John Stuart Mill

Valor social vs. dignidad (o sobre experimentos de tranvías)

Existe un experimento mental, bastante popular entre algunos filósofos analíticos que se acercan al problema de la ética, y que consiste en plantear el siguiente escenario:

Un tranvía corre fuera de control por una vía. En su camino se hallan cinco personas atadas a la vía por un filósofo malvado. Afortunadamente, es posible accionar un botón que encaminará al tranvía por una vía diferente. Por desgracia, hay una persona atada a esta vía. ¿Debería pulsarse el botón?[1]

La mayoría de personas responde que sí, que efectivamente apretarían el botón, sacrificando a una persona para salvar a cinco.

El problema del tranvía.

Judith J. Thomson reformuló el experimento, de la siguiente forma:

Como antes, un tranvía descontrolado se dirige hacia cinco personas. El sujeto se sitúa en un puente sobre la vía y podría detener el paso del tren lanzando un gran peso delante del mismo. Mientras esto sucede, al lado del sujeto sólo se halla un hombre muy gordo; de este modo, la única manera de parar el tren es empujar al hombre gordo desde el puente hacia la vía, acabando con su vida para salvar otras cinco. ¿Qué debe hacer el sujeto?[2]

Quizás no tan curiosamente, la mayoría de personas que estaban de acuerdo con apretar el botón en el primer escenario, no estarían dispuestos a empujar al hombre gordo en este segundo caso.

Como podrán imaginar, innumerables variaciones del experimento han proliferado, y los fascinados filósofos han buscado reconocer el criterio que se esconde detrás de las distintas decisiones.

Rápidamente, uno puede adoptar la postura utilitarista, y recurrir directamente al principio de utilidad (o de mayor felicidad)[3], y obtendrá respuestas más o menos claras, siempre y cuando se posea toda la información pertinente (por ejemplo, en el primer escenario, la decisión podría cambiar si es que esa única persona que íbamos a sacrificar fuese un doctor especializado del cual dependen la vida de muchos otros).

Sin embargo, utilitarismos más sofisticados como el de John Stuart Mill, exigirían que el problema fuese contextualizado, pues no debemos apresurarnos a sacrificar individuos inocentes por el bien de un grupo mayor, pues esto generaría una situación de temor y descontento generalizado en la sociedad, lo que causaría justamente el efecto contrario: más dolor. No obstante, contra la pared, Mill probablemente se vería obligado a apretar el botón e incluso empujar al gordo, si llevamos lo que nos dice al final de El utilitarismo[4] un poco más lejos.

En todo caso, parecería que la mayoría de personas que adopta una postura utilitarista en el primer caso, toma una postura deontólogica en el segundo; es decir, por principio, se ven incapaces de empujar a alguien hacia su muerte.

Una variación interesante del experimento ha sido investigada por David Pizarro, joven investigador de Cornell University, que pueden revisar en este artículo de Wired (en inglés), aunque sólo me interesa resaltar la conclusión a la que llega:

Las personas no están usando principios [consecuencialistas o deontológicos] y luego aplicándolos. Adoptan un juicio y luego buscan un principio [que se adecue a su juicio][5].

Por más interesante que estas pruebas puedan resultar para el entendimiento moral común, e incluso para la psicología, ¿verdaderamente nos pueden decir algo acerca de qué debemos hacer?

El tranvía es inocente.

En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, por supuesto, Immanuel Kant rechaza esta forma de pensar sobre la ética y construye su teoría en torno a principios racionales, que luego debemos reconocer tenemos la obligación de obedecer, nos gusten o no.

Pensar extraer conclusiones sobre lo que debemos hacer de las opiniones y acciones de las personas nos llevará a un principio corrupto, justamente porque lo que observaremos en la mayoría de los casos es que las personas actuamos sin principio alguno, luego intentando racionalizar nuestras acciones con cualquier argumento que encontremos a la mano.

La ética kantiana se edifica sobre el valor absoluto de nuestra humanidad, que consiste justamente en la capacidad de actuar genuinamente de acuerdo a principios, y esto es lo que nos otorga dignidad.

Sobre la dignidad, Kant nos dice:

[…] todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene dignidad[6].

No pretendo que Kant sí pueda darnos una respuesta sobre los diversos escenarios; justamente, lo que la ética kantiana puede aportar al asunto no es sino hacernos notar la forma intrínsecamente corrupta en la que está planteada el problema, exigiéndonos elegir entre personas como si fueran cosas.

En la cuarta proposición de Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, Kant equipara la cultura con el valor social del hombre, que consiste justamente en considerarnos unos a otros como cosas, dándonos valores distintos, lo que nos impide reconocer la dignidad que todos poseemos por igual.

Ciertamente, alguna vez alguien podría verse en una situación tal, y esa persona tendría que tomar una decisión. La ética kantiana no debe poder jactarse de darnos una respuesta, sino de ayudarnos a comprender la gravedad de lo que estamos haciendo, eligiendo sobre algo de lo que no tenemos autoridad alguna[7].


[1] El experimento original fue ideado por Philippa Foot, y extraje la formulación de Wikipedia.

[2] Tal como está en la página ya citada.

[3] El principio supremo de la teoría ética utilitarista dice así: Las acciones son correctas en proporción mientras tiendan a promover la felicidad, incorrectas mientras tiendan a promover lo contrario. Y se entiende felicidad como placer y la ausencia de dolor.

[4] John Stuart Mill, El utilitarismo (Madrid: Alianza Editorial, 1984). Página 132: «[…] para salvar una vida, no sólo puede ser permisible, sino que constituye un deber, robar o tomar por la fuerza el alimento o los medicamentos necesarios. o secuestrar y obligar a intervenir al único médico cualificado».

[5] La traducción es mía.

[6] Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Madrid: Espasa Calpe, 2004). Página 112.

[7] Este artículo le debe mucho a las reflexiones de Allen W. Wood sobre el papel de una buena teoría ética en Kantian Ethics. Además, la conexión entre la cita del texto de la Fundamentación, en relación a un problema similar, la saqué de un artículo de Randall M. Jensen, en el libro Battlestar Galactica and Philosophy: Knowledge Here Begins Out There, editado por Jason T. Eberl.

La interpretación utilitarista —de John Stuart Mill— del imperativo categórico

El principio supremo de la teoría ética utilitarista dice algo así:

Las acciones son correctas en proporción mientras tiendan a promover la felicidad, incorrectas mientras tiendan a promover lo contrario.

