Mes: julio 2009

Kantian Ethics

Todo empezó en marzo, cuando un compañero estudiante de filosofía, buen amigo, y con el que alguna vez compartí un blog sobre temas variados, me pasó en  formato PDF el libro Kantian Ethics, publicado el 2008, del estadounidense Allen W. Wood.

Allen W. Wood al lado de la tumba de Immanuel Kant.

Allen W. Wood al lado de la tumba de Immanuel Kant.

Sin saber qué esperar, leí el prólogo y me convenció totalmente, tanto así que paré, y lo ordené por Amazon al instante, y esperé a que llegara por correo para retomarlo. Un par de semanas después, arribó y terminé leyéndolo de comienzo a final.

Básicamente, el libro busca ser más que una mera exposición del pensamiento ético de Kant—cosa que Wood hizo ya en otro libro publicado en 1999, titulado Kant’s Ethical Thought—y apunta más bien a establecer una teoría ética coherente, y que se basa en un entendimiento de la ética kantiana más cercano al pensamiento del autor original (o sea, Kant) que muchas interpretaciones contemporáneas, como la constructivista, liderada por John  Rawls.

En la medida que se busca una teoría ética defendible en nuestros días, Wood termina el libro dedicando los últimos capítulos a problemas más de aplicación, y me parece que lo logra con bastante éxito.

Cabe notar que, en la medida que Wood afirma que el modelo de ética kantiana más defendible hoy en día es precisamente el más cercano a la visión original de Kant, el libro sirve también como una introducción perfecta al pensamiento del filósofo alemán, que ha sido notablemente malentendido, especialmente en el ámbito de la ética.

Pongo el libro en formato PDF para que lo descarguen (haciendo click en la portada) y revisen tanto el detallado índice, como el excelente prólogo, y a ver si a lo mejor se animan a adquirir una copia impresa. Me faltó decir que, como buen norteamericano, la prosa de Wood es excelente y hasta entretenida por momentos. Disfruten.

Kantian Ethics

Es ya algo obvio a estas alturas, pero fue este libro el que en buena parte me llevó a escribir la serie de artículos sobre ética kantiana que vengo llevando a cabo, pues más que ser únicamente la exposición de un pensamiento que se podría considerar caduco, pretendo mostrarlo como una teoría ética actualmente sostenible, y no sólo eso, sino como la más coherente y la mejor de la que podemos disponer. Aunque sin lugar a dudas, Wood hace un mucho mejor trabajo.

Marvelman como el superhombre de Nietzsche

A ver, muchos eventos aparentemente desconectados han ocurrido en los últimos días, pero ha llegado la hora de juntarlos y explicar su relevancia precisamente en este post, pero voy a empezar por el final, con esta imagen:

Marvelman como el superhombre de Nietzche.

Marvelman como el superhombre de Nietzche.

El superhéroe se llama Marvelman, aunque por obvios problemas de licencia, ha sido conocido también como Miracleman. Sin embargo, dije que iba a listar la serie de eventos, y eso es lo que haré.

Todo empezó hace dos semanas, cuando un amigo me preguntó por messenger si es que había leído Marvelman, un superhéroe de los años 50, venido a menos en los 60, pero finalmente resucitado por Alan Moore (Watchmen, V for Vendetta) a comienzos de los 80, identificándolo con el superhombre de Nietzsche.

No pude nada menos que interesarme ante tal descripción, y busqué la serie resucitada por Moore para bajarla, cosa que hice, pero dejé suspendida entre otras miles.

Luego, hace cuatro días, vi que finalmente Marvel Comics ha adquirido los derechos de Marvelman, lo que dejará definitivamente de lado el nombre alterno de Miracleman, por lo que tomé eso como una señal, y decidí finalmente empezar a leer la serie ya descargada. No obstante, no sé qué pasó, pero no fue ese el caso.

Recién hoy, 28 de julio, me desperté y vi que tenía un mensaje por Twitter de un bloguero que quizás ya conocen, que me sugería hacer una mesa de discusión sobre Watchmen para el próximo simposio de estudiantes de filosofía, proposición que acepté sin pensar dos veces.

Entusiasmado, decidí que había llegado el momento de empezar con Marvelman—o Miracleman, según la edición que tengo—, y al final del primer capítulo, que cuenta con una historia ridículamente cliché, al igual que con dibujos desactualizados, me encontré precisamente con la imagen que puse al comienzo, y que me produjo un efecto paralizador.

Por lo mismo, he decidido subir por mi cuenta el primer número, que incluye los primeros cuatro capítulos, para que puedan bajarlo y experimentar lo mismo que yo.

Hagan click en la imagen para descargar.

Portada del primer número de Miracleman, revivida por Alan Moore.

Portada del primer número de Miracleman, revivida por Alan Moore.

Para los fans de Nietzsche.

El carácter existencialista del absurdo en Temor y temblor de Søren Kierkegaard

Decidí tomar un respiro de la serie sobre el imperativo categórico que vengo realizando—aunque la cuarta y quizás última entrega se viene pronto—, y publicar la ponencia que hice para el Simposio de Estudiantes de Filosofía de la PUCP del año pasado—claro que adaptada para este blog—sobre el concepto del absurdo en una obra de Kierkegaard.

En vista de que fue hecha para ser leída, y por lo tanto la considero bastante fluida, los cambios son bastante leves, como podrán comprobar si revisan el texto original, publicado en mi otro blog. No obstante, en vista también de que la ponencia carece de notas al pie de página, me pareció relevante linkearlos a la breve monografía que hice el 2007, que es la génesis de dicha ponencia, y de corte más académico.

Recapitulando, por si se perdieron, el presente ensayo es la leve adaptación de una ponencia que a su vez estuvo basada en una monografía mía sobre el tema.

Sin más, vamos a la cuestión.

Los escritos del filósofo y teólogo danés Søren Kierkegaard pueden ser separados en dos grupos. El primero, y que nos interesa para este ensayo, consiste en una comunicación indirecta, en la que el autor se esconde tras pseudónimos, no sólo en cuanto al nombre, sino también respecto de su verdadero punto de vista, creando complejos personajes y dejando que hablen por él. En el segundo grupo tenemos la comunicación directa, en la que, por decirlo de algún modo, Kierkegaard dice lo que piensa.

