en la idea de la razón pura» (A809/B837). Si pensamos la moralidad sistemáticamente, argumenta Kant, ella inevitablemente «se recompensa a sí misma» (A809/B837).

Esto es problemático. Si bien queda perfectamente claro que la idea de un mundo moral es una consecuencia de la razón pura, el concepto mismo de felicidad, si bien tiene un elemento racional que lo unifica, depende en última instancia de la existencia de inclinaciones, y no resulta evidente en lo absoluto por qué habría de insertarse en una idea de la razón pura. El argumento de Kant al respecto, en todo caso, es plausible, y apunta a que en un mundo perfectamente moral la libertad sería ella misma la causa de la felicidad; es decir, si seres racionales se pusieran a perseguir su felicidad sin obstaculizarse los unos a los otros, e inclusive a sí mismos (sin obstáculos socioeconómicos, políticos ni psicológicos), entonces es de esperarse que la conseguirían. Pero al actuar, uno sabe que los otros no necesariamente van a hacerlo respetando la libertad de los demás, entonces parecería que uno no podría esperar que este enlace entre moralidad y felicidad se dé alguna vez, si no es por medio de una voluntad suprema (obersten Willen) que englobe todo albedrío particular (Privatwillkür). Dado que no sería razonable que la razón nos mande querer algo que no sea posible (la consecución del mundo moral), entonces uno podría llegar a concluir que no está obligado moralmente, lo que sería fatal para la moralidad, por supuesto. Ese mundo debe ser posible, y como dicha exigencia no parece congruente con el mundo observable fenoménico, tendría que darse en uno futuro, y gracias a la voluntad de un ser supremo, omnipotente, omnisciente, eterno, etc.

En la Crítica de la razón práctica Kant lo expresa más claramente, ya desde el punto de vista del ideal de un ser supremo:

Porque precisar de la felicidad, ser digno de ella y, sin embargo, no participar en la misma es algo que no puede compadecerse con el perfecto querer de un ente racional que fuera omnipotente, cuando imaginamos a un ser semejante a título de prueba. (KpV 5:110)

Y sin embargo, el enlace se introduce desde la perspectiva de dicho ser omnipotente, de un querer perfecto, de una inteligencia que integra la virtud máxima con el grado de felicidad correspondiente. A esta idea Kant la llama «el ideal del bien supremo» (A810/B838). Pero como no podemos comprender cómo Dios, esta voluntad o razón suprema, podría realizar este enlace (entre virtud y felicidad) en el mundo que nos representan nuestros sentidos, es que nos vemos obligados a recurrir también a un mundo futuro, de tal modo que tanto Dios como la inmortalidad del alma son presentados como «dos presuposiciones que, según principios de la misma razón pura, son inseparables del mandato que la razón pura nos impone» (A811/B839).

Pero como ya señalamos, lo único que emana del principio de la razón pura es la obligación moral, mientras que su conexión con la felicidad sólo se vuelve necesaria (o inseparable) si introducimos un querer perfecto y omnipotente, que luego se presenta como la solución al desfase entre virtud y felicidad. Parece existir, por lo tanto, cierta circularidad en el argumento kantiano por el supremo bien, dado que desde el punto de vista de la razón pura humana, no omnipotente, no parece ser necesario postular que a la virtud tenga que corresponderle su equivalente en felicidad, felicidad que supone, sí, un interés racional, mas no puro, sino también sensible.

Como dato biográfico, Kant no creía personalmente ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3), que consideraba únicamente como necesidades subjetivas que un individuo puede o no tener, y que sólo son legítimas en tanto sirven para hacer inteligible las consecuencias máximas de una ley moral, que nos demanda la perfección aquí y ahora, y que no puede garantizarnos felicidad alguna. Esto da luz sobre la artificialidad de la argumentación por el sumo bien, al menos en tanto se pretende extraer de la razón pura, cuando parece más bien incorporar un fuerte elemento subjetivo y psicológico, que depende de «una particular debilidad de la naturaleza humana» (R 6:109). En obras posteriores, el motivo que supone la felicidad (ya sea en este mundo o en el siguiente) es desechado e incluso repudiado en lo que concierne a la moralidad, y el único motivo propiamente moral pasa a ser exclusivamente el respeto por la ley pura práctica.