Entendiendo a la felicidad, su valor fundamental, como placer y la ausencia de dolor.

El parecido estructural de la teoría ética utilitarista —tal como es concebida por Mill— con la ética de Kant ha sido bien documentado por Allen Wood[1]; ambas cuentan con un principio supremo, en última instancia indemostrable, que no debe ser aplicado directamente a los casos concretos, sino mediante una serie de reglas o principios secundarios, que se derivan de aquel, pero de forma no exacta, sin la precisión usualmente requerida por muchos de los filósofos metaéticos del siglo XX, en busca de una ética procedimental, científica, y adeptos a los experimentos con tranvías.

No obstante, Mill lanza su propia crítica al proyecto kantiano, tal vez no muy consciente de sus similitudes, y tratando de hacer inteligible el principio formal de Kant sólo mediante su propio principio supremo, de utilidad. Veamos lo que dice:

Cuando Kant (como se indicó anteriormente) propone como principio fundamental de la moral: «Obra de tal suerte que la máxima de tu conducta pueda ser admitida como ley por todos los seres racionales», virtualmente reconoce que el interés colectivo de la humanidad, o al menos de la humanidad de modo indiscriminado, debe estar presente en la mente del agente cuando decide conscientemente acerca de la moralidad de una acción. De lo contrario, sus palabras carecerían de significado, ya que el que una máxima, incluso la más egoísta, no pueda ser adoptada, como cuestión de posibilidad fáctica, por todos los seres racionales —el que exista algún obstáculo insuperable en la naturaleza de las cosas para su adopción— no puede mantenerse de forma plausible. Para que el principio kantiano tenga algún significado habrá de entenderse en el sentido de que debemos modelar nuestra conducta conforme a una norma que todos los seres racionales pudiesen aceptar con beneficio para sus intereses colectivos[2].

De esa forma, Mill se propone, ambiciosamente, demostrar que el principio supremo de la moralidad kantiano presupone o necesita del principio de utilidad (o de mayor felicidad) para ser siquiera inteligible.

John Stuart Mill 1 – 0 Immanuel Kant .

Un serio John Stuart Mill.

Pero la cuestión, por supuesto, no queda sanjada con tal aclaración. John Stuart Mill erra —al igual que muchos otros críticos y comentaristas— al interpretar de forma tan superficial al filósofo alemán, cuyo imperativo categórico escapa de su mero lado formal, para sostenerse en vez en el valor de la humanidad como fin en sí mismo, lo que lo lleva a concebir el enlace sistemático de dichos fines (los seres racionales) bajo un sistema de leyes comunes a todos, del cual cada uno es jefe y al mismo tiempo súbdito. Este reino de los fines se parece mucho a la «comunidad de intereses» que Mill menciona es posible pensar respecto de todos los integrantes de la humanidad (Mill, p. 114).

Es decir, Kant no sólo incluye el principio utilitarista, sino que va incluso más allá, y explica por qué es que valoramos —o debemos valorar— la felicidad en primer lugar, mediante un examen de nuestra capacidad racional y sus implicancias.

Se volteó el partido.


[1] Allen W. Wood, Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). Capítulo 3 «Ethical Theory».

[2] John Stuart Mill, El utilitarismo (Madrid: Alianza Editorial, 1984). La cita pertenece a la página 116.

Sobre la justicia distributiva en el pensamiento contemporáneo

El texto que sigue[1] sirvió como material de guía para mi exposición oral como parte de mi examen de Licenciatura. Es un material en bruto, pero igual me pareció de interés colgarlo.

Sumilla

La pregunta por la justicia distributiva en el pensamiento contemporáneo es sin duda un tema amplio, que me he visto obligado a delimitar con cierta arbitrariedad. Dividiré mi exposición, previa introducción, en dos partes: la primera se centrará en el problema de la justicia distributiva en una sociedad, considerada conceptualmente de forma aislada; la segunda parte hará la transición al mismo problema, pero aplicado a las relaciones entre sociedades o pueblos. Usaré como eje el pensamiento de John Rawls para ambas partes, introduciendo réplicas de varios autores en determinados momentos, en especial de Michael Walzer. No obstante, la predominancia del discurso de Rawls en esta exposición no pretende ser un reflejo equitativo del debate contemporáneo sobre el tema, sino que se debe a las limitaciones a las que me veo sometido, tanto de tiempo, como de simpatía.

Introducción

Empezaré con una distinción básica, entre los conceptos de:

igualdad (aequalitas) : Conformidad de algo con otra cosa en naturaleza, forma, calidad o cantidad.

equidad (aequitas) : Disposición del ánimo que mueve a dar a cada uno lo que merece.

Hago esta distinción, primero, porque corresponde a grandes rasgos a la que existe entre los términos en inglés equality y fairness, que usaré siguiendo a Rawls.

Pero además, sirve para introducir las diferencias entre distintas concepciones de igualdad, necesarias para entender el problema de la justicia (sigo la formulación de Stefan Gosepath al respecto):

igualdad formal : Cuando dos personas tiene un estatus igual en un aspecto relevante, deben ser tratados por igual en relación a dicho aspecto.

igualdad proporcional : Dar a cada quién la parte que le corresponde. La justicia para Aristóteles, por ejemplo, no es sino igualdad proporcional.

Sin embargo, una concepción de justicia basada en la igualdad proporcional es compatible todavía con concepciones tanto igualitarias como aristocráticas.

Cito a Walzer citando a Shakespeare:

Si a cada uno se le diera lo que merece ¿quién escaparía al látigo?

Depende, por lo tanto, de qué aspectos de los individuos consideremos relevantes para formular un criterio de distribución; es decir, se necesita identificar principios sustantivos de igualdad, no meramente formales.

igualdad moral : Desde el siglo XVIII, predomina la idea de que por debajo de las distintas apariencias, las personas tienen elementos relevantes e importantes que comparten; lo que no equivale a afirmar que todos seamos idénticos y debamos ser tratados exactamente de la misma forma.

La expresión más conocida de esta idea es sin duda la de Immanuel Kant, que afirma que todos (seamos ricos o pobres, inteligentes o tontos, buenos o malos) somos fines en sí mismos, pues poseemos una naturaleza racional, condición suficiente para considerarnos seres morales, lo que además nos otorga dignidad. Es innegable el carácter radicalmente igualitario de su pensamiento.