Ya hemos señalado, sin embargo, a que es el primer grupo, el de la comunicación indirecta, el que ha de interesarnos, pues para este ensayo trabajaremos exclusivamente con uno de sus libros, del cuál alguna vez él mismo dijo que por sí solo bastaría para asegurarle un nombre imperecedero como autor. Hablo de Temor y temblor.

Escrito bajo el pseudónimo de Johannes de Silentio, haciendo obvia referencia a lo que no puede ser dicho y es por lo tanto incomunicable, Temor y temblor es un libro escrito relativamente temprano en la vida de Kierkegaard, cuando tenía 30 años. Además, como perteneciente al grupo de la comunicación indirecta, no nos lleva directamente al pensamiento de su autor, sino de manera tangencial. El motivo de Kierkegaard al concebir estos escritos indirectos fue el de hacer que el lector se identifique con sus personajes, o que se sienta interpelado por estos, formando una suerte de conexión más emocional que racional, y que finalmente el desarrollo de su vida personal se vea afectado.

No es el objetivo de este ensayo, pues, adentrarnos en el pensamiento de Kierkegaard; en vez, lo que queremos mostrar es la relevancia que tuvo, y que puede seguir teniendo, lo propuesto en dicha obra para la filosofía que de manera muy general podríamos considerar como existencialista.

Empecemos exponiendo de forma general el libro y las intenciones de su autor (a partir de ahora nos referiremos al autor de la obra como Johannes de Silentio, creado por Kierkegaard, y al que bien se le pueden atribuir intenciones distintas de las de su autor real). La obra gira alrededor de la historia de Abraham, en particular, al momento en que Dios le pide que sacrifique a su único hijo, Isaac. Este ejemplo atraviesa todo el libro, pues sirve como paradigma de lo que es la fe para de Silentio. También, y como veremos a continuación, el libro puede ser visto como una respuesta a un contexto filosófico particular, en el que la filosofía hegeliana se hallaba en su máximo apogeo, habiendo el malvado sistema hegeliano adoptado la fe, explicándola, pero de esa forma aniquilándola.

El argumento de Johannes de Silentio en Temor y temblor es simple: si es que no hay nada más elevado que la ética en este mundo, y tampoco nada inconmensurable en el hombre más allá de lo que posiblemente pueda expresar mediante su participación en ésta, entonces nunca existió la fe, precisamente porque siempre existió, y en consecuencia, Abraham está perdido. Pero, sin embargo, hay efectivamente algo que está más allá de lo universal en todos (puesto que por ética de Silentio, muy kantianamente, entiende lo universal, válido para todos, y en todo momento), y esto es lo absoluto (Dios, en el ejemplo de Abraham). Este absoluto entra en relación con el Particular (o sea, con un individuo concreto) mediante la fe, y de la siguiente forma:

La fe consiste precisamente en la paradoja de que el Particular se encuentra como tal Particular por encima de lo universal, y justificado frente a ello, no como subordinado, sino como superior. Conviene hacer notar que es el Particular quien después de haber estado subordinado a lo universal en su cualidad de Particular llega a ser lo Particular por medio de lo universal; y como tal, superior a éste, de modo que el Particular como tal se encuentra en relación absoluta con lo absoluto. Esta situación no admite la mediación, pues toda mediación se produce siempre en virtud de lo universal; nos encontramos pues, y para siempre, con una paradoja por encima de los límites de la razón.

Considero el pasaje que acabo de leer como el punto central de todo el libro, mas no es de por sí argumentación alguna, sino la explicitación de una paradoja inherente a la fe, y que no puede ser explicada de manera racional.

En primer lugar, debemos diferenciar lo universal de lo absoluto, en otras palabras, lo ético de lo divino. Es cierto que ambas esferas pueden coincidir, pero en ese caso, y de Silentio es decisivo al respecto, la fe no sería necesaria, las categorías filosóficas griegas bastarían, nos dice, y nuevamente, Abraham estaría perdido. Es gracias al ejemplo de Abraham que nos damos cuenta que ambas esferas no siempre coinciden, y que la de lo absoluto se haya por encima, puesto que no hay forma de reconciliar la acción de Abraham con lo universal, pues un padre tiene un deber para con su hijo, y lo que se le exige a Abraham no sobrepasa este deber en el sentido ético, puesto que no se le ha pedido que actúe por un bien mayor, como podría ser el bienestar de un pueblo, tampoco hay una racionalidad de por medio, en el sentido que Dios no se encontraba enfadado por algo que Abraham hizo; simplemente se lo pidió, y Abraham actuó porque creía, en virtud de lo absurdo, nos dice, y sobre esto último volveremos más adelante.

O es un asesino, o es un creyente; o ha transgredido la ética, o la ha suspendido en virtud de algo más elevado; o lo uno o lo otro. De cualquier forma, no hay lugar para la mediación.

Hay que tener en cuenta, en segundo lugar, que Abraham amaba a Isaac más que a nada en el mundo, y eso es importante, porque aquello significa que él siente un deber ético de no hacerle daño, y es justamente este deber lo que el combate, en absoluta soledad, para realizar el sacrificio. Así, Abraham (el Particular) antepone su relación con Dios (lo absoluto) a su deber ético (lo universal), pero justamente habiendo pasado por éste, rechazándolo sin abandonarlo del todo, y en ese sentido tenemos la paradoja, puesto que él no puede conciliar el amor que siente por su hijo (y su deber ético) con su deber hacia lo absoluto, pues al sacrificarlo, no lo deja de amar, justamente, lo ama más que nunca. Desde el punto de vista del espectador, todos observamos desde lo universal, pero el Particular está solo en su relación con lo absoluto, puesto que sólo puede comunicarse y hacerse inteligible con otros en virtud de lo universal. No obstante, esto no nos impide que podamos comprender la paradoja hasta cierto punto, aunque nunca totalmente.

