etica universalista

Una metafísica de las costumbres[1]

En el prefacio de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Immanuel Kant refiere a su proyecto de una metafísica de las costumbres como “una filosofía moral pura […] completamente limpia de todo cuanto sea empírico y pertenece a la antropología” (G 4:389). Es sabido, sin embargo, que cuando Kant presenta su sistema completo de las costumbres (doctrina de la virtud y del derecho) doce años después, lejos de ser una ciencia exclusivamente a priori, «restringida a determinados objetos del entendimiento» (G 4:388), precisa más bien que “tendremos que tomar frecuentemente como objeto la naturaleza peculiar del hombre, cognoscible sólo por la experiencia, para mostrar en ella las consecuencias de los principios morales universales” (MS 6:217).

Entonces, si bien podemos concederle a Kant que “toda la filosofía moral descansa enteramente sobre su parte pura, y, aplicada al hombre, no toma prestado ni lo más mínimo del conocimiento del mismo” (G 4:389), esto no corresponderá a toda la metafísica de las costumbres, sino únicamente a su fundamento, a saber, «la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora» (G 4:431).

De este modo, sería únicamente esta idea, el «tercer principio práctico de la voluntad» (G 4:431), una formulación enteramente racional del principio supremo de la moralidad, lo que no podría decirse ni de la primera (G 4:421) ni de la segunda formulación (G 4:429) del imperativo categórico, ya que en ambos casos se supone la estructura de una voluntad humana, con la existencia de inclinaciones que hacen del cumplimiento de la ley algo «subjetivamente contingente» (G 4:412).  Es así que desde la misma Fundamentación, Kant ya estaría tomando, si bien a modo muy general, la naturaleza peculiar del ser humano.

Pero aceptemos la concepción de una metafísica de las costumbres, no como Kant la describe en la Fundamentación, es decir, no como algo enteramente racional y que no sería viable más que para la formulación de la idea, sino como tomando en efecto como objeto la naturaleza humana tal como la conocemos por experiencia. Allen W. Wood nos dibuja el escenario del siguiente modo:

La filosofía moral se sostiene en un único principio supremo, que es a priori, pero todos nuestros deberes morales resultan de la aplicación de este principio a lo que sabemos empíricamente acerca de la naturaleza humana y de las circunstancias de la vida humana. (2008: 61)[2]

Surgen, igual, algunas consideraciones.

Imagen: Woman Caught in Adultery, John Martin Borg, 2002.

Imagen: Woman Caught in Adultery, John Martin Borg, 2002.

Tenemos el respeto a la humanidad (racionalidad, libertad) en cualquier persona (G 4:429) a nivel de principio, pero necesitará traducirse o formularse en normas o deberes específicos, tales como evitar la mentira (MS 6:429-431) y la avaricia (MS 6:432-434), o el deber de beneficencia (MS 6:452-454). Una metafísica de las costumbres estará compuesta de tales deberes (al menos a nivel de la virtud). No son, como ya hemos anunciado, enteramente racionales (si bien podemos pensar que su legitimidad sí lo sea). Por ejemplo, en el caso del deber de evitar la mentira, se supone que los seres humanos tenemos pensamientos que no necesariamente expresamos[3]. Bien podría ser, especula Kant en la últimas páginas de la Antropología en sentido pragmático, «que en algún otro planeta existieran seres racionales que no pudiesen tener pensamientos que al mismo tiempo no expresaran» (1991: 279); para estos seres, incondicionalmente obligados, al igual que nosotros, al respeto a la humanidad en todas las personas, no obstante, no existiría el deber de no mentir, ya que no les sería posible.

La metafísica de las costumbres, a no ser que nos adentrásemos en el interesante campo de la ciencia ficción, sería, entonces, una metafísica de las costumbres humana.

Quizás más problemático sería el caso del deber de beneficencia. Ya no se trataría, como en el caso del deber de evitar la mentira, de una consideración sobre «la complexión originaria de una criatura humana» (1991: 280), sino que implicaría tomar en cuenta las circunstancias de la vida humana. Ciertamente, el ser humano es por naturaleza un animal político, o como lo expresa Kant, somos «seres racionales necesitados, unidos por la naturaleza en una morada» (MS 6:453), por lo que, al menos en sentido amplio, «ayudar a otros hombres necesitados a ser felices, según las propias capacidades y sin esperar nada a cambio, es un deber de todo hombre» (MS 6:453). Pero hasta qué punto las circunstancias de la vida humana que permiten una marcada diferencia entre ricos y pobres (esto es, la injusticia) sean una condición necesaria de la vida humana es mucho más discutible, al punto que Kant mismo se plantea si es que en esos casos la ayuda prestada merece si quiera dicho nombre (MS 6:454).

El problema que quiero dejar acá como meramente anunciado es el de la actualidad y pertinencia misma del proyecto de una metafísica de las costumbres, a saber, el de una reflexión ética firmemente anclada en un solo principio cuya validez pretende universalidad inclusive más allá de la especie Homo sapiens, pero a la vez lo suficientemente flexible para tomar en cuenta las particularidades necesarias de la especie humana sin confundirlas con circunstancias en última instancia históricamente contingentes.

Ahí vamos.


[1] Esta entrada será la primera en una serie (promesas, promesas…) sobre el proyecto kantiano de una metafísica de las costumbres, aprovechando el privilegio de dictar este ciclo 2014-2 el Seminario de Filosofía Moderna en el pregrado de Filosofía en la PUCP, junto con Ciro Alegría Varona, precisamente, sobre la teoría ética de Kant.

Adjunto el sílabo del curso.

[2] La traducción al español es mía.

[3] Este deber no incluiría el mucho más delicado problema de la mentira interior (autoengaño).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (Edición bilingüe). Traducción de José Mardomingo. Barcelona: Ariel, 1996.

Antropología en sentido pragmático. Traducción de José Gaos. Madrid: Alianza Editorial, 1991.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

WOOD, Allen W.

Kantian Ethics. Nueva York: Cambridge University Press, 2008.

Un módulo… ¿moral?

Recién leo el artículo publicado en Revista Velaverde por el filósofo Pablo Quintanilla, titulado «¿Existe un módulo moral? – Las raíces biológicas de la moralidad«. El meollo se encuentra en este párrafo central:

Una tesis que se ha incorporado recien­temente al debate es la de la existencia de un módulo moral. Algunos autores consideran que, desde un punto de vista funcional y no físico, el cerebro está conformado por –o por lo menos incluye− módulos. Un módulo es un cuerpo de conocimientos complejos sobre la realización de acciones y comportamientos, dirigido a resolver pro­blemas específicos, que se encuentra sistematizado en el cerebro y se trans­mite de manera hereditaria a través de los genes. Los módulos son innatos, y dan lugar a patologías y daños especí­ficos. Los castores, por ejemplo, tienen un módulo cerebral que les permite construir presas de manera instintiva, aunque lo activan solo observando tra­bajar a otros castores. La existencia de módulos fue la solución de la evolución para lograr que los individuos de las especies tuvieran mecanismos rá­pidos y automáticos para resolver problemas que requieren de cono­cimientos avanzados sin tener que aprenderlo todo desde el inicio. De no ser por su herencia genética, la complejidad de los conocimientos de ingeniería que requiere un castor para construir presas haría inviable esta capacidad.

En esta entrada no pretendo tocar el problema en torno a la posibilidad de dicho módulo, es decir, a su existencia. Ese es un problema empírico, que tiene que ser tratado en las respectivas disciplinas científicas. Más bien, en esta entrada me propongo mostrar que la existencia de dicho módulo (de confirmarse) sería de un interés mínimo para la filosofía moral, en el mejor de los casos, anecdótico. Para ello, buscaré acomodar la hipotética existencia del módulo respecto de las dos teorías éticas más significativas de la historia de la filosofía, con cierta vigencia todavía hoy: la de Aristóteles y la de Immanuel Kant.

Si entendemos la moral como cierta actividad racional en el ser humano, sin duda compleja, no es en lo absoluto inviable, menos aún inimaginable, pensar que dicha actividad pueda estar arraigada, aunque sea a grandes rasgos, en un módulo cerebral tal como ha sido descrito[1]. Sin embargo, encontramos que los esfuerzos psicológicos-éticos-primatológicos-neurocientíficos en la definición de dicho módulo van por esta línea:

[…] ¿cuáles serían los componentes del módulo moral humano? Probablemente se­rían pocos y simples. Aunque no hay acuerdo entre los especialistas, las evidencias en primatología y psicolo­gía infantil sugieren que podrían ser apenas tres: cooperación, compasión y equidad.

Acá es que la propuesta del módulo «moral» se torna de una importancia virtualmente nula para la ética.

Evolution-Morality

Y es que las principales teorías éticas a lo largo de la historia de la filosofía por lo general han presupuesto la racionalidad en el ser humano como una característica social, que implica lenguaje, la capacidad de cooperar (actuar de acuerdo a fines), un sentido mínimo de justicia, etc., Hobbes siendo la más evidente excepción; la compasión, por otro lado, si bien queda fuera de lo que comúnmente se entiende por razón, no obstante, se reconoce como una característica animal de suma importancia para la convivencia del ser humano, en tanto una especie de animales gregarios.

La existencia de dicho módulo moral no haría otra cosa que reafirmar como algo presente en el ser humano aquellas características que los filósofos han reconocido como evidentes hace más de 2000 años, sin agregar nada sustantivo para una visión filosófica de la ética. Elaboremos.

Aristóteles nos habla de la ética como virtud: «las virtudes no se produ[cen] ni por naturaleza ni contra naturaleza, sino que estamos, por naturaleza, capacitados para recibirlas, y las perfeccionamos mediante la costumbre» (EN 1103a25-26). Evidentemente, hay en cada ser humano la capacidad de ser justo o injusto, egoísta o altruista, cruel o compasivo. Pero lo importante de la ética estaría en cómo adquirimos las virtudes y no los vicios, y no en nuestros genes o nuestro pasado evolutivo. Para Aristóteles, al igual que para Platón o Kant, la respuesta está en la educación, no como enseñanza teórica, sino como hábitos que adquirimos con la práctica.

Kant, dos milenios después, no contradice lo dicho por Aristóteles sino que enfatiza otro elemento: el de la libertad. Para Kant, el ser humano está predispuesto al bien, y con ello presupone, al igual que Aristóteles, que el ser humano es un animal que vive necesariamente en grupo. Pero, nuevamente, la ética va más allá de aquello que toma meramente como punto de partida, y debe buscar hacer inteligible el problema de cómo es que, estando predispuestos al bien, sin embargo, se halla el mal tan propagado. Esto nos lleva al terreno de la libertad humana, y de la racionalidad tomada tanto desde un punto de vista biológico, como cultural y, finalmente, normativo.

Nos hallamos, así, ante tres niveles de los cuales el módulo moral correspondería con certeza al primero, con consecuencias quizás también en el segundo, pero no nos diría nada de lo que la moralidad es propiamente, de las normas, de por qué debemos ser justos, compasivos y buscar fines comunes con sólo con otros seres humanos, sino con todos, pudiendo no hacerlo. No toca el elemento más importante del que está compuesto la moral: la libertad.

Propongo, para evitar equívocos, rebautizar dicho módulo como social o gregario.


[1] Sería motivo de otra entrada examinar hasta qué punto el concepto de módulo, en tanto va más allá de lo fisiológico, ya implica un elemento racional que no puede reducirse él mismo al cerebro, y responde a principios y leyes de un ámbito distinto del que se está explorando.

Bibliografía:

ARISTÓTELES

Ética Nicomáquea. Ética Eudemia. Traducción de Julio Palli Bonet. Madrid: Editorial Gredos, 1985.

KANT, Immanuel

Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza Editorial, 2004.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

El viaje de mil años (o el problema del dónde, cuándo y cómo del Estado perfecto)[1]

Al comienzo de su genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche nos brinda un recuento racista, prepotente, retórico, propiamente, acerca de cómo una moral original, noble, ha sido derrotada y eventualmente ocultada por una mayoría de seres débiles y abyectos, que se han otorgado a sí mismos la virtud de la inacción, y con ella, una venganza imaginaria. Por supuesto que debemos rechazar como grotesca, tomada al pie de la letra, esta explicación acerca del origen de una moral universalista, basada en la igualdad de los seres humanos en dignidad. Sin embargo, debemos tomar muy seriamente su diagnóstico del mundo en que vivimos, donde la debilidad y la inacción son hegemónicas. Un mundo en que el mercado y la codicia desmedida de sus seguidores, nosotros, impone las reglas; donde la pobreza, la destrucción del planeta, la sobrepoblación, las guerras, la tortura y, a grandes rasgos, la injusticia y la irracionalidad, son algo generalizado y natural. En este contexto, nos vemos incapaces de tomar el control colectivo acerca de nuestro destino. Vivimos en una época de nihilismo: no podemos hacer nada y, por lo tanto, no queda nada por hacer.

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De izquierda a derecha: Joan Caravedo, Pablo Borasino, Maverick Díaz, y quien escribe.

La imagen del viaje de mil años que le da el título a esta ponencia refiere a la última línea de la República de Platón, y que entenderé como la distancia que separa el momento actual de la consecución del orden político y social representado racionalmente por el filósofo. Para los fines de esta ponencia, suspenderemos la discusión acerca de las características de dicha utopía (llámesele democracia, republicanismo, socialismo, liberalismo, comunismo, etc.) y nos centraremos en lo que la filosofía pueda decir acerca de cómo cambiar el estado actual de cosas por uno sustancialmente mejor y duradero, cualquiera que fuere. Es decir, la respuesta al problema del nihilismo.