Kant parece estar partiendo del hecho de que hay una divinidad omnipotente, omnisciente, etc., y eso lo lleva a formular el sumo bien, la reconciliación de la virtud con la felicidad, de una justicia divina, si bien en otra vida. Sin embargo, la filosofía crítica no puede sostenerse más que en la razón pura, desde la cual sólo se puede postular la ley moral, que no puede sino ignorar la felicidad y el interés sensible que le tenemos. En una nota de la segunda Crítica, Kant se sincera, al señalar que la inmortalidad del alma:

[…] es el giro utilizado por la razón para designar un bienestar íntegro e independiente de todas las azarosas causas del mundo y, al igual que la santidad, es una idea que sólo puede verse comprendida en la totalidad de un progreso infinito, con lo cual nunca será plenamente alcanzada por dicha criatura. (KpV 5:123n)

La esperanza radica en que, si bien sabemos que nuestros cuerpos se destruirán y no quedará nada de nuestra personalidad en el mundo de los fenómenos, podamos creer posible que algo nuestro permanecerá (nuestra razón pura, meramente pensable) y participará a su vez de algo análogo al bienestar que en el mundo sensible llamamos felicidad. Esto concuerda, ciertamente, con ciertos dogmas del cristianismo (Dios y la inmortalidad), pero también con la creencia de muchas otras religiones de algo en el ser humano que no es otra cosa que una manifestación parcial, imperfecta de la divinidad, que después de la muerte vuelve a esta uniformidad originaria, como lo presente en el pensamiento antiguo de las Upanishads, donde la conciencia de que el yo personal (Atman) es igual a un yo eterno, omnisciente (Brahman).

En lo que sigue, Kant apuesta por la inseparabilidad de la figura de «un sabio Creador y Regidor» con la moralidad, a tal punto de afirmar que sin suponer el primero, nos veríamos obligados «a considerar las leyes morales como fantasías vacías» (A811/B839), o:

[…] sin un Dios y sin un mundo que ahora no es visible para nosotros, pero que esperamos, las magníficas ideas de la moralidad son, por cierto, objetos de elogio y de admiración, pero no motores del propósito y de la ejecución, porque no colman todo el fin que es natural a todo ser racional, que es necesario y que está determinado a priori por la razón pura misma. (A813/B841)

Esta conexión que, como ya señalamos, es absolutamente descartada en obras posteriores por una posición mucho más escéptica, que sólo nos obliga a realizar el deber aquí y ahora,sin consideraciones teóricas acerca de cómo podríamos reconciliar nuestro actuar moral con la felicidad, en este mundo o en el siguiente. No necesitamos otra motivación que el respeto a la ley moral, respeto que en el ser humano es una motivación siempre suficiente, lo que equivale a decir que en el ser humano la razón pura es en sí misma práctica. Esta idea, que Kant señala repetidas veces en todas sus obra posteriores, contradice directamente lo señalado en la cita, a saber, que las leyes morales no son móviles suficientes para determinar las acciones humanas[2].

No obstante, en páginas siguientes, Kant se preocupa en aclarar que la teología moral que nos ofrece «un Ente originario único, perfectísimo y racional«, no justifica la validez de las leyes morales, sino que es una consecuencia de ellas. Esta teología moral, si bien basada en la libertad, nos conduce a una teología trascendental en tanto que requiere una conformidad de los fines que es propia de la naturaleza y que por tanto apunta a «fundamentos que deben estar inseparablemente conectados a priori con la posibilidad interna de las cosas», o a una «perfección ontológica» que tiene «su origen en la necesidad absoluta de un único ente originario» (A816/B844).

La «presuposición absolutamente necesaria» del ideal del supremo bien fue introducida para darles eficacia a las leyes morales, que no por ello pueden ser consideradas contingentes. Las leyes morales son obligatorios no porque sean mandamientos de Dios, sino que son consideradas mandamientos divinos porque «estamos internamente obligados a ellas» (A819/B847).

