principio supremo de la moral

La ley moral (o el principio supremo de la moralidad)

Cuando en este blog hablamos de la ley moral nos referimos al mandato supremo de la ética, que podría resumirse de la siguiente forma: Respeta la dignidad en tu persona y en la de los demás. Entendemos la dignidad como la capacidad autónoma de las personas, la libertad de decidir cómo vivir sus vidas, en comunidad con otros.

De forma más específica, nos referimos a la ley que es presentada por Kant de forma completa en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, primero, como el requerimiento de universalidad de las máximas: «[…] obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal» (G 4:421); en segundo lugar, como incluyendo un elemento material, un fin en sí mismo, algo con valor absoluto sin el cual un mandato que obligue categóricamente sería imposible: «Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio» (G 4:429); en tercer lugar, ambas fórmulas son integradas en una idea de la razón, a saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431). En este sentido, la ley moral es indemostrable dado que es un concepto de la razón al cual no puede corresponderle un contenido empírico, si bien la moralidad exige que la consideremos como algo real, mediante un acto de fe racional.

La versión definitiva de la ley moral, en forma de imperativo y no de mera idea, es el principio de autonomía, que reza así: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Considerar que este principio se encuentra como una ley operando en el interior de todo ser racional, o de forma más precisa, en el uso de su capacidad racional, significa que todo ser racional posee dignidad, en tanto no está sometido a otra ley que la que él mismo se da (en tanto ser racional). El imperativo categórico nos exige que veamos a todas las personas como poseyendo igual valor, el valor más elevado que podamos concebir, y que actuemos acorde a dicho reconocimiento.

Estas divagaciones complementan la entrada más leída de este blog, que más de tres años después, considero un tanto obsoleta.

Sobre cómo la idea de una voluntad racional autónoma se vuelve imperativo, ver esta breve entrada.

Convocatoria para grupo de lectura del tercer capítulo de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres

El objetivo del grupo será leer, estudiar y discutir el tercer capítulo de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, «Tránsito de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón práctica pura», de Immanuel Kant, donde se elabora la famosa y controvertida doctrina de los dos mundos, así como sus implicancias para la moralidad.

Se sabe que Kant, a pesar del título de su famosa obra, nunca llega a fundamentar nada, a demostrar que exista efectivamente algo así como una ley moral que nos obligue categóricamente, por lo que, pocos años después, en la Crítica de la razón práctica, termina apelando a ésta como un «factum» de la razón (Ak. V, 31).

En el segundo capítulo, por ejemplo, se limita, más bien, a explicar el funcionamiento de la voluntad humana si es que asumimos ya que existe una ley moral, en otras palabras, si partimos de aceptar que la moralidad es real y objetiva (Ak. IV, 444-445). Se presupone como punto de partida precisamente lo que se quiere establecer.

Es precisamente en el tercer capítulo donde Kant espera demostrar la realidad de la ley moral, es decir, que el ser humano sea efectivamente libre, que su razón pura pueda ser en sí misma práctica, pero nos encontramos más bien con que, mientras avanza, Kant da un paso atrás en su intento, al punto de afirmar que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (Ak. IV, 461).

Su proyecto de fundamentación, ¿queda reducido a mostrar que la libertad de la voluntad humana es compatible con el mundo sensible sometido a leyes naturales deterministas? ¿Es eso lo único que aporta la separación de mundos? ¿Encuentra la filosofía al intentar explicar lo fundamental del fenómeno ético un abismo insuperable, quizás sólo superado por la religión?

La discusión trascenderá problemas éticos y se ubicará en el nivel de la crítica, de la capacidad de la razón para dar cuenta del familiar (pero a la vez misterioso) fenómeno que es la moralidad, para lo que se tendrá que tratar y cuestionar, cuanto menos tangencialmente, el idealismo trascendental, donde Kant está ubicado.

Se requerirá, como único prerrequisito, cierta familiaridad con los dos primeros capítulos.

Cada integrante se hará cargo de una parte del texto y de una respectiva sesión de discusión, exponiendo el segmento a modo de resumen, y planteando una serie de preguntas que sirvan como punto de partida para la discusión.