Como consecuencia de esto, hasta el momento, tenemos que el Particular es ahora el determinante último de su actuar, gracias a su relación con lo absoluto, claro, pero finalmente esta relación también es privada: el Particular se encuentra aislado en ésta, uno solo con su fe; y lo universal es en consecuencia, subordinado, relativo. En una ética universalista como la kantiana, el Particular también es el determinante último de su actuar, puesto que su albedrío es libre, pero sin embargo, siempre puede encontrar refugio en saber que lo que hace está bien, y en que otros podrán comprenderlo. Es finalmente una ética radicalmente comunicativa. Y es justamente la imposibilidad de la comunicación lo que aísla al Particular, así:

[…] está en una soledad universal donde jamás se oye una voz humana, y camina solo, con su terrible responsabilidad a cuestas.

Quisiera remarcar, justamente, el espantoso πάθος que rodea esta nueva responsabilidad que recae sobre él. No es cómodo ser el Particular, y como tal, sobreponerse a lo universal, puesto que ipso facto, se está aislando de los demás individuos, de ser comprendido y amparado, y queda solo en su actuar. Haríamos bien, siguiendo la recomendación de Johannes, en imaginar el viaje de 3 días y medio que tuvo que recorrer Abraham hasta llegar al monte Moriah, sabiendo lo que tenía que hacer, y en completa soledad, no solamente física, sino espiritual.

Apenas hemos mencionado lo absurdo, y se nos vuelve a estas alturas imprescindible profundizar en la cuestión. De manera rápida, y usando el lenguaje de la obra, podríamos decir que el absurdo aparece cuando el Particular entra en absoluta relación con lo absoluto. Pero tendríamos que preguntarnos por la verdadera significación de esto.

En primer lugar, debemos aclarar cómo es que el Particular se coloca por encima de lo universal, como superior, y mediante este universal. Supongamos que un Particular, un individuo cualquiera, transgrede el universal, o sea, actúa de manera inmoral. Pone sus intereses particulares por sobre su deber ético. Esto es cualquier cosa menos absurdo. En realidad, es completamente racional. Si quiero más dinero (y disculpen por el superficial ejemplo), entonces dejo de pagar impuestos o le robo a alguien. Pongo mis intereses por encima de los de los demás, por encima del universal, pero me sigo manejando dentro de su racionalidad, sigo subordinado a éste, aunque transgrediéndolo. El absurdo no entra por ningún lado. Sin embargo, ¿quién podría entender que, siendo el dinero lo que más quiera en la vida, regale todas mis posesiones? Sería sin lugar a dudas un acto absurdo. No obstante, ¿es todo acto absurdo una relación absoluta del Particular con lo absoluto? Por supuesto que no, pero lo terrible es que el espectador nunca podrá saberlo, ¡y ni siquiera el Particular mismo! No hay, pues, certeza alguna.

Ahora, ¿cómo se da, entonces, esta superación del universal por el Particular mediante el universal mismo? No hay una receta, claro, pero sí es necesario que el individuo acoja al universal dentro de sí, o sea, en un actuar ético, y a pesar de querer realizar este actuar ético más que nada, no lo haga, sino que en virtud del absurdo, renuncie a él. Sin embargo, tanto como el Particular renuncia al objeto que quiere (como Abraham renuncia a Isaac), lo recupera también en virtud del absurdo.

Quisiera, a partir de este momento, dejar cualquier interpretación religiosa y explicar la significación que esto podría tener en una filosofía de carácter existencialista.

Tenemos que en el ejemplo de Abraham, él recupera a Isaac en virtud del absurdo,pero esto podría traducirse sin problemas a que Dios se lo devuelve. ¿Cómo podría sostenerse esto, entonces, en un contexto ateo, sin Dios?

Hemos dicho que el Particular tiene que acoger el universal dentro de sí, y luego, sin embargo, rechazarlo, renunciar a él, pero sin dejar de querer realizarlo, en un movimiento absurdo y sin sentido. Pero si no hay Dios al cual llegar, ¿qué logramos con esto? ¿Quién o qué nos devuelve a Isaac?

En una moral universalista, me atrevería a decir, nuestra libertad está sujeta, o es, siempre en relación a algo. En el caso de Kant, por ejemplo, la libertad es con respecto a la ley moral una mera facultad. Entonces, podemos internalizar el deber, hacerlo nuestro, expresar el universal en cada momento, con cada partícula de nuestro ser, y justamente por eso, tenemos una libertad que nos asegura, que nunca nos abandona.

Es sobre este punto, la libertad, que quisiera hacer la conexión con la filosofía existencialista, no abordando ésta desde un punto de vista teórico, como podría ser el expresado por Jean-Paul Sartre en El ser y la Nada, sino más bien adentrándonos en ella mediante sus obras de ficción, que es dónde me parece más rica.

Si es que se ha tenido contacto con las novelas de Albert Camus, o con sus obras de teatro, al igual que con las del mismo Sartre, se habrá podido notar que están plagadas de personajes cuyo actuar en muchos casos resulta difícil de entender. ¿Podríamos explicar las acciones de Cayo Calígula simplemente como motivadas por la locura, o por el trauma de la pérdida de su amada, y por lo tanto, como inmorales? ¿No sería acaso lo mismo que tildar a Abraham de asesino? Lo que pretendo señalar es que de alguna forma estos personajes entran (o intentan entrar) en absoluta relación con el absoluto, ya no en el sentido de Dios, sino de una realidad absurda y carente de sentido, que no puede ser explicada en términos éticos, en el mismo sentido que la paradoja no puede ser mediada por el universal.

Quiero remitirme, a continuación, a un ejemplo en particular; a un personaje de la obra de teatro de Sartre llamada El diablo y Dios, que me parece nos puede ayudar a entender el problema.

Goetz es un sangriento general durante la guerra del campesinado en la Alemania del siglo XVI. Actúa sin ningún remordimiento, violando mujeres, empalando niños y torturando hombres, incluso habiendo traicionado a su hermano, y pretendiendo hacer el mal por el mal mismo—aunque Kant diría que esto es imposible. Sin embargo, es confrontado por un cura llamado Heinrich, que lo descalifica diciéndole que todos los hombres hacen el mal, y que es el bien lo que nos está prohibido hacer en este mundo. Goetz se siente desafiado, y repentinamente decide que va a intentar hacer el bien, y hace una apuesta con Heinrich, según la cual tiene un año y un día para demostrarle que lo ha logrado. Pero decide dejar esta decisión, sobre si aceptar la apuesta o no, en las manos de Dios, tirando los dados. En caso de perder, tendría pues que seguir la voluntad divina y hacer el bien. Habiendo tirado su contrincante un dos y un uno, Goetz hace trampa y saca voluntariamente un par de ases, perdiéndose así a la voluntad de Dios.