Para ello, partiré de las propuestas de Platón y de Immanuel Kant, para centrarme con mayor detalle en lo que propone Alain Badiou en su reciente hipertraducción de la República. Finalmente, terminaré con algunas apreciaciones acerca de la relevancia del tema para fenómenos recientes como el de los indignados y de forma más local el de #TomaLaCalle.

Platón

Vayamos al tema. Como es sabido, Platón afirma, a través de Sócrates en la República, que a menos que los filósofos gobiernen en los Estados, o que los gobernantes filosofen de forma genuina, no habrá fin para los males en los Estados ni tampoco para todo el género humano (473d-e). La solución a la corrupción, a la impunidad, a los abusos, a la violación de derechos y libertades, a la pobreza, a la explotación, a la ignorancia, llegará cuando los filósofos tomen el poder…

Por supuesto, tanto hoy como hace 2400 años, semejante punto de vista no podrá sino generar la burla, el ridículo y el desprecio de muchos, y sin embargo, el mismo Platón arriesgó su vida para poner la idea en práctica, dado que, en sus propias palabras, se hubiera sentido avergonzado ante sí mismo de parecer un mero charlatán, ajeno a la realidad.

Lo que está en juego es la necesidad y eventual puesta en práctica de «una reforma extraordinaria unida a felices circunstancias» (326a), sin la cual los Estados permanecerán en la corrupción y la injusticia. Se trata de refundar los Estados, de acuerdo a una constitución política verdaderamente justa. Este diagnóstico no proviene de una reflexión desligada de los hechos, sino de la experiencia de un joven Platón, que tras su gran entusiasmo para participar en la política, quedó profundamente decepcionado al enfrentarse, en carne y hueso, con la deriva de la democracia ateniense de su tiempo, que había llegado al punto de matar a su maestro.

La pregunta a la que nos enfrentamos es la misma que Glaucón le hace a Sócrates en la República (471e), y apunta a cómo sea posible esta reforma. Si queremos poner no solo un pie en la realidad, sino los dos, tendríamos que preguntar, en el contexto de la propuesta de Platón: ¿cómo podrán los filósofos llegar al poder?

Platón viajó un total de tres veces a Sicilia para intentar convencer, primero, a Dionisio El Viejo, y luego, dos veces, a Dionisio El Joven, de adoptar el camino de la filosofía. Parece que Platón nunca tuvo mucha confianza en el éxito de su empresa, pero la posibilidad de «convencer a un solo hombre» y de, en consecuencia, llevar a cabo sus ideas, valía cuanto menos el intento.

Reflexionando nuevamente sobre su experiencia, Platón afirma:

No sometáis Sicilia ni ninguna otra ciudad a dueños absolutos —al menos esa es mi opinión—, sino a las leyes, ya que ello no es bueno ni para los que someten ni para los sometidos, ni para ellos ni para sus hijos, ni para los descendientes de sus hijos. Es incluso una empresa absolutamente nefasta, y sólo a los espíritus mezquinos y serviles les gusta rapiñar en semejantes ganancias, gentes ignorantes por completo de lo bueno y de lo justo entre los hombres y los dioses, tanto en lo que se refiere al porvenir como al presente. (334c-d)

Encontramos en Platón la necesidad de una reforma profunda, comprometida con los ideales de verdad y justicia, mas no otra cosa que una aporía si intentamos una respuesta para la pregunta de cómo realizar dicha reforma y conseguir así una constitución política justa. Intentar colocar abruptamente a un filósofo en el gobierno, sin antes haber cambiado las costumbres de un buen número de los ciudadanos en dirección de la prudencia y la virtud, en lugar de la distracción, de los placeres y del consumo, es una receta para el fracaso. Más cómo sea posible cambiar las costumbres sin dirigir la legislación, supone hasta el momento un problema insoluble. Pasemos ahora a hablar de Kant.

Kant

Kant considera al Estado perfecto como una idea. Propiamente, se trata de «un estado cosmopolita universal»(2006: 20), que implicaría tanto «una constitución civil perfectamente justa» instaurada en cada Estado (2006: 10), como una relación de paz perpetua entre dichos Estados. Dicha idea, no obstante, es en última instancia inalcanzable para el ser humano, y sólo estamos obligados a aproximarnos a dicho estado. No se trata, pues, de alcanzar una sociedad perfecta (una utopía), pero sí de aproximarnos a dicho ideal, que mantiene su realidad práctica en tanto se constituye una motivación para las personas de mejorar sustancialmente el deplorable estado de cosas actual. Seguimos a Kant en este punto fundamental.

Volviendo a nuestro tema, cómo pueda la especie humana acercarse sustancialmente a la idea, es decir, alcanzar un orden legal que garantice que cada persona pueda desarrollar su potencial, lo que incluiría, cuanto menos, garantizar educación y salud de calidad para todos, lo que a su vez significaría haber redirigido la mayoría de los recursos que actualmente los Estados dedican a la guerra (o a su posibilidad) a estos otros rubros, Kant nos dice que «sólo será muy tardíamente, tras muchos intentos fallidos» (2006: 13), que habremos de alcanzar, aunque sea de forma aproximada, una constitución verdaderamente justa.

De esta forma, la filosofía obtiene su quiliasmo, esto es, el viaje de mil años hacia el Estado perfecto. Una meta que nos representamos racionalmente, por la cual nos resulta razonable luchar. Podemos esperar que efectivamente se dé, alguna vez, algún día. El problema del dónde, cuándo y cómo del Estado perfecto se responde de esta forma con la esperanza de un lejano futuro mejor.

Si bien Kant apoyó de forma entusiasta la Revolución francesa, tanto que la consideraba como el hecho que daría prueba de la tendencia moral del género humano hacia lo mejor (2006: 87), en su filosofía no hallamos otra respuesta que dilatados esfuerzos para reformar, poco a poco, los Estados. Decepciona Kant, quizás, al señalar que las reformas habrán de venir desde arriba, puesto que los gobernantes no podrán sino darse cuenta, por propia conveniencia, lo perjudicial de las guerras para sus propios intereses, entrando así en relaciones legales internacionales, y, poco a poco, irá emergiendo la ilustración, entendida a nivel jurídico como «la instrucción pública del [pueblo] respecto a sus derechos y deberes para con el Estado al que pertenece» (2006: 93).

Pero, ¿por qué el progreso tiene que venir desde arriba? Para educar se necesita recursos, un «sueldo digno» para los maestros (2006: 98), para empezar. Pero en la actualidad, y me refiero tanto a 1795 como a hoy, 2013, esos recursos, como ya apuntamos, están destinados a la maquinaria bélica. El argumento de Kant, aparentemente, plantea que los gobernantes, poco a poco, se irían volviendo más prudentes aprendiendo de los errores de Napoleones, Hitlers, Bushes, e irían desapareciendo, así, las guerras ofensivas. Pero Kant no es idiota, evidentemente, y no hay nada en la naturaleza humana, ni en las circunstancias actuales o previsiblemente futuras, que nos permita afirmar que esto efectivamente se vaya a dar. Se necesita que los gobernantes reformen poco a poco los Estados, y eduquen, pero para ello, necesitan a su vez ser educados, y caemos así en una paradoja.

La superación de la paradoja es la misma que la de Platón. Dice Kant: «es claro que la esperanza [del progreso de la especie humana] sólo puede tener como condición positiva una sabiduría superior (que cuando es invisible para nosotros, se llama Providencia)»; Platón, por su parte, señala que será «gracias a un especial favor divino» que los filósofos llegarán a gobernar y cesarán así todos los males para los Estados (326b).

Por supuesto que esto no nos satisface. Más aún, quiero rechazar como caduca la respuesta que da Kant para la consecución de un orden político sustancialmente mejor. Si bien podríamos pensar que en mil años, o diez mil, nuestra torpe especie animal podría finalmente aprender lo nocivo de las guerras, al punto de superarlas, Kant no sólo subestima la fuerza de los actores sociales que «desde abajo» luchan por la conquista de sus derechos, sino que tampoco tomó en cuenta, y no podía tomar en cuenta, que no tenemos mil años, tal vez ni siquiera 100, que el problema de la producción y su daño irreversible al medio ambiente, así como la existencia de armas capaces de destruir nuestro planeta entero repetidas veces, anula la esperanza del quiliasmo. No tenemos tiempo ni intentos ilimitados.

Badiou

En su hipertraducción de la que es quizá la obra más importante de la historia de la filosofía, Alain Badiou retoma la tesis del filósofo gobernante de Platón, sólo que con una no poco importante modificación. Tras una exposición de las características de la quinta forma de gobierno, el comunismo, Glaucón le reclama a Sócrates, nuevamente, 2400 años después, aterrizar el problema. Asumiendo que dicho sistema de gobierno es posible, la discusión debe ahora enfocarse en resolver el problema de dónde, cuándo y cómo se realiza dicho sistema. Para Badiou, al igual que para Platón, no habrá fin para los males que afligen a toda la humanidad hasta que los verdaderos filósofos gobiernen las ciudades y los Estados. Pero a diferencia de Platón, Badiou propone que todos debemos volvernos filósofos (2012: 166).

En efecto, dado que el gobierno perfecto ha sido identificado con el comunismo, y dado que esa quinta forma de gobierno implica que su organización debe quedar sujeta al mando de cada uno de quienes dicho Estado es el todo, es decir, de todos, por tanto, todos deben ser filósofos dado que todos deben gobernar este Estado comunista. Se trata  de que «la filosofía y la habilidad política se junten en el mismo Sujeto», que el proceso político no permanezca indiferente al rol crítico de la filosofía, que la Idea se haga práctica política (2012: 166).

 Al ser increpado acerca de la necesidad de que todos sean filósofos, el Sócrates de Badiou es categórico al respecto:

Todos sin excepción… Sí, sin excepción alguna. (2012: 182)

Así, el filósofo (o filósofa), es decir, el total de miembros del Gobierno comunista, debe de, cito, “tener buena memoria, facilidad para aprender, un alto intelecto, cierta gracia, gusto por la verdad y la justicia, un gran coraje, y abundante autodisciplina” (2012: 182), así como un “carácter desinteresado, dado que el impulso de hacerse rico y de gastar cantidades extravagantes de dinero es lo último que debe buscarse en un filósofo” (2012: 180). La razón de esto es que sólo así será capaz de, cito nuevamente, “mantenerse fiel a los principios comunistas y a las instituciones en las que dichos principios se plasman” (2012: 178).

Tras reiterar así la tesis de Platón de que es imperativo que los filósofos gobiernen, pero dado que los principios del comunismo suponen que todos deben gobernar, y que, por lo tanto, todos debemos ser filósofos en dicho sistema de gobierno comunista, Sócrates debe explicar dónde, cuándo y cómo es posible que se dé esta quinta forma de gobierno, y de modo aún más concreto, cómo sea posible que todas las personas lleguen a ser filósofos en el sentido referido.

Badiou, al igual que Platón hace 2400 años, es perfectamente consciente de que con la tesis del filósofo gobernante no sólo está yendo en contra el sentido común sino que se hace muy difícil que alguien pueda creer en semejante proyecto político. Sócrates, el personaje, tiene que poder dar cuenta de cómo la Idea se torna empírica. La respuesta apunta a que ello es posible sólo mediante una acción organizada, real, «del tipo dictada por principios, no opiniones», una acción colectiva capaz de oponerse implacablemente a la «democracia» predominante, es decir, al actual estado de cosas (2012: 190).

El grupo [de filósofos] crecerá como resultado de una necesidad que se pondrá en movimiento por un evento aleatorio[a chance event], por el que todos serán arrastrados, quiéranlo o no. (2012: 195)

Evento, a su vez, «impredecible» (2012: 190).

Quiero tratar, a modo de conclusión, de aterrizar esta problemática, las ideas de estos tres autores, a la actualidad.

A no ser que nos caracterice un grado de ingenuidad patológica tal que creamos que el Perú verdaderamente está progresando y que «todo va a estar bien», seremos conscientes de la gravedad de la situación actual, y a lo mejor habremos de preguntarnos qué podemos hacer, cuándo y cómo. Nos enfrentamos a poderes que se esconden tras la ya conocida fachada democrática. Corrupción, saqueo de recursos, explotación, vulneración de derechos fundamentales, pobreza, impunidad, y a nivel global, destrucción del medio ambiente y la posibilidad de una guerra nuclear a gran escala.

¿Podemos realmente enfrentarnos y triunfar ante esta situación? En los últimos años hemos sido espectadores de movimientos de indignados en distintas partes del mundo, incluido recientemente uno muy limitado, en lo que respecta a cantidad, en nuestro país. Sócrates pretende que todos seamos filósofos, pero por supuesto que no se refiere a que todos estudiemos filosofía en la PUCP. El filósofo será el ciudadano con un sentido claro y una opinión verdadera acerca de lo que es justo para la comunidad política, de la mano con la firmeza requerida para luchar por ella. No sé si los indignados sean filósofos. Ciertamente el estándar puesto por Platón y que Badiou recoge es, digamos, elevado. Pero quienes nos dedicamos a estas cosas deberíamos mantener una mirada atenta sobre este fenómeno y otros similares, además, por supuesto, de toda acción colectiva y organizada que se enfrente, cara a cara, a la injusticia, quizás con la única esperanza de subirnos a la ola y esperar que no nos reviente en la cara.

