reino de los fines

¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoiesvski

La versión final de mi ponencia del VII Simposio de Estudiantes de Filosofía, cuya sumilla pueden encontrar aquí.

Su servidor bloguero, segundo desde la derecha, acompañado de los inefables (de izquierda a derecha) Raphael Aybar, Maverick Díaz y Rubén Merino.

La famosa y malentendida tesis kantiana acerca del mal radical en la naturaleza humana, que corrompe nuestra disposición moral de raíz, nos obliga a cambiar nuestro foco de atención del mal que vemos en las acciones de los demás, al mal dentro de uno mismo. Digámoslo sin rodeos: de acuerdo a Kant, ninguno de nosotros se salva; todos somos moralmente malos. Si creyésemos que sí, que estamos libres de mal, o de pecado, si quieren, probablemente sea precisamente porque este mal que nos ataca de raíz, este cáncer moral, se ha arraigado tanto en nuestro interior que nos impide ver nuestra propia mentira.

Para una persona ilustrada, de mente abierta, esto no tiene por qué incomodar… tanto. De arranque tenemos que aceptar que no somos perfectos, que no siempre somos justos, que no hacemos todo lo que podríamos para ayudar a otras personas, que a veces tenemos «malos pensamientos»… en fin. Podemos reconocer una serie de rubros en los que podemos mejorar. La palabra virtud, fuera de la filosofía (e incluso dentro), está desfasada. Pero la virtud es precisamente la fuerza de la que hacemos uso para intentar mejorar quiénes somos apuntando a una imagen, ya sea borrosa, de quiénes queremos ser.

Cuando Kant dice que todos somos malos, tal sentencia, hay que aclarar, permite por supuesto una diferencia de grado: algunos son (o somos) efectivamente más malos que otros. De forma más precisa, la virtud, entendida como la fortaleza para aspirar a un ideal propiamente moral, no es algo que poseamos por naturaleza, o incluso nos venga fácil en la situación actual de competencia en que los seres humanos nos encontramos unos respecto de otros. Cuando Kant dice que todos somos radicalmente malos, lo único que está diciendo es que no somos todo lo virtuosos que podríamos ser, no hacemos de la ley moral, esto es, del respeto a la dignidad en uno mismo y en otros, el móvil último de nuestras acciones.

Esto es bastante obvio, me parece, y no necesitamos que Kant nos lo diga para saberlo; sin embargo, sobre esta afirmación evidente es que se sientan las bases para entender la concepción de una religión racional que será el tema de esta ponencia.

Lo que me propongo hacer en esta exposición es ahondar sobre el tipo de religión que Kant construye precisamente sobre la necesidad de superar este mal radical, y voy a abogar también por su actualidad y relevancia. Además, sugeriré que la concepción kantiana de religión tiene mucho en común con la que Fiódor Dostoievski esboza en su obra cumbre: Los hermanos Karamázov, lo que no viene sin algunas tensiones y problemas. Empecemos.

El planteamiento ilustrado del problema de Dios, de la idea de Dios, por parte de Immanuel Kant, ha sido regularmente subestimado, siempre con el prejuicio de Kant como protestante, y de crianza pietista. Cualquier aporte suyo siempre terminaría concorde a la imagen de Kant como un devoto cristiano.

Quiero optar por una interpretación distinta de su filosofía, una que tenga en cuenta, por ejemplo, que Kant mismo, según sabemos por las fuentes bibliográficas disponibles, no creía ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3).

Pero antes de pasar a la exposición del pensamiento de Kant, considero importante aterrizar el problema en un lenguaje existencial, para no quedarnos meramente en la frialdad  de los conceptos filosóficos. Para esto, nos introduciremos en la problemática a partir de un pasaje de Los hermanos Karamázov, donde se plantea constantemente el problema de Dios, no únicamente desde la irrelevante cuestión acerca de su existencia como creador del mundo, sino desde las implicancias morales que acarrearía dicho mundo sin un soberano moral.

Iván Fiódorovich, una de los hermanos Karamázov, ateo, no obstante, señala:

 […] en el siglo dieciocho hubo un viejo pecador que afirmaba: si no hubiera Dios, habría que inventarlo, s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, en efecto, el hombre ha inventado a Dios. Lo extraño, lo sorprendente no es que Dios exista en verdad; lo asombroso es que semejante idea (la idea de que Dios es necesario) haya podido meterse en la cabeza de un animal tan fiero y maligno como es el hombre; hasta tal punto es sacrosanta, hasta tal punto es enternecedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. (Dostoievski 1996: 383)

Quiero mostrar que el uso del término idea que encontramos en la cita es precisamente el mismo que postula Kant en su crítica a la metafísica tradicional, y en consecuencia, examinar el tipo de religión que se puede concebir desde una idea tal.

Uno de los principales objetivos de la filosofía crítica, desde el punto de vista moral, es el de «suprimir el saber, para obtener lugar para la fe» (Kant 2007: 31). Seguimos a Kant cuando señala que «las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura», proposiciones sobre la existencia de Dios y de una vida futura, jamás podrán ser demostradas, pues «no se refieren a objetos de la experiencia» (para la sensibilidad) ni «a la posibilidad interna de ellos» (en el entendimiento) (2007: 768); pero de la misma forma, será «apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario» (Kant 2007: 769).

Digámoslo más claramente: si aceptamos que Dios no se encuentra en el mundo espacio temporal, ni está inscrito en el funcionamiento de nuestro entendimiento, de forma innata, por ejemplo, entonces jamás podremos afirmar al nivel de un conocimiento científico, ni que Dios existe, pero tampoco que no existe.

No obstante, nos queda la fe en las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma. Estos dos artículos de fe dependen de nuestra propia subjetividad moral autónoma, accesible por igual a «todos los seres humanos sin distinción» (Kant 2007: 843). Es decir, si no tenemos ninguna prueba sensible, como un milagro, ni tampoco una prueba lógica o matemática, como una de esas argumentaciones pretensiosas y refinadas, lo único que nos queda es una fe basada en nuestra autonomía moral.

Lo valioso acerca de la idea de Dios está en que nos permita pensar con mayor claridad el sentido que nosotros mismos podemos darle a la existencia de nuestra ‒otrora insignificante‒ especie de seres animales. Claro que esto conlleva el riesgo de la pérdida de nuestra autonomía, o de la mera búsqueda de un consuelo para los distintos males de la vida; o peor aún, que esta idea pierda su significación moral y sea corrompida por el interés propio y la tan humana necesidad de dominar a otros.