Se da pues, un cambio total en Goetz, quien estando a punto de entrar a una ciudad y matar a sus veinte mil habitantes, decide unirse a los pobres y ayudarlos, siguiendo la doctrina cristiana del bien al pie de la letra, tratando de fundar una ciudad basada en el amor. Pero en el contexto de la guerra, la ciudad simplemente se vuelve insostenible, y los pobres que Goetz pretende defender, se ven ante una amenaza inminente, y que planea ignorar, para seguir predicando el amor. Eventualmente, se ve obligado a abandonarlos puesto que se da cuenta que no puede hacer nada por ellos, y que al intentar ayudarlos, no hizo más que perjudicarlos. Desesperado, se encuentra con Heinrich, justo para el momento de ser juzgado habiendo pasado un año y un día. Goetz acepta, pues, que ha fracasado, pero se pregunta por qué Dios prohíbe al hombre hacer el bien, a la vez que le otorga el deseo de lograrlo.

Podríamos decir que Goetz está honestamente tratando de practicar el universal, aunque en una versión quizás algo caricaturesca del mismo. Sin embargo, en el clímax de su juicio ante Heinrich, le ocurre una revelación, que me parece provechoso mostrar:

Heinrich: ¿Para qué simulas hablarle [a Dios]? De sobra sabes que no responderá.

Goetz: ¿Y por qué ese silencio? Él, que se hizo visible a la burra del profeta, ¿por qué se niega a mostrárseme?

Heinrich: Porque tú no cuentas. A Dios le importa un bledo que tortures a los débiles o te martirices a ti mismo, que beses los labios de una cortesana o los de un leproso, que mueras de privaciones o de voluptuosidades.

Goetz: ¿Quién cuenta, entonces?

Heinrich: Nadie. El hombre no es nada. No te hagas el sorprendido; siempre lo supiste. Lo sabías cuando echaste los dados. ¿Por qué, si no, hubieses hecho trampa? (Goetz trata de hablar.) Hiciste trampa: Catalina te vio, forzaste la voz para cubrir el silencio de Dios. Las órdenes que pretendes recibir, eres tú quien te las envías.

Goetz (reflexionando): Sí, yo.

Heinrich (sorprendido): Pues sí. Tú mismo.

Goetz (el mismo tono): Sólo yo.

Heinrich: Sí, te digo que sí.

Goetz (levantando la cabeza): Sólo yo, cura, tienes razón. Sólo yo. Yo suplicaba, mendigaba un signo, enviaba al cielo mis mensajes; y no había respuesta. El cielo ignora hasta mi nombre. A cada minuto me preguntaba lo que podía ser yo a los ojos de Dios. Ahora sé la respuesta: nada. Dios no me ve, Dios no me oye, Dios no me conoce. ¿Ves ese vació por encima de nuestras cabezas? Es Dios. ¿Ves esa brecha en la puerta? Es Dios. ¿Ves ese agujero en la tierra? También es Dios. El silencio, es Dios. La ausencia, es Dios. Dios es la soledad de los hombres. Estaba yo solo; yo solo decidí el Mal; solo, inventé yo el Bien. Fui yo quien hizo trampa, yo quien hizo milagros, yo quien me acuso hoy, sólo yo puedo absolverme; yo, el hombre. Si Dios existe, el hombre es nada; si el hombre existe… ¿Adónde vas?

Expliquemos esto haciendo uso de los términos que hemos venido utilizando. El Particular (Goetz), habiendo estado sometido a lo universal (o sea, el bien identificado con la voluntad divina), logra relacionarse con lo absoluto (en este caso la conciencia de que no hay Dios, sólo el hombre, y por lo tanto, una realidad absurda, carente de un orden moral), y en virtud de esto, el peso de todas sus decisiones cae sobre sí mismo, y no tiene nada ya en qué refugiarse. Hay que aclarar que Goetz no ha abandonado el universal, pero habiéndolo perdido, lo ha recuperado, y justamente en virtud del absurdo. Se mantiene en él la voluntad de hacer el bien hacia los demás hombres.

Y justamente esto nos lleva al último punto que quisiera señalar. Al entrar en esta absoluta relación con el absoluto, en el territorio del absurdo, más allá del bien y el mal, perdemos de alguna forma lo terrenal, puesto que podríamos fácilmente caer en un nihilismo extremo. No hay un motivo ético para no hacerlo. ¿Cómo, entonces, recuperamos el mundo? Sólo el en virtud del absurdo nos puede salvar, la fe. No nos olvidemos, pues, que efectivamente Abraham recupera a Isaac gracias a su fe, no lo pierde. Igualmente, Goetz obtiene una vitalidad que antes no poseía. Estando dispuesto a morir, recupera su propia vida, y más importante aún, el control total de sus acciones y de su destino.

Contra Nietzsche – II

Con la segunda entrada de esta serie me centraré en un problema estrictamente filosófico, puesto que mi post anterior no fue muy bien entendido.

No obstante, formularé mi crítica a través de una cita al que en este blog se reconoce como todopoderoso en temas kantianos y de ética (¿acaso no hay una total equivalencia?). Me refiero, por supuesto, al norteamericano Allen W. Wood.