Las fechas y horarios se tendrían que decidir una vez que el grupo esté definido. Como mínimo, una sesión de tres horas a la semana, durante el verano. La diversidad de traducciones, ediciones bilingües y en otros idiomas será bienvenida. La fecha de inicio (segunda quincena de enero) es tentativa. El proyecto mismo depende de que nos apuntemos aunque sea unos cuantos, verdaderamente comprometidos a sacar el grupo adelante.

Pasen la voz.

Los que estén interesados, «atiendan» en este evento de facebook, y crearé un grupo luego con los interesados para coordinar los detalles.

La interpretación utilitarista —de John Stuart Mill— del imperativo categórico

El principio supremo de la teoría ética utilitarista dice algo así:

Las acciones son correctas en proporción mientras tiendan a promover la felicidad, incorrectas mientras tiendan a promover lo contrario.

Entendiendo a la felicidad, su valor fundamental, como placer y la ausencia de dolor.

El parecido estructural de la teoría ética utilitarista —tal como es concebida por Mill— con la ética de Kant ha sido bien documentado por Allen Wood[1]; ambas cuentan con un principio supremo, en última instancia indemostrable, que no debe ser aplicado directamente a los casos concretos, sino mediante una serie de reglas o principios secundarios, que se derivan de aquel, pero de forma no exacta, sin la precisión usualmente requerida por muchos de los filósofos metaéticos del siglo XX, en busca de una ética procedimental, científica, y adeptos a los experimentos con tranvías.

No obstante, Mill lanza su propia crítica al proyecto kantiano, tal vez no muy consciente de sus similitudes, y tratando de hacer inteligible el principio formal de Kant sólo mediante su propio principio supremo, de utilidad. Veamos lo que dice:

Cuando Kant (como se indicó anteriormente) propone como principio fundamental de la moral: «Obra de tal suerte que la máxima de tu conducta pueda ser admitida como ley por todos los seres racionales», virtualmente reconoce que el interés colectivo de la humanidad, o al menos de la humanidad de modo indiscriminado, debe estar presente en la mente del agente cuando decide conscientemente acerca de la moralidad de una acción. De lo contrario, sus palabras carecerían de significado, ya que el que una máxima, incluso la más egoísta, no pueda ser adoptada, como cuestión de posibilidad fáctica, por todos los seres racionales —el que exista algún obstáculo insuperable en la naturaleza de las cosas para su adopción— no puede mantenerse de forma plausible. Para que el principio kantiano tenga algún significado habrá de entenderse en el sentido de que debemos modelar nuestra conducta conforme a una norma que todos los seres racionales pudiesen aceptar con beneficio para sus intereses colectivos[2].

De esa forma, Mill se propone, ambiciosamente, demostrar que el principio supremo de la moralidad kantiano presupone o necesita del principio de utilidad (o de mayor felicidad) para ser siquiera inteligible.

John Stuart Mill 1 – 0 Immanuel Kant .

Un serio John Stuart Mill.

Pero la cuestión, por supuesto, no queda sanjada con tal aclaración. John Stuart Mill erra —al igual que muchos otros críticos y comentaristas— al interpretar de forma tan superficial al filósofo alemán, cuyo imperativo categórico escapa de su mero lado formal, para sostenerse en vez en el valor de la humanidad como fin en sí mismo, lo que lo lleva a concebir el enlace sistemático de dichos fines (los seres racionales) bajo un sistema de leyes comunes a todos, del cual cada uno es jefe y al mismo tiempo súbdito. Este reino de los fines se parece mucho a la «comunidad de intereses» que Mill menciona es posible pensar respecto de todos los integrantes de la humanidad (Mill, p. 114).

Es decir, Kant no sólo incluye el principio utilitarista, sino que va incluso más allá, y explica por qué es que valoramos —o debemos valorar— la felicidad en primer lugar, mediante un examen de nuestra capacidad racional y sus implicancias.

Se volteó el partido.


[1] Allen W. Wood, Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). Capítulo 3 «Ethical Theory».