Si bien este valor también conocido como de la humanidad es sustantivo y escapa el mero ámbito de lo formal, el principio de igualdad moral sigue siendo todavía muy abstracto y necesita especificarse, problema sobre el cual todavía no hay consenso.

Todavía más lejos de acuerdo alguno, o incluso ya un proyecto abandonado, está el tema de la fundamentación de este valor, ya sea iusnaturalista, racionalista, metafísica, esencialista, etc.

Es sin embargo sobre esta base que se lleva a cabo el debate contemporáneo, tema que nos concierne ahora.

La justicia distributiva en el pensamiento de John Rawls

Para exponer el pensamiento de Rawls, he considerado tres de sus obras:

El liberalismo político : En la que aborda conceptos presupuestos de su pensamiento y que sirven para sentar las bases y legitimidad del resto de su teoría.

La justicia como equidad : En la que presenta propiamente su teoría de la justicia, para una sociedad liberal.

El derecho de gentes : En la que tratará de las relaciones entre pueblos.

Dejo de lado la más famosa Teoría de la justicia, pues su contenido se encuentra casi en su totalidad revisado y expandido en las tres obras ya mencionadas.

El liberalismo político

Empezaré con El liberalismo político, contrastándolo con algunas críticas que Walzer le hace a Teoría de la justicia en el primer capítulo de Las esferas de la justicia, y en Moralidad en el ámbito local e internacional.

En el último libro mencionado, Walzer introduce los conceptos de

minimalismo moral : tenue, universal porque es humana, intensa.

rasgo dualista de toda moralidad

maximalismo moral : densa, particular porque es una sociedad, compleja.

Y nos advierte que una moral minimalista no podrá ser nunca inexpresiva o neutra, sino que es siempre expresiva de nuestra propia moral maximalista.

«No existe un régimen ideal», nos dice en Esferas.

Corriendo el riesgo de alejarme un poco del tema, considero que profundizar sobre este desacuerdo es de suma importancia, pues es mi posición que más que desacuerdos substanciales, la crítica de Walzer se basa en malentendidos fundamentales del proyecto de Rawls.

En El liberalismo político, Rawls señala numerosas veces que su punto de partida son ideas fundamentales compartidas implícitas en la cultura política pública de su sociedad, cuya elaboración servirá de base para una concepción política de la justicia de corte liberal.

Estas ideas o valores sostienen que los ciudadanos han de ser considerados como libres e iguales, y la sociedad como un sistema equitativo de cooperación.

Hay que notar que tal concepción política de la justicia es relativamente independiente de consideraciones epistemológicas o metafísicas, y sólo depende del razonar de los ciudadanos en el foro público (sobre las esencias constitucionales y cuestiones de justicia básica).

La teoría de Rawls no podría cumplir mejor con el requisito que le exige Walzer de aceptarse a sí misma como producto de una moral maximalista, y es esta autoconciencia la que luego le impedirá a Rawls simplemente extender su posición original a todos los seres humanos, postulando en vez un mucho más modesto derecho de gentes, como veremos luego.

La teoría de Rawls no pretende de esa forma un carácter universalista a-histórico, para poder luego ser aplicada tanto a los sacerdotes egipcios o monjes medievales (ejemplos predilectos de Walzer). Tales estándares son irreales y poco útiles, y renunciar a cumplirlos no significa rechazar la posibilidad de encontrar principios objetivos comunes, aunque siempre propensos a ser perfeccionados.

Volviendo al tema, partimos pues de una sociedad (imperfectamente) democrática, aunque es característico de la filosofía de Rawls esbozar primero una teoría ideal, que nos facilitará un entendimiento sistemático de cómo reformar nuestro mundo no-ideal.

Lo ideal se entiende como lo que es posible, lo que puede ocurrir, aunque pueda también nunca realizarse.

Las tres ideas fundamentales propias de la cultura política democrática: la libertad, la igualdad y la cooperación equitativa pueden combinarse de distintas formas dando lugar a distintas concepciones de justicia de corte liberal (de aquí probablemente se explica la primera palabra del título de su más famosa obra: Una teoría de la justicia, dejada de lado en las traducciones a nuestro idioma), que sin embargo compartirán ciertas características básicas:

En primer lugar, asignará a los ciudadanos derechos y libertades básicas (libertad de expresión, de conciencia y de ocupación).

En segundo lugar, se dará prioridad a estos derechos y libertades por sobre demandas para aumentar el bien (riqueza) general o de perfeccionismo de valores (cultural).

En tercer lugar, una concepción política asegurará a sus ciudadanos los medios para que hagan uso efectivo de sus libertades.

Estas características abstractas deberán realizarse todavía de forma concreta en instituciones respectivas.

Antes de pasar a explicar su teoría de la justicia, debemos abordar cómo es legítimo hablar de una teoría, si en una democracia se asume la existencia de diversas doctrinas religiosas, filosóficas y morales, que Rawls llama doctrinas comprehensivas.

Acude Rawls al principio de legitimidad democrático, que sostiene que el poder político puede ser ejercido sólo de acuerdo a una constitución cuyos elementos esenciales puedan ser razonablemente aceptados por todos los ciudadanos. Esto requiere, por supuesto, que los ciudadanos sean razonables, que quieran pertenecer a una sociedad en la que el poder político sea usado de forma legítima.

Los ciudadanos tendrán sus propias doctrinas comprehensivas, distintas unas de otras, pero su pertenencia a una sociedad democrática les requerirá que sean razonables, que no estén dispuestos a imponérselas unos a otros por la fuerza.

Claro que sobre esto podrán surgir sospechas sobre la razón de quién o de quiénes, de un ciudadano liberal blanco, por ejemplo. Pero tales críticas no escapan de lo retórico y son argumentos filosóficos débiles. Como ya se dijo, lo único que se espera de los ciudadanos es el deber de civilidad, de explicarse unos a otros sus puntos de vista sobre problemas filosóficos fundamentales, y de no imponer por la fuerza sus propias creencias.

Estos requisitos, a grandes rasgos, son los de atenerse a la idea de razón pública, que da lugar a un posible consenso entrecruzado, mediante el cual los ciudadanos apoyan las mismas leyes o valores basándose en razones diferentes, propias de cada doctrina.

Por ejemplo, podemos tener un cristiano que respete la libertad de otros de elegir su religión, y esto no porque se lo requiere una constitución liberal, sino basándose en principios que él considera son propios del cristianismo.