Hablando sobre la sabiduría—en el terreno de la ética—en Kant, nos dice:

In other words, the closest we can ever come to wisdom are the aspiration
to it and the search for it – yet not in order to find it, but rather in order
to compensate in the best way we can for our corrupt tendency to deceive
ourselves, for the advantage of our self-conceit and indolence, about what
our duties are. The attempt to think abstractly and systematically about
morality is the best way to do this because – contrary to the false doctrine later
proclaimed by Nietzsche – the will to system is the highest will to integrity of
which creatures like us are capable. Someone who had true wisdom would deserve to be called a “practical philosopher” (MS 6:163). Kant emphasizes,
however, that wisdom – an idea invented by the ancients – is more than can
be asked of any human being (VA 7:200). If we entertain this idea when
we think of ourselves as philosophers, Kant thinks, “it would do no harm
to discourage the self-conceit of someone who ventures to claim the title of
philosopher if one holds before him, in the very definition, a standard of
self-estimation that would very much lower his pretension” (KpV 5:108).
Wisdom is the best concept we can form of how we ought to be. But for
Kant, our main purpose in forming it is only to teach ourselves that no one
is wise, hence that there are no actual human beings we should try to imitate
and that the only real guide to conduct is the moral law we give ourselves.
What we accomplish in comparing ourselves with the ideal of wisdom is not
to become wiser but only to strike down the self-conceit that misleads us into
thinking we might become wise. The closest we can ever actually come to the
ideal of wisdom is to acquire that humbling item of Socratic self-knowledge.

In other words, the closest we can ever come to wisdom are the aspiration to it and the search for it – yet not in order to find it, but rather in order to compensate in the best way we can for our corrupt tendency to deceive ourselves, for the advantage of our self-conceit and indolence, about what our duties are. The attempt to think abstractly and systematically about morality is the best way to do this because – contrary to the false doctrine later proclaimed by Nietzsche – the will to system is the highest will to integrity of which creatures like us are capable.[15] Someone who had true wisdom would deserve to be called a “practical philosopher” (MS 6:163). Kant emphasizes, however, that wisdom – an idea invented by the ancients – is more than can be asked of any human being (VA 7:200).

[15] “I mistrust all systematizers and I avoid them. The will to system is a lack of integrity.” Friedrich Nietzsche, Twilight of the Idols, Maxims and Arrows 26, in W. Kaufmann (ed. and tr.), Portable Nietzsche (New York: Viking Press, 1954), p. 470. Nietzsche apparently supposes that there could be such a thing as the integrity of a fragment, or even of an isolated impulse or insight, divorced from the whole of which it is a part. This gets things exactly wrong, by treating stubborn adherence to the isolated impulse in disregard of the whole as a necessary condition for integrity. But the name for this trait is not “integrity”; it is “irresponsibility.»[1]

Personalmente creo que, como con cualquier otra cosa, se puede sistematizar con integridad (*ehem*Kant*ehem*), al igual que sin integridad (*ehem*Hegel*ehem*). Que Nietzsche hable en absolutos sobre un punto que me parece de total importancia en el ámbito de la filosofía moral, y de forma tan errónea, no es otra cosa que irresponsabilidad, como bien dice Wood.


[1] La cita es, por supuesto, de Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). Páginas 153 y 308.

La humanidad como valor fundamental de la ética kantiana

En este artículo, tercero de una serie—de cuatro—sobre el imperativo categórico, nos enfocaremos en la segunda formulación de la ley moral, que es donde Kant introduce el valor fundamental de su ética, y que, por lo tanto, cumple el rol de ser la materia de la ley, otorgándole su contenido.

Empecemos recordando esta segunda formulación:

Formula de la humanidad como fin en sí misma: “Actúa de tal forma que uses a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca meramente como medio”.

Dejando de lado las críticas que se basan en omitir la palabra «meramente», y que por lo tanto creen que este imperativo es imposible de llevar a cabo, es necesario aclarar el significado de dos términos, puesto que sin hacerlo, sencillamente no entenderemos qué demonios aporta esta segunda formulación.

En primer lugar, centrémonos en la palabra «fin». Sobre la pregunta a la que aludí en el artículo anterior, respecto a ¿por qué debemos obedecer este imperativo categórico?, la respuesta es que este nos propone un fin, pero debe quedar claro, no obstante, que el sentido de «fin» acá no alude a algo que queremos lograr u obtener, sino como aclara Allen W. Wood, al motivo por el cual actuamos[1].

Un ejemplo que se me ocurre para explicar la diferencia de matiz entre dos posibles formas de entender dicha palabra, sería el de una acción que tiene como fin procurar el amor de una persona, como comprarle flores o algo igualmente trillado; mientras que una acción que tome la palabra «fin» en el otro signficado, sería una que se haga por amor, como sería el caso de un padre que da su vida para salvar a su hijo. En este último caso, el fin en el primer sentido sería salvar la vida del hijo, pero en el segundo sentido, sería el amor ya existente del padre hacia el hijo.

Al obrar moralmente, debemos incluir siempre entre nuestros motivos—que pueden ser varios—un fin en el segundo sentido, que viene a ser la humanidad, y que Kant nos dice es un fin en sí mismo. El motivo, entonces, por el cual debemos obedecer el imperativo categórico es algo ya existente, presente tanto en nosotros como en cualquier otra persona.

Nos queda, entonces, dar luz sobre qué es exactamente la humanidad.

Como ya dijimos desde el inicio, Kant introduce en esta segunda formulación el valor fundamental de su ética, y este no es otro que la naturaleza racional como un fin en sí misma, que reconoce bajo el nombre de humanidad. Es, pues, un aspecto importante de un principio supremo de la moralidad—del cual hablamos en el primer artículo de la serie—el señalar un solo valor fundamental que esté a su base (por ejemplo, para John Stuart Mill, éste es la felicidad general). Sin embargo, lo que esta naturaleza racional significa suele quedar a la imaginación del lector, y no es raro que sea refutada como exclusiva de Occidente, y de una determinada época. Veamos, pues, qué quiere decir Kant realmente.

Ser racional significa, antes que nada, escuchar y entender razones cuando nos son dadas por otros[2]. En un sentido más técnico, la razón puede ser entendida como la facultad que se encarga de poner fines, y luego busca los medios para conseguirlos. Dentro de los muchos usos que podemos hacer de la razón, Kant reconoce el uso prudencial, que pone como fin la propia felicidad (como quiera que sea entendida por cada individuo), y que busca los medios para conseguirla. Este uso va de la mano con la predisposición a la humanidad[3] que Kant reconoce, en la que el hombre aspira a su propio bienestar, y lo compara con el de otros, siendo innegable el carácter social de ésta.