En la última sección del canon, Kant espera distinguir con precisión la fe del saber, como una suerte de explicación de cómo espera haber logrado cumplir su promesa de suprimir el saber para dejarle lugar a la fe (Bxxx).

El asenso, explica Kant, es un «acontecimiento de nuestro entendimiento» que puede ser tanto objetivo, en cuyo caso se llama convicción, o subjetivo meramente, y entonces se denomina persuasión (A820/B848). A Kant sólo le preocupa el primero, que siempre debe poder ser comunicado a otros. Esta comunicación es la piedra de toque para distinguir lo que es mera persuasión y se condice con las exigencias establecidas en la disciplina de la razón pura, donde se establece que la razón en todas sus empresas debe someterse a la crítica y que la existencia misma de la razón depende de la libertad del juicio de ciudadanos (A738/B766).

La opinión es un asenso con la conciencia de que es tanto subjetiva como objetivamente insuficiente. Si el asenso es subjetivamente suficiente, se llama creer (Glauben), y produce convicción; si es tanto subjetiva como objetivamente suficiente, se trata de saber, y genera certeza.

El argumento de Kant en relación a lo visto en la sección previa parece apuntar a que los postulados de Dios y de la inmortalidad del alma son subjetivamente suficientes y son por tanto objetos de creencia (artículos de fe), y uno puede tener, por tanto, convicción en ellos. Esta convicción radica en la experiencia de la moralidad, que es algo que sabemos y de lo que tenemos certeza. Kant descansa, de este modo, la fe en Dios y en la inmortalidad únicamente en la moralidad:

[…] la convicción no es certeza lógica, sino certeza moral; y como descansa en fundamentos subjetivos (de la disposición moral del ánimo), resulta que ni siquiera debo decir: es moralmente cierto que hay un Dios, etc., sino: yo estoy moralmente cierto, etc. Eso significa: la fe en un Dios y en otro mundo está tan entrelazada con mi disposición moral de ánimo, que así como no corro peligro de perder la última, así tampoco me preocupo porque pueda serme arrancada jamás la primera. (A829/B857)[3]

Esta creencia es una fe racional (o moral) basada exclusivamente en una disposición moral del ánimo y es opuesta a una fe doctrinal, inestable y contingente en tanto que posee un discurso teórico que se enfrenta con problemas especulativos.

La creencia en dos artículos de fe, entendida como una fe racional y moral, está al alcance incluso del «más común entendimiento» de tal modo que el logro de la razón pura en tanto va más allá de la experiencia, el conocimiento (Erkenntnis) más elevado queda al alcance de todos los seres humanos por igual, y no necesita ser revelado por filósofos.

Kant era una persona de una religiosidad profunda; en la Crítica de la razón pura, precisamente en esta sección sobre los postulados, la creencia está dirigida a los dos artículos de fe, mientras que la moralidad es algo sobre lo que tenemos certeza. En obras posteriores, Kant problematiza la existencia de la ley moral, que no puede ser una mera idea regulativa, sino que tiene que ser sustantiva, tiene que existir «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). La creencia, propiamente, desplazará su atención de los dos artículos de fe, o postulados, a la moralidad misma. La religiosidad de Kant radica no en una creencia en dogmas (por más que sean postulados de la razón pura práctica), sino en que la ley moral, y por ende, la virtud misma, sea algo real, si bien indemostrable desde un punto de vista teórico.

Ver también:

La religión dentro de los límites de la mera razón – I.

La religión dentro de los límites de la mera razón – II.

Un ejemplo de fe que se basa principalmente en la razón (o qué significa ser cristiano de acuerdo a Gustavo Gutiérrez).

Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal).