A diferencia de otro cristiano que convive pacíficamente con ciudadanos de otras religiones, pero si tuviese la oportunidad de atropellar los derechos constitucionales, impondría sus creencias religiosas a los demás; por ejemplo, Rafael Rey.

Con este trasfondo, quizás un poco extenso, estamos finalmente ya en condiciones de adentrarnos en la teoría de la justicia de Rawls, basada en esta forma de igualdad moral que se sostiene en los tres ideales fundamentales.

Dejamos de lado El liberalismo político, y nos enfocamos en La justicia como equidad, con especial atención en su programa de distribución de bienes.

La justicia como equidad

Por sobre la legitimidad, la justicia es el estándar moral más alto según el cual las principales instituciones de una sociedad u orden político deben ser ordenadas.

La idea de justicia de Rawls apunta a describir la estructura básica de la sociedad, que incluye la Constitución, el sistema legal, la economía, la familia, etc.

Es la estructura básica de la sociedad porque dichas instituciones distribuyen los principales pesos y cargas de la vida social, por ejemplo, quién tendrá derechos básicos, oportunidades de conseguir tal y cual trabajo, la distribución de ingresos y riqueza, etc.

Cualquier cambio en la estructura básica de la sociedad tiene, por supuesto, efectos profundos en la vida de los ciudadanos.

A estas alturas de su argumentación, perteneciendo a la teoría ideal, asume que una sociedad es auto-suficiente y cerrada.

Retomando los tres ideales fundamentales, la cooperación de ciudadanos en una sociedad debe ser equitativa si han de ser considerados como libres e iguales, y por lo tanto, las instituciones sociales (o estructura básica de la sociedad) no deberían dar beneficios o ventajas en relación a características de los ciudadanos que se consideren moralmente arbitrarias, como por ejemplo el sexo, la raza, e incluso la familia. [aspecto negativo]

Siendo ese un aspecto meramente negativo, Rawls sostiene una tesis distributiva de reciprocidad basada en la equidad. Todos los bienes sociales han de distribuirse de forma equitativa, a menos que una distribución desigual sea ventajosa para todos. [aspecto positivo]

En términos de Walzer, hay una igualdad simple que establece la línea de fondo, a partir de ahí la desigualdades deben apuntar a mejorar la situación de todos, y por lo tanto especialmente de los que están peor. Estas desigualdades corresponderían, sin embargo, a una igualdad compleja.

Recordando que lo que se busca es una concepción política de la justicia (a diferencia de una metafísica, por ejemplo), la pregunta por los términos equitativos de cooperación social entre ciudadanos libres e iguales se traduce a la pregunta por los términos de cooperación que elegirían ciudadanos libres e iguales bajo condiciones equitativas.

Debido a esta reformulación, Rawls desarrolla el método de la posición original que consta de representantes bajo el velo de la ignorancia, cuyo resultado serán los dos principios de justicia:

Primer principio: Todas las personas son iguales en punto de exigir un esquema adecuado de derechos y libertades básicos iguales, esquema que es compatible con el mismo esquema para todos; [y en ese esquema se garantiza su valor equitativo a las libertades políticas iguales, y sólo a esas libertades].

Segundo principio: Las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: primero, deben andar vinculadas a posiciones y cargos abiertos para todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y segundo, deben promover el mayor beneficio para los miembros menos aventajados de la sociedad.

El primer principio será usado para diseñar la constitución política, mientras que el segundo principio se aplicará a las instituciones sociales y económicas principales.

Así también, hay una relación de prioridad léxica entre los principios.

Es la concepción de ciudadano (libres e iguales) y de sociedad (equitativa) que tiene Rawls que le permitirá formular el argumento desde la posición original.

En primera instancia, los dos principios de justicia de Rawls han de vérsela con el principio utilitarista que apunta a ordenar la estructura básica de la sociedad de tal forma que se obtenga el nivel más alto de utilidad promedio entre los ciudadanos. Rawls acude a la regla maximin, según la cual una concepción de justicia es preferible a otra si el nivel de bienes primarios del grupo menos aventajado es superior, por más que el promedio sea inferior. Ningún representante

Luego los enfrenta al principio de utilidad restringida, que es igual a sus dos principios, excepto porque el principio de diferencia es reemplazado por un principio de utilidad promedio para regular la distribución de riquezas e ingresos, constreñido por un mínimo social. Sin embargo, el establecimiento del mínimo  generaría más problemas de los necesarios. Además, los menos favorecidos sospecharían que los que tienen más están trabajando para estar incluso mejor y no por ellos, lo que ocasionaría fisuras en el esquema de cooperación social.

Mientras la primera comparación resaltaba la importancia de las libertades básicas, que nunca deben subordinadas por un mayor bienestar económico, la segunda comparación fundamenta el principio de diferencia mostrando cómo fomenta la confianza mutua y las virtudes cooperativas, dando como resultado un mundo social que cualquier parte querría asegurar para los ciudadanos que representen.

Los ciudadanos entenderán que las libertades básicas les dan un suficiente espacio social para perseguir sus concepciones razonables del bien.

Una de las implicancias más significativas de los principios, y probablemente la que está más lejos de realizarse, es en torno a las instituciones necesarias para realizar el valor equitativo de las iguales libertades políticas. A menos que exista financiamiento público, restricciones en las contribuciones a campañas, e igual acceso a los medios, la política será capturada por el poder económico privado, imposibilitando a ciudadanos igualmente capaces de incursionar en la política con las mismas repercusiones.

A estas alturas, también se legislará en torno a la propiedad, contratos, herencias, impuestos, sueldo mínimo, etc. El objetivo de esto no será fijar una cantidad de bienes para distribuir, sino idear un conjunto de instituciones para organizar la producción, distribución y capacitación, cuya ejecución realizaría el principio de igualdad equitativa de oportunidades y el principio de diferencia en el tiempo.

Me parece que esta concepción nada estática de los bienes se concilia de buena forma con la teoría de bienes del mismo Walzer, que tiene la estructura siguiente:

«La gente concibe y crea bienes, que después distribuye entre sí»

Y con los seis principios que la conforman.

1. Todos los bienes que la justicia distributiva considera son bienes sociales.

2. Los individuos asumen identidades concretas por la manera en que conciben y crean los bienes sociales.

3. No existe un solo conjunto de bienes básicos o primarios [válidos para todos]

4. Es la significación de los bienes la que determina su movimiento.

5. Los significados sociales poseen carácter histórico al igual que las distribuciones.

6. Cuando la significados son distintos, las distribuciones deben ser autónomas. Cada esfera distributiva contiene su propio criterio (o criterios) apropiados.