En la ley moral se introduce el valor fundamental bajo el nombre de humanidad, y apunta justamente tanto a la predisposición del mismo nombre, como al uso prudencial de la razón. Lo que se deriva de volver este uso de la razón un fin en sí mismo, objetivo y presente en todas las personas, es nada menos que la existencia misma de una dimensión estrictamente ética, puesto que la búsqueda de nuestra felicidad se ve ahora limitada por la condición de moralidad de nuestras máximas, que las obliga a respetar la posibilidad de esta misma búsqueda por parte del resto de individuos.

Este «nuevo» uso de nuestra razón, que se encarga de regular en nuestras máximas el respeto a la humanidad—es decir, el uso prudencial de la razón—en todas las personas, es el uso puramente moral y más elevado, cuya mera posibilidad es la que nos otorga dignidad. En la Fundamentación, cuando Kant habla—o intenta hablar—de la moralidad en sentido puro, parecería que el uso moral de la razón debe excluir al uso prudencial, pero ahora vemos que aquel no tiene sentido sin este último, en cuyo valor fundamental reposa.

Es ciertamente más útil que cuando se piense la humanidad en el contexto de la ética kantiana, sea vista no como una idea trascendental, metafísica, abstracta, etc., sino como este uso racional que todos compartimos. Además, entender correctamente el valor fundamental de una ética termina por ayudarnos a captarla mejor en su totalidad, y de esta forma ponerla en práctica. Es por eso que cuando Kant deriva los deberes de virtud en La metafísica de las costumbres, los fundamenta en mayor medida apelando a dicho valor, y no a una universalización meramente formal.

Ya en el siguiente artículo veremos tanto el fundamento como las implicancias sociales de esto al examinar la tercera y más importante formulación del imperativo categórico.


[1] Recomiendo una vez más su libro Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). Sobre el tema, están los capítulos 4 (The Moral Law), 5 (Humanity) y 6 (Autonomy).

[2] Sigo a Allen W. Wood de cerca en esta definición.

[3] Segunda de tres predisposiciones que Kant reconoce en La religión dentro de los límites de la mera razón, siendo la primera la predisposición a la animalidad, y la tercera la predisposición a la personalidad.

Comprando la Crítica de la razón pura

En vista de que el próximo ciclo (2009-2) se dictará en la PUCP nuevamente el seminario sobre la Crítica de la razón pura, de Immanuel Kant, a cargo de la infalible Rosemary Rizo-Patrón, y al cual planeo atender como alumno «libre», decidí que sería un buen momento para finalmente adquirir—my very own—mi propia copia de tan magistral obra.

Kritik der reinen Vernunft

Sí, es cierto que mis inclinaciones a la filosofía de Kant se dan por sobretodo en las áreas de la ética y de la política. Y sí, es cierto también que he evitado sistemáticamente su espistemología; aunque estoy de acuerdo con lo básico, y creo que ciertamente con otro lenguaje, sigue bastante vigente hoy en día. Pero en vista de mi aparente disponibilidad para la segunda mitad del año, no tengo excusa alguna para no asistir.

En todo caso, acerca de mi inminente adquisición del libro, he decidido que sea en inglés, puesto que siempre tendré a la mano la estándar en español. Además, justo me disponía a hacer un pedido por Amazon, el cual comentaré en su debido momento. Pero más importante fue el hecho de que llegara a mi conocimiento la existencia de la traducción de Allen W. Wood, que hace junto con Paul Guyer, a finales del siglo pasado.

Al igual que la traducción de Wood de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (al inglés, obviamente), lo que me llamó la atención principalmente es el énfasis en mantenerse tan fiel al alemán original como le sea posible—y razonable—, lo que dejaría al lector enfretarse con las mismas dificultades que quien se enfrenta al texto en su idioma original. Además, parece que es la única edición, incluidas las alemanas, que viene con las anotaciones que el mismo Kant le hizo a la suya.

Obviamente toda traducción es en cierta forma una interpretación, pero si alguien se propone dejar pasajes difíciles tal como están, sin tratar de «arreglarlos», entonces esto es una empresa, si bien complicada de realizar, completamente factible, y digna de admiración.

Si bien he leído algunas críticas desfavorables sobre esta edición, no me parecen definitivas, y más que nada, parecen estar en desacuerdo con la idea del proyecto, y luego juzgan la realización en base a esto. Así, me he decidido por dicha traducción, y sólo la experiencia dirá si fue un error o no.

Los dejo con la portada y contraportada.

Critique of Pure Reason

Critique of Pure Reason

Contra Nietzsche – I

En vista de que este post será el primero de una serie de por lo menos dos, considero necesario explicar previamente un poco el sentido del mismo.

No es el objetivo, pues, ir en contra de la filosofía de Friedrich Nietzsche en general; inclusive de manera parcial, salvo de forma muy limitada. Lo que se busca es, más bien, criticar  esas cosas que Nietzsche dice de más, y que se entienden dentro de su contexto y estilo general, pero que quizás solemos interiorizar sin darnos cuenta cuando aceptamos otros aspectos más importantes de su filosofía.

También, y no tiene sentido negarlo, otro objetivo de esta serie será el del darle una cucharada de su propia medicina al muchas veces antipático y bocón «filósofo» alemán. Listo, ya está dicho. Estoy seguro, además, de que, de alguna forma, Nietzsche lo apreciaría.

Empezaré esta serie, entonces, contraponiendo dos citas. La primera pertenece al prólogo de Mas allá del bien y del mal, mientras que la segunda es justamente una carta que Nietzsche le escribió a Lou Andreas-Salomé, y que esta última usa a modo de prólogo para su libro Friedrich Nietzsche en sus obras.

Veamos la primera.

Suponiendo que la verdad sea una mujer -, ¿cómo?, ¿no está justificada la sospecha de que todos los filósofos, en la medida en que han sido dogmáticos, han entendido poco de mujeres?, ¿de que la estremecedora seriedad, la torpe insistencia con que hasta ahora han solido acercarse a la verdad eran medios inhábiles e ineptos patra conquistar los favores precisamente de una hembra?