A pesar de los riesgos, podemos pensar la fe, en este contexto, como el compromiso con una idea, en tanto la reconocemos como importante y significativa.

Más el discurso hasta ahora se ha limitado a exponer desde un punto de vista epistemológico el problema. Recién ahora pasaremos a examinar qué tipo de religiosidad es posible sobre la base de estas meras ideas.

Para Kant, la praxis religiosa corresponde a la necesidad de salir del estado de naturaleza ético, en el cual nos encontramos al pertenecer ya a un estado civil de derecho, que nos coloca bajo leyes públicas ejercidas coactivamente por una autoridad estatal (Kant 2001: 119). A diferencia del estado de naturaleza jurídico, nadie puede obligarnos a salir del estado de naturaleza ético:

[…] en una comunidad política ya existente todos los ciudadanos políticos como tales se encuentran en el estado de naturaleza ético y están autorizados a permanecer en él; pues sería una contradicción […] que la comunidad política debiese forzar a sus ciudadanos a entrar en una comunidad ética, dado que esta última ya en su concepto lleva consigo la libertad respecto a toda coacción. (Kant 2001: 120)

Lo propio de salir del estado de naturaleza ético, entrando de esa forma en un estado civil ético, que consiste en la unión de los hombres «bajo leyes no coactivas, esto es: bajo meras leyes de virtud» (Kant 2001: 119), es precisamente que lo hacemos de forma completamente libre, y nadie puede obligarnos. La praxis religiosa únicamente tiene sentido dentro del ámbito de la libertad moral, de un querer ir más allá de las leyes jurídicas que ya de por sí son suficientes para vivir en paz y de forma segura en una sociedad.

Apliquemos esto a nuestra realidad. Actualmente, en Perú, si bien de forma precaria, nos encontramos en un estado civil de derecho: existen leyes que tenemos que obedecer nos guste o no, y no podemos simplemente decidir volver a un estado de naturaleza en sentido jurídico, a una sociedad sin leyes (por más que cuando nos subimos a la combi hacemos básicamente eso). Pero es recién en este estado civil donde podemos libremente elegir participar de una comunidad con fines que, si bien no se oponen a los de la ley, buscan ir más allá, como por ejemplo organizarnos para recaudar fondos y ayudar a algún miembro de la comunidad que pueda estar enfermo; estas son las leyes de virtud de las que habla Kant, la búsqueda de la propia perfección moral así como de la felicidad ajena, que serían el objeto de una comunidad religiosa, o una iglesia, si quieren. Como acotación, es innegable que en Perú existen numerosas parroquias, no sólo católicas sino también evangélicas, que efectivamente realizan actividades de este tipo. La praxis religiosa de la que está hablando Kant no es algo totalmente nuevo, sino que, de alguna forma u otra, siempre ha existido.

De esta forma, es considerado aberrante o contradictorio cualquier intento por parte del Estado de imponer leyes de naturaleza ética o religiosa:

Pero ¡ay del legislador que quisiera llevar a efecto mediante coacción una constitución erigida sobre fines éticos! Porque con ello no sólo haría justamente lo contrario de la constitución ética, sino que además minaría y haría insegura su constitución política. (Kant 2001: 120)

La purga de cualquier aspecto religioso de la esfera de lo político no sólo tiene como mira proteger los derechos civiles fundamentales de los ciudadanos, como la libertad de culto, sino dar el espacio adecuado para una verdadera praxis religiosa, libre. La secularización, por tanto, no debe verse como hostil a las religiones, sino como todo lo contrario.

Consistentemente con lo ya dicho, una iglesia deberá respetar ciertos principios. Primero, debe apuntar a la universalidad. Si bien puede estar «dividida en opiniones contingentes y desunida, sin embargo, atendiendo a la mira esencial, está erigida sobre principios que han de conducirla necesariamente a la universal unión en una iglesia única» (Kant 2001: 127).

En segundo lugar, su composición (o calidad) debe darse mediante «la pureza, la unión bajo motivos impulsores que no sean otros que los morales. (Purificada de la imbecilidad de la superstición y de la locura del fanatismo)» (Kant 2001: 127).

Kant, y supongo muchos de nosotros, vería con malos ojos el unirse a una comunidad religiosa principalmente para sacar provecho material de la ayuda de los demás, o por temor al castigo después de la muerte, o por cualquier otro motivo que no sea uno propiamente moral, como el del respeto al prójimo, con el que queremos entablar una comunicación que vaya más allá de la de meros ciudadanos; por supuesto que esta hipotética persona seguiría siendo libre de hacerlo. Mirar con malos ojos no significa, en este caso, prohibir.

De la misma forma, bajo este criterio podríamos juzgar la capacidad de los líderes de una determinada iglesia. Por ejemplo, dentro del Catolicismo, tenemos figuras como Gustavo Gutiérrez, por mencionar la más cercana, al cual podemos reconocerle móviles propiamente morales, como la lucha contra la pobreza y la injusticia social; pero también dentro de esta misma iglesia, nos encontramos, para mencionar otro ejemplo obvio, con un cardenal Cipriani, para quien y cuyos seguidores no resultan en lo absoluto duros o exagerados los adjetivos que utiliza Kant: imbecilidad, superstición, locura, fanatismo. No descubro nada nuevo al afirmar que muchos líderes religiosos exaltan conductas injustificables desde un punto de vista moral, y deben condenarse de forma pública, lo que, de nuevo, no equivale a prohibir o censurar.

En tercer lugar, la relación entre sus miembros debe darse «bajo el principio de libertad, tanto [de] sus miembros entre sí como la externa de la iglesia con el poder político, ambas cosas en un Estado libre«, y sin jerarquías de ningún tipo (Kant 2001: 127). Prohibir, por ejemplo, el sacerdocio al género femenino es algo irracional y aberrante. Incluso la distinción misma entre laicos y clérigos es considerada por Kant como «degradante» (2001: 151).

En cuanto a su modalidad, su constitución tiene que permanecer inmutable. Lo que no quita que su administración, enteramente contingente, pueda variar «según el tiempo y las circunstancias» (Kant 2001: 127-128).