La experiencia de fenómenos similares, sin embargo, no nos permite ser muy optimistas. ¿Podría una gran marea de indignación ser algo más que un diluvio, y disponer a la humanidad en un camino seguro hacia un estado mejor?

Pero, ¿cuánto más podemos esperar el evento aleatorio, impredecible del que habla Badiou? ¿Puede la filosofía aportar algo más allá que la esperanza de un evento futuro, algo más que un quiliasmo? ¿O es que hemos de conformarnos con el mito del viaje de mil años? Tal vez el problema esté mal formulado, y debería más bien preguntar: ¿qué puedo hacer yo, ahora?

Me planteo estas preguntas, en voz alta, preguntas para las que no tengo respuesta. Muchas gracias.


[1] Esta es la ponencia que he tenido el agrado de leer en el IX Simposio de Estudiantes de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica, el día 27 de septiembre del presente año.

[2] La traducción a la obra de Badiou, desde el inglés, es mía.

Bibliografía:

BADIOU, Alain

Plato’s Republic: a dialogue in 16 chapters. Nueva York: Cambridge University Press, 2012.

KANT, Immanuel

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Madrid: Editorial Tecnos, 2006

PLATÓN

Diálogos. Vol. VII. Madrid: Gredos, 1992.

Diálogos IV: República. Madrid: Gredos, 1986.

El corazón humano (o sobre el misterio en la ética de Kant)[1]

“Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir”. (KpV 5:161-162)

«Debí, por tanto, suprimir el saber, para obtener lugar para la fe». (BXXX)

Resumen:

La ponencia busca hacer explícito el espacio que Kant delimita deliberadamente en su teoría ética para aquello que no se puede comprender, que se encuentra más allá de los límites de la mera razón. Este espacio, se mostrará, está ligado al recurso que Kant hace de la figura del corazón humano (Herz), uso consistente y sistemático a lo largo de sus principales obras sobre moral y religión. El corazón será el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables. De este modo, veremos cómo el problema filosófico de fundamentación de la moralidad, la existencia misma de la ley moral, queda inevitablemente tras un velo de misterio. 

Immanuel Kant se refiere al proyecto que lleva a cabo en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres como el de «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad» (G 4:392)[2]. En el primer capítulo, Kant allana el terreno partiendo de algunos conceptos ‒que él supone son‒ propios del entendimiento moral común, limitándose a mostrar que una buena forma de explicar el origen del deber moral es recurriendo a la figura de una ley universalmente válida. Es en el segundo capítulo, propiamente, donde Kant encuentra el principio partiendo del examen del concepto de una voluntad que en el ser humano no es sino imperfecta (G 4:412-413), y tras explicitarlo como una idea de la razón (G 4:431) termina presentándolo como el principio de la autonomía de la voluntad: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Esto, puesto de otro modo, significa únicamente que estamos obligados por una ley interna, presente en nosotros nos guste o no, y que nos manda a respetar la dignidad de todas las personas, respetar su capacidad de elegir cómo vivir sus vidas, su humanidad, en tanto respeten la misma capacidad en los demás.

No obstante, Kant reconoce al final del capítulo que todavía no ha logrado establecer dicho principio como algo más que una fantasmagoría, es decir, que exista «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). Precisamente, en el tercer capítulo, Kant se propone concluir con su proyecto de fundamentación, y se encuentra finalmente con un límite insuperable, al punto de  terminar afirmando que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72).

En las últimas líneas de la obra, Kant termina rindiéndose ante el «misterio» que supone «la incondicionada necesidad práctica del imperativo moral» (G 4:463), que equivale justamente a no poder demostrar aquello que quedó pendiente al final del segundo capítulo: que la ley moral exista de verdad. El problema es de la mayor importancia. Si bien una ley de la razón operando en un orden distinto del fenoménico es ciertamente pensable, la moralidad no puede concebirse como descansado en una mera posibilidad del pensamiento. Tiene que ser real para todos y cada uno de los seres racionales, pertenezcan o no a este planeta llamado Tierra. Reconocer el misterio que supone el problema, insoluble, dirá Kant, constituye «todo cuanto en justicia puede ser exigido de una filosofía que, en materia de principios, aspira a llegar hasta los confines de la razón humana» (G 4:463).

Cuando en la Crítica de la razón práctica Kant parece haber reemplazado por completo su intento ‒fallido‒ de establecer definitivamente la ley moral del tercer capítulo de la Fundamentación, y termina más bien apelando a su existencia como la «del único factum de la razón pura» (KpV 5:31), cabe preguntarse si nos encontramos ante un giro dogmático en su pensamiento ético fundacional, lo que significaría haber dejado de lado aquel misterio reconocido en su obra anterior.

La tesis que busco defender en esta ponencia apunta a que el misterio señalado al final de la Fundamentación subsiste en sus obras posteriores sobre moral y religión, donde lo vemos frecuentemente ligado al uso que el filósofo hace de la figura del corazón (Herz). Así, el problema insoluble para la razón humana de cómo pueda ser práctica la razón pura, se mantiene al afirmar que la ley moral hace contacto en nuestra sensibilidad precisamente en el corazón humano, contacto a su vez incomprensible; el corazón humano es el lugar donde la ley moral se hace real. De la misma forma, el problema que supone nuestro yo verdadero, nuestra interioridad más recóndita, independiente del mundo de los fenómenos, se mantendrá cuando Kant señale, también de forma constante, la insondabilidad última del corazón, refiriéndose al razonamiento moral y a nuestras motivaciones. Para lo primero recurriré principalmente a la Crítica de la razón práctica, y, para lo segundo, a La metafísica de las costumbres.

Espero establecer que, más que un rol accesorio, la figura del corazón denota un uso sistemático que, al salir a la luz, mostrará todo un ámbito inherente a la teoría ética de Kant preocupado por delimitar el misterio que aparece al final de la Fundamentación, habiendo cumplido cabalmente su promesa de limitar el conocimiento para dejarle lugar a la fe.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Que la ley moral (una idea de la razón, válida por lo tanto para todo ser racional[3]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar, constituye un problema insuperable para el uso especulativo de nuestra misma razón[4].

¿Por qué la existencia de la moralidad supone tanto problema? Nadie duda de su existencia. Todos reconocemos la validez de ciertas normas: no mentir, no matar, ayudar al prójimo. Y estas pueden ser explicadas como resultado de una mezcla de mecanismos evolutivamente adquiridos como la capacidad empática, por un lado, y ciertas convenciones sociales, relativas a un determinado lugar y momento histórico. Pero si nos quedamos a este nivel, creía Kant, entonces alguien podría decidir usar su libertad para ponerse por encima de esta obligación, que falla en ser absolutamente categórica. Pensemos en alguien que no haya desarrollado su capacidad empática, o la descuide día a día. Esta persona, además, reconoce que las normas son convenciones sociales, y con este pensamiento decide poner su propia libertad por encima, encontrarse más allá del bien y del mal. Para esta persona, Dios ha muerto y todo está permitido. Kant considera esta posibilidad y la rechaza. Del mismo modo, Dostoievski también rechaza esta posibilidad. Tiene que haber algo, tan fuerte como un Dios monoteísta con poder absoluto, que nos obligue además de nuestra constitución sensible y de las convenciones morales, o costumbres. Su propuesta de una ley moral como una ley de la razón humana es precisamente eso. No resulta curioso que finalmente probar la existencia de dicha ley resulte tan difícil como probar la existencia misma de Dios.

No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (G 4:445), es un supuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana y que no se pone realmente en duda[5]. Siguiendo esta misma creencia, que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros[6], nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (KpV 5:72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil, un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

Esta discusión se da en el capítulo «En torno a los móviles de la razón pura práctica» (KpV 5:73-76). Kant elabora: la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo, sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (KpV 5:72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume y Adam Smith (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (KpV 5:74-76). Será recién en la segunda parte de la obra, la «Metodología de la razón pura práctica», donde Kant dará luces al respecto, al abordar el problema de cómo la ley moral accede al interior de cada individuo concreto, y ejerce influencia sobre sus máximas.

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (KpV 5:151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano repetidas veces (KpV 5:152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber. Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

El corazón hace del lugar donde la ley moral se inserta y ejerce su influjo puro en nuestra sensibilidad. Constituye así el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Pero la respuesta a la pregunta de cómo la ley moral se inserta en el corazón es un método práctico: mientras más pura sea presentada, tendrá mayor fuerza en el individuo (KpV 5:156). Cualquier intento especulativo de explicar este contacto nos refiere al misterio de la libertad humana, que en la Fundamentación queda sin resolución.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Pasemos a ocuparnos ahora en el problema del carácter insondable del corazón. Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (MS 6:392). La autocoacción que es una condición esencial de la virtud humana, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación. No obstante, sólo podemos acercarnos a este fin, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras, puesto que, señala Kant, “no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma” (MS 6:392; cf. G 4: 407). Exactamente esta misma idea aparece al comienzo del segundo capítulo de la Fundamentación, y en numerosos otros pasajes.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es “alguien que conoce profundamente los corazones” (MS 6:430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral, donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (MS 6:439). No obstante, no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia efectiva de un ser supremo fuera de nosotros.  Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (MS 6:441).

Estos pasajes, que atraviesan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética, están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, que está lejos de ser un mero procedimiento de nuestro intelecto; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano, cuyas “profundidades […] son insondables” (MS 6:447)[7]. Por supuesto que el problema de la insondabilidad del corazón en lo que concierne a nuestras motivaciones está estrechamente ligado al problema del contacto entre la ley moral y nuestra sensibilidad. Poder observar el contacto significaría poder examinar nuestras motivaciones con precisión científica. Esto supondría la resolución del misterio que supone la libertad humana.

De esta forma, espero haber mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón en las principales obras de ética de Immanuel Kant, y que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier indagación teórica. Esto deja al descubierto que la teoría ética de Kant, en dos aspectos fundamentales, reposa en un terreno misterioso. La ley moral que Kant intentó establecer en la Fundamentación, se mantiene siempre un paso más allá de nuestras indagaciones. Incluso en relación a nuestra experiencia íntima de la moralidad, nunca podemos estar seguros de su existencia, si bien Kant insiste en que debemos de estarlo. La fe religiosa, precisamente, consistirá únicamente en la creencia de que la virtud es algo real, de que existe algo más allá de nuestra arbitrariedad que nos obliga a ser mejores.

Con verdadera humildad, Kant ha delimitado un vacío en torno a problemas ético-religiosos de fundamental importancia, que, como ya hemos visto, están ligados a la figura del corazón humano. Quiero proponer, no obstante, que Kant no pretendía que nada pueda decirse sobre este vacío. Todo lo contrario. La riqueza de este vacío se plasmará en la creencia en las distintas divinidades o cosmovisiones (que bien pueden ser ateas), y que tienen como núcleo el misterio que supone la moralidad, que el ser humano ha llenado de distintos modos a lo largo de la historia con ciertos mitos ilustrativos (ya sea el de Moisés o Jesús, la divinidad interior de los estoicos, el tercer ojo o los sentimientos morales). En este sentido, ciertos aspectos del discurso mismo de Kant sobre una ley de la razón que opera en un mundo distinto al de los fenómenos pueden ser vistos igualmente como poseyendo un carácter mitológico, ficticio. La superación del nihilismo, que amenaza a la moralidad al no poder establecerse la ley práctica, requiere de un acto de fe, que jamás debemos entender como la creencia en una divinidad, sino como una forma de actuar en el mundo: un como si la moralidad fuera algo real. La ética de Kant, sin comprometerse con alguna tradición religiosa en particular, se compromete con lo más profundo de todas a la vez.


[1] Este es el texto de la ponencia que tuve el agrado de leer en el Primer Congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española, el miércoles 14 de noviembre del 2012 en Bogotá.

[2] Las citas a la obra de Kant son a las traducciones al español presentes en la Bibliografía, y refieren a la numeración de la Academia de Berlín (Ak), acompañadas de las siglas en alemán de la respectiva obra: Fundamentación, G; Crítica de la razón práctica, KpV; La metafísica de las costumbres, MS. La excepción será la Crítica de la razón pura (KrV), donde referiremos a la numeración A/B.

[3] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

[4] En la Crítica de la razón práctica Kant reitera lo mencionado repetidas veces en el tercer capítulo de la Fundamentación: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (KpV 5:72).

[5] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. KpV 5:161-162).

[6] Ver el famoso pasaje del colofón de la Crítica de la razón práctica, citado debajo del título (KpV 5:161-162).

[7] La cita continúa: “¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio?” (MS 6:447).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002a.

Groundwork for the Metaphysics of Morals. Traducción de Allen W. Wood. Nueva York: Yale University Press, 2002b.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoiesvski

La versión final de mi ponencia del VII Simposio de Estudiantes de Filosofía, cuya sumilla pueden encontrar aquí.

Su servidor bloguero, segundo desde la derecha, acompañado de los inefables (de izquierda a derecha) Raphael Aybar, Maverick Díaz y Rubén Merino.