[1] Ver: “No comparto la opinión que algunos hombres excelentes y reflexivos […] han expresado tan frecuentemente, cuando sintieron la debilidad de las pruebas habidas hasta ahora: que se puede esperar que alguna vez se hallen demostraciones evidentes de las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura: hay un Dios, hay una vida futura. Antes bien, estoy cierto de que esto nunca ocurrirá. Pues ¿de dónde sacará la razón el fundamento de tales afirmaciones sintéticas, que no se refieren a objetos de la experiencia ni a la posibilidad interna de ellos? Pero también es apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario […]”. (A741-742/B769-770)

[2] «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda la moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre». (KpV 5:72)

[3] Existe consenso en que existe un error en el texto original, y que Kant quiso decir lo inverso. Lo citado presenta los elementos en negritas ya corregidos.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

Kant y la —meramente pensable— inmortalidad del alma

De acuerdo a la filosofía moral de Immanuel Kant, la voluntad del ser humano está sujeta a una ley racional, que demanda de cada individuo el grado máximo de perfección moral, que en un lenguaje más cercano a la tradición se denomina santidad. Únicamente estamos obligados a realizar siempre lo correcto, lo que denote respeto a la dignidad de toda persona. La virtud, propiamente, es lo que nos hace dignos de la felicidad (KpV 5:110).

Y sin embargo, es evidente que hacer siempre lo que la moralidad requiere de nosotros jamás nos puede garantizar la felicidad, es decir, obtener aquellos fines que uno cree constituyen la felicidad propia. La moralidad, para salvar este hiato entre la dignidad de ser felices y la felicidad misma, objeto de gran importancia para seres racionales y a la vez finitos como nosotros, se ve llevada a pensar el concepto de sumo bien, que refiere al «objeto necesario de una voluntad determinable merced a la ley moral» (KpV 5:122), objeto en el que la virtud y la felicidad máxima son inseparables (KpV 5:113).

¿Cómo debemos pensar este objeto? Dejando de lado el problema de conseguir una felicidad máxima (para lo que será necesario postular la existencia de un Dios todopoderoso y justo, tema tal vez de una entrada futura), nos centramos en la virtud perfecta que, en tanto es una idea, es irrealizable, y sólo estamos obligados a aproximarnos a ella. Es por ello que una «plena adecuación de la voluntad con la ley moral», la ya mencionada santidad, es «una perfección de la cual no es capaz ningún ente racional inmerso en algún punto temporal del mundo sensible» (KpV 5:122). Lo que la ley moral exige de seres finitos como nosotros no es sino «un progreso que va al infinito hacia esa plena adecuación», y es por este motivo que la razón pura práctica se ve obligada a presuponer, correspondientemente, «una existencia infinitamente duradera para la personalidad del ente racional (lo cual se denomina «inmortalidad del alma»)» (KpV 5:122).

La inmortalidad del alma es, entonces, «un postulado de la razón pura práctica», que Kant entiende como «una proposición teórica, pero que no es demostrable como tal, sino en cuanto depende inseparablemente de una ley práctica que vale incondicionalmente a priori» (KpV 5:122). La inmortalidad sólo puede pensarse en relación a aquella perfección a la que estamos obligados en nuestras acciones, no obstante jamás podemos alcanzar en esta vida.

Kant cree que a una persona que ha experimentado cierto amejoramiento moral en lo que respecta a su propia personalidad, sólo por ese hecho, le es lícito «esperar una ulterior e ininterrumpida continuación de tal prosecución mientras dure su existencia y hasta más allá de esta vida… ciertamente jamás aquí o en algún previsible punto del tiempo futuro de su existir, sino sólo en la infinitud de su persistencia (abarcable sólo por Dios)» (KpV 5:123-124).

La esperanza de un futuro bienaventurado, en el que nuestras genuinas motivaciones morales persistirán en una existencia más allá de esta vida, jamás puede convertirse en certeza, y no corresponde a seres como nosotros convicción alguna en este respecto. Esta perspectiva de un estado futuro, nos dice Kant:

[…] es el giro utilizado por la razón para designar un bienestar íntegro e independiente de todas las azarosas causas del mundo y, al igual que la santidad, es una idea que sólo puede verse comprendida en la totalidad de un progreso infinito, con lo cual nunca será plenamente alcanzada por dicha criatura. (KpV 5:123n)

Se suele decir que la filosofía de Kant recae finalmente en los mismos dogmas del cristianismo, a saber, en la creencia en Dios y en la inmortalidad. Para Kant ambos son artículos de fe, postulados de la razón pura práctica. No obstante, la filosofía kantiana no sólo no afirma su existencia, como hemos mostrado, sino que, al menos en relación a la inmortalidad, dice explícitamente que es inalcanzable para criaturas como nosotros, y sólo nos queda una esperanza útil para nuestra resolución moral, aquí en la tierra.