Finalmente, entonces, cómo sería esta iglesia, ¿a qué se parecerá? Kant nos brinda la siguiente comparación:

Con la que mejor podría ser comparada es con la de una comunidad doméstica (familia) bajo un padre moral comunitario, aunque invisible, en tanto su hijo santo, que conoce su voluntad y a la vez está en parentesco de sangre con todos los miembros de la comunidad, le representa en cuanto a hacer conocida más de cerca su voluntad a aquéllos, que por ello honran en él al padre y así entran entre sí en una voluntaria, universal y duradera unión de corazón. (Kant 2001: 128)

Hay una clara alusión a Jesús en dicha cita, cuya peculiaridad no descansa en cualquier elemento sobrenatural, sino en que, en su condición de un ser humano más, es capaz de comprender y seguir la voluntad divina (para Kant netamente moral), que, sin embargo, también se encuentra a nuestro alcance, aunque la condición humana de enfrentamiento o insociable sociabilidad (precisamente, el estado de naturaleza ético), nos dificulte seguirla, y de ahí que necesitemos (o podamos necesitar) de un guía moral, cuya autoridad es reconocida gracias a nuestra propia facultad moral autónoma.

Aclaremos que si seguimos las enseñanzas de Cristo, de acuerdo a Kant, esto será únicamente en la medida que lo reconocemos libremente como a alguien digno de seguir. Y lo mismo podría pasar, sin contradicción alguna, con los líderes de otras religiones, incluso al mismo tiempo, aprendiendo de todos a la vez.

Debemos introducir ahora la diferencia entre una fe religiosa pura (fe racional) y una fe eclesiástica (histórica). Esta diferencia será fundamental para entender la —aparentemente— controversial tesis de Kant, según la cual «sólo hay una (verdadera) Religión» (Kant 2001: 134). Kant nos explica la diferencia del siguiente modo:

La fe religiosa pura es ciertamente la única que puede fundar una iglesia universal; pues es una mera fe racional, que se deja comunicar a cualquiera para convencerlo, en tanto que una fe histórica basada sólo en hechos no puede extender su influjo más que hasta donde pueden llegar, según circunstancias de tiempo y lugar, los relatos relacionados con la capacidad de juzgar su fidedignidad. (Kant 2001: 128)

Esta mera fe racional equivale a nuestra capacidad autónoma de reconocer a qué estamos obligados moralmente, mediante el uso de nuestra razón, el pensar por nosotros mismos, aunque nunca de forma solipsista, sino siempre en diálogo con otros, y buscando la máxima coherencia posible entre nuestras creencias. Subyace a toda la filosofía crítica de Kant el presupuesto de que efectivamente todos los seres humanos, en tanto seres racionales, tenemos la capacidad —falible, sin duda alguna— de reconocer la diferencia objetiva entre el bien y el mal.

En cambio, creencias acerca de la supuesta divinidad de Jesús, acerca de la naturaleza de la Trinidad, e incluso las enseñanzas mismas de Jesús (al igual que de cualquier otro profeta), corresponden a una fe eclesiástica e histórica, que es enteramente contingente, y cuya validez justamente depende de su conformidad con la fe religiosa pura.

Mas Kant no va a negar la importancia que tiene la fe eclesiástica, pues, en vista de sus contenidos más tangibles, es la única sobre la que se puede «fundar una iglesia», pues no basta con la frialdad de la fe racional, y esto debido a «una particular debilidad de la naturaleza humana» (Kant 2001: 128-129). Añade:

Los hombres, conscientes de su impotencia en el conocimiento de las cosas suprasensibles […], no son fáciles de convencer de que la aplicación constante a una conducta moralmente buena sea todo lo que Dios pide de los hombres para que éstos seas súbditos agradables a él en su reino. (Kant 2001: 129)

Queda señalado que lo único que podemos considerar racionalmente es requerido de nosotros por Dios es una conducta moralmente buena, o el cultivo de una buena voluntad.

Por ejemplo, veamos un par de los pasajes más significativos de los Evangelios:

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. (Mateo 5: 43-48)

No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 7:21)

El requerimiento moral presente en ambos pasajes no depende de algo sobrenatural, sino del mero reconocimiento de un ideal moral, que nos obliga al margen de nuestros deseos o caprichos arbitrarios. Reconocemos la validez de esos pasajes no por un sometimiento ciego a una voluntad divina, sino porque lo expresado por esta supuesta voluntad divina se adecúa a lo que nos dice nuestra propia capacidad racional. De esta forma, la única religión verdadera es aquella que se sostiene en la fe racional, y es accesible a todos universalmente mediante el uso de nuestra propia razón autónoma.

Kant fuerza la última cita y termina sugiriendo que un cristiano será aquel que ame incluso a su enemigo, al margen del cuerpo doctrinal de creencias que profese.

Volviendo a lo anterior expuesto, debe quedar absolutamente claro, no obstante, que afirmar que existe sólo una religión verdadera, por paradójico que suene, no atenta contra la diversidad de religiones, sino que precisamente reafirmar la capacidad autónoma de cada persona (y por tanto, de distintos grupos de personas, o comunidades) de acceder a esta única religión generará necesariamente distintos modos de creencia. Veamos:

Se puede añadir que en las iglesias diversas, que se separan unas de otras por la diversidad de sus modos de creencia, puede encontrarse sin embargo una y la misma verdadera Religión. (Kant 2001: 134)

Esta distinción se tendría que hacer notar en nuestro uso cotidiano del lenguaje:

Es, pues, más conveniente […] decir: este hombre es de esta o aquella creencia (judía, mahometana, cristiana, católica, luterana), que decir: es de esta o aquella Religión. (Kant 2001: 134)

Así, no sólo ningún modo de creencia puede imponerse a otro, sino que quedan sólidamente establecidas las bases para el diálogo entre los distintos modos de creencia, pues comparten esta religión única y netamente moral.

Ambas formas de fe coexisten, pero la fe eclesiástica tiene a la fe racional como su «intérprete supremo» (Kant 2001: 136). Es más, se puede decir que la fe eclesial puede contener dentro de sí a la fe racional (aunque muchas veces oscurecida o corrompida), y es la presencia de esta última lo que «constituye aquello que [en la primera] es auténtica Religión» (Kant 2001: 139). En el segundo pasaje de la Biblia que veíamos, teníamos a la fe histórica cristiana expresando al mismo tiempo una verdad fundamental que sólo podemos reconocer gracias a la fe racional.

De este modo, Kant afirma que la moralidad no debe ser interpretada según la Biblia, sino más bien la Biblia según la moralidad (2001: 137n); y si bien adecuar el texto sagrado a los principios morales racionales puede generar interpretaciones forzadas respecto de ciertos pasajes, esto es igual preferible a «una interpretación literal que o bien no contiene absolutamente nada para la moralidad o bien opera en contra de los motivos impulsores de esta» (2001: 137).