La famosa y malentendida tesis kantiana acerca del mal radical en la naturaleza humana, que corrompe nuestra disposición moral de raíz, nos obliga a cambiar nuestro foco de atención del mal que vemos en las acciones de los demás, al mal dentro de uno mismo. Digámoslo sin rodeos: de acuerdo a Kant, ninguno de nosotros se salva; todos somos moralmente malos. Si creyésemos que sí, que estamos libres de mal, o de pecado, si quieren, probablemente sea precisamente porque este mal que nos ataca de raíz, este cáncer moral, se ha arraigado tanto en nuestro interior que nos impide ver nuestra propia mentira.

Para una persona ilustrada, de mente abierta, esto no tiene por qué incomodar… tanto. De arranque tenemos que aceptar que no somos perfectos, que no siempre somos justos, que no hacemos todo lo que podríamos para ayudar a otras personas, que a veces tenemos «malos pensamientos»… en fin. Podemos reconocer una serie de rubros en los que podemos mejorar. La palabra virtud, fuera de la filosofía (e incluso dentro), está desfasada. Pero la virtud es precisamente la fuerza de la que hacemos uso para intentar mejorar quiénes somos apuntando a una imagen, ya sea borrosa, de quiénes queremos ser.

Cuando Kant dice que todos somos malos, tal sentencia, hay que aclarar, permite por supuesto una diferencia de grado: algunos son (o somos) efectivamente más malos que otros. De forma más precisa, la virtud, entendida como la fortaleza para aspirar a un ideal propiamente moral, no es algo que poseamos por naturaleza, o incluso nos venga fácil en la situación actual de competencia en que los seres humanos nos encontramos unos respecto de otros. Cuando Kant dice que todos somos radicalmente malos, lo único que está diciendo es que no somos todo lo virtuosos que podríamos ser, no hacemos de la ley moral, esto es, del respeto a la dignidad en uno mismo y en otros, el móvil último de nuestras acciones.

Esto es bastante obvio, me parece, y no necesitamos que Kant nos lo diga para saberlo; sin embargo, sobre esta afirmación evidente es que se sientan las bases para entender la concepción de una religión racional que será el tema de esta ponencia.

Lo que me propongo hacer en esta exposición es ahondar sobre el tipo de religión que Kant construye precisamente sobre la necesidad de superar este mal radical, y voy a abogar también por su actualidad y relevancia. Además, sugeriré que la concepción kantiana de religión tiene mucho en común con la que Fiódor Dostoievski esboza en su obra cumbre: Los hermanos Karamázov, lo que no viene sin algunas tensiones y problemas. Empecemos.

El planteamiento ilustrado del problema de Dios, de la idea de Dios, por parte de Immanuel Kant, ha sido regularmente subestimado, siempre con el prejuicio de Kant como protestante, y de crianza pietista. Cualquier aporte suyo siempre terminaría concorde a la imagen de Kant como un devoto cristiano.

Quiero optar por una interpretación distinta de su filosofía, una que tenga en cuenta, por ejemplo, que Kant mismo, según sabemos por las fuentes bibliográficas disponibles, no creía ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3).

Pero antes de pasar a la exposición del pensamiento de Kant, considero importante aterrizar el problema en un lenguaje existencial, para no quedarnos meramente en la frialdad  de los conceptos filosóficos. Para esto, nos introduciremos en la problemática a partir de un pasaje de Los hermanos Karamázov, donde se plantea constantemente el problema de Dios, no únicamente desde la irrelevante cuestión acerca de su existencia como creador del mundo, sino desde las implicancias morales que acarrearía dicho mundo sin un soberano moral.

Iván Fiódorovich, una de los hermanos Karamázov, ateo, no obstante, señala:

 […] en el siglo dieciocho hubo un viejo pecador que afirmaba: si no hubiera Dios, habría que inventarlo, s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, en efecto, el hombre ha inventado a Dios. Lo extraño, lo sorprendente no es que Dios exista en verdad; lo asombroso es que semejante idea (la idea de que Dios es necesario) haya podido meterse en la cabeza de un animal tan fiero y maligno como es el hombre; hasta tal punto es sacrosanta, hasta tal punto es enternecedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. (Dostoievski 1996: 383)

Quiero mostrar que el uso del término idea que encontramos en la cita es precisamente el mismo que postula Kant en su crítica a la metafísica tradicional, y en consecuencia, examinar el tipo de religión que se puede concebir desde una idea tal.

Uno de los principales objetivos de la filosofía crítica, desde el punto de vista moral, es el de «suprimir el saber, para obtener lugar para la fe» (Kant 2007: 31). Seguimos a Kant cuando señala que «las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura», proposiciones sobre la existencia de Dios y de una vida futura, jamás podrán ser demostradas, pues «no se refieren a objetos de la experiencia» (para la sensibilidad) ni «a la posibilidad interna de ellos» (en el entendimiento) (2007: 768); pero de la misma forma, será «apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario» (Kant 2007: 769).

Digámoslo más claramente: si aceptamos que Dios no se encuentra en el mundo espacio temporal, ni está inscrito en el funcionamiento de nuestro entendimiento, de forma innata, por ejemplo, entonces jamás podremos afirmar al nivel de un conocimiento científico, ni que Dios existe, pero tampoco que no existe.

No obstante, nos queda la fe en las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma. Estos dos artículos de fe dependen de nuestra propia subjetividad moral autónoma, accesible por igual a «todos los seres humanos sin distinción» (Kant 2007: 843). Es decir, si no tenemos ninguna prueba sensible, como un milagro, ni tampoco una prueba lógica o matemática, como una de esas argumentaciones pretensiosas y refinadas, lo único que nos queda es una fe basada en nuestra autonomía moral.

Lo valioso acerca de la idea de Dios está en que nos permita pensar con mayor claridad el sentido que nosotros mismos podemos darle a la existencia de nuestra ‒otrora insignificante‒ especie de seres animales. Claro que esto conlleva el riesgo de la pérdida de nuestra autonomía, o de la mera búsqueda de un consuelo para los distintos males de la vida; o peor aún, que esta idea pierda su significación moral y sea corrompida por el interés propio y la tan humana necesidad de dominar a otros.

A pesar de los riesgos, podemos pensar la fe, en este contexto, como el compromiso con una idea, en tanto la reconocemos como importante y significativa.

Más el discurso hasta ahora se ha limitado a exponer desde un punto de vista epistemológico el problema. Recién ahora pasaremos a examinar qué tipo de religiosidad es posible sobre la base de estas meras ideas.

Para Kant, la praxis religiosa corresponde a la necesidad de salir del estado de naturaleza ético, en el cual nos encontramos al pertenecer ya a un estado civil de derecho, que nos coloca bajo leyes públicas ejercidas coactivamente por una autoridad estatal (Kant 2001: 119). A diferencia del estado de naturaleza jurídico, nadie puede obligarnos a salir del estado de naturaleza ético:

[…] en una comunidad política ya existente todos los ciudadanos políticos como tales se encuentran en el estado de naturaleza ético y están autorizados a permanecer en él; pues sería una contradicción […] que la comunidad política debiese forzar a sus ciudadanos a entrar en una comunidad ética, dado que esta última ya en su concepto lleva consigo la libertad respecto a toda coacción. (Kant 2001: 120)

Lo propio de salir del estado de naturaleza ético, entrando de esa forma en un estado civil ético, que consiste en la unión de los hombres «bajo leyes no coactivas, esto es: bajo meras leyes de virtud» (Kant 2001: 119), es precisamente que lo hacemos de forma completamente libre, y nadie puede obligarnos. La praxis religiosa únicamente tiene sentido dentro del ámbito de la libertad moral, de un querer ir más allá de las leyes jurídicas que ya de por sí son suficientes para vivir en paz y de forma segura en una sociedad.

Apliquemos esto a nuestra realidad. Actualmente, en Perú, si bien de forma precaria, nos encontramos en un estado civil de derecho: existen leyes que tenemos que obedecer nos guste o no, y no podemos simplemente decidir volver a un estado de naturaleza en sentido jurídico, a una sociedad sin leyes (por más que cuando nos subimos a la combi hacemos básicamente eso). Pero es recién en este estado civil donde podemos libremente elegir participar de una comunidad con fines que, si bien no se oponen a los de la ley, buscan ir más allá, como por ejemplo organizarnos para recaudar fondos y ayudar a algún miembro de la comunidad que pueda estar enfermo; estas son las leyes de virtud de las que habla Kant, la búsqueda de la propia perfección moral así como de la felicidad ajena, que serían el objeto de una comunidad religiosa, o una iglesia, si quieren. Como acotación, es innegable que en Perú existen numerosas parroquias, no sólo católicas sino también evangélicas, que efectivamente realizan actividades de este tipo. La praxis religiosa de la que está hablando Kant no es algo totalmente nuevo, sino que, de alguna forma u otra, siempre ha existido.

De esta forma, es considerado aberrante o contradictorio cualquier intento por parte del Estado de imponer leyes de naturaleza ética o religiosa:

Pero ¡ay del legislador que quisiera llevar a efecto mediante coacción una constitución erigida sobre fines éticos! Porque con ello no sólo haría justamente lo contrario de la constitución ética, sino que además minaría y haría insegura su constitución política. (Kant 2001: 120)

La purga de cualquier aspecto religioso de la esfera de lo político no sólo tiene como mira proteger los derechos civiles fundamentales de los ciudadanos, como la libertad de culto, sino dar el espacio adecuado para una verdadera praxis religiosa, libre. La secularización, por tanto, no debe verse como hostil a las religiones, sino como todo lo contrario.

Consistentemente con lo ya dicho, una iglesia deberá respetar ciertos principios. Primero, debe apuntar a la universalidad. Si bien puede estar «dividida en opiniones contingentes y desunida, sin embargo, atendiendo a la mira esencial, está erigida sobre principios que han de conducirla necesariamente a la universal unión en una iglesia única» (Kant 2001: 127).

En segundo lugar, su composición (o calidad) debe darse mediante «la pureza, la unión bajo motivos impulsores que no sean otros que los morales. (Purificada de la imbecilidad de la superstición y de la locura del fanatismo)» (Kant 2001: 127).

Kant, y supongo muchos de nosotros, vería con malos ojos el unirse a una comunidad religiosa principalmente para sacar provecho material de la ayuda de los demás, o por temor al castigo después de la muerte, o por cualquier otro motivo que no sea uno propiamente moral, como el del respeto al prójimo, con el que queremos entablar una comunicación que vaya más allá de la de meros ciudadanos; por supuesto que esta hipotética persona seguiría siendo libre de hacerlo. Mirar con malos ojos no significa, en este caso, prohibir.

De la misma forma, bajo este criterio podríamos juzgar la capacidad de los líderes de una determinada iglesia. Por ejemplo, dentro del Catolicismo, tenemos figuras como Gustavo Gutiérrez, por mencionar la más cercana, al cual podemos reconocerle móviles propiamente morales, como la lucha contra la pobreza y la injusticia social; pero también dentro de esta misma iglesia, nos encontramos, para mencionar otro ejemplo obvio, con un cardenal Cipriani, para quien y cuyos seguidores no resultan en lo absoluto duros o exagerados los adjetivos que utiliza Kant: imbecilidad, superstición, locura, fanatismo. No descubro nada nuevo al afirmar que muchos líderes religiosos exaltan conductas injustificables desde un punto de vista moral, y deben condenarse de forma pública, lo que, de nuevo, no equivale a prohibir o censurar.

En tercer lugar, la relación entre sus miembros debe darse «bajo el principio de libertad, tanto [de] sus miembros entre sí como la externa de la iglesia con el poder político, ambas cosas en un Estado libre«, y sin jerarquías de ningún tipo (Kant 2001: 127). Prohibir, por ejemplo, el sacerdocio al género femenino es algo irracional y aberrante. Incluso la distinción misma entre laicos y clérigos es considerada por Kant como «degradante» (2001: 151).

En cuanto a su modalidad, su constitución tiene que permanecer inmutable. Lo que no quita que su administración, enteramente contingente, pueda variar «según el tiempo y las circunstancias» (Kant 2001: 127-128).

Finalmente, entonces, cómo sería esta iglesia, ¿a qué se parecerá? Kant nos brinda la siguiente comparación:

Con la que mejor podría ser comparada es con la de una comunidad doméstica (familia) bajo un padre moral comunitario, aunque invisible, en tanto su hijo santo, que conoce su voluntad y a la vez está en parentesco de sangre con todos los miembros de la comunidad, le representa en cuanto a hacer conocida más de cerca su voluntad a aquéllos, que por ello honran en él al padre y así entran entre sí en una voluntaria, universal y duradera unión de corazón. (Kant 2001: 128)

Hay una clara alusión a Jesús en dicha cita, cuya peculiaridad no descansa en cualquier elemento sobrenatural, sino en que, en su condición de un ser humano más, es capaz de comprender y seguir la voluntad divina (para Kant netamente moral), que, sin embargo, también se encuentra a nuestro alcance, aunque la condición humana de enfrentamiento o insociable sociabilidad (precisamente, el estado de naturaleza ético), nos dificulte seguirla, y de ahí que necesitemos (o podamos necesitar) de un guía moral, cuya autoridad es reconocida gracias a nuestra propia facultad moral autónoma.

Aclaremos que si seguimos las enseñanzas de Cristo, de acuerdo a Kant, esto será únicamente en la medida que lo reconocemos libremente como a alguien digno de seguir. Y lo mismo podría pasar, sin contradicción alguna, con los líderes de otras religiones, incluso al mismo tiempo, aprendiendo de todos a la vez.