[2] John Stuart Mill, El utilitarismo (Madrid: Alianza Editorial, 1984). La cita pertenece a la página 116.

La ética kantiana es una ética teleológica

Antes que nada, discúlpenme por el poco elegante título[1].

Empecemos. Una de las contraposiciones más comunes en la enseñanza de filosofía moral actual en las universidades, juzgando desde el reducido espacio en el que me he formado (léase en la PUCP), es sin lugar a dudas aquella entre una ética deontológica y otra teleológica, prejuicio que se ejemplifica acudiendo a teorías éticas de «corte kantiano» y «neoaristotélicas», respectivamente[2].

El objetivo de este breve artículo será mostrar, mediante un examen de la ética kantiana que no se contente con quedarse en la superficie[3], cómo es que  ambas categorías se le pueden aplicar sin contradicción, dejando expuesta su inutilidad.

Teleología... ¿dónde termina?

Cuando Kant empieza la argumentación central de la segunda sección de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, nos dice que el imperativo categórico es bueno en sí mismo y no depende de ningún otro fin. Ciertamente no puede estar queriendo decirnos que no depende de fin alguno, sino que se refiere únicamente a fines contingentes, pues lo que hará pocas páginas más adelante será precisamente justificar la validez misma del imperativo categórico en un fin en sí mismo.

Como bien afirma Paul Guyer:

[…] la concepción kantiana de agencia racional preserva la estructura de medios y fines característica de la concepción ordinaria de racionalidad, en la que la adopción de una regla sólo tiene sentido si es que sirve como medio para un fin; su aporte a este ordinario análisis es únicamente que si las reglas han de ser universales y necesarias, entonces tienen que ser los medios necesarios para un fin necesario, algo que es necesariamente un fin porque no es en sí mismo un medio para un fin ulterior de valor arbitrario, sino que es en sí mismo intrínseca y absolutamente valioso[4].

Sin embargo, no es sólo en el plano de la fundamentación del principio supremo que la ética kantiana se salva de la etiqueta «deontológica», sino en el ámbito mismo de su aplicación a instancias particulares.

Allen W. Wood nos pinta el cuadro preciso de la situación:

[…] la ética kantiana puede en teoría requerir que tengamos siempre que razonar de forma completamente «deontológica» — esto es, directamente desde la dignidad de la naturaleza racional hacia aquellas acciones que muestren respeto por esta dignidad. En ese caso tendríamos que atender sólo a la legalidad [rightness] o a la conformidad con el deber [dutifulness] de dichas acciones con relación a aquel valor y nunca tendríamos que considerar las consecuencias de nuestras acciones en lo absoluto. En la realidad, en cambio, la ética kantiana no exige nada por el estilo. […] el razonamiento moral en la ética kantiana está basado en «deberes de virtud» — fines a ser producidos, que son nuestro deber fijarnos en vista de la consideración a la dignidad de la humanidad y al valor de la naturaleza racional como un fin en sí mismo. Estos fines consisten en nuestra propia perfección y la felicidad ajena. La ética kantiana por lo tanto requiere que nos preocupemos en producir buenos estados de cosas[5].

Ahora, algunos artículos random relacionados con el tema, de los que extraje las imágenes: Finalidad y teleología (¡¿Para qué?!), y Teleología del Super Mario Bros.


[1] Uno mucho más elegante hubiese sido el siguiente: Deontología y teología en la ética kantiana (o sobre el problema de simplificar en la filosofía).

[2] Pienso en el infame texto de Jürgen Habermas, «Moralidad y eticidad: ¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?».

[3] Algo análogo podría hacerse sobre la ética de Aristóteles.

[4] Paul Guyer, Kant’s Groundwork for the Metaphysics of Morals: A Reader’s Guide (New York: Continuum, 2007). La cita corresponde a la página 89.

[5] Allen W. Wood, Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). La imperfecta traducción es mía, y pertenece a las páginas 261 y 262.

Haciendo inteligible la autonomía kantiana (apelando al reino de los fines)

En este cuarto y último artículo de la serie sobre el imperativo categórico trataremos su tercera—y más importante—formulación, en sus dos variantes:

Formula de la autonomía: “…la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora”.