La función de una fe eclesial (o un modo de creencia) se dirige siempre a un cierto pueblo en una época determinada (Kant 2001: 142); la función de la fe religiosa pura, posesión de cada persona, será la de regular y hacer primar la moral en un determinado modo de creencia, pues resulta innegable la propensión de las instituciones religiosas (tanto de las personas que las integran como sus seguidores) a corromperse, y buscar la dominación terrena, traicionando de esta forma los principios fundamentales de la moralidad y de la religión misma, que como hemos visto, coinciden. Ejemplo: el Vaticano. No se me ocurre nada más lejano a las enseñanzas fundamentales de los evangelios que el papel que ha desarrollado la Iglesia Católica en los pocos milenios de su existencia (aunque es innegable que algunas cosas buenas ha hecho).

Dostoievski nos dice precisamente eso en boca de uno de sus protagonistas. Roma, al incorporar el Cristianismo en su estructura estatal pagana, terminó destruyéndolo. Una verdadera iglesia cristiana, como la de los primeros siglos, tiene que ser libre, regida únicamente por nuestra conciencia moral, ayudada por supuesto, de las enseñanzas de Jesús. El Vaticano es la vergüenza del Cristianismo.

Debe resultar evidente que ambos tipos de fe se encontrarán en los distintos modos de creencia históricos, y ningún modo de creencia particular podrá adjudicarse la exclusividad de la fe racional. Esta terminología kantiana, por lo tanto, no debe resultar hostil a ningún modo de creencia existente, así como tampoco favoreciendo a uno específico (como al cristianismo, o dentro de él, al protestantismo, y menos aún, al pietismo).

Puesto que Kant habla de la idea de una religión racional, sí es posible hablar de un progreso, a saber, que «el tránsito gradual de la fe eclesial al dominio único de la fe religiosa pura es el acercamiento del reino de Dios» (Kant 2001: 143). Puesto de otra forma, el cambio de «la forma de una degradante fe coactiva por una forma eclesial que sea adecuada a la dignidad de una Religión moral, a saber: la forma de una fe libre» (Kant 2001: 153n). Digámoslo sin ambigüedades: desde este punto de vista, un modo de creencia en el que sus miembros estén obligados por la fuerza a actuar de tal o cual modo será inferior a aquel otro en el que sus creyentes tengan libertad de conciencia.

Este ideal se mantendrá siempre inalcanzable, y cualquier intento humano con miras a este fin será siempre uno de acercamiento.

[Una religión racional] Es una idea de la Razón, cuya presentación en una intuición [sensible] que le sea adecuada nos es imposible, pero que como principio regulativo práctico tiene realidad objetiva para actuar en orden a ese fin de la unidad de la Religión racional pura. (2001: 153n)

Puesto de otro modo, en la medida que esta idea nos parece razonable, podemos actuar dentro de las instituciones religiosas ya existentes e intentar cambiarlas de forma que se adecúen a la idea, mas nunca de forma perfecta. Un ejemplo sería que las monjas de una determinada congregación entren en huelga y exijan que finalmente se les reconozca la posibilidad de acceder al sacerdocio.

No es menos importante señalar que, en la medida que estamos en el ámbito de las ideas de la razón, su validez depende únicamente del «consenso de ciudadanos libres» (Kant 2007: 766), y por lo tanto, esta visión sobre la religión no podrá ser jamás impuesta, sino únicamente razonablemente aceptada.

Nos adentramos ya en la recta final de esta ponencia, y se vuelve imprescindible hablar un poco del Cristianismo.

 Alguien podría pensar que este modo de creencia ha tenido bastante éxito, si tomamos en cuenta que empezó con una sola persona, y ahora son más de 2000 millones. Pero, ¿qué tanto ha arraigado verdaderamente el Cristianismo? ¿Qué diferencia a los cristianos de hoy en día (y no me refiero a sus intelectuales, sino a los creyentes) de, no sé, digamos, los romanos de la época de Jesús? ¿Alguien podría afirmar, con siquiera un mínimo de convicción, que el creyente cristiano promedio está más cerca de un ideal moral que cualquier creyente de algún otro modo de creencia de cualquier otra época? Puesto todavía de otro modo, ¿cuántos verdaderos cristianos hay hoy en el mundo?

Por supuesto que hay ilimitadas formas de interpretar los Evangelios, yo únicamente me refiero a aquella que tanto Kant como Dostoievski aceptarían, la que hace énfasis en el sometimiento a un ideal moral que nos trasciende, y que incluye un respeto absoluto al prójimo, humildad, un escrutinio constante de nuestras motivaciones por parte de nuestra propia conciencia moral, y quizás el elemento más importante: una fe libre.

Esta interpretación mucho más exigente del Cristianismo lleva a Dostoievski a afirmar que la sociedad cristiana «se sostiene únicamente sobre siete justos» (Dostoievski 1996: 155). Esto está en el otro polo respecto del Cristianismo de Alan García, que lo acoge incluso a él.

Si bien hasta hace unos momentos todo parecía andar muy bien; tenemos como meta la idea de una comunidad religiosa plenamente democrática, donde cada quien participe libremente, y que se rija únicamente por principios morales que puedan ser universalizables, al menos en un sentido amplio. Pero ha llegado el momento de hacer las preguntas difíciles, y ya cae de maduro el siguiente cuestionamiento: ¿qué tan plausible o realista es esta idea?

Después de relatar una serie de hechos reales, entre los más crueles que podemos imaginar, llevados a cabo precisamente por seres humanos, Iván Karamázov cuenta la parábola de un hipotético encuentro en el año 1500 entre el Gran Inquisidor (no confundir con el Gran Canciller) y Jesucristo mismo, que ha vuelto a la tierra, pero ha sido rápidamente capturado y condenado a la hoguera por la Iglesia Católica, que lo ve, con justa razón, como un peligro para sus intereses, como un estorbo.

La escalofriante crítica del Gran Inquisidor a su prisionero apunta precisamente en contra de una fe libre y su inadecuación con la naturaleza humana, que es débil, vil, servil, pues los hombres somos «esclavos, aun habiendo sido creados rebeldes» (Dostoievski 1996: 412). De acuerdo al Gran Inquisidor, Jesús debió bajar de la cruz y someter a toda la humanidad en ese preciso instante. Pero no lo hizo porque quería una «fe libre, no milagrosa» (Dostoievski 1996: 412). Lo poco que ha arraigado verdaderamente el Cristianismo después de 2000 años, o algún otro modo de creencia basado en principios similares, parecería darle la razón a Iván, quien ha cuestionado la plausibilidad de dicho ideal. La humanidad parecería necesitar de una Iglesia fuerte, autoritaria, de un Gran Inquisidor que nos guíe como los borregos que somos.