Debemos introducir ahora la diferencia entre una fe religiosa pura (fe racional) y una fe eclesiástica (histórica). Esta diferencia será fundamental para entender la —aparentemente— controversial tesis de Kant, según la cual «sólo hay una (verdadera) Religión» (Kant 2001: 134). Kant nos explica la diferencia del siguiente modo:

La fe religiosa pura es ciertamente la única que puede fundar una iglesia universal; pues es una mera fe racional, que se deja comunicar a cualquiera para convencerlo, en tanto que una fe histórica basada sólo en hechos no puede extender su influjo más que hasta donde pueden llegar, según circunstancias de tiempo y lugar, los relatos relacionados con la capacidad de juzgar su fidedignidad. (Kant 2001: 128)

Esta mera fe racional equivale a nuestra capacidad autónoma de reconocer a qué estamos obligados moralmente, mediante el uso de nuestra razón, el pensar por nosotros mismos, aunque nunca de forma solipsista, sino siempre en diálogo con otros, y buscando la máxima coherencia posible entre nuestras creencias. Subyace a toda la filosofía crítica de Kant el presupuesto de que efectivamente todos los seres humanos, en tanto seres racionales, tenemos la capacidad —falible, sin duda alguna— de reconocer la diferencia objetiva entre el bien y el mal.

En cambio, creencias acerca de la supuesta divinidad de Jesús, acerca de la naturaleza de la Trinidad, e incluso las enseñanzas mismas de Jesús (al igual que de cualquier otro profeta), corresponden a una fe eclesiástica e histórica, que es enteramente contingente, y cuya validez justamente depende de su conformidad con la fe religiosa pura.

Mas Kant no va a negar la importancia que tiene la fe eclesiástica, pues, en vista de sus contenidos más tangibles, es la única sobre la que se puede «fundar una iglesia», pues no basta con la frialdad de la fe racional, y esto debido a «una particular debilidad de la naturaleza humana» (Kant 2001: 128-129). Añade:

Los hombres, conscientes de su impotencia en el conocimiento de las cosas suprasensibles […], no son fáciles de convencer de que la aplicación constante a una conducta moralmente buena sea todo lo que Dios pide de los hombres para que éstos seas súbditos agradables a él en su reino. (Kant 2001: 129)

Queda señalado que lo único que podemos considerar racionalmente es requerido de nosotros por Dios es una conducta moralmente buena, o el cultivo de una buena voluntad.

Por ejemplo, veamos un par de los pasajes más significativos de los Evangelios:

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. (Mateo 5: 43-48)

No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 7:21)

El requerimiento moral presente en ambos pasajes no depende de algo sobrenatural, sino del mero reconocimiento de un ideal moral, que nos obliga al margen de nuestros deseos o caprichos arbitrarios. Reconocemos la validez de esos pasajes no por un sometimiento ciego a una voluntad divina, sino porque lo expresado por esta supuesta voluntad divina se adecúa a lo que nos dice nuestra propia capacidad racional. De esta forma, la única religión verdadera es aquella que se sostiene en la fe racional, y es accesible a todos universalmente mediante el uso de nuestra propia razón autónoma.

Kant fuerza la última cita y termina sugiriendo que un cristiano será aquel que ame incluso a su enemigo, al margen del cuerpo doctrinal de creencias que profese.

Volviendo a lo anterior expuesto, debe quedar absolutamente claro, no obstante, que afirmar que existe sólo una religión verdadera, por paradójico que suene, no atenta contra la diversidad de religiones, sino que precisamente reafirmar la capacidad autónoma de cada persona (y por tanto, de distintos grupos de personas, o comunidades) de acceder a esta única religión generará necesariamente distintos modos de creencia. Veamos:

Se puede añadir que en las iglesias diversas, que se separan unas de otras por la diversidad de sus modos de creencia, puede encontrarse sin embargo una y la misma verdadera Religión. (Kant 2001: 134)

Esta distinción se tendría que hacer notar en nuestro uso cotidiano del lenguaje:

Es, pues, más conveniente […] decir: este hombre es de esta o aquella creencia (judía, mahometana, cristiana, católica, luterana), que decir: es de esta o aquella Religión. (Kant 2001: 134)

Así, no sólo ningún modo de creencia puede imponerse a otro, sino que quedan sólidamente establecidas las bases para el diálogo entre los distintos modos de creencia, pues comparten esta religión única y netamente moral.

Ambas formas de fe coexisten, pero la fe eclesiástica tiene a la fe racional como su «intérprete supremo» (Kant 2001: 136). Es más, se puede decir que la fe eclesial puede contener dentro de sí a la fe racional (aunque muchas veces oscurecida o corrompida), y es la presencia de esta última lo que «constituye aquello que [en la primera] es auténtica Religión» (Kant 2001: 139). En el segundo pasaje de la Biblia que veíamos, teníamos a la fe histórica cristiana expresando al mismo tiempo una verdad fundamental que sólo podemos reconocer gracias a la fe racional.

De este modo, Kant afirma que la moralidad no debe ser interpretada según la Biblia, sino más bien la Biblia según la moralidad (2001: 137n); y si bien adecuar el texto sagrado a los principios morales racionales puede generar interpretaciones forzadas respecto de ciertos pasajes, esto es igual preferible a «una interpretación literal que o bien no contiene absolutamente nada para la moralidad o bien opera en contra de los motivos impulsores de esta» (2001: 137).

La función de una fe eclesial (o un modo de creencia) se dirige siempre a un cierto pueblo en una época determinada (Kant 2001: 142); la función de la fe religiosa pura, posesión de cada persona, será la de regular y hacer primar la moral en un determinado modo de creencia, pues resulta innegable la propensión de las instituciones religiosas (tanto de las personas que las integran como sus seguidores) a corromperse, y buscar la dominación terrena, traicionando de esta forma los principios fundamentales de la moralidad y de la religión misma, que como hemos visto, coinciden. Ejemplo: el Vaticano. No se me ocurre nada más lejano a las enseñanzas fundamentales de los evangelios que el papel que ha desarrollado la Iglesia Católica en los pocos milenios de su existencia (aunque es innegable que algunas cosas buenas ha hecho).

Dostoievski nos dice precisamente eso en boca de uno de sus protagonistas. Roma, al incorporar el Cristianismo en su estructura estatal pagana, terminó destruyéndolo. Una verdadera iglesia cristiana, como la de los primeros siglos, tiene que ser libre, regida únicamente por nuestra conciencia moral, ayudada por supuesto, de las enseñanzas de Jesús. El Vaticano es la vergüenza del Cristianismo.

Debe resultar evidente que ambos tipos de fe se encontrarán en los distintos modos de creencia históricos, y ningún modo de creencia particular podrá adjudicarse la exclusividad de la fe racional. Esta terminología kantiana, por lo tanto, no debe resultar hostil a ningún modo de creencia existente, así como tampoco favoreciendo a uno específico (como al cristianismo, o dentro de él, al protestantismo, y menos aún, al pietismo).

Puesto que Kant habla de la idea de una religión racional, sí es posible hablar de un progreso, a saber, que «el tránsito gradual de la fe eclesial al dominio único de la fe religiosa pura es el acercamiento del reino de Dios» (Kant 2001: 143). Puesto de otra forma, el cambio de «la forma de una degradante fe coactiva por una forma eclesial que sea adecuada a la dignidad de una Religión moral, a saber: la forma de una fe libre» (Kant 2001: 153n). Digámoslo sin ambigüedades: desde este punto de vista, un modo de creencia en el que sus miembros estén obligados por la fuerza a actuar de tal o cual modo será inferior a aquel otro en el que sus creyentes tengan libertad de conciencia.

Este ideal se mantendrá siempre inalcanzable, y cualquier intento humano con miras a este fin será siempre uno de acercamiento.

[Una religión racional] Es una idea de la Razón, cuya presentación en una intuición [sensible] que le sea adecuada nos es imposible, pero que como principio regulativo práctico tiene realidad objetiva para actuar en orden a ese fin de la unidad de la Religión racional pura. (2001: 153n)

Puesto de otro modo, en la medida que esta idea nos parece razonable, podemos actuar dentro de las instituciones religiosas ya existentes e intentar cambiarlas de forma que se adecúen a la idea, mas nunca de forma perfecta. Un ejemplo sería que las monjas de una determinada congregación entren en huelga y exijan que finalmente se les reconozca la posibilidad de acceder al sacerdocio.

No es menos importante señalar que, en la medida que estamos en el ámbito de las ideas de la razón, su validez depende únicamente del «consenso de ciudadanos libres» (Kant 2007: 766), y por lo tanto, esta visión sobre la religión no podrá ser jamás impuesta, sino únicamente razonablemente aceptada.

Nos adentramos ya en la recta final de esta ponencia, y se vuelve imprescindible hablar un poco del Cristianismo.

 Alguien podría pensar que este modo de creencia ha tenido bastante éxito, si tomamos en cuenta que empezó con una sola persona, y ahora son más de 2000 millones. Pero, ¿qué tanto ha arraigado verdaderamente el Cristianismo? ¿Qué diferencia a los cristianos de hoy en día (y no me refiero a sus intelectuales, sino a los creyentes) de, no sé, digamos, los romanos de la época de Jesús? ¿Alguien podría afirmar, con siquiera un mínimo de convicción, que el creyente cristiano promedio está más cerca de un ideal moral que cualquier creyente de algún otro modo de creencia de cualquier otra época? Puesto todavía de otro modo, ¿cuántos verdaderos cristianos hay hoy en el mundo?

Por supuesto que hay ilimitadas formas de interpretar los Evangelios, yo únicamente me refiero a aquella que tanto Kant como Dostoievski aceptarían, la que hace énfasis en el sometimiento a un ideal moral que nos trasciende, y que incluye un respeto absoluto al prójimo, humildad, un escrutinio constante de nuestras motivaciones por parte de nuestra propia conciencia moral, y quizás el elemento más importante: una fe libre.

Esta interpretación mucho más exigente del Cristianismo lleva a Dostoievski a afirmar que la sociedad cristiana «se sostiene únicamente sobre siete justos» (Dostoievski 1996: 155). Esto está en el otro polo respecto del Cristianismo de Alan García, que lo acoge incluso a él.

Si bien hasta hace unos momentos todo parecía andar muy bien; tenemos como meta la idea de una comunidad religiosa plenamente democrática, donde cada quien participe libremente, y que se rija únicamente por principios morales que puedan ser universalizables, al menos en un sentido amplio. Pero ha llegado el momento de hacer las preguntas difíciles, y ya cae de maduro el siguiente cuestionamiento: ¿qué tan plausible o realista es esta idea?

Después de relatar una serie de hechos reales, entre los más crueles que podemos imaginar, llevados a cabo precisamente por seres humanos, Iván Karamázov cuenta la parábola de un hipotético encuentro en el año 1500 entre el Gran Inquisidor (no confundir con el Gran Canciller) y Jesucristo mismo, que ha vuelto a la tierra, pero ha sido rápidamente capturado y condenado a la hoguera por la Iglesia Católica, que lo ve, con justa razón, como un peligro para sus intereses, como un estorbo.

La escalofriante crítica del Gran Inquisidor a su prisionero apunta precisamente en contra de una fe libre y su inadecuación con la naturaleza humana, que es débil, vil, servil, pues los hombres somos «esclavos, aun habiendo sido creados rebeldes» (Dostoievski 1996: 412). De acuerdo al Gran Inquisidor, Jesús debió bajar de la cruz y someter a toda la humanidad en ese preciso instante. Pero no lo hizo porque quería una «fe libre, no milagrosa» (Dostoievski 1996: 412). Lo poco que ha arraigado verdaderamente el Cristianismo después de 2000 años, o algún otro modo de creencia basado en principios similares, parecería darle la razón a Iván, quien ha cuestionado la plausibilidad de dicho ideal. La humanidad parecería necesitar de una Iglesia fuerte, autoritaria, de un Gran Inquisidor que nos guíe como los borregos que somos.

Pero la dificultad en la realización de un ideal —de nuevo, siempre imperfecta—, y en este caso, quizás el más elevado de todos los ideales, no puede ser un motivo para rechazarlo. O quizás la forma en que Iván concibe la praxis religiosa, como una lucha sobre todo individual, vuelve el camino más tortuoso.

Intentar sobreponernos individualmente a nuestra naturaleza de viles esclavos, o al mal radical en nuestra naturaleza, como diría Kant, es una labor digna del Mesías; por eso Kant ve a la religión, que es la forma de superar esta condición, siempre como una práctica comunitaria, a la que además antepone el problema de la consecución de «una sociedad civil que administre universalmente el derecho«, o una «constitución civil perfectamente justa» (2006: 10-11).

El mal sólo puede vencerse en comunidad con otros:

El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (Kant 2001: 118)

O tal vez la cuestión acerca de la plausibilidad o realismo del ideal termine siendo irrelevante. Quizás la oposición entre elegir seguir al Profeta o al Gran Inquisidor sea tan sólo aparente, pues apenas una alternativa implique siquiera elección alguna.

Muchas gracias.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

Refutación del lugar común en la filosofía: La ética kantiana no toma en cuenta la experiencia

Si por «ética» entendemos su fundamentación, o el principio supremo de toda la moralidad, entonces no hay nada que refutar, y el lugar común es acertado. Toda la moralidad ha de sostenerse en la razón únicamente.