Formula del reino de los fines: “Actúa de acuerdo a las máximas de un miembro universalmente legislador para un meramente posible reino de los fines”.

Hemos dicho que esta tercera formulación, junto con su variante intuitiva, es la más importante, y tal afirmación no debe quedar infundada. Pero antes, recapitulemos lo visto en artículos anteriores.

En el primer artículo de esta serie tratamos de explicar el papel de un principio supremo de la moral, y cómo este no debe ser visto como un procedimiento estricto y aplicable directamente en cada circunstancia de nuestras vidas, como algunos piensan es el papel de la primera formulación, y que como vimos en el segundo artículo, tiene una presencia bastante limitada en la ética kantiana. También en el segundo artículo dijimos, haciendo referencia a la crítica de Habermas, que responderíamos positivamente a ésta—que tilda al imperativo categórico como puramente interno y monológico—en esta cuarta y última entrega de la serie. No nos olvidemos, tampoco, del tercer artículo, en el que mostramos el valor fundamental de la ética kantiana, esto es, la naturaleza racional también llamada humanidad, y de qué trata exactamente.

Si bien ya sabemos que la forma de la ley moral está expresada en la primera formulación del imperativo categórico, y la materia en la segunda, esta tercera formulación cumple el rol de combinar ambas, explicitando las consecuencias de la unión. Y es que si juntamos la universalidad de las máximas con la humanidad como fin en sí misma, presente en todos los seres racionales, tenemos que la voluntad de estos seres puede ser vista como legislando universalmente.

Sin embargo, es sobre este punto que muchas veces se suele ver la ética kantiana como algo que no es, y confieso haber sido víctima de ese preciso error. Me refiero a considerar la autonomía en cada persona como decisiva, esto es, que la ley moral no tiene valor a menos que nosotros se lo demos. No obstante, una lectura más sobria de Kant, como la que lleva a cabo Allen W. Wood en su libro Kantian Ethics (publicado el año pasado) hace notar que, para el filósofo alemán, la ley moral se encuentra en la naturaleza de las cosas, esto es, en la facultad racional misma, y que sólo se nos puede considerar como verdaderamente autónomos en tanto la obedecemos.

De esta forma, la ley moral no depende de la caprichosa voluntad de los individuos, y es por lo tanto posible pensar «una combinación sistemática de varios seres racionales mediante leyes comunes», o «una totalidad de fines en conexión sistemática», que es como Kant define el meramente posible reino de los fines.

Esto comienza a tomar mayor forma si nos acordamos del uso prudencial de la razón, que vimos en el artículo anterior. Dijimos que los seres racionales tienen la predisposición de armonizar en un todo coherente sus fines individuales, y agruparlos bajo el nombre de felicidad. No escapa de ser una obviedad que muchas veces los fines de distintos individuos no sólo chocan, sino también se oponen. Una ética como la kantiana, al colocar su valor fundamental en la posibilidad de esta búsqueda—bajo el nombre de humanidad—, pone como condición necesaria de la moralidad el respeto a dicha búsqueda por parte de todos los individuos, y de esta forma, implica la idea de una relación armoniosa entre aquellos; esto es, una comunidad. Pero, aclaremos, esto no se da en el sentido que podría pensarse en la filosofía de, por ejemplo, Platón, en donde es el filósofo quién se encarga de administrar las «partes» en total armonía; sino en el sentido de armonizar los fines individuales que establece cada sujeto, y puesto que nadie puede obligar a otro a ponerse determinados fines—sólo a realizar ciertas acciones—, esto tiene que hacerse mediante el uso público de la razón.