Pero la dificultad en la realización de un ideal —de nuevo, siempre imperfecta—, y en este caso, quizás el más elevado de todos los ideales, no puede ser un motivo para rechazarlo. O quizás la forma en que Iván concibe la praxis religiosa, como una lucha sobre todo individual, vuelve el camino más tortuoso.

Intentar sobreponernos individualmente a nuestra naturaleza de viles esclavos, o al mal radical en nuestra naturaleza, como diría Kant, es una labor digna del Mesías; por eso Kant ve a la religión, que es la forma de superar esta condición, siempre como una práctica comunitaria, a la que además antepone el problema de la consecución de «una sociedad civil que administre universalmente el derecho«, o una «constitución civil perfectamente justa» (2006: 10-11).

El mal sólo puede vencerse en comunidad con otros:

El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (Kant 2001: 118)

O tal vez la cuestión acerca de la plausibilidad o realismo del ideal termine siendo irrelevante. Quizás la oposición entre elegir seguir al Profeta o al Gran Inquisidor sea tan sólo aparente, pues apenas una alternativa implique siquiera elección alguna.

Muchas gracias.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

Racionalidad y cosmopolitismo (o un post sobre Kant y los estoicos)

Siguiendo con la línea de esta entrada anterior —en la que sostenía que la razón humana no puede entenderse como propia de individuos aislados, sino siempre en la relación de unos con otros— presento ahora la siguiente cita del estoico Marco Aurelio:

Si la inteligencia nos es común, también la razón, según la cual somos racionales, nos es común. Admitido eso, la razón que ordena lo que debe hacerse o evitarse, también es común. Concedido eso, también la ley es común. Convenido eso, somos ciudadanos. Aceptado eso, participamos de una ciudadanía. Si eso es así, el mundo es como una ciudad. Pues, ¿de qué otra común ciudadanía se podrá afirmar que participa todo el género humano? De allí, de esta común ciudad, proceden tanto la inteligencia misma como la razón y la ley. O ¿de dónde? Porque al igual que la parte de tierra que hay en mí ha sido desgajada de cierta tierra, la parte húmeda, de otro elemento, la parte que infunde vida, de cierta fuente, y la parte cálida e ígnea de una fuente particular (pues nada viene de la nada, como tampoco nada desemboca en lo que no es), del mismo modo también la inteligencia procede de alguna parte[1].

Al igual que en la filosofía ilustrada de Immanuel Kant, la necesidad de actuar moralmente depende de la facultad racional humana, sí, pero esta necesidad no se puede pensar «sino sólo en la relación entre seres racionales»[2].

¿Ciudadanos de Grecia, o del mundo?

La idea de autonomía expresada de forma completa en el concepto del reino de los fines pretende mostrar justamente eso, que la moralidad no puede practicarse de forma individual, sino todo lo contrario: en comunidad. La tan difundida imagen de la ética kantiana como individualista no es más que un lugar común que no puede sostenerse tras una mirada atenta a los textos.

De ahí que Kant afirme en el segundo principio de Ideas para una historia universal en clave cosmopolita —escrito simultáneamente a la Fundamentación— que el uso de la razón sólo puede desarrollarse por completo en al especie, y no en el individuo.

La filosofía, no obstante, parece haber perdido en la actualidad la capacidad de un discurso de y sobre la razón que la conciba en esta dimensión social cuasi religiosa, sin la cual una ética racional se desconecta de las cosas más importantes y pierde la fortaleza necesaria para servir de guía a la humanidad.


[1] Marco Aurelio, Meditaciones (Madrid:Editorial Gredos, 1999). La cita corresponde a la página 83 (Libro IV).

[2] La cita es, por supuesto, de Kant, y pertenece a la segunda sección de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. La referencia exacta, junto con la cita en su contexto, la pueden encontrar en esta entrada anterior.

Conceptos religiosos (¿y a la vez racionales?)

Últimamente estoy probando publicar en este blog artículos más interrogantes y menos «acabados», y lo que sigue no es sino uno de esos intentos. Ahí va.

¿Qué es la voluntad de Dios sino aquello que elegimos libremente (y es a la vez compatible con lo que otros eligen libremente)?

Esto, claro, va más allá del principio del derecho, pues no basta conciliar acciones de distintos individuos, sino que el actuar de uno mismo maximice la libertad del resto, ayudando a otros a conseguir sus propios fines, en la medida que estos sean compatibles con los mismos (potencialmente) para todos. Esta exigencia extra va más allá de cualquier exigencia jurídica, y pertenece a la esfera de la virtud, que no puede ser requerida por medios externos a nadie (sólo mediante una coacción interna, que es el efecto de la ley moral dentro de cada uno).

¿Dónde está Dios?

Lo que nos lleva al concepto de alma, que equivaldría a la conciencia de respeto a la ley moral en cada una de nuestras personas. Kant obviamente no demuestra nunca que poseamos dicha conciencia como motivación inamovible en nuestros albedríos, ¿pero su mera posibilidad racional no corresponde ya una exigencia?

Claramente se ve el espacio que Kant deja para la fe, no como creencia en algo absurdo, sino en algo para lo que tenemos buenas razones, pero que se mantiene en el terreno de lo indeterminado.

Uno rápidamente puede apuntar a la mera secularización de conceptos cristianos, mas podría verse esto desde el otro lado, como la razón madura —ilustrada— finalmente pasando examen a las religiones.


[1] Mostrar esto es lo que Kant busca cuando introduce el fructífero concepto del reino de los fines, que pretende llevar las exigencias de la ley moral —y por tanto, de la autonomía— al máximo posible.

La segunda sección de la Fundamentación explicada en una cara y media

He adquirido hace poco una guía de lectura de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, en inglés, de uno de los intérpretes de Kant con mayor reconocimiento en la actualidad: Paul Guyer.

Entrando en el capítulo correspondiente a la segunda sección, me encuentro con un recuento de la argumentación central del libro (4:412-4:437), en la que Kant deriva el imperativo categórico de conceptos filosóficos como el de una voluntad racional.

Paul Guyer.

Este recuento, en una página y media, es tan bueno que me veo obligado a traducirlo y reproducirlo acá, pues da una excelente visión de conjunto de la segunda sección, incluso conectándola con la primera y tercera.