Otras consecuencias relevantes del principio de igualdad de oportunidades serán que el Estado tendrá que pagar una educación de alta calidad para los que tengan menos, seguro médico para todos y un salario mínimo.

El principio de diferencia tendrá como meta un orden económico que maximice la posición del grupo menos aventajado (requisito cuya realización se encuentra todavía a años luz de la mayoría, sino de todas, de democracias liberales).

La concepción de justicia distributiva de Rawls, para recapitular, tiene como punto de partida no sólo un momento específico en el tiempo, sino también un lugar.

La concepción de ser humano como racional y razonable, capaz de organizarse en una sociedad equitativa, y de reconocerse unos a otros como ciudadanos libres e iguales, está basada en una posibilidad histórica concreta, aunque sin garantía alguna de perfeccionarse.

Pasemos finalmente al problema de la justicia distributiva en el ámbito internacional.

El derecho de gentes

Al igual que dentro de una sociedad, hay una estructura básica internacional (entre estados). Entre los principios que regulan esta estructura básica, se tiene que los pueblos son independientes y libres, que deben observar tratados, que son partes iguales en los acuerdos que los compelen, que deben observar el deber de no intervención (salvo en casos muy graves), que tienen derecho a la autodefensa, el deber de respetar los derechos humanos, de observar ciertas restricciones y normas de conducta durante las guerras, y finalmente, el controversial deber de asistir a otros pueblos que viven bajo condiciones desfavorables que no les permiten tener un régimen político y social justo ni decente.

En el derecho internacional de Rawls, los actores no son individuos (ciudadanos) sino sociedades (pueblos). Por pueblo se entiende un grupo de individuos regido por un gobierno común, unidos por simpatías comunes (concepto que toma de J. S. Mill), y finalmente por una concepción moral y política común en torno a la justicia y la equidad.

La descripción de pueblos liberales se diferencia de la de un Estado, que tiene como intereses extender su territorio, su poder económico, su dominación por sobre otros estados, etc.

Un pueblo, en cambio, se preocupará por proteger su independencia política, territorio, seguridad de sus ciudadanos; mantener sus instituciones políticas y sociales, su cultura civil; y finalmente asegurar su auto-respeto como pueblo, que descansa en la conciencia de sus ciudadanos sobre su historia y logros culturales.

Los pueblos se dividen en liberales (se ordenan conforme a los requerimientos del liberalismo político) y decentes (están suficientemente ordenados, aseguran a sus ciudadanos los derechos humanos básicos). Sin embargo, ambos tipos de pueblos merecen una membrecía igual en la sociedad internacional.

Posición original se reformula para este contexto: ¿Qué términos de cooperación aceptarían pueblos (liberales y decentes) libres e iguales bajo condiciones equitativas?

Como resultado se dan los ocho principios ya mencionados. Sin embargo, requiere particular atención, para nuestro tema, el último de ellos: el que exige el deber de asistir a las sociedades menos favorecidas.

Volviendo un poco en el tiempo, una de las primeras reacciones al vacío que dejó la Teoría de la justicia respecto del problema de justicia entre pueblos fue por parte de Charles R. Beitz, que quiso extender el velo de la ignorancia a la nacionalidad e incluso a la generación, y de esta forma establecer como obligaciones de justicia, y no meramente humanitarias,  la necesidad de asistir a los pobres.

Se basaba en que al final de la Doctrina del Derecho, Kant sostiene que la cooperación económica internacional crea una nueva base para una moralidad internacional. Las fronteras nacionales no pueden ser considerados todavía como los límites externos de la cooperación social.

Otra reacción fue la de Thomas Nagel, describe una situación que considera de desigualdad radical, en la que existen personas viviendo en una pobreza extrema, y esto pudiendo solucionarse sin que los que tienen más sean privados significativamente de sus bienes.

No es necesario establecer que la pobreza extrema en algunos países ha sido causada por ciertas injusticias históricas. Podríamos asumir que no ha sido ese el caso, e igual afirmar que hay algo injusto en la situación actual.

Lo que se disputa es el supuesto derecho básico de los individuos, compañías y naciones de acumular (de forma ilimitada) riqueza y propiedad, y de intercambiarlas con otros en términos que sean aceptados de forma mutua.

Hay una creciente realización de que las condiciones morales trascienden el actuar de individuos, y deben aplicarse también al sistema económico mundial que permite tales resultados, y que es sostenido por todos y a la vez por nadie.

Por su parte, Brian Barry sostiene también que existen tanto obligaciones humanitarias como de justicia (estas últimas basadas en derechos); y considera hipócrita hablar de lo que yo debe hacer, como un asunto humanitario o de caridad, con lo que es de mi propiedad no tiene sentido hasta que hayamos establecido qué es legítimamente mío en primer lugar.

Finalmente, Thomas Pogge critica el deber de asistencia como insuficiente, como no reconociendo actos de injusticia por parte de algunos pueblos ricos que han generado tales condiciones en las sociedades menos favorecidas, como las llama Rawls. Tal constatación sería ciertamente de carácter jurídico, basado en evidencias históricas.

En todo caso, habría que notar que tal deber de asistencia parece pertenecer a la teoría ideal, y que por lo tanto asume la existencia de una más o menos efectiva y sólida sociedad de pueblos, lo que implica la existencia de pueblos liberales más o menos establecidos. Sin embargo, la realidad está todavía muy lejos de dicha idea, y si Estados Unidos, por ejemplo, se estableciera eventualmente como un pueblo propiamente liberal, no podría dejar de reconocer injusticias cometidas en el pasado (propias de un Estado proscrito). Lo que deja más o menos abierto el problema de la responsabilidad a la que están sometidas dichas sociedades ahora.

Sin embargo, también choca el carácter limitado de la utopía realista de Rawls, que se limita a abolir los grandes males de la historia humana (guerras injustas, opresión, persecución religiosa, genocidios, asesinatos en masa, pobreza, hambrunas, negación de la libertad de conciencia), pero permite la existencia de desigualdades entre pueblos, y la existencia de pueblos decentes mas no liberales.

Me parece, no obstante, que en ese punto Rawls acierta al aceptar modestamente los límites legales para generar mayores cambios, que en todo caso deberían darse de forma autónoma en cada sociedad. Respecto de la redistribución, cabría preguntarse qué tantas desigualdades podrían haber entre pueblos liberales, teniendo en cuenta las características que estos poseerán de forma interna (situación de la cual no podríamos estar todavía más lejos).