Es esta formulación la que nos abre las puertas también a pensar de forma más rica la significación de la ley moral, especialmente en el ámbito social, político y económico. Un buen ejemplo es el que nos da Allen W. Wood, cuando compara alguna de las consecuencias del reino de los fines con el pensamiento de Karl Marx:

La fórmula del reino de los fines nos obliga a evitar toda constante de poner fines que involucre relaciones fundamentalmente competitivas entre nosotros y otros seres racionales. Nos prohíbe relacionarnos con otros de cualquier forma que involucre la frustración de los fines más profundos de cualquier persona. El conflicto y la competencia entre fines humanos es compatible con la fórmula del reino de los fines solamente si está en servicio de una más profunda unidad sistemática entre todos los fines humanos — un sistema, combinación, o comunidad en la que ningún miembro del reino de los fines quede afuera. (Una posterior formulación de la misma idea fue: «Una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos»[1]).

El reino de los fines, entonces, no es más que la idea que nos ayuda a visualizar la ética que está planteando Kant—llevándola hasta sus últimas consecuencias—mostrándonos que no tiene sentido entenderla desde el punto de vista de cada sujeto aislado, sino que más bien hace un fundamental énfasis en el aspecto comunicativo, pues ningún ser racional puede decidir por otro qué es bueno para él, y quitarle de esta forma el derecho de pensar por sí mismo, el mayor delito que concibe la Ilustración.

Se puede pensar que tal vez se está estirando mucho lo que dice Kant con esta lectura que ve su ética como fundamentalmente comunicativa (tratando de atrasar a Habermas, quizás). Sin embargo, si ven la cita de la Crítica de la razón pura en la esquina superior derecha de este blog, se podría empezar a pensar que finalmente se le está haciendo justicia al pensamiento del filósofo de Königsberg.

Además, como dije desde las primeras líneas del primer artículo de la serie, mi intención respecto a estos ha sido sentar la base para la comprensión de problemas más complejos de la filosofía moral de Immanuel Kant, y en primer lugar, se me viene a la mente el del mal radical, que va de la mano con la idea de una comunidad ética, cosa que no hará más que corroborar lo dicho acá, mostrando cada vez un mayor panorama de la ética kantiana.


[1] La cita es del capítulo 4 de Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). La traducción es mía, y la cita a la que hace referencia, a su vez, es del Manifiesto del Partido Comunista.

El formalismo del imperativo categórico

En este segundo artículo sobre el imperativo categórico nos centraremos en su primera formulación, la más popular—y para muchos la única conocida—y cuya interpretación en el contexto de la primera sección de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres ha dado lugar a muchas de las críticas que siguen vigentes hasta hoy en día, y que usaremos como punto de partida.

Pensé usar exclusivamente las que le hace Hegel (principalmente porque son las que me caen más pesadas), tal como las recoge Jürgen Habermas en su famoso ensayo ¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?, sobre el supuesto formalismo, universalismo abstracto, impotencia del simple deber y terrorismo de la pura intención; pero en vista de que el mismo Habermas parece rechazarlas con relativa facilidad, decidí que sería mejor partir de la crítica de Habermas mismo, y que resumo en la siguiente cita, que hace referencia a la ética kantiana como un:

[…] planteamiento puramente interno, monológico […], que cuenta con que cada sujeto en su foro interno proceda al examen de sus propias máximas de acción.

La respuesta en este artículo será sólo parcial y negativa, puesto que recién en los dos siguientes (al tratar la segunda y tercera formulación, respectivamente) responderemos recién positivamente al núcleo de la crítica.

Recordemos el contenido de la primera formulación de la ley moral, en sus dos variantes:

Formula de la ley universal: “Actúa solamente de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se vuelva una ley universal”.

Formula de la ley de la naturaleza: “Actúa como si la máxima de tu acción fuese a volverse mediante tu voluntad una ley universal de la naturaleza”.

No es difícil darse cuenta, viendo la forma en que está planteada esta primera formulación, como uno podría pensar que la labor de este principio supremo de la moral sea la de brindarnos un procedimiento o examen formal para evaluar la moralidad de nuestras propias máximas—como apunta Habermas en su crítica—, pero ya vimos en el artículo anterior que no es así como debe entenderse el rol de un principio supremo, ya sea el de la ética kantiana, como el del utilitarismo de John Stuart Mill.

Sin embargo, es así como el imperativo categórico ha sido visto históricamente, basándose las interpretaciones casi exclusivamente en esta primera formulación. Y es que, efectivamente, esta primera formulación no es más que la forma de la ley moral, siendo la segunda la materia o el contenido, y la tercera, finalmente, la que se encarga de unirlas. Son pues, tres perspectivas distintas que se complementan para dar luz de este principio supremo, cuya expresión debe ser vista, como bien dice Allen W. Wood, únicamente como provisional y falible.

Desde esta formulación meramente formal, no podríamos responder a preguntas como ¿por qué obedecer este imperativo categórico? Así también, la crítica de Habermas sería totalmente válida, puesto que cada uno podría solucionar, en su foro interno, todos los problemas de la moral, simplemente siguiendo el procedimiento. No obstante, mientras que la pregunta de por qué obedecer la ley moral se responde en buena parte gracias a la segunda formulación, y la crítica sobre el carácter monológico se refuta con la tercera, nos queda por examinar el que es probablemente el más común malentendido, y la barrera más grande para adentrarnos con profundidad en la ética kantiana. Me refiero a la excesiva importancia que se le da a la universalización de las máximas. En vista de que Allen W. Wood lo hace tan bien, lo seguiremos cuando refuta este prejuicio en la siguiente cita:

La noción de que la ética kantiana está comprometida con reglas estrictas y que no permiten excepciones porque considera principios morales como imperativos categóricos está basada en el malentendido más crudo posible. Un imperativo categórico es incondicional en el sentido de que su validez racional no presupone ningún fin, dado independientemente de ese imperativo. Por ejemplo, el respeto por la naturaleza racional puede normalmente requerirnos cumplir con cierta regla, pero puede bien haber condiciones bajo las cuales no nos lo pida, y bajo esas condiciones la regla no sería un imperativo categórico en lo absoluto. […] Una vez que sacamos del camino este común malentendido, no es difícil ver que la teoría kantiana permite considerable espacio para el juicio y excepciones para la aplicación de los deberes[1].

Esta apelación a la universalización de las máximas, además, toma un papel completamente secundario en el posterior desarrollo de la moral de Kant, puesto que al derivar los distintos deberes de virtud, la apelación a la humanidad, valor fundamental de la ética kantiana, y presente en la segunda formulación del imperativo categórico, se convierte en el eje central de estos deberes.

Dijimos, para terminar, que responderíamos a la crítica de Habermas de forma negativa, y es necesario hacer un balance. La ética kantiana, considerada como la aplicación de la primera formulación del imperativo categórico, es ciertamente todo lo que le critica. Pero, a pesar de que todavía no hemos examinado la segunda y tercera formulación, debe estar claro ya a estas alturas que ese fatal presupuesto es erróneo; que la primera formulación es precisamente la parte formal y cuyo papel dentro de la ley moral es excesivamente limitado.

En el tercer artículo de esta serie nos enfocaremos en la segunda formulación del imperativo categórico, cuyo examen dará luz sobre sobre el valor fundamental de la ética kantiana.


[1] La cita, al igual que en el primer artículo, es nuevamente a Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). La traducción es mía.

El imperativo categórico en la ética kantiana

Me propuse iniciar mi participación en este blog con un ensayo sobre el mal radical en la filosofía moral de Immanuel Kant. Pero mientras lo escribía, me di cuenta de que tenía que explicar también muchos otros conceptos de ésta, y el ensayo amenazaba con perder enfoque y extenderse demasiado. Por lo tanto, de una forma que creo será más didáctica—y «entretenida»—planeo empezar con una serie de artículos sobre temas más concretos (aunque no menores en importancia) de la filosofía moral kantiana, y no se me ocurrió nada mejor—ni más sublime—que la ley moral, es decir, el imperativo categórico.

Sin embargo, el alcance de este tema es bastante amplio de por sí, por lo que lo separaré a su vez en cuatro artículos, siendo este el primero, y que se limitará a la función del imperativo categórico dentro de la ética kantiana; mientras que los subsiguientes ahondarán en las tres formulaciones del imperativo categórico, una por una.