Ahí va:

Kant supone que ‘la filosofía moral popular’ intenta derivar principios morales desde observaciones empíricas de sentimientos y conductas humanas específicas; como él lo ve, un acercamiento tal no puede nunca dar lugar a genuinos principios universales y necesarios, mas un análisis conceptual de las leyes que un agente verdaderamente racional — un ser racional dotado de una voluntad — pueda seguir sí. El argumento central de la segunda sección puede ser por consiguiente entendido como un intento de derivar las varias formulaciones del imperativo categórico de aspectos claves del concepto de un agente racional.

De forma resumida, el argumento es este [NT: qué maestro]: A diferencia de objetos ordinarios, que actúan de acuerdo a leyes de la naturaleza mas no con cualquier tipo de conciencia de dichas leyes, un agente racional es aquel que actúa con y ciertamente desde la conciencia de las leyes de su conducta. Además, mientras que algunas leyes de conducta son sólo medios para ciertos fines particulares, y su fuerza depende para tales agentes de si adoptamos dichos fines — estos son lo que Kant llama ‘imperativos hipotéticos‘, pues su fuerza descansa sobre la hipótesis de que un agente posee ese fin relevante — otros pueden reconocerse como siendo universal y necesariamente válidos, como aplicándose categóricamente, sin ninguna condición — en otras palabras, imperativos categóricos. Pero el único candidato para el estatus de un imperativo categórico es el imperativo que Kant ha alcanzado ya en la primera sección, a saber el mandato de actuar sólo de acuerdo a aquellas máximas que puedan ser a la vez leyes universales. De tal forma, un agente racional que busque actuar según una ley universal y necesariamente válida tendría que actuar de acuerdo al principio de actuar sólo con máximas universalizables.

A continuación, Kant añade a la concepción de un agente racional la suposición de que dicho agente no actuaría sin alguna meta u objeto — un fin — en su mira, aunque ese no puede ser un fin puesto por inclinación alguna, o uno cuyo valor esté condicionado por la presencia de una inclinación tal. El fin que un agente enteramente racional tiene en mente debe ser algo que sea un fin en sí mismo, o un fin incondicionado. Kant proclamará luego que el único candidato para un fin tal es el ser racional mismo, o, en la forma en que estamos familiarizados con el concepto, ‘humanidad’, y que el valor incondicional de este fin es el fundamento de cualquier imperativo categórico posible, esto es, el valor que justifica y nos obliga a seguir el imperativo categórico como ya ha sido expuesto.

Kant equipara la humanidad con la habilidad de fijar los propios fines libremente, una capacidad que puede preservarse en todos los agentes sólo si cada agente acepta el principio de actuar sólo según las máximas que cualquiera pueda libremente aceptar y seguir, una condición ciertamente realizada por máximas universalizables.

Desde estos resultados, Kant derivará la más avanzada conclusión que sostiene que un agente enteramente racional actuará sólo de acuerdo a aquellas máximas que reconocen la libertad de todos de determinar las leyes de su propia conducta, esto es, máximas que puedan ser libremente legisladas por todos y para todos. Prestándose un término de la antigua teoría política, Kant llama ‘autonomía‘ a la condición de actuar sólo según leyes que uno pueda legislar libremente para sí mismo, pero agrega que las únicas leyes tales son aquellas que cualquiera pueda libremente legislar para cualquier otro.

En consecuencia, un agente autónomo en una comunidad de agentes autónomos en la que cada uno respeta completamente la autonomía de todos los otros no actuaría exclusivamente según las máximas que reconocen el derecho de todos los agentes para determinar libremente sus propios fines particulares, sino que también promovería la realización de aquellos fines en la medida que sea posible y consistente con la universabilidad de las máximas libremente legisladas por todos. En otras palabras, agentes autónomos racionales genuinos constituirían también un ‘reino de los fines‘, una ‘totalidad de fines (de seres racionales como fines en sí mismos así como de los fines particulares que cada uno se fije para sí mismo)’ (4:433).

Como Kant sugiere, este resultado puede alcanzarse también haciendo énfasis en el papel de la sistematicidad presente en la concepción de racionalidad: un agente racional actúa sistemáticamente, apuntando así necesariamente a la sistematicidad tanto en la legislación como en la búsqueda de fines particulares.

Todo esto, Kant supone, puede derivarse de un análisis correcto del concepto puro de un agente racional, y en ese sentido es claramente una alternativa respecto de una ‘filosofía moral popular’ de base empírica. Pero […] demostrar que somos de hecho agentes racionales que pueden tanto como deben alcanzar la meta de la autonomía mediante su adherencia al imperativo categórico en estas varias formulaciones tendrá que esperar a la tercera sección de la Fundamentación[1].

Ciertamente me parece que este recuento será de mayor utilidad para docentes que tengan que estructurar algunas clases sobre dicha sección que como resumen para un despistado alumno que no ha leído el texto o faltado a clases.

Finalmente, recuerdo que este blog se inició a su vez con un intento de explicar mejor el papel del imperativo categórico en la ética de Kant.


[1] Paul Guyer, Kant’s Groundwork for the Metaphysics of Morals: A Reader’s Guide (New York: Continuum, 2007). La cita corresponde a las páginas 67 y 68, y la imperfecta y no autorizada traducción es hecha nada menos que por mí. El subrayado en negritas es mío, mas no el que está en cursivas. He separado el texto en párrafos, pues originalmente se encuentra todo en un único gran párrafo.

Guía práctica para ser kantiano hoy (cortesía de Allen W. Wood)

Ser kantiano, hablando de ética, implica no sólo estar de acuerdo con que la teoría respectiva es la más apropiada para reflexionar sobre nuestras convicciones, sino que conlleva también un tipo de conducta en la práctica.

Por supuesto que la única fuente de obligación es la ley moral misma, de la cual interpretamos respectivos deberes de virtud. Pero sirve tener en cuenta las recomendaciones de Allen W. Wood, que me parece expresan de forma más concreta lo que el imperativo categórico requiere de nosotros en el contexto en que vivimos, en el cual nuestra forma de relacionarnos unos con otros está todavía demasiado lejos del meramente posible reino de los fines.

La cita es extensa, de más o menos una página, pero me pareció que se mantenía por sí misma, así que ahí va:

En la ética kantiana […] el principio fundamental sostiene que todos los seres racionales (tanto los estúpidos y los malvados como los inteligentes y los buenos) poseen igual dignidad y son merecedores del mismo respeto. Estamos todos destinados, tanto individual como colectivamente, a pasar nuestras vidas viajando arduamente a través de un vasto, desolado y desorientador paisaje moral — el desierto sin vías que separa nuestra profundamente corrupta sociedad del reino de los fines. Tenemos que construir nuestros propios caminos a través del desierto y estamos condenados a la incertidumbre acerca de si, en nuestras cortas vidas, hemos visto a nuestra especie avanzar siquiera un paso hacia el ideal.

El desorientador paisaje moral.

Esta visión de las cosas nos lleva a pensamientos todavía más simples acerca de la actitud moral correcta que las personas deben de tomar hacia sí mismas y hacia otros: Siempre atiende a lo que tú mismo debas hacer, basado en los principios morales y reglas que se apliquen a tu situación, y a los derechos e intereses de otros que estén involucrados. Respecto de otras personas, piensa principalmente sobre lo que ellos puedan demandar de ti por derecho, y sobre lo que tú tengas razones para hacer por ellos tomando en cuenta sus necesidades. Cuando pienses acerca de lo que otros puedan hacer para ayudar o dificultar la consecución de tus fines, piensa siempre en el contexto de los fines que compartimos o podemos compartir con ellos. Nunca te contentes con hacer simplemente nada peor de lo que vemos a otros hacer. En lugar de eso, piensa acerca de lo que tienes que hacer, y hazlo. Sobre todo, no dejes que tu atención se distraiga de lo que tienes que hacer por el mal que ves en otros, o — especialmente — por el daño que temes de ellos. Si quieres combatir «el mal», no pienses primero en la maldad que ves en otros. Primero mírate en el espejo y combate el mal que ves ahí. Probablemente encontrarás lo suficiente mirándote fijamente  para ocupar todo el esfuerzo antagónico que estabas preparado para reunir.

Hay personas que, cuando ven estas ideas expresadas como Kant las expuso, reaccionan considerando la ética kantiana como excesivamente severa e incluso como inhumana. Pero inhumanidad es precisamente en lo que las personas caen cuando piensan de la forma contra la que Kant nos advierte. O tal vez la objeción contra estos pensamientos kantianos es que son muy simples e ingenuos para ser merecedores de las reflexiones analíticas de ingeniosos filósofos. Pero me parecen a mí que representan un tipo de sabiduría, el tipo del cual Kant dice es más una forma de actuar que un tipo de conocimiento, y que no necesita que la filosofía le diga qué hacer sino sólo que nos prevenga de subvertirla dentro de nosotros mediante mucha sofisticación auto-engañosa[1].

Por supuesto que no es necesario denominarse kantiano para seguir el tipo de conducta expuesto. La etiqueta es sólo un plus.


[1] Allen W. Wood, Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). La imperfecta traducción es mía, y pertenece a las páginas 270 y 271.

Sumilla final e imágenes de mi ponencia para (IR)RACIONALIDADES

Finalmente he concluído hoy mi presentación para la mesa redonda en torno al comic Watchmen, para el simposio de estudiantes de filosofía del presente año. Planeo enviarla más tarde, después de algunos retoques cosméticos finales, pero les adelante la nueva sumilla, similar a la provisional que presente hace algunas semanas, junto con algunas perturbadoras imagenes, que planeo proyectar también.

Primero las imágenes:

watchmensimposio1watchmensimposio2watchmensimposio3

Y por último la sumilla ya revisada:

Sumilla: La presente exposición busca  centrarse en el macabro plan de Adrian Veidt, también conocido como el superhéroe Ozymandias, primero examinándolo y luego tratando de abordarlo tanto desde la perspectiva utilitarista, como de la ética kantiana, apelando a la idea de un meramente posible reino de los fines. Finalmente, reflexionaremos sobre los alcances de cualquier teoría ética ante casos que podríamos llamar “extremos”, como el propuesto en la presente exposición.

Y casi me olvido, el nombre de la presentación es «Los límites de cualquier teoría ética. Una reflexión sobre el macabro plan de Adrian Veidt en Watchmen».

Nos vemos en el simposio (a menos que me la rechacen, hehe).

Más sobre el reino de los fines (y Watchmen)

No quedé del todo satisfecho con la explicación que hice del reino de los fines en la última entrega de la serie sobre el imperativo categórico. Me parece que un concepto tan rico como aquel es mejor ilustrado con ejemplos, y es eso justamente lo que planeo hacer para el Simposio de Estudiantes de Filosofía de este año, participando en una mesa redonda sobre la novela gráfica Watchmen, de la cual ya hablé en un post anterior, en el que incluso presenté la sumilla provisional.

Portada del último capítulo de Watchmen.

Portada del último capítulo de Watchmen.

Así, en estos próximos días estaré preparando mi presentación, para la cual utilizaré el excelente libro Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008), de Allen W. Wood. Mientras tanto, les propongo una cita de dicho libro (página 268), imperfectamente traducida por mí, y que apunta al problema fundamental que me concierne. Veamos.

Algunas teorías éticas parecen sostener que deberíamos al menos considerar decidir tales casos basándonos en el camino que produzca el máximo bien total (o al menos el menor daño). La ética kantiana toma un acercamiento distinto a estos casos, preguntándose más bien por el proceso de tomar una decisión collectiva que respete propiamente los derechos y la dignidad de todos los afectados por tal decisión, qué tan lejos armoniza los fines necesarios de todos los involucrados, y si es que todos los afectados han aceptado o podrían razonablemente aceptar, etc. La ética kantiana, en vez, no necesita especificar una sola «respuesta correcta» o «procedimiento de toma de decisión correcto» para tales casos. Estos asuntos dependerían de la interpretación de los principios fundamentales de la moralidad y del derecho bajo un determinado conjunto de circunstancias empíricas, y podrían también depender de cómo el juicio moral aplica el conjunto de reglas morales o deberes que resultaría de dicha interpretación.

A ver si la van sacando.

Haciendo inteligible la autonomía kantiana (apelando al reino de los fines)

En este cuarto y último artículo de la serie sobre el imperativo categórico trataremos su tercera—y más importante—formulación, en sus dos variantes:

Formula de la autonomía: “…la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora”.

Formula del reino de los fines: “Actúa de acuerdo a las máximas de un miembro universalmente legislador para un meramente posible reino de los fines”.

Hemos dicho que esta tercera formulación, junto con su variante intuitiva, es la más importante, y tal afirmación no debe quedar infundada. Pero antes, recapitulemos lo visto en artículos anteriores.

En el primer artículo de esta serie tratamos de explicar el papel de un principio supremo de la moral, y cómo este no debe ser visto como un procedimiento estricto y aplicable directamente en cada circunstancia de nuestras vidas, como algunos piensan es el papel de la primera formulación, y que como vimos en el segundo artículo, tiene una presencia bastante limitada en la ética kantiana. También en el segundo artículo dijimos, haciendo referencia a la crítica de Habermas, que responderíamos positivamente a ésta—que tilda al imperativo categórico como puramente interno y monológico—en esta cuarta y última entrega de la serie. No nos olvidemos, tampoco, del tercer artículo, en el que mostramos el valor fundamental de la ética kantiana, esto es, la naturaleza racional también llamada humanidad, y de qué trata exactamente.