No puedo dejar de notar, para finalizar, el carácter excesivamente paciente de los grandes filósofos políticos, desde los 1000 años que Platón menciona al final de la República, hasta los muchos intentos que Kant sostiene en sus escritos de historia necesitará la humanidad para alcanzar una constitución republicana perfectamente justa, junto al estado de paz perpetua entre los pueblos, así como el proceso lento de Ilustración de las masas.

Me parece el caso es bastante similar con la filosofía de John Rawls, que coloca en primera instancia la teoría ideal, y deja a un segundo plano los problemas de aplicación. Que no se me malentienda. No creo que los filósofos sean magos, ni deban serlo. Y en todo caso, no encuentro respuestas mejores que las esbozadas por dichos filósofos. Pero me parece que la aporía más grande que la filosofía política de corte idealista ha de enfrentar (y con ella toda la humanidad) es la urgencia a la que nos vemos sometidos, por primera vez en la historia humana, para regresar la civilización tanto a un nivel de sostenibilidad ambiental, como la posibilidad de autodestrucción por armas nucleares, situación que pone los 1000 años de Platón, los muchos intentos de Kant y la teoría ideal de Rawls contra la pared, y el dedo en el gatillo.

Muchas gracias.


[1] Para redactar el texto usé como guía las entradas sobre igualdadJohn Rawls de la Stanford Encyclopedya of Philosophy, así como algunos artículos de Global Justice, editado por Thomas Pogge. También revisé el primer capítulo de Las esferas de la justicia, y los primeros ensayos de Moralidad en el ámbito local e internacional, de Michael Walzer. Por supuesto, revisé El derecho de gentes y Liberalismo político de John Rawls. El texto cuenta con parafraseos y traducciones mías del material que acabo de señalar, por lo que no debe considerarse como una producción 100% original. Además, no cumple los estándares de otros artículos presentados acá respecto de la edición.

El plan de Veidt, el reino de los fines y el V Simposio de Estudiantes de Filosofía (PUCP/UARM)

Ok, me quedó un título largo, pero a fin de cuentas, honesto. Como ya aludí hace algunos días, mi participación en una mesa redonda sobre el comic Watchmen, de Alan Moore—piensen en Marvelman—, ha sido requerida para el V Simposio de Estudiantes de Filosofía (PUCP/UARM), y obviamente, he aceptado.

El tema es libre, siempre y cuando tenga alguna relación con el comic. He de confesar que, incluso antes de aceptar, ya tenía el enfoque general y tema en mente, pues había ya esbozado algo relacionado al comic para una clase del curso de Ética que tuve que dictar (como jefe de práctica) el ciclo pasado, cosa que mencioné en mi otro blog.

Sin más, les adelanto la provisional sumilla de mi exposición, y una página del comic, para que vean de qué hablo.

Sumilla: La presente exposición busca  centrarse en el macabro plan de Adrian Veidt, también conocido como Ozymandias, primero exponiéndolo y luego tratando de abordarlo desde la perspectiva de la ética kantiana, apelando a la idea de un meramente posible reino de los fines; y por momentos también contrastándolo con otras teorías éticas (como el utilitarismo de John Stuart Mill). Finalmente, reflexionaremos sobre los alcances de una teoría ética ante casos que podríamos llamar «extremos», como el planteado.

Y la página prometida, en español.

El plan de Veidt

La humanidad como valor fundamental de la ética kantiana

En este artículo, tercero de una serie—de cuatro—sobre el imperativo categórico, nos enfocaremos en la segunda formulación de la ley moral, que es donde Kant introduce el valor fundamental de su ética, y que, por lo tanto, cumple el rol de ser la materia de la ley, otorgándole su contenido.

Empecemos recordando esta segunda formulación:

Formula de la humanidad como fin en sí misma: “Actúa de tal forma que uses a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca meramente como medio”.

Dejando de lado las críticas que se basan en omitir la palabra «meramente», y que por lo tanto creen que este imperativo es imposible de llevar a cabo, es necesario aclarar el significado de dos términos, puesto que sin hacerlo, sencillamente no entenderemos qué demonios aporta esta segunda formulación.

En primer lugar, centrémonos en la palabra «fin». Sobre la pregunta a la que aludí en el artículo anterior, respecto a ¿por qué debemos obedecer este imperativo categórico?, la respuesta es que este nos propone un fin, pero debe quedar claro, no obstante, que el sentido de «fin» acá no alude a algo que queremos lograr u obtener, sino como aclara Allen W. Wood, al motivo por el cual actuamos[1].

Un ejemplo que se me ocurre para explicar la diferencia de matiz entre dos posibles formas de entender dicha palabra, sería el de una acción que tiene como fin procurar el amor de una persona, como comprarle flores o algo igualmente trillado; mientras que una acción que tome la palabra «fin» en el otro signficado, sería una que se haga por amor, como sería el caso de un padre que da su vida para salvar a su hijo. En este último caso, el fin en el primer sentido sería salvar la vida del hijo, pero en el segundo sentido, sería el amor ya existente del padre hacia el hijo.

Al obrar moralmente, debemos incluir siempre entre nuestros motivos—que pueden ser varios—un fin en el segundo sentido, que viene a ser la humanidad, y que Kant nos dice es un fin en sí mismo. El motivo, entonces, por el cual debemos obedecer el imperativo categórico es algo ya existente, presente tanto en nosotros como en cualquier otra persona.

Nos queda, entonces, dar luz sobre qué es exactamente la humanidad.

Como ya dijimos desde el inicio, Kant introduce en esta segunda formulación el valor fundamental de su ética, y este no es otro que la naturaleza racional como un fin en sí misma, que reconoce bajo el nombre de humanidad. Es, pues, un aspecto importante de un principio supremo de la moralidad—del cual hablamos en el primer artículo de la serie—el señalar un solo valor fundamental que esté a su base (por ejemplo, para John Stuart Mill, éste es la felicidad general). Sin embargo, lo que esta naturaleza racional significa suele quedar a la imaginación del lector, y no es raro que sea refutada como exclusiva de Occidente, y de una determinada época. Veamos, pues, qué quiere decir Kant realmente.