Empecemos, pues, sin rodeos, con el contenido de la ley moral, esto es, el imperativo categórico en sus distintas formulaciones[1]:

Primera formulación:

Formula de la ley universal: «Actúa solamente de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se vuelva una ley universal».

Formula de la ley de la naturaleza: «Actúa como si la máxima de tu acción fuese a volverse mediante tu voluntad una ley universal de la naturaleza».

Segunda formulación:

Formula de la humanidad como fin en sí misma: «Actúa de tal forma que uses a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca meramente como medio».

Tercera formulación:

Formula de la autonomía: «…la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora».

Formula del reino de los fines: «Actúa de acuerdo a las máximas de un miembro universalmente legislador para un meramente posible reino de los fines».

Podrán notar en primer lugar, para sorpresa de algunos, que el imperativo categórico es bastante más que su primera formulación, que normalmente suele ser vista como la más importante, e inclusive como la única, y entendida como una especie de procedimiento mental que cada quién debe realizar por su cuenta para evaluar el contenido moral de sus máximas, y cuyo resultado, además, luego podrá serle impuesto al resto de individuos, trascendiendo tanto el espacio como el tiempo. Nada más lejano de la realidad.

Si dejamos de lado, entonces, la infundada idea de que el imperativo categórico debe ser usado a manera de procedimiento, se puede preguntar uno, con razón, ¿cuál es su papel o función, si es que, como ya se dijo, éste no puede ser usado directamente en nuestro actuar cotidiano? Kant nos dice en el prefacio a la Fundamentación de la metafísica de las costumbres que únicamente está buscando establecer el principio supremo de la moralidad, pero quizás le faltó hacer mayor énfasis en la significación real de esto, especialmente si luego usará ejemplos que podrían hacer creer al lector que este principio supremo puede—y debe—ser aplicado en todo momento. De ahí que, habiendo generado tanta confusión sobre un punto tan crucial, se podría afirmar que dicha obra—y en especial la primera sección—sea considerada, cuanto menos, como uno de los mayores fracasos retóricos en la historia de la filosofía.

Es sin duda una ironía que John Stuart Mill, en su libro El utilitarismo, sea uno de los críticos más superficiales de Kant (tanto así que incluso confunde la Fundamentación de la metafísica de las costumbres con La metafísica de las costumbres, publicada más de diez años después), pero de forma simultánea, entienda perfectamente el papel de lo que significa un principio supremo de la moral, y sin querer defienda a Kant de muchas de sus críticas.  Mill, que está tratando de defender el principio utilitarista de la mayor felicidad, afirma que éste sólo puede ser aplicado mediante principios secundarios, y únicamente en caso de conflicto entre estos es que debemos referirnos a aquel.

Para Kant el caso es el mismo, y es justamente en La metafísica de las costumbres, obra que probablemente Mill nunca leyó, donde Kant deriva, con relativo éxito, una serie de deberes secundarios que considera caen dentro de la esfera de la virtud, liderados por el deber a buscar nuestra propia perfección (tanto física como moral), y el de buscar la felicidad de los demás.

Allen W. Wood resume de forma precisa esta relación, tanto para Kant como para Mill, cuando dice:

La filosofía moral está fundamentada en un solo principio supremo, que es a priori, pero todos nuestros deberes morales resultan de la aplicación de este principio a lo que sabemos empíricamente sobre la naturaleza humana y las circunstancias de la vida humana[2].

El desproporcionado malentendido en el que caen autores de la talla de Hegel, Schopenhauer y Habermas, se debe, en gran medida, a la superficial identificación de la ley moral primariamente con la primera formulación del imperativo categórico, que es por cierto la más precaria, y únicamente la primera parte en una complicada argumentación, que abarca la mayor parte de la segunda sección de la Fundamentación.

En el siguiente artículo expondremos, pues, el alcance real de la primera formulación, partiendo de algunas de sus más comunes críticas.


[1] Me basaré en la clasificación que hace el estadounidense Allen W. Wood en su libro Kantian Ethics, publicado apenas el año pasado (New York: Cambridge University Press, 2008).

[2] La traducción es mía, mas no las cursivas.