Pero tal concepción de la ética —o de la moral, si gustan— es chata. Desde el «Prólogo» de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant nos dice que las leyes de la moralidad, estrictamente racionales o puras, sin embargo:

[…] requieren todavía un discernimiento fortalecido por la experiencia, para discriminar por un lado en qué casos tienen aplicación dichas leyes y, por otro, procurarles acceso a la voluntad del hombre, así como firmeza para su ejecución; pues, como el hombre se ve afectado por tantas inclinaciones, aun cuando se muestra muy apto para concebir la idea de una razón práctica pura, no es tan capaz de materializarla en concreto durante su transcurso vital. (Kant 2002: 56-57; Ak. IV, 389)

La labor que Kant realiza en la Fundamentación, en donde se esmera de forma casi obsesiva por depurar de todo aspecto empírico su investigación, como ya dijimos, corresponde únicamente al nivel de una fundamentación racional de la moralidad. Kant no sólo no va a negar, sino que afirma que la experiencia es la encargada de aterrizar o «materializar» las leyes morales puras y racionales a nuestras vidas, y es categórico al respecto: lo que fortalece nuestro juicio es la experiencia.

Ya en La metafísica de las costumbres, del cual la primera obra mencionada no es más que su «fundamentación», Kant presenta su sistema ético como una serie de deberes de virtud, los cuales necesitan de una «facultad de juzgar» que determine «cómo ha de aplicarse una máxima en los casos particulares», lo que hace que la ética caiga siempre en una «casuística» (1989: 270; Ak. VI, 411-412).

Por ejemplo, si bien tenemos motivos para considerar el suicidio como inmoral, sería dogmático negar situaciones en las que tal vez realizar dicho acto sea lo correcto, y Kant ciertamente no pretende responder tal problema a priori, sino que lo deja a nuestro propio arbitrio, o de forma más precisa, a nuestra conciencia.

Esto es problemático, pues la conciencia moral, entendida como la voz de la ley moral, o la razón práctica misma, no obstante, es falible. Necesitamos nuevamente de aprender a escuchar nuestra propia conciencia, y eso sólo se logra, nuevamente, con experiencia.

De ahí que el «autoconocimiento moral, que exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)» sea «el comienzo de toda sabiduría humana». (Kant 1989: 307; Ak. VI, 441).

El actuar ético de acuerdo a la filosofía de Kant, y que quede suficientemente demostrado, tiene como un elemento esencial a la experiencia, lo que la pone acorde al entendimiento moral común, del que, sin embargo, nunca se distanció, y sólo una superficial confusión conceptual (identificar a toda la ética sólo con su fundamentación) podría haber separado en primer lugar.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

Por una religión dentro de los límites de la mera razón (o cómo es posible una religión basada en meras ideas)[1]

«Muchas son las cosas de la tierra que se nos mantienen ocultas; en cambio, se nos ha concedido el don, misterioso y secreto, de percibir nuestro nexo vivo con el mundo del más allá, con un mundo superior y mejor […]»

(Dostoievski 1996: 499)

Introducción

El objetivo del presente ensayo será dar luces acerca del fenómeno de la secularización, valiéndonos tanto de la definición de religión que Mark Taylor propone en After God, a la vez que hacemos uso de algunos conceptos de la filosofía de la religión de Immanuel Kant, así como del espíritu ilustrado que atraviesa su obra.

De esta forma, no seguiremos a Taylor en su posterior análisis de la tradición, sino que haremos, más bien, uso instrumental de su definición de religión e intentaremos integrarla con la filosofía de Kant, esperando obtener así un entendimiento de la secularización todavía vigente, y que se condiga con las principales teorías políticas liberales de la actualidad.

De arranque, aceptamos como uno de nuestros presupuestos la tesis de Taylor según la cual la secularización es un fenómeno religioso (2007: xiii; 132). No obstante, creemos que si esta tesis no es explicada al margen de las tradiciones existentes, o llevada a sus últimas consecuencias, se termina oscureciendo lo que la secularización propiamente es; o puesto de otro modo, lo que la distingue de otras formas de religiosidad.

Así, empezaremos con una exposición conceptual de la definición de religión de Mark Taylor; luego intentaremos conectarla con el planteamiento del problema ilustrado de Immanuel Kant, para lo cual recurriremos a una serie de sus conceptos, así como a algunas imágenes literarias de la obra cumbre de Fiódor Dostoievski, Los hermanos Karamázov; finalmente, presentaremos, a manera de esbozo, una posible definición de secularización, inspirada en las teorías de Taylor y de Kant.

Por una definición compleja de religión

El loable objetivo de Mark Taylor en el primer capítulo de After God es el de darnos las herramientas conceptuales para pensar el fenómeno de la religión con la complejidad que le es propio. Identificar la religión exclusivamente con ciertos ritos, del todo prescindibles (y con la superstición que los suele caracterizar), reduciendo de esta forma su alcance, y pensando que la política, la psicología y la ciencia (entre otras disciplinas) pueden reemplazar completamente el vacío que aquella deja, es fallar completamente en la compresión de lo que la religión propiamente es, y la forma en que «existe una dimensión religiosa inherente a toda la cultura» (Taylor 2007: 3).

Así como existen formas de religiosidad que buscan «simplicidad, seguridad y certeza»,  a la vez que vuelven absolutas normas relativas y «dividen el mundo en opuestos excluyentes» (Taylor 2007: 4); la religión, para Taylor, entendida en toda su complejidad, no sólo provee «cimientos seguros», sino que tiene la función de «desestabilizar cualquier tipo de religiosidad al subvertir la lógica oposicional del o lo uno o lo otro» (2007: 4).

La definición de religión propuesta por Mark Taylor es la siguiente:

La religión es una red [network] emergente, compleja y adaptativa de símbolos, mitos, y rituales que, por un lado, configuran [figure] esquemas [schema] de sentimientos, pensamientos y acciones que le dan significado y sentido a la vida, y por otro lado, desbaratan, dislocan y desfiguran cualquier estructura estabilizadora. (Taylor 2007: 12)

Estos esquemas serán válidos en la medida que nos permitan «hacer predicciones útiles» que incluyan «la interpretación y extrapolación, y a veces la generalización» de situaciones nuevas y de las «regularidades de la experiencia» (Taylor 2007: 13). Su viabilidad depende precisamente de «su exactitud teórica y eficacia práctica» (Taylor 2007: 16).

El acto de configurar esquemas incluirá en sí mismo siempre «algo que no puede ser representado ni comprendido», cualquier configuración [figures] «estará siempre desfigurada como si desde su interior» (Taylor 2007: 20).

Una red religiosa sería una más entre otras como una filosófica, otra de las artes, de las ciencias naturales y las ciencias sociales (Taylor 2007: 29). Los esquemas generados por estas distintas redes no serían independientes, sino que estarían interrelacionados y su constitución sería interdependiente (Taylor 2007: 15).

La función propia de la red religiosa, de acuerdo a Taylor, sería la de abordar «os problemas teológicos, antropológicos y cosmológicos», que pueden articularse en torno a las figuras interrelacionadas de Dios, alma [self], y mundo (2007: 22). Estas tres figuras corresponden, en la filosofía crítica de Kant, a las tres ideas trascendentales, configuradoras de sentido, de la misma forma llamadas ideas de Dios, alma y mundo.

Así como Taylor afirma que «la estructura y el desarrollo del conocimiento debe ser consistente con la estructura y el desarrollo de los fenómenos investigados» (2007: 30), la función de las ideas trascendentales kantianas será únicamente exigir «integridad del uso del entendimiento en la concatenación de la experiencia» (Kant 1999: 209).

Aceptando la definición de Mark Taylor, entonces, procederemos a examinar algunos aspectos de la filosofía de la religión de Kant, y ver hasta qué punto son compatibles con aquella, y en qué sentido pueden expandirla y enriquecerla.

Dios como una hipótesis trascendental

El planteamiento ilustrado del problema de Dios, de la idea de Dios, por parte de Immanuel Kant, ha sido regularmente subestimado por buena parte de los comentaristas, siempre con el prejuicio de Kant como protestante, y de crianza pietista. Cualquier aporte suyo siempre terminaría concorde a la imagen de Kant como un devoto cristiano.

Queremos optar por una interpretación distinta del pensamiento del filósofo de Königsberg, una que tenga en cuenta que Kant mismo no creía ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3). Será de suma importancia para el proyecto del presente ensayo mostrar que es posible y razonable hablar sobre religión sin comprometerse con ninguna en particular. Es más, será necesario poder contar con herramientas para hacer precisamente esto si es que nuestra propuesta concebirá la secularización como el advenimiento de un orden religioso neutro, estrictamente racional y moral (luego veremos cómo esto pueda ser compatible con la existencia de las grandes religiones históricas).

Para empezar con esta propuesta, será importante aterrizar este cuestionamiento en un lenguaje existencial, y no meramente el frío lenguaje filosófico. Para esto, haremos uso de Los hermanos Karamázov, donde se plantea constantemente el problema de Dios, no únicamente desde la irrelevante cuestión acerca de su existencia como creador del mundo, sino desde las implicancias morales que acarrearía dicho mundo sin un soberano moral.

Iván Fiódorovich, una de los hermanos Karamázov, ateo, no obstante, señala:

[…] en el siglo dieciocho hubo un viejo pecador que afirmaba: si no hubiera Dios, habría que inventarlo, s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, en efecto, el hombre ha inventado a Dios. Lo extraño, lo sorprendente no es que Dios exista en verdad; lo asombroso es que semejante idea (la idea de que Dios es necesario) haya podido meterse en la cabeza de un animal tan fiero y maligno como es el hombre; hasta tal punto es sacrosanta, hasta tal punto es enternecedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. (Dostoievski 1996: 383)

Queremos mostrar que el uso del término idea es precisamente el mismo que postula Kant en su crítica a la metafísica tradicional, y en consecuencia el tipo de religión que se puede concebir desde una idea tal, y cómo inevitablemente nos lleva considerar la secularización, no como la desaparición de la religión, sino como un tipo distinto de religiosidad.

Uno de los principales objetivos de la filosofía crítica, desde el punto de vista moral, es el de «suprimir el saber, para obtener lugar para la fe» (Kant 2007: 31; BXXX). Seguimos a Kant cuando señala que «las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura», sobre la existencia de Dios y de una vida futura, jamás podrán ser demostradas, pues «no se refieren a objetos de la experiencia» (sensibilidad) ni «a la posibilidad interna de ellos» (entendimiento) (2007: 768); pero de la misma forma, será «apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario» (Kant 2007: 769).

Es así que tanto Dios como la inmortalidad del alma quedan rebajados (¿o elevados?) a la condición de una hipótesis trascendental, que pueden ser usadas en el campo de batalla de la razón pura «como armas de guerra», mas nunca para «fundar en ellas un derecho, sino sólo para defenderlo» (Kant 2007: 798).

Lo que está en juego con tales ideas en el uso práctico de nuestra razón no es sino la moralidad misma. Mas no es esta última la que depende de las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma, sino que la fe en estos dos artículos de fe depende de nuestra propia subjetividad moral autónoma[2], accesible por igual a «todos los seres humanos sin distinción» (Kant 2007: 843).

Lo valioso acerca de la idea de Dios está en que nos permita pensar con mayor claridad el sentido que nosotros mismos podemos darle a la existencia de nuestra ‒otrora insignificante‒ especie de seres animales. Claro que esto conlleva el riesgo de la pérdida de nuestra autonomía, o de la mera búsqueda de un consuelo para los distintos males de la vida; o peor aún, que esta idea pierda su significación moral y sea corrompida por el interés propio y la tan humana necesidad de dominar a otros.

A pesar de los riesgos, podemos pensar la fe, en este contexto, como el compromiso con una idea, en tanto la reconocemos como importante y significativa.

Más el discurso hasta ahora se ha limitado a exponer desde un punto de vista epistemológico el problema. Recién ahora pasaremos a examinar qué tipo de religiosidad es posible sobre la base de estas meras ideas, y cómo esto nos pueda dar luces acerca del fenómeno religioso que es la secularización.

La religión dentro de los límites de la mera razón

Para Kant, la praxis religiosa corresponde a la necesidad de salir del estado de naturaleza ético, en el cual nos encontramos al pertenecer a un estado civil de derecho, que nos coloca bajo leyes públicas ejercidas coactivamente por una autoridad estatal (Kant 2001: 119). A diferencia del estado de naturaleza jurídico, nadie puede obligarnos a salir del estado de naturaleza ético:

[…] en una comunidad política ya existente todos los ciudadanos políticos como tales se encuentran en el estado de naturaleza ético y están autorizados a permanecer en él; pues sería una contradicción […] que la comunidad política debiese forzar a sus ciudadanos a entrar en una comunidad ética, dado que esta última ya en su concepto lleva consigo la libertad respecto a toda coacción. (Kant 2001: 120)

Lo propio de salir del estado de naturaleza ético, entrando de esa forma en un estado civil ético, que consiste en la unión de los hombres «bajo leyes no coactivas, esto es: bajo meras leyes de virtud» (Kant 2001: 119), es precisamente que lo hacemos de forma completamente libre, y nadie puede obligarnos. La praxis religiosa únicamente tiene sentido dentro del ámbito de la libertad moral, de un querer ir más allá de las leyes jurídicas que ya de por sí son suficientes para vivir en paz y de forma segura en una sociedad.