Ser racional significa, antes que nada, escuchar y entender razones cuando nos son dadas por otros[2]. En un sentido más técnico, la razón puede ser entendida como la facultad que se encarga de poner fines, y luego busca los medios para conseguirlos. Dentro de los muchos usos que podemos hacer de la razón, Kant reconoce el uso prudencial, que pone como fin la propia felicidad (como quiera que sea entendida por cada individuo), y que busca los medios para conseguirla. Este uso va de la mano con la predisposición a la humanidad[3] que Kant reconoce, en la que el hombre aspira a su propio bienestar, y lo compara con el de otros, siendo innegable el carácter social de ésta.

En la ley moral se introduce el valor fundamental bajo el nombre de humanidad, y apunta justamente tanto a la predisposición del mismo nombre, como al uso prudencial de la razón. Lo que se deriva de volver este uso de la razón un fin en sí mismo, objetivo y presente en todas las personas, es nada menos que la existencia misma de una dimensión estrictamente ética, puesto que la búsqueda de nuestra felicidad se ve ahora limitada por la condición de moralidad de nuestras máximas, que las obliga a respetar la posibilidad de esta misma búsqueda por parte del resto de individuos.

Este «nuevo» uso de nuestra razón, que se encarga de regular en nuestras máximas el respeto a la humanidad—es decir, el uso prudencial de la razón—en todas las personas, es el uso puramente moral y más elevado, cuya mera posibilidad es la que nos otorga dignidad. En la Fundamentación, cuando Kant habla—o intenta hablar—de la moralidad en sentido puro, parecería que el uso moral de la razón debe excluir al uso prudencial, pero ahora vemos que aquel no tiene sentido sin este último, en cuyo valor fundamental reposa.

Es ciertamente más útil que cuando se piense la humanidad en el contexto de la ética kantiana, sea vista no como una idea trascendental, metafísica, abstracta, etc., sino como este uso racional que todos compartimos. Además, entender correctamente el valor fundamental de una ética termina por ayudarnos a captarla mejor en su totalidad, y de esta forma ponerla en práctica. Es por eso que cuando Kant deriva los deberes de virtud en La metafísica de las costumbres, los fundamenta en mayor medida apelando a dicho valor, y no a una universalización meramente formal.

Ya en el siguiente artículo veremos tanto el fundamento como las implicancias sociales de esto al examinar la tercera y más importante formulación del imperativo categórico.


[1] Recomiendo una vez más su libro Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). Sobre el tema, están los capítulos 4 (The Moral Law), 5 (Humanity) y 6 (Autonomy).

[2] Sigo a Allen W. Wood de cerca en esta definición.

[3] Segunda de tres predisposiciones que Kant reconoce en La religión dentro de los límites de la mera razón, siendo la primera la predisposición a la animalidad, y la tercera la predisposición a la personalidad.

El formalismo del imperativo categórico

En este segundo artículo sobre el imperativo categórico nos centraremos en su primera formulación, la más popular—y para muchos la única conocida—y cuya interpretación en el contexto de la primera sección de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres ha dado lugar a muchas de las críticas que siguen vigentes hasta hoy en día, y que usaremos como punto de partida.

Pensé usar exclusivamente las que le hace Hegel (principalmente porque son las que me caen más pesadas), tal como las recoge Jürgen Habermas en su famoso ensayo ¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?, sobre el supuesto formalismo, universalismo abstracto, impotencia del simple deber y terrorismo de la pura intención; pero en vista de que el mismo Habermas parece rechazarlas con relativa facilidad, decidí que sería mejor partir de la crítica de Habermas mismo, y que resumo en la siguiente cita, que hace referencia a la ética kantiana como un:

[…] planteamiento puramente interno, monológico […], que cuenta con que cada sujeto en su foro interno proceda al examen de sus propias máximas de acción.

La respuesta en este artículo será sólo parcial y negativa, puesto que recién en los dos siguientes (al tratar la segunda y tercera formulación, respectivamente) responderemos recién positivamente al núcleo de la crítica.

Recordemos el contenido de la primera formulación de la ley moral, en sus dos variantes:

Formula de la ley universal: “Actúa solamente de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se vuelva una ley universal”.

Formula de la ley de la naturaleza: “Actúa como si la máxima de tu acción fuese a volverse mediante tu voluntad una ley universal de la naturaleza”.

No es difícil darse cuenta, viendo la forma en que está planteada esta primera formulación, como uno podría pensar que la labor de este principio supremo de la moral sea la de brindarnos un procedimiento o examen formal para evaluar la moralidad de nuestras propias máximas—como apunta Habermas en su crítica—, pero ya vimos en el artículo anterior que no es así como debe entenderse el rol de un principio supremo, ya sea el de la ética kantiana, como el del utilitarismo de John Stuart Mill.

Sin embargo, es así como el imperativo categórico ha sido visto históricamente, basándose las interpretaciones casi exclusivamente en esta primera formulación. Y es que, efectivamente, esta primera formulación no es más que la forma de la ley moral, siendo la segunda la materia o el contenido, y la tercera, finalmente, la que se encarga de unirlas. Son pues, tres perspectivas distintas que se complementan para dar luz de este principio supremo, cuya expresión debe ser vista, como bien dice Allen W. Wood, únicamente como provisional y falible.

Desde esta formulación meramente formal, no podríamos responder a preguntas como ¿por qué obedecer este imperativo categórico? Así también, la crítica de Habermas sería totalmente válida, puesto que cada uno podría solucionar, en su foro interno, todos los problemas de la moral, simplemente siguiendo el procedimiento. No obstante, mientras que la pregunta de por qué obedecer la ley moral se responde en buena parte gracias a la segunda formulación, y la crítica sobre el carácter monológico se refuta con la tercera, nos queda por examinar el que es probablemente el más común malentendido, y la barrera más grande para adentrarnos con profundidad en la ética kantiana. Me refiero a la excesiva importancia que se le da a la universalización de las máximas. En vista de que Allen W. Wood lo hace tan bien, lo seguiremos cuando refuta este prejuicio en la siguiente cita:

La noción de que la ética kantiana está comprometida con reglas estrictas y que no permiten excepciones porque considera principios morales como imperativos categóricos está basada en el malentendido más crudo posible. Un imperativo categórico es incondicional en el sentido de que su validez racional no presupone ningún fin, dado independientemente de ese imperativo. Por ejemplo, el respeto por la naturaleza racional puede normalmente requerirnos cumplir con cierta regla, pero puede bien haber condiciones bajo las cuales no nos lo pida, y bajo esas condiciones la regla no sería un imperativo categórico en lo absoluto. […] Una vez que sacamos del camino este común malentendido, no es difícil ver que la teoría kantiana permite considerable espacio para el juicio y excepciones para la aplicación de los deberes[1].