Esto se condice con lo que sabemos biográficamente de Kant, que no creía personalmente ni en Dios ni en la inmortalidad del alma, que consideraba únicamente como necesidades subjetivas que un individuo puede o no tener, y que sólo son legítimas en tanto sirven a hacer inteligible las consecuencias máximas de una ley moral, que nos demanda la perfección aquí y ahora, y que no puede garantizarnos felicidad alguna.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

El ateo como un metafísico dogmático

En el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura[1], la preocupación central del idealismo trascendental, y del proyecto mismo de la crítica de Immanuel Kant, se revela como fundamentalmente moral. De lo que se trata es de «suprimir (aufheben) el saber (Wissen), para obtener lugar para la fe» (Bxxx); se trata de negar que podamos tener conocimiento teórico acerca de Dios y de la inmortalidad del alma, lo que implica no poder afirmar tanto su existencia como su no existencia.

En una entrada anterior, refiriéndome a esta misma pretensión ilustrada, critiqué un tipo de posición agnóstica como vacía, en la medida que equipara la creencia en una divinidad racional con la de un ser absurdo, y en ese sentido pretende anular ambas. El error de este tipo de agnosticismo está en considerar la creencia en una divinidad sin considerar en lo más mínimo su interés práctico. No sirve de nada creer en un monstruo volador hecho de fideos, pero se podría argumentar que la creencia en la santidad de las enseñanzas de Cristo (y de su persona misma) tiene la utilidad práctica de fortalecer a los seres humanos en sus intenciones morales, llevándolos de este modo por el recto camino de la moralidad. Lo mismo se puede decir, por supuesto, de otras religiones y formas de creencia.

Este malentendido llamado agnosticismo, que no añade absolutamente nada a la pretensión ilustrada de limitar el conocimiento (o suprimir el saber) concerniente a los entes divinos, conduce muy frecuentemente al ateísmo. Si la creencia en Dios equivale a la creencia en un ave reptil gigante que controla el devenir del mundo, resulta completamente razonable juzgar que ambas son absurdas, y en consecuencia, a su negación, a saber, la posición atea.

El dogmatismo de esta posición es reconocido por Kant precisamente en el mismo prólogo, inmediatamente después de hacer explícita su pretensión de limitar el saber: «el dogmatismo de la metafísica […] es la verdadera fuente de todo el descreimiento contrario a la moralidad, que es siempre muy dogmático» (Bxxx). Un ateo, al afirmar que Dios no existe, está implícitamente aceptando que se puede tener un conocimiento acerca de la existencia (o no existencia) de los entes divinos, y se encuentra a sí mismo en la posición de negarlos.

Por supuesto que el ateísmo no implica necesariamente una posición amoral, menos aún inmoral. Pero en la medida que pretende un conocimiento teórico (por lo general, naturalista) acerca de las fuentes últimas del mundo y de la moralidad misma, no hace sino socavar cualquier pretensión absoluta y categórica sobre sus mandatos (su santidad), y no puede sino caer en un relativismo.

Kant no creía que la creencia en Dios y en la inmortalidad del alma fueran necesarias para la moralidad. Todo lo contrario. Además, él mismo no profesaba tales creencias[2]. Y sin embargo, la moralidad requiere que dejemos la puerta abierta a esa esfera de la religiosidad, dado que la moralidad misma depende de cierto misterio. Y eso es todo por hoy.

Complementar esta entrada con:

Sobre el último confín de toda filosofía práctica.

¿Qué es el corazón? (o sobre el misterio en la ética de Kant).

¿Qué es la verdad? (o sobre la existencia de una ley moral).


[1] Este bloguero vuelve de huidas vacaciones con esta entrada sobre tan magna obra.

[2] No confundimos, al igual que Kant, la no creencia en Dios con la creencia en la no existencia de Dios.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009.