Si bien ya sabemos que la forma de la ley moral está expresada en la primera formulación del imperativo categórico, y la materia en la segunda, esta tercera formulación cumple el rol de combinar ambas, explicitando las consecuencias de la unión. Y es que si juntamos la universalidad de las máximas con la humanidad como fin en sí misma, presente en todos los seres racionales, tenemos que la voluntad de estos seres puede ser vista como legislando universalmente.

Sin embargo, es sobre este punto que muchas veces se suele ver la ética kantiana como algo que no es, y confieso haber sido víctima de ese preciso error. Me refiero a considerar la autonomía en cada persona como decisiva, esto es, que la ley moral no tiene valor a menos que nosotros se lo demos. No obstante, una lectura más sobria de Kant, como la que lleva a cabo Allen W. Wood en su libro Kantian Ethics (publicado el año pasado) hace notar que, para el filósofo alemán, la ley moral se encuentra en la naturaleza de las cosas, esto es, en la facultad racional misma, y que sólo se nos puede considerar como verdaderamente autónomos en tanto la obedecemos.

De esta forma, la ley moral no depende de la caprichosa voluntad de los individuos, y es por lo tanto posible pensar «una combinación sistemática de varios seres racionales mediante leyes comunes», o «una totalidad de fines en conexión sistemática», que es como Kant define el meramente posible reino de los fines.

Esto comienza a tomar mayor forma si nos acordamos del uso prudencial de la razón, que vimos en el artículo anterior. Dijimos que los seres racionales tienen la predisposición de armonizar en un todo coherente sus fines individuales, y agruparlos bajo el nombre de felicidad. No escapa de ser una obviedad que muchas veces los fines de distintos individuos no sólo chocan, sino también se oponen. Una ética como la kantiana, al colocar su valor fundamental en la posibilidad de esta búsqueda—bajo el nombre de humanidad—, pone como condición necesaria de la moralidad el respeto a dicha búsqueda por parte de todos los individuos, y de esta forma, implica la idea de una relación armoniosa entre aquellos; esto es, una comunidad. Pero, aclaremos, esto no se da en el sentido que podría pensarse en la filosofía de, por ejemplo, Platón, en donde es el filósofo quién se encarga de administrar las «partes» en total armonía; sino en el sentido de armonizar los fines individuales que establece cada sujeto, y puesto que nadie puede obligar a otro a ponerse determinados fines—sólo a realizar ciertas acciones—, esto tiene que hacerse mediante el uso público de la razón.

Es esta formulación la que nos abre las puertas también a pensar de forma más rica la significación de la ley moral, especialmente en el ámbito social, político y económico. Un buen ejemplo es el que nos da Allen W. Wood, cuando compara alguna de las consecuencias del reino de los fines con el pensamiento de Karl Marx:

La fórmula del reino de los fines nos obliga a evitar toda constante de poner fines que involucre relaciones fundamentalmente competitivas entre nosotros y otros seres racionales. Nos prohíbe relacionarnos con otros de cualquier forma que involucre la frustración de los fines más profundos de cualquier persona. El conflicto y la competencia entre fines humanos es compatible con la fórmula del reino de los fines solamente si está en servicio de una más profunda unidad sistemática entre todos los fines humanos — un sistema, combinación, o comunidad en la que ningún miembro del reino de los fines quede afuera. (Una posterior formulación de la misma idea fue: «Una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos»[1]).

El reino de los fines, entonces, no es más que la idea que nos ayuda a visualizar la ética que está planteando Kant—llevándola hasta sus últimas consecuencias—mostrándonos que no tiene sentido entenderla desde el punto de vista de cada sujeto aislado, sino que más bien hace un fundamental énfasis en el aspecto comunicativo, pues ningún ser racional puede decidir por otro qué es bueno para él, y quitarle de esta forma el derecho de pensar por sí mismo, el mayor delito que concibe la Ilustración.

Se puede pensar que tal vez se está estirando mucho lo que dice Kant con esta lectura que ve su ética como fundamentalmente comunicativa (tratando de atrasar a Habermas, quizás). Sin embargo, si ven la cita de la Crítica de la razón pura en la esquina superior derecha de este blog, se podría empezar a pensar que finalmente se le está haciendo justicia al pensamiento del filósofo de Königsberg.

Además, como dije desde las primeras líneas del primer artículo de la serie, mi intención respecto a estos ha sido sentar la base para la comprensión de problemas más complejos de la filosofía moral de Immanuel Kant, y en primer lugar, se me viene a la mente el del mal radical, que va de la mano con la idea de una comunidad ética, cosa que no hará más que corroborar lo dicho acá, mostrando cada vez un mayor panorama de la ética kantiana.


[1] La cita es del capítulo 4 de Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). La traducción es mía, y la cita a la que hace referencia, a su vez, es del Manifiesto del Partido Comunista.

El plan de Veidt, el reino de los fines y el V Simposio de Estudiantes de Filosofía (PUCP/UARM)

Ok, me quedó un título largo, pero a fin de cuentas, honesto. Como ya aludí hace algunos días, mi participación en una mesa redonda sobre el comic Watchmen, de Alan Moore—piensen en Marvelman—, ha sido requerida para el V Simposio de Estudiantes de Filosofía (PUCP/UARM), y obviamente, he aceptado.

El tema es libre, siempre y cuando tenga alguna relación con el comic. He de confesar que, incluso antes de aceptar, ya tenía el enfoque general y tema en mente, pues había ya esbozado algo relacionado al comic para una clase del curso de Ética que tuve que dictar (como jefe de práctica) el ciclo pasado, cosa que mencioné en mi otro blog.

Sin más, les adelanto la provisional sumilla de mi exposición, y una página del comic, para que vean de qué hablo.

Sumilla: La presente exposición busca  centrarse en el macabro plan de Adrian Veidt, también conocido como Ozymandias, primero exponiéndolo y luego tratando de abordarlo desde la perspectiva de la ética kantiana, apelando a la idea de un meramente posible reino de los fines; y por momentos también contrastándolo con otras teorías éticas (como el utilitarismo de John Stuart Mill). Finalmente, reflexionaremos sobre los alcances de una teoría ética ante casos que podríamos llamar «extremos», como el planteado.

Y la página prometida, en español.

El plan de Veidt