De esta forma, es considerado aberrante o contradictorio cualquier intento por parte del Estado de imponer leyes de naturaleza ética o religiosa:

Pero ¡ay del legislador que quisiera llevar a efecto mediante coacción una constitución erigida sobre fines éticos! Porque con ello no sólo haría justamente lo contrario de la constitución ética, sino que además minaría y haría insegura su constitución política. (Kant 2001: 120)

La purga de cualquier aspecto religioso de lo político no sólo tiene como mira proteger los derechos civiles de los ciudadanos, sino dar el espacio adecuado para una verdadera praxis religiosa, libre. En esto consiste un primer momento de la secularización, la separación entre cualquier religión del poder coercitivo estatal. En este primer sentido, propiamente, no se puede hablar de la secularización como un fenómeno religioso.

Consistentemente con lo ya dicho, una iglesia deberá respetar ciertos principios. Primero, debe apuntar a la universalidad. Si bien puede estar «dividida en opiniones contingentes y desunida, sin embargo, atendiendo a la mira esencial, está erigida sobre principios que han de conducirla necesariamente a la universal unión en una iglesia única (así pues, ninguna división en sectas)» (Kant 2001: 127).

En segundo lugar, su composición (o calidad) debe darse mediante «la pureza, la unión bajo motivos impulsores que no sean otros que los morales. (Purificada de la imbecilidad de la superstición y de la locura del fanatismo)» (Kant 2001: 127).

En tercer lugar, la relación entre sus miembros debe darse «bajo el principio de libertad, tanto [de] sus miembros entre sí como la externa de la iglesia con el poder político, ambas cosas en un Estado libre«, y sin jerarquías de ningún tipo (Kant 2001: 127).

En cuanto a su modalidad, su constitución tiene que permanecer inmutable. Lo que no quita que su administración, enteramente contingente, pueda variar «según el tiempo y las circunstancias» (Kant 2001: 127-128).

Finalmente, entonces, cómo sería esta iglesia, ¿a qué se parecerá? Kant nos brinda la siguiente comparación:

Con la que mejor podría ser comparada es con la de una comunidad doméstica (familia) bajo un padre moral comunitario, aunque invisible, en tanto su hijo santo, que conoce su voluntad y a la vez está en parentesco de sangre con todos los miembros de la comunidad, le representa en cuanto a hacer conocida más de cerca su voluntad a aquéllos, que por ello honran en él al padre y así entran entre sí en una voluntaria, universal y duradera unión de corazón. (Kant 2001: 128)

Hay una clara alusión a Jesús en dicha cita, cuya peculiaridad no descansa en cualquier elemento sobrenatural, sino en que, en su condición de un ser humano más, es capaz de comprender y seguir la voluntad divina (para Kant netamente moral), que también se encuentra a nuestro alcance, aunque la condición humana de enfrentamiento o insociable sociabilidad (precisamente, el estado de naturaleza ético), nos dificulte seguirla, y de ahí que necesitemos (o podamos necesitar) de un guía moral, cuya autoridad es reconocida gracias a nuestra propia facultad moral autónoma.

Debemos introducir ahora la diferencia entre una fe religiosa pura (fe racional) y una fe eclesiástica (histórica). Esta diferencia será fundamental para entender la —aparentemente— controversial tesis de Kant, según la cual «sólo hay una (verdadera) Religión» (Kant 2001: 134). Kant nos explica la diferencia del siguiente modo:

La fe religiosa pura es ciertamente la única que puede fundar una iglesia universal; pues es una mera fe racional, que se deja comunicar a cualquiera para convencerlo, en tanto que una fe histórica basada sólo en hechos no puede extender su influjo más que hasta donde pueden llegar, según circunstancias de tiempo y lugar, los relatos relacionados con la capacidad de juzgar su fidedignidad. (Kant 2001: 128)

Esta mera fe racional equivale a nuestra capacidad autónoma de reconocer a qué estamos obligados moralmente, mediante el uso de nuestra razón, el pensar por nosotros mismos, aunque nunca de forma solipsista, sino siempre en diálogo con otros, y buscando la máxima coherencia posible entre nuestras creencias.

En cambio, creencias acerca de la supuesta divinidad de Jesús, acerca de la naturaleza de la Trinidad, e incluso las enseñanzas misma de Jesús (al igual que de cualquier otro profeta), corresponden a una fe eclesiástica e histórica, que es enteramente contingente, y cuya validez justamente depende de su conformidad con la fe religiosa pura.

Mas Kant no va a negar la importancia que tiene la fe eclesiástica, pues, en vista de sus contenidos más tangibles, es la única sobre la que se puede «fundar una iglesia», pues no basta con la frialdad de la fe racional, y esto debido a «una particular debilidad de la naturaleza humana» (Kant 2001: 128-129). Añade:

Los hombres, conscientes de su impotencia en el conocimiento de las cosas suprasensibles […], no son fáciles de convencer de que la aplicación constante a una conducta moralmente buena sea todo lo que Dios pide de los hombres para que éstos seas súbditos agradables a él en su reino. (Kant 2001: 129)

Queda señalado que lo único que podemos considerar racionalmente es requerido de nosotros por Dios es una conducta moralmente buena, o el cultivo de una buena voluntad.

De esta forma, la única religión verdadera es aquella que se sostiene en la fe racional, y es accesible a todos universalmente mediante el uso de nuestra propia razón autónoma.

Debe quedar absolutamente claro, no obstante, que esta afirmación no atenta contra la diversidad de religiones, sino que precisamente reafirmar la capacidad autónoma de cada persona (y por tanto, de distintos grupos de personas, o comunidades) de acceder a esta única religión generará necesariamente distintos modos de creencia. Veamos:

Se puede añadir que en las iglesias diversas, que se separan unas de otras por la diversidad de sus modos de creencia, puede encontrarse sin embargo una y la misma verdadera Religión. (Kant 2001: 134)

Esta distinción se tendría que hacer notar en nuestro uso cotidiano del lenguaje:

Es, pues, más conveniente […] decir: este hombre es de esta o aquella creencia (judía, mahometana, cristiana, católica, luterana), que decir: es de esta o aquella Religión. (Kant 2001: 134)

Así, no sólo ningún modo de creencia puede imponerse a otro (pues sería absurdo que un modo de creencia pretenda el monopolio de la única religión verdadera), sino que quedan sólidamente establecidas las bases para el diálogo entre los distintos modos de creencia, pues comparten esta religión única y netamente moral.

Evidentemente, existe una clara correspondencia entre la fe eclesiástica histórica y los modos de creencia, por un lado, y la fe racional con la única religión verdadera, por el otro. Ambas formas de fe pueden coexistir, pero la fe eclesiástica tiene a la fe racional como su «intérprete supremo» (Kant 2001: 136).

Es más, se puede decir que la fe eclesial puede contener dentro de sí a la fe racional (aunque muchas veces oscurecida o corrompida), y es la presencia de esta última lo que «constituye aquello que [en la primera] es auténtica Religión» (Kant 2001: 139).

De este modo, Kant afirma que la moralidad no debe ser interpretada según la Biblia, sino más bien la Biblia según la moralidad (2001: 137n); y si bien adecuar el texto sagrado a los principios morales racionales puede generar interpretaciones forzadas respecto de ciertos pasajes, esto es igual preferible a «una interpretación literal que o bien no contiene absolutamente nada para la moralidad o bien opera en contra de los motivos impulsores de esta» (2001: 137).

La función de una fe eclesial (o un modo de creencia) se dirige siempre a «un cierto pueblo en un cierto tiempo en un sistema que se mantiene de un modo constante» (Kant 2001: 142); la función de la fe religiosa pura, posesión de cada persona, será la de regular y hacer primar la moral en un determinado modo de creencia, pues resulta innegable la propensión de las instituciones religiosas (tanto de las personas que las integran como sus seguidores) a corromperse, y buscar la dominación terrena, traicionando de esta forma los principios fundamentales de la moralidad y de la religión misma, que como hemos visto, coinciden.

Puesto que en realidad la fe religiosa jamás podrá darse en su forma pura, sino que siempre estará acompañada de ciertas características de una fe eclesiástica, Kant introduce dos nuevos tipos de fe, mutuamente excluyentes. La fe beatificante sería posesión de «todo aquel en quien la creencia eclesial, refiriéndose a su meta, la fe religiosa pura, es práctica» (Kant 2001: 143); esta fe será libre, «fundada sobre puras intenciones del corazón» (Kant 2001: 144). Por otro lado, tenemos a la fe de prestación, que «busca hacerse agradable a Dios mediante acciones (del cultus) que (aunque trabajosas) no tienen por sí ningún valor moral», y son por lo tanto acciones «que también un hombre malo puede ejecutar» (Kant 2001: 144).

Debe resultar evidente que ambos tipos de fe se encontrarán en los distintos modos de creencia históricos, y ningún modo de creencia particular podrá adjudicarse la exclusividad de la fe beatificante. Esta terminología kantiana, por lo tanto, no debe resultar hostil a ningún modo de creencia existente, así como tampoco favoreciendo a uno específico (como el cristianismo, o dentro de él, el protestantismo, y menos aún, el pietismo).

Podremos entender ahora un segundo sentido de secularización, el menos aparente, y que, como afirma Mark Taylor, constituye un fenómeno religioso; a saber, que «el tránsito gradual de la fe eclesial al dominio único de la fe religiosa pura es el acercamiento del reino de Dios» (Kant 2001: 143). Puesto de otra forma, el cambio de «la forma de una degradante fe coactiva por una forma eclesial que sea adecuada a la dignidad de una Religión moral, a saber: la forma de una fe libre» (Kant 2001: 153n).

Pero esta secularización, que depende de la idea de una religión racional, se mantendrá siempre inalcanzable, y cualquier intento humano con miras a este fin será siempre uno de acercamiento[3]. Además, en la medida que estamos en el ámbito de las ideas de la razón, su validez depende únicamente del «consenso de ciudadanos libres» (Kant 2007: 766), y por lo tanto, esta visión sobre la religión no podrá ser jamás impuesta, sino únicamente razonablemente aceptada.

Conclusiones

Una red religiosa, tal como se deriva de la definición de Mark Taylor, así como los esquemas que pueda incluir, tendrán que ser evaluados por una moral universalista y racional si es que de lo que se trata es  de medir el grado de secularización que una red determinada posee. Así, un determinado modo de creencia, como el mormonismo, que no permitía el sacerdocio de hombres de origen africano hasta 1978 (atentando contra la universalidad como característica de una iglesia verdadera), puede ser justamente evaluada, respecto de ese aspecto, como menos secularizada que una que sí lo permita. De la misma forma puede ser condenada la exclusión de las mujeres de esta misma institución (el sacerdocio) en el cristianismo.

No es posible hablar de la secularización como un fenómeno religioso si no aceptamos como criterio decisivo la independencia de la moralidad, y la sumisión gradual de las religiones históricas a esta autonomía. Por supuesto que cuando hablamos de moralidad no nos referimos a la moral de Kant, ni a una moralidad occidental y europea. Cómo sea posible o siquiera legítimo hablar de una moral universal es un problema que escapa el alcance de este trabajo. Más semejante labor no debe oscurecer la cada vez más predominante presencia en el mundo de una moral basada en el respeto absoluto a la dignidad humana, que es, a grandes rasgos, lo único que la moralidad toda exige de nosotros.

Cualquier visión comprehensiva, o un metarrelato, ciertamente conlleva el riesgo de ser usada de forma abusiva, sin lugar a dudas; pero justamente es esta visión de la secularización la que puede enfrentar mejor y con mayor claridad tales peligros, afirmando la pluralidad de creencias sobre la base del respeto mutuo.


[1] Lo que sigue es mi ensayo final de un curso de la Maestría en Filosofía, del 2011-1, dictado por Luis Bacigalupo, sobre secularización.

[2] Veamos la siguiente cita:

[…] la convicción no es certeza lógica, sino certeza moral; y como descansa en fundamentos subjetivos (de la disposición moral del ánimo, resulta que ni siquiera debo decir: es moralmente cierto que hay un Dios, etc., sino: yo estoy moralmente cierto, etc. Eso significa: la fe en un Dios y en otro mundo está tan entrelazada con mi disposición moral de ánimo, que así como no corro peligro de perder la última, así tampoco me preocupo porque pueda serme arrancada jamás la primera. (Kant 2007: 841-842)

Debe quedar claro que la moralidad no depende de la existencia de un ser suprasensible, sino de nuestra propia racionalidad.

[3] Kant afirma, consecuentemente con su epistemología:

[Una religión racional] Es una idea de la Razón, cuya presentación en una intuición que le sea adecuada nos es imposible, pero que como principio regulativo práctico tiene realidad objetiva para actuar en orden a ese fin de la unidad de la Religión racional pura. (2001: 153n)

Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

TAYLOR, Mark C.

After God. Chicago: The University of Chicago Press, 2007.

El «giro» de John Rawls (o sobre un falso debate entre comunitaristas y liberales)[1]

En el último capítulo de Tras el consenso: Entre la utopía y la nostalgia, titulado «En busca de un «consenso por superposición». Sobre el viraje de John Rawls», Miguel Giusti afirma —a mí parecer, con total razón— que «en sus últimos trabajos John Rawls ha efectuado un importante giro epistemológico que viene a desarticular la polaridad de la discusión [entre comunitaristas y liberales], generando desconcierto entre sus detractores y defensores»[2].