Y ahora la segunda.

Mi querida Lou:

Su idea de una reducción de los sitemas filosóficos a las actas personales de sus creadores es precisamente una idea que procede de un «cerebro hermano»; yo mismo en Basilea explicaba historia de la filosofía antigua Friedrich Nietzsche, Paul Ree y Lou Andreas-Saloméen este sentido, y con gusto decía a mis oyentes: «Este sistema está refutado y muerto, pero la persona que se halla detrás es irrefutable, a la persona es imposible matarla…» Por ejemplo, Platón.

Entretanto, aquí, el profesor Riedel, el presidente de la Asociación Musical Alemana, arde de entusiasmo por mi «música heroica» (me refiero a su Oración a la vida); quiere tenerla a cualquier precio, y no es imposible que la arregle para su magnífico coro (uno de los primeros de Alemania, conocido como la «Asociación de Riedel»). Sería un pequeño caminito por el que nosotros dos juntos llegaríamos a la posteridad… sin excluir otros caminos.

En lo que concierne a Su «Caracterización de mí mismo», que responde a la verdad, como usted escribe, se me ocurren mis versitos de La gaya ciencia, página 10, rubricados como «Ruego». ¿Adivina usted, mi querida Lou, cuál es mi ruego?

Ayer tarde fui feliz; el cielo era azul, el aire, templado y puro; estuve en Rosenthal, adonde me atrajo la música de Carmen. Permanecí allí sentado durante tres horas, bebí el segundo coñac de este año como recuerdo del primero (¡Ay! ¡Qué mal sabía!), y pensé con toda inocencia y malicia en si no tendría yo algún tipo de predisposición para la locura. Finalmente me dije ¡No! Después comenzó la música de Carmen y durante una media hora me sumí en lágrimas y palpitaciones del corazón. Cuando usted lea esto exclamará: ¡Sí!, y tomará una nota para «Caracterización de mí mismo».

¡Vuelva pronto, pero que muy pronto a Leipzig! ¿Y por qué solo el 2 de octubre? ¡Adiós, mi querida Lou!

Su F. N.

Y creo que no hace falta decir nada más.

El formalismo del imperativo categórico

En este segundo artículo sobre el imperativo categórico nos centraremos en su primera formulación, la más popular—y para muchos la única conocida—y cuya interpretación en el contexto de la primera sección de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres ha dado lugar a muchas de las críticas que siguen vigentes hasta hoy en día, y que usaremos como punto de partida.

Pensé usar exclusivamente las que le hace Hegel (principalmente porque son las que me caen más pesadas), tal como las recoge Jürgen Habermas en su famoso ensayo ¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?, sobre el supuesto formalismo, universalismo abstracto, impotencia del simple deber y terrorismo de la pura intención; pero en vista de que el mismo Habermas parece rechazarlas con relativa facilidad, decidí que sería mejor partir de la crítica de Habermas mismo, y que resumo en la siguiente cita, que hace referencia a la ética kantiana como un:

[…] planteamiento puramente interno, monológico […], que cuenta con que cada sujeto en su foro interno proceda al examen de sus propias máximas de acción.

La respuesta en este artículo será sólo parcial y negativa, puesto que recién en los dos siguientes (al tratar la segunda y tercera formulación, respectivamente) responderemos recién positivamente al núcleo de la crítica.

Recordemos el contenido de la primera formulación de la ley moral, en sus dos variantes:

Formula de la ley universal: “Actúa solamente de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se vuelva una ley universal”.

Formula de la ley de la naturaleza: “Actúa como si la máxima de tu acción fuese a volverse mediante tu voluntad una ley universal de la naturaleza”.

No es difícil darse cuenta, viendo la forma en que está planteada esta primera formulación, como uno podría pensar que la labor de este principio supremo de la moral sea la de brindarnos un procedimiento o examen formal para evaluar la moralidad de nuestras propias máximas—como apunta Habermas en su crítica—, pero ya vimos en el artículo anterior que no es así como debe entenderse el rol de un principio supremo, ya sea el de la ética kantiana, como el del utilitarismo de John Stuart Mill.

Sin embargo, es así como el imperativo categórico ha sido visto históricamente, basándose las interpretaciones casi exclusivamente en esta primera formulación. Y es que, efectivamente, esta primera formulación no es más que la forma de la ley moral, siendo la segunda la materia o el contenido, y la tercera, finalmente, la que se encarga de unirlas. Son pues, tres perspectivas distintas que se complementan para dar luz de este principio supremo, cuya expresión debe ser vista, como bien dice Allen W. Wood, únicamente como provisional y falible.

Desde esta formulación meramente formal, no podríamos responder a preguntas como ¿por qué obedecer este imperativo categórico? Así también, la crítica de Habermas sería totalmente válida, puesto que cada uno podría solucionar, en su foro interno, todos los problemas de la moral, simplemente siguiendo el procedimiento. No obstante, mientras que la pregunta de por qué obedecer la ley moral se responde en buena parte gracias a la segunda formulación, y la crítica sobre el carácter monológico se refuta con la tercera, nos queda por examinar el que es probablemente el más común malentendido, y la barrera más grande para adentrarnos con profundidad en la ética kantiana. Me refiero a la excesiva importancia que se le da a la universalización de las máximas. En vista de que Allen W. Wood lo hace tan bien, lo seguiremos cuando refuta este prejuicio en la siguiente cita:

La noción de que la ética kantiana está comprometida con reglas estrictas y que no permiten excepciones porque considera principios morales como imperativos categóricos está basada en el malentendido más crudo posible. Un imperativo categórico es incondicional en el sentido de que su validez racional no presupone ningún fin, dado independientemente de ese imperativo. Por ejemplo, el respeto por la naturaleza racional puede normalmente requerirnos cumplir con cierta regla, pero puede bien haber condiciones bajo las cuales no nos lo pida, y bajo esas condiciones la regla no sería un imperativo categórico en lo absoluto. […] Una vez que sacamos del camino este común malentendido, no es difícil ver que la teoría kantiana permite considerable espacio para el juicio y excepciones para la aplicación de los deberes[1].