Esta apelación a la universalización de las máximas, además, toma un papel completamente secundario en el posterior desarrollo de la moral de Kant, puesto que al derivar los distintos deberes de virtud, la apelación a la humanidad, valor fundamental de la ética kantiana, y presente en la segunda formulación del imperativo categórico, se convierte en el eje central de estos deberes.

Dijimos, para terminar, que responderíamos a la crítica de Habermas de forma negativa, y es necesario hacer un balance. La ética kantiana, considerada como la aplicación de la primera formulación del imperativo categórico, es ciertamente todo lo que le critica. Pero, a pesar de que todavía no hemos examinado la segunda y tercera formulación, debe estar claro ya a estas alturas que ese fatal presupuesto es erróneo; que la primera formulación es precisamente la parte formal y cuyo papel dentro de la ley moral es excesivamente limitado.

En el tercer artículo de esta serie nos enfocaremos en la segunda formulación del imperativo categórico, cuyo examen dará luz sobre sobre el valor fundamental de la ética kantiana.


[1] La cita, al igual que en el primer artículo, es nuevamente a Kantian Ethics (New York: Cambridge University Press, 2008). La traducción es mía.

El imperativo categórico en la ética kantiana

Me propuse iniciar mi participación en este blog con un ensayo sobre el mal radical en la filosofía moral de Immanuel Kant. Pero mientras lo escribía, me di cuenta de que tenía que explicar también muchos otros conceptos de ésta, y el ensayo amenazaba con perder enfoque y extenderse demasiado. Por lo tanto, de una forma que creo será más didáctica—y «entretenida»—planeo empezar con una serie de artículos sobre temas más concretos (aunque no menores en importancia) de la filosofía moral kantiana, y no se me ocurrió nada mejor—ni más sublime—que la ley moral, es decir, el imperativo categórico.

Sin embargo, el alcance de este tema es bastante amplio de por sí, por lo que lo separaré a su vez en cuatro artículos, siendo este el primero, y que se limitará a la función del imperativo categórico dentro de la ética kantiana; mientras que los subsiguientes ahondarán en las tres formulaciones del imperativo categórico, una por una.

Empecemos, pues, sin rodeos, con el contenido de la ley moral, esto es, el imperativo categórico en sus distintas formulaciones[1]:

Primera formulación:

Formula de la ley universal: «Actúa solamente de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se vuelva una ley universal».

Formula de la ley de la naturaleza: «Actúa como si la máxima de tu acción fuese a volverse mediante tu voluntad una ley universal de la naturaleza».

Segunda formulación:

Formula de la humanidad como fin en sí misma: «Actúa de tal forma que uses a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca meramente como medio».

Tercera formulación:

Formula de la autonomía: «…la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora».

Formula del reino de los fines: «Actúa de acuerdo a las máximas de un miembro universalmente legislador para un meramente posible reino de los fines».

Podrán notar en primer lugar, para sorpresa de algunos, que el imperativo categórico es bastante más que su primera formulación, que normalmente suele ser vista como la más importante, e inclusive como la única, y entendida como una especie de procedimiento mental que cada quién debe realizar por su cuenta para evaluar el contenido moral de sus máximas, y cuyo resultado, además, luego podrá serle impuesto al resto de individuos, trascendiendo tanto el espacio como el tiempo. Nada más lejano de la realidad.

Si dejamos de lado, entonces, la infundada idea de que el imperativo categórico debe ser usado a manera de procedimiento, se puede preguntar uno, con razón, ¿cuál es su papel o función, si es que, como ya se dijo, éste no puede ser usado directamente en nuestro actuar cotidiano? Kant nos dice en el prefacio a la Fundamentación de la metafísica de las costumbres que únicamente está buscando establecer el principio supremo de la moralidad, pero quizás le faltó hacer mayor énfasis en la significación real de esto, especialmente si luego usará ejemplos que podrían hacer creer al lector que este principio supremo puede—y debe—ser aplicado en todo momento. De ahí que, habiendo generado tanta confusión sobre un punto tan crucial, se podría afirmar que dicha obra—y en especial la primera sección—sea considerada, cuanto menos, como uno de los mayores fracasos retóricos en la historia de la filosofía.

Es sin duda una ironía que John Stuart Mill, en su libro El utilitarismo, sea uno de los críticos más superficiales de Kant (tanto así que incluso confunde la Fundamentación de la metafísica de las costumbres con La metafísica de las costumbres, publicada más de diez años después), pero de forma simultánea, entienda perfectamente el papel de lo que significa un principio supremo de la moral, y sin querer defienda a Kant de muchas de sus críticas.  Mill, que está tratando de defender el principio utilitarista de la mayor felicidad, afirma que éste sólo puede ser aplicado mediante principios secundarios, y únicamente en caso de conflicto entre estos es que debemos referirnos a aquel.

Para Kant el caso es el mismo, y es justamente en La metafísica de las costumbres, obra que probablemente Mill nunca leyó, donde Kant deriva, con relativo éxito, una serie de deberes secundarios que considera caen dentro de la esfera de la virtud, liderados por el deber a buscar nuestra propia perfección (tanto física como moral), y el de buscar la felicidad de los demás.

Allen W. Wood resume de forma precisa esta relación, tanto para Kant como para Mill, cuando dice:

La filosofía moral está fundamentada en un solo principio supremo, que es a priori, pero todos nuestros deberes morales resultan de la aplicación de este principio a lo que sabemos empíricamente sobre la naturaleza humana y las circunstancias de la vida humana[2].

El desproporcionado malentendido en el que caen autores de la talla de Hegel, Schopenhauer y Habermas, se debe, en gran medida, a la superficial identificación de la ley moral primariamente con la primera formulación del imperativo categórico, que es por cierto la más precaria, y únicamente la primera parte en una complicada argumentación, que abarca la mayor parte de la segunda sección de la Fundamentación.

En el siguiente artículo expondremos, pues, el alcance real de la primera formulación, partiendo de algunas de sus más comunes críticas.


[1] Me basaré en la clasificación que hace el estadounidense Allen W. Wood en su libro Kantian Ethics, publicado apenas el año pasado (New York: Cambridge University Press, 2008).

[2] La traducción es mía, mas no las cursivas.