Ante las usuales críticas a teorías éticas con pretensiones universalistas de no tomar en cuenta las particularidades de culturas distintas, de tentar un carácter a-histórico, o de, finalmente, no ser más que etnocentrismos camuflados, Rawls parece responderlas directamente, afirmando que su teoría de la justicia como equidad descansa justamente en las particularidades de la cultura democrática, pertenece, por lo tanto, claramente a un momento de la historia determinado, y de esta forma, le quita el supuesto camuflaje a su pensamiento.

Su teoría universal —si todavía podemos llamarla así— no podría estar más lejos de aquella otra concepción —autoritaria— de «universalismo» que suelen pintar los comunitaristas, que más bien, parece apuntan a lo opuesto: doctrinas particulares cuya universalidad radica en su anhelo de ser impuestas a todos los seres humanos, tanto de culturas diferentes, como, inclusive, de tiempos pasados.

A este universalismo a-histórico, lo llamaré autoritario, o un dogmatismo asolapado. Resulta difícil pensar en siquiera un filósofo serio que usualmente sea identificado como portador de una teoría universal que caiga efectivamente dentro de este grupo.

Al universalismo de John Rawls, en contraposición, lo llamaré de forma amplia democrático[3]. Su universalidad no está en que se pueda aplicar indiscriminadamente y por la fuerza a todas las culturas en todos los momentos de la historia en todos los lugares de la Tierra, sino en que pueda ser aceptado libremente por distintos puntos de vista y formas de pensar, y por lo tanto, debe entenderse mejor como un proyectos histórico y no simplemente aceptado o rechazado a priori.

No deberíamos dejar de notar, como bien señala Michael Walzer, que este tipo de universalismo siempre dependerá de ciertas particularidades (o de un lenguaje maximalista) para ser expresado, y justamente Rawls no duda en aceptar esto, señalando que su liberalismo político sólo tiene sentido dentro de una sociedad en la que los valores democráticos como la libertad e igualdad de los ciudadanos, y la sociedad entendida como un sistema de cooperación equitativo estén fuertemente arraigados.

No obstante, esta característica del universalismo democrático no lo vuelve menos universal, a menos que creamos falsamente que el estándar del universalismo es aquel que parece ser casi universalmente rechazado por el pensamiento filosófico precisamente como autoritario (o una doctrina particular que busque imponerse por la fuerza).

No deberíamos dudar en afirmar que hay efectivamente ciertos sistemas de valores que son más universales que otros. Un cristianismo intolerante, como ha existido durante siglos y sigue existiendo (aunque con mucho menos fuerza), que quiera imponerse por la fuerza, es ciertamente un pensamiento menos universal que aquella otra rama del cristianismo, o de cualquier otra corriente religiosa, que respete la capacidad de elegir libremente la religión propia en los demás, capacidad en la que ella misma se sostiene.

El universalismo, entonces, pasaría a ser una suerte de criterio, o de brújula, que se puede aplicar a distintas formas de pensar, sin comprometerse con ninguna en particular.

Lo que está claro es que este criterio depende de aceptar una serie de valores, que podemos considerar a grandes rasgos como objetivos, lo que, por supuesto, nos lleva a un problema filosófico más profundo y difícil.

De ahí que Giusti mencione —nuevamente, con razón— que el liberalismo político de Rawls se sostiene en «una argumentación circular por cuyo intermedio se postula el ideal de racionalidad intersubjetiva en términos histórico-culturales de raigambre comunitarista» (Giusti, p. 250).

No obstante, es difícil estar de acuerdo con identificar esta movida rawlsiana con «la confianza moderna en el progreso incontenible de la libertad racional» (Giusti, p. 255). Primero, como si Rawls confiara en que el liberalismo se va a imponer inevitablemente por sí solo. Ciertamente ha de creer que, si su doctrina es suficientemente razonable, podrá ser aceptada libremente por otros. Si a eso le llamamos progreso moderno de la razón, entonces resulta difícil notar qué hay de cuestionable en dicha esperanza. Como si no pudiese llamarse progreso a una esperanza de reducir las guerras, injusticia y pobreza en el mundo, claro que acompañada por las luchas de distintos grupos en pos de dicho ideal, y cuyo resultado exitoso, tal como consideraba Kant, es ciertamente contingente.

Más bien, esta «deficiencia» en la reformulación de la teoría de Rawls puede verse justamente como su mayor éxito, y la expresión de pasar finalmente del ámbito filosófico meramente teórico al práctico político, donde realmente las teorías han de mostrar su validez.

Podría replicarse, como suele hacerse, que esto sigue siendo un etnocentrismo solapado que pretende hacer pasar por universales ciertos valores occidentales. No se me ocurre una réplica más superficial y tendenciosa. Casi como si en «occidente» se aceptaran en la práctica universalmente valores como el de la dignidad humana o de la tolerancia religiosa, o como si en «oriente» estos se negaran de la misma forma.

Como el mismo Walzer sostiene, hay algo que llamamos justicia, que no podemos definir de una forma universal a-histórica; pero que, si hay algo que los seres humanos compartimos a lo largo de la historia y en distintos lugares, es justamente la lucha por honrarla, de forma siempre imperfecta, lo mejor que podamos.

Para una entrada con una temática similar, entren aquí.


[1] Esta entrada fue concebida casi en su totalidad antes de leer el último ensayo de Tras el consenso: Entre la utopía y la nostalgia, de Miguel Giusti, del cual usaré algunas partes para ordenarme, pero en lo absoluto pretendo hacerle justicia a su tesis central.

[2] Miguel Giusti, Tras el consenso: Entre la utopía y la nostalgia (Madrid: Editorial Dykinson, 2006). La cita pertenece a las páginas 241 y 242. En adelante, citaré entre paréntesis.

[3] Por ponerle un nombre, en realidad, pues esta característica es inherente de cualquier tipo de universalismo verdadero, y podría también llamarlo crítico o razonable.

Máximas

El concepto de ‘máxima’ resulta fundamental para un entendimiento adecuado de la ética kantiana, afirmación que resulta bastante obvia si dirigimos nuestra mirada a la primera y tercera formulación de la ley moral.

En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant define ‘máxima’ un par de veces —en notas al pie de página— como «el principio subjetivo de la voluntad» (G 4:401) y como «el principio subjetivo de la acción» (G 4:420-1); es decir, que en tanto agentes racionales, actuamos sólo de acuerdo a principios o reglas que nos ponemos o «representamos» (G 4:412).

Mas no resulta claro en lo absoluto —en buena parte debido a los ejemplos que Kant usa en dicha obra— qué tan precisas pueden llegar a ser estas máximas. Por ejemplo, podría existir la máxima de «vestirse de amarillo todos los miércoles», o más bien la máxima respectiva tendría que formularse de forma más amplia: «elegir libremente nuestra vestimenta». Si no establecemos límites a la precisión que estas máximas puedan tener, entonces estaríamos obligados a someter a examen absolutamente todas nuestras acciones; o para ser más precisos, las máximas de dichas acciones, dando lugar a la común concepción de la ética kantiana como una ética procedimental, que debe dar como resultado una serie de reglas de conducta más o menos bastante exactas y sin que permitan excepción alguna.

Resulta ya a estas alturas sumamente discutible —por no decir flagrantemente falso— que tal uso de las máximas era el que Kant tenía en mente para su teoría ética, pues una mirada rápida a la Metafísica de las costumbres nos demuestra que del imperativo categórico no obtenemos un juego de reglas precisas, sino más bien una serie de máximas —en la forma de deberes de virtud— tales como la beneficencia o evitar la soberbia, que a su vez debemos seguir en cada situación usando nuestro juicio (MS 6:411-2).

En todo caso, el motivo de este artículo sobre las máximas es la de complementar esta definición negativa con una positiva, presente en las lecciones de antropología de Kant, y que me topé en la excelente biografía del filósofo de Königsberg escrita por Manfred Kuehn, en la que muestra que las máximas empiezan a jugar un papel tanto en la filosofía como en la vida de Kant cuando este cumple los 40 años de edad. Veamos.

Las máximas kantianas son por lo general realmente cosas ordinarias —al menos en la forma que las describe en el contexto de la antropología. Son preceptos o reglas generales que hemos aprendido de otros o de libros, y que decidimos adoptar como principios según los que queremos vivir. Estas máximas nos muestran como criaturas racionales o al menos capaces de dirigir sus acciones de acuerdo a principios generales y no simplemente por impulsos. Sin embargo, y esto es importante, Kant no creía que se originaban simplemente de nuestro razonar. No son primariamente principios privados sino que están sujetos al discurso público. En efecto, Kant insistió en que las conversaciones con amigos acerca de cuestiones morales nos proveen una buena forma de clarificar nuestras ideas morales. Las máximas, en cierto sentido, están ampliamente a nuestro alrededor; la pregunta es cuáles debemos adoptar[1].

Se empieza —o termina— de caer la imagen de la ética kantiana como monológica y solipsista. Kuehn prosigue:

Entonces, una máxima  ha de ser el tipo de regla que puede seguirse, esto es, una que tiene relevancia en nuestra vida diaria, no algún principio artificial. Así, «Siempre sé el primero en entrar a una habitación» y «Nunca comas pescado los viernes» son efectivamente máximas, mas un principio como, «Siempre que sea viernes, y el sol esté brillando, y haya un pedazo de papel volando por esta intersección, y mientras hayan exactamente cinco hojas en el árbol de la derecha, no obedeceré la luz roja» no es una máxima. Tal «principio» no es un tipo de regla según la cual podamos vivir.

Pierde sentido poner a prueba al imperativo categórico con máximas específicas, que es como se ha enfocado mucho del estudio de la ética kantiana como procedimental.

Las máximas son realmente las reglas más básicas de conducta y de pensamiento. No deberíamos, por consiguiente, atribuir a Kant el punto de vista según el cual es necesario formular máximas para cada acto particular que podamos imaginar. Esta es otra razón por la cual sería un error pensar de nuestra vida moral como una de evaluación constante de nuestras máximas de acción. La adopción de máximas debe verse como un evento raro y muy importante para una vida humana. Las máximas, al menos en el sentido de las lecciones de antropología, son Lebensregeln, o reglas para vivir.

Más adelante:

Las máximas se refieren a agentes morales perdurables. En efecto, sólo cobran sentido si es que asumimos un agente tal. Son expresiones de la agencia racional. Si es que verdaderamente supiésemos las máximas de un agente racional, entonces sabríamos una buena cantidad de información sobre ese agente moral.

De esta forma, las máximas constituyen el carácter.

¿Cómo juzgar si un carácter es bueno o malo? ¡Por las máximas, por supuesto! Estas son decisivas para juzgar la bondad de nuestro carácter pues éste depende de la bondad de sus máximas.

Finalmente, Kuehn prosigue con un incisivo cuestionamiento de la renovada importancia de las máximas para la vida Kant, que dejo como interrogante:

¿Se engañó Kant cuando creyó haber formado su carácter, tras adoptar conscientemente sus nuevas máximas? ¿No fueron, más bien, sólo racionalizaciones de procesos que no tenían nada que ver con la elección?

Para otras entradas sostenidas en el divertidísimo libro de Kuehn, entren a esta sobre una reflexión acerca del significado de la vida, y esta otra sobre las creencias religiosas de Kant.


[1] Manfred Kuehn, Kant: A Biography (New York: Cambridge University Press, 2002). Las apuradas traducciones son mías, y todas se encuentran entre las páginas 145 y la 153.

Aplicando la ley moral (u otro post sobre Battlestar Galactica y robots)

Ya hace algunos días señalé cómo podríamos considerar el genocidio de una raza de robots con libre albedrío como un crimen en contra de la humanidad, basándome en un ejemplo dado por la excelente serie de televisión Battlestar Galactica.

Humanos y Cylons viviendo juntos.

Ahora quisiera hablar sobre el mismo caso, pero desde otra perspectiva.

Para la teoría ética de Immanuel Kant:

La filosofía moral está fundamentada en un solo principio supremo, que es a priori, pero todos nuestros deberes morales resultan de la aplicación de este principio a lo que sabemos empíricamente sobre la naturaleza humana y las circunstancias de la vida humana[1].

Dicho principio a la vez se sostiene en el valor de la humanidad, que no es otra cosa que la naturaleza racional presente —de forma no exclusiva— en nuestra especie.

En Battlestar Galactica, la raza de robots llamada Cylons se revela como meras máquinas determinadas a exterminar a los seres humanos. Nosotros, por tanto, hemos de considerarlos nuestros enemigos sin reconocerles deber moral alguno.

Sin embargo, una vez que algunos especímenes de dicha raza empiezan a mostrar libre albedrío, o en otras palabras, la naturaleza racional o humanidad, nuestra aplicación de la ley moral, completamente a priori, ha de cambiar debido a lo que sabemos empíricamente de dicha raza, y por tanto, ¡reconocerles el estatus de personas con una dignidad irrenunciable!

La serie hace un excelente trabajo en mostrar las reacciones de los distintos humanos, y de cómo surge rápidamente un fuerte racismo (o tal vez sería mejor decir especismo) contra los Cylons.

Me llama la atención que dicho problema moral planteado en la serie sea entendido de forma muy clara por la teoría ética kantiana, que es finalmente el motivo por el cual tenemos y debemos perfeccionar nuestras teorías éticas.

Para un artículo más sobre un problema similar, también perteneciente al área de la ciencia ficción, vean este artículo sobre Avatar (y en menor medida Sector 9).


[1] Allen W. Wood, Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). La traducción es mía, y pertenece a la página 61.