Esta apelación a la universalización de las máximas, además, toma un papel completamente secundario en el posterior desarrollo de la moral de Kant, puesto que al derivar los distintos deberes de virtud, la apelación a la humanidad, valor fundamental de la ética kantiana, y presente en la segunda formulación del imperativo categórico, se convierte en el eje central de estos deberes.

Dijimos, para terminar, que responderíamos a la crítica de Habermas de forma negativa, y es necesario hacer un balance. La ética kantiana, considerada como la aplicación de la primera formulación del imperativo categórico, es ciertamente todo lo que le critica. Pero, a pesar de que todavía no hemos examinado la segunda y tercera formulación, debe estar claro ya a estas alturas que ese fatal presupuesto es erróneo; que la primera formulación es precisamente la parte formal y cuyo papel dentro de la ley moral es excesivamente limitado.

En el tercer artículo de esta serie nos enfocaremos en la segunda formulación del imperativo categórico, cuyo examen dará luz sobre sobre el valor fundamental de la ética kantiana.


[1] La cita, al igual que en el primer artículo, es nuevamente a Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). La traducción es mía.

El imperativo categórico en la ética kantiana

Me propuse iniciar mi participación en este blog con un ensayo sobre el mal radical en la filosofía moral de Immanuel Kant. Pero mientras lo escribía, me di cuenta de que tenía que explicar también muchos otros conceptos de ésta, y el ensayo amenazaba con perder enfoque y extenderse demasiado. Por lo tanto, de una forma que creo será más didáctica—y «entretenida»—planeo empezar con una serie de artículos sobre temas más concretos (aunque no menores en importancia) de la filosofía moral kantiana, y no se me ocurrió nada mejor—ni más sublime—que la ley moral, es decir, el imperativo categórico.

Sin embargo, el alcance de este tema es bastante amplio de por sí, por lo que lo separaré a su vez en cuatro artículos, siendo este el primero, y que se limitará a la función del imperativo categórico dentro de la ética kantiana; mientras que los subsiguientes ahondarán en las tres formulaciones del imperativo categórico, una por una.

Empecemos, pues, sin rodeos, con el contenido de la ley moral, esto es, el imperativo categórico en sus distintas formulaciones[1]:

Primera formulación:

Formula de la ley universal: «Actúa solamente de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se vuelva una ley universal».

Formula de la ley de la naturaleza: «Actúa como si la máxima de tu acción fuese a volverse mediante tu voluntad una ley universal de la naturaleza».

Segunda formulación:

Formula de la humanidad como fin en sí misma: «Actúa de tal forma que uses a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca meramente como medio».

Tercera formulación:

Formula de la autonomía: «…la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora».

Formula del reino de los fines: «Actúa de acuerdo a las máximas de un miembro universalmente legislador para un meramente posible reino de los fines».

Podrán notar en primer lugar, para sorpresa de algunos, que el imperativo categórico es bastante más que su primera formulación, que normalmente suele ser vista como la más importante, e inclusive como la única, y entendida como una especie de procedimiento mental que cada quién debe realizar por su cuenta para evaluar el contenido moral de sus máximas, y cuyo resultado, además, luego podrá serle impuesto al resto de individuos, trascendiendo tanto el espacio como el tiempo. Nada más lejano de la realidad.

Si dejamos de lado, entonces, la infundada idea de que el imperativo categórico debe ser usado a manera de procedimiento, se puede preguntar uno, con razón, ¿cuál es su papel o función, si es que, como ya se dijo, éste no puede ser usado directamente en nuestro actuar cotidiano? Kant nos dice en el prefacio a la Fundamentación de la metafísica de las costumbres que únicamente está buscando establecer el principio supremo de la moralidad, pero quizás le faltó hacer mayor énfasis en la significación real de esto, especialmente si luego usará ejemplos que podrían hacer creer al lector que este principio supremo puede—y debe—ser aplicado en todo momento. De ahí que, habiendo generado tanta confusión sobre un punto tan crucial, se podría afirmar que dicha obra—y en especial la primera sección—sea considerada, cuanto menos, como uno de los mayores fracasos retóricos en la historia de la filosofía.

Es sin duda una ironía que John Stuart Mill, en su libro El utilitarismo, sea uno de los críticos más superficiales de Kant (tanto así que incluso confunde la Fundamentación de la metafísica de las costumbres con La metafísica de las costumbres, publicada más de diez años después), pero de forma simultánea, entienda perfectamente el papel de lo que significa un principio supremo de la moral, y sin querer defienda a Kant de muchas de sus críticas.  Mill, que está tratando de defender el principio utilitarista de la mayor felicidad, afirma que éste sólo puede ser aplicado mediante principios secundarios, y únicamente en caso de conflicto entre estos es que debemos referirnos a aquel.

Para Kant el caso es el mismo, y es justamente en La metafísica de las costumbres, obra que probablemente Mill nunca leyó, donde Kant deriva, con relativo éxito, una serie de deberes secundarios que considera caen dentro de la esfera de la virtud, liderados por el deber a buscar nuestra propia perfección (tanto física como moral), y el de buscar la felicidad de los demás.

Allen W. Wood resume de forma precisa esta relación, tanto para Kant como para Mill, cuando dice:

La filosofía moral está fundamentada en un solo principio supremo, que es a priori, pero todos nuestros deberes morales resultan de la aplicación de este principio a lo que sabemos empíricamente sobre la naturaleza humana y las circunstancias de la vida humana[2].

El desproporcionado malentendido en el que caen autores de la talla de Hegel, Schopenhauer y Habermas, se debe, en gran medida, a la superficial identificación de la ley moral primariamente con la primera formulación del imperativo categórico, que es por cierto la más precaria, y únicamente la primera parte en una complicada argumentación, que abarca la mayor parte de la segunda sección de la Fundamentación.

En el siguiente artículo expondremos, pues, el alcance real de la primera formulación, partiendo de algunas de sus más comunes críticas.


[1] Me basaré en la clasificación que hace el estadounidense Allen W. Wood en su libro Kantian Ethics, publicado apenas el año pasado (New York: Cambridge University Press, 2008).

[2] La traducción es mía, mas no las cursivas.