conciencia moral

El corazón humano (o sobre el misterio en la ética de Kant)[1]

“Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir”. (KpV 5:161-162)

«Debí, por tanto, suprimir el saber, para obtener lugar para la fe». (BXXX)

Resumen:

La ponencia busca hacer explícito el espacio que Kant delimita deliberadamente en su teoría ética para aquello que no se puede comprender, que se encuentra más allá de los límites de la mera razón. Este espacio, se mostrará, está ligado al recurso que Kant hace de la figura del corazón humano (Herz), uso consistente y sistemático a lo largo de sus principales obras sobre moral y religión. El corazón será el lugar donde la ley moral entra en contacto con la sensibilidad del ser humano, ejerciendo su influencia decisiva, lugar también donde se dan nuestros más profundos razonamientos éticos, que permanecen siempre en última instancia insondables. De este modo, veremos cómo el problema filosófico de fundamentación de la moralidad, la existencia misma de la ley moral, queda inevitablemente tras un velo de misterio. 

Immanuel Kant se refiere al proyecto que lleva a cabo en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres como el de «la búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad» (G 4:392)[2]. En el primer capítulo, Kant allana el terreno partiendo de algunos conceptos ‒que él supone son‒ propios del entendimiento moral común, limitándose a mostrar que una buena forma de explicar el origen del deber moral es recurriendo a la figura de una ley universalmente válida. Es en el segundo capítulo, propiamente, donde Kant encuentra el principio partiendo del examen del concepto de una voluntad que en el ser humano no es sino imperfecta (G 4:412-413), y tras explicitarlo como una idea de la razón (G 4:431) termina presentándolo como el principio de la autonomía de la voluntad: «no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal» (G 4:440). Esto, puesto de otro modo, significa únicamente que estamos obligados por una ley interna, presente en nosotros nos guste o no, y que nos manda a respetar la dignidad de todas las personas, respetar su capacidad de elegir cómo vivir sus vidas, su humanidad, en tanto respeten la misma capacidad en los demás.

No obstante, Kant reconoce al final del capítulo que todavía no ha logrado establecer dicho principio como algo más que una fantasmagoría, es decir, que exista «de verdad y de modo absolutamente necesario» (G 4:445). Precisamente, en el tercer capítulo, Kant se propone concluir con su proyecto de fundamentación, y se encuentra finalmente con un límite insuperable, al punto de  terminar afirmando que «cualquier esfuerzo destinado a buscar una explicación para ello [cómo sea posible la libertad, y por lo tanto, la moralidad misma] supondrá un esfuerzo baldío» (G 4:461, 4:458-459, cf. KpV 5:72).

En las últimas líneas de la obra, Kant termina rindiéndose ante el «misterio» que supone «la incondicionada necesidad práctica del imperativo moral» (G 4:463), que equivale justamente a no poder demostrar aquello que quedó pendiente al final del segundo capítulo: que la ley moral exista de verdad. El problema es de la mayor importancia. Si bien una ley de la razón operando en un orden distinto del fenoménico es ciertamente pensable, la moralidad no puede concebirse como descansado en una mera posibilidad del pensamiento. Tiene que ser real para todos y cada uno de los seres racionales, pertenezcan o no a este planeta llamado Tierra. Reconocer el misterio que supone el problema, insoluble, dirá Kant, constituye «todo cuanto en justicia puede ser exigido de una filosofía que, en materia de principios, aspira a llegar hasta los confines de la razón humana» (G 4:463).

Cuando en la Crítica de la razón práctica Kant parece haber reemplazado por completo su intento ‒fallido‒ de establecer definitivamente la ley moral del tercer capítulo de la Fundamentación, y termina más bien apelando a su existencia como la «del único factum de la razón pura» (KpV 5:31), cabe preguntarse si nos encontramos ante un giro dogmático en su pensamiento ético fundacional, lo que significaría haber dejado de lado aquel misterio reconocido en su obra anterior.

La tesis que busco defender en esta ponencia apunta a que el misterio señalado al final de la Fundamentación subsiste en sus obras posteriores sobre moral y religión, donde lo vemos frecuentemente ligado al uso que el filósofo hace de la figura del corazón (Herz). Así, el problema insoluble para la razón humana de cómo pueda ser práctica la razón pura, se mantiene al afirmar que la ley moral hace contacto en nuestra sensibilidad precisamente en el corazón humano, contacto a su vez incomprensible; el corazón humano es el lugar donde la ley moral se hace real. De la misma forma, el problema que supone nuestro yo verdadero, nuestra interioridad más recóndita, independiente del mundo de los fenómenos, se mantendrá cuando Kant señale, también de forma constante, la insondabilidad última del corazón, refiriéndose al razonamiento moral y a nuestras motivaciones. Para lo primero recurriré principalmente a la Crítica de la razón práctica, y, para lo segundo, a La metafísica de las costumbres.

Espero establecer que, más que un rol accesorio, la figura del corazón denota un uso sistemático que, al salir a la luz, mostrará todo un ámbito inherente a la teoría ética de Kant preocupado por delimitar el misterio que aparece al final de la Fundamentación, habiendo cumplido cabalmente su promesa de limitar el conocimiento para dejarle lugar a la fe.

El corazón como punto de contacto entre la ley moral y la sensibilidad humana

Que la ley moral (una idea de la razón, válida por lo tanto para todo ser racional[3]) pueda ejercer una influencia determinante en nuestra sensibilidad a la hora de actuar, constituye un problema insuperable para el uso especulativo de nuestra misma razón[4].

¿Por qué la existencia de la moralidad supone tanto problema? Nadie duda de su existencia. Todos reconocemos la validez de ciertas normas: no mentir, no matar, ayudar al prójimo. Y estas pueden ser explicadas como resultado de una mezcla de mecanismos evolutivamente adquiridos como la capacidad empática, por un lado, y ciertas convenciones sociales, relativas a un determinado lugar y momento histórico. Pero si nos quedamos a este nivel, creía Kant, entonces alguien podría decidir usar su libertad para ponerse por encima de esta obligación, que falla en ser absolutamente categórica. Pensemos en alguien que no haya desarrollado su capacidad empática, o la descuide día a día. Esta persona, además, reconoce que las normas son convenciones sociales, y con este pensamiento decide poner su propia libertad por encima, encontrarse más allá del bien y del mal. Para esta persona, Dios ha muerto y todo está permitido. Kant considera esta posibilidad y la rechaza. Del mismo modo, Dostoievski también rechaza esta posibilidad. Tiene que haber algo, tan fuerte como un Dios monoteísta con poder absoluto, que nos obligue además de nuestra constitución sensible y de las convenciones morales, o costumbres. Su propuesta de una ley moral como una ley de la razón humana es precisamente eso. No resulta curioso que finalmente probar la existencia de dicha ley resulte tan difícil como probar la existencia misma de Dios.

No obstante, que efectivamente lo haga, que la razón pura pueda ser en sí misma práctica, y que la ley moral no sea una mera «idea quimérica desprovista de verdad» (G 4:445), es un supuesto que subyace toda la filosofía moral kantiana y que no se pone realmente en duda[5]. Siguiendo esta misma creencia, que tenemos originariamente a la ley moral de alguna forma dentro de nosotros[6], nos ocuparemos del problema de su contacto con nuestra sensibilidad.

De lo que se trata es «de qué modo la ley moral se torna un móvil», o puesto de otra forma, cómo puede el ser humano actuar por principio, incluso con la exclusión de todos los estímulos sensibles «y con el apaciguamiento de cualesquiera inclinaciones en tanto que pudieran mostrarse contrarias a la ley» (KpV 5:72). La ley moral tiene, en su cualidad de móvil, un efecto en nuestra sensibilidad, si bien negativo, precisamente,  pues «aquieta» cualquier inclinación que se le oponga.

Esta discusión se da en el capítulo «En torno a los móviles de la razón pura práctica» (KpV 5:73-76). Kant elabora: la búsqueda por satisfacer el conjunto de nuestras inclinaciones, en tanto que pueden sistematizarse, es propiamente la búsqueda de la felicidad propia, y tal búsqueda constituye el egoísmo, que puede dividirse tanto en amor propio (benevolencia para con uno mismo) como en vanidad (complacencia con uno mismo). La razón pura práctica, es decir, la ley moral, puede quebrantar nuestro amor propio y, en tanto se circunscriba a aquella, se vuelve un amor propio racional (un egoísmo moderado, que se somete a la moralidad); es la vanidad la que se ve completamente abatida, aniquilada, inclusive humillada, en tanto pretende una autoestima que preceda al acuerdo con la ley moral. Este sentimiento negativo supondrá también, entonces, algo positivo, a saber, «la forma de una causalidad intelectual, o sea, la libertad», y que «supone un objeto de máximo respeto, con lo cual constituye también el fundamento de un sentimiento positivo que no tiene origen empírico y es reconocido a priori«.

Esto sólo cobra sentido si no perdemos de vista que Kant ha posicionado la ley moral (en su forma pura) fuera del orden de cosas sensible, y ahora se ve obligado a explicar cómo puede ejercer influencia alguna en un mundo sometido a leyes naturales, es decir, cómo y dónde se da el contacto entre el orden de cosas sensible con el orden de cosas inteligible, regido por las leyes de la razón.

Pero no encontramos explicación alguna por parte de Kant en dicho capítulo, sino una indagación a priori, que asume sencillamente que dicho contacto es tal (KpV 5:72). Kant se limita a argumentar cómo el sentimiento moral, puesto a la base de la moralidad por tales como David Hume y Adam Smith (a quienes Kant admiraba), no sólo puede, sino que debe ser explicado como «un sentimiento de respeto hacia la ley moral» que «se ve producido exclusivamente por la razón», purgado de cualquier determinación sensible (KpV 5:74-76). Será recién en la segunda parte de la obra, la «Metodología de la razón pura práctica», donde Kant dará luces al respecto, al abordar el problema de cómo la ley moral accede al interior de cada individuo concreto, y ejerce influencia sobre sus máximas.

Para Kant, la naturaleza humana está constituida de tal modo que la representación inmediata de la ley moral, de la virtud pura, puede ser un móvil subjetivamente más poderoso que cualquier incentivo placentero o amenaza de dolor (KpV 5:151-152). Esto equivale, nuevamente, a su gran presupuesto según el cual la razón pura puede ser en sí misma práctica. Más que una explicación teórica sobre cómo sea esto posible (como ya se dijo, tarea imposible, de acuerdo a Kant), lo que obtenemos es una propuesta pragmática sobre cómo facilitar esta determinación netamente racional, y nos encontramos con que el corazón humano juega un papel predominante.

A lo largo del  breve capítulo, Kant menciona el corazón humano repetidas veces (KpV 5:152, 155n, 156-157, 158, 161). La mayoría de menciones lo refieren siempre a la ley moral: el corazón será el lugar donde aquella puede incardinarse con toda su pureza, lo que significaría que se halle sometido al deber. Así también, el corazón puede marchitarse, fortalecerse, enderezarse, moderarse, languidecerse, liberarse y aligerarse, o verse oprimido.

El corazón hace del lugar donde la ley moral se inserta y ejerce su influjo puro en nuestra sensibilidad. Constituye así el punto de contacto entre el mundo inteligible y el mundo sensible, donde la razón pura puede ser en sí misma práctica. Pero la respuesta a la pregunta de cómo la ley moral se inserta en el corazón es un método práctico: mientras más pura sea presentada, tendrá mayor fuerza en el individuo (KpV 5:156). Cualquier intento especulativo de explicar este contacto nos refiere al misterio de la libertad humana, que en la Fundamentación queda sin resolución.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Pasemos a ocuparnos ahora en el problema del carácter insondable del corazón. Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (MS 6:392). La autocoacción que es una condición esencial de la virtud humana, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación. No obstante, sólo podemos acercarnos a este fin, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras, puesto que, señala Kant, “no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma” (MS 6:392; cf. G 4: 407). Exactamente esta misma idea aparece al comienzo del segundo capítulo de la Fundamentación, y en numerosos otros pasajes.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es “alguien que conoce profundamente los corazones” (MS 6:430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral, donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (MS 6:439). No obstante, no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia efectiva de un ser supremo fuera de nosotros.  Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (MS 6:441).

Estos pasajes, que atraviesan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética, están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, que está lejos de ser un mero procedimiento de nuestro intelecto; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano, cuyas “profundidades […] son insondables” (MS 6:447)[7]. Por supuesto que el problema de la insondabilidad del corazón en lo que concierne a nuestras motivaciones está estrechamente ligado al problema del contacto entre la ley moral y nuestra sensibilidad. Poder observar el contacto significaría poder examinar nuestras motivaciones con precisión científica. Esto supondría la resolución del misterio que supone la libertad humana.

De esta forma, espero haber mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón en las principales obras de ética de Immanuel Kant, y que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier indagación teórica. Esto deja al descubierto que la teoría ética de Kant, en dos aspectos fundamentales, reposa en un terreno misterioso. La ley moral que Kant intentó establecer en la Fundamentación, se mantiene siempre un paso más allá de nuestras indagaciones. Incluso en relación a nuestra experiencia íntima de la moralidad, nunca podemos estar seguros de su existencia, si bien Kant insiste en que debemos de estarlo. La fe religiosa, precisamente, consistirá únicamente en la creencia de que la virtud es algo real, de que existe algo más allá de nuestra arbitrariedad que nos obliga a ser mejores.

Con verdadera humildad, Kant ha delimitado un vacío en torno a problemas ético-religiosos de fundamental importancia, que, como ya hemos visto, están ligados a la figura del corazón humano. Quiero proponer, no obstante, que Kant no pretendía que nada pueda decirse sobre este vacío. Todo lo contrario. La riqueza de este vacío se plasmará en la creencia en las distintas divinidades o cosmovisiones (que bien pueden ser ateas), y que tienen como núcleo el misterio que supone la moralidad, que el ser humano ha llenado de distintos modos a lo largo de la historia con ciertos mitos ilustrativos (ya sea el de Moisés o Jesús, la divinidad interior de los estoicos, el tercer ojo o los sentimientos morales). En este sentido, ciertos aspectos del discurso mismo de Kant sobre una ley de la razón que opera en un mundo distinto al de los fenómenos pueden ser vistos igualmente como poseyendo un carácter mitológico, ficticio. La superación del nihilismo, que amenaza a la moralidad al no poder establecerse la ley práctica, requiere de un acto de fe, que jamás debemos entender como la creencia en una divinidad, sino como una forma de actuar en el mundo: un como si la moralidad fuera algo real. La ética de Kant, sin comprometerse con alguna tradición religiosa en particular, se compromete con lo más profundo de todas a la vez.


[1] Este es el texto de la ponencia que tuve el agrado de leer en el Primer Congreso de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española, el miércoles 14 de noviembre del 2012 en Bogotá.

[2] Las citas a la obra de Kant son a las traducciones al español presentes en la Bibliografía, y refieren a la numeración de la Academia de Berlín (Ak), acompañadas de las siglas en alemán de la respectiva obra: Fundamentación, G; Crítica de la razón práctica, KpV; La metafísica de las costumbres, MS. La excepción será la Crítica de la razón pura (KrV), donde referiremos a la numeración A/B.

[3] A saber, «la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (G 4:431).

[4] En la Crítica de la razón práctica Kant reitera lo mencionado repetidas veces en el tercer capítulo de la Fundamentación: «Pues cómo pueda una ley constituir por sí misma e inmediatamente un fundamento para determinar la voluntad (lo cual resulta sustantivo para toda moralidad) supone un problema insoluble para la razón humana y equivale a plantearse cómo es posible una voluntad libre» (KpV 5:72).

[5] Charles Taylor tiene razón al ubicar el origen del racionalismo ilustrado de Kant en aquella experiencia primigenia que se asemeja a la idea estoica de la razón como una chispa de Dios dentro de nosotros (Taylor 2007: 251-252; cf. KpV 5:161-162).

[6] Ver el famoso pasaje del colofón de la Crítica de la razón práctica, citado debajo del título (KpV 5:161-162).

[7] La cita continúa: “¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio?” (MS 6:447).

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002a.

Groundwork for the Metaphysics of Morals. Traducción de Allen W. Wood. Nueva York: Yale University Press, 2002b.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Crítica de la razón práctica. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2000.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

TAYLOR, Charles

A Secular Age. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

La leyenda del cuatrillón de kilómetros del diablo de Ivan Karamázov

Satanás, imaginado por Iván Karamázov, imaginado por Fiódor Dostoievski, nos cuenta la siguiente leyenda:

—Conozco una, precisamente, sobre nuestro tema; es decir, no se trata de una anécdota, sino más bien de una leyenda. Tú me reprochas la falta de fe: «ves y no crees». Pero no soy el único que se encuentra en este caso, amigo mío: ahora, en nuestro mundo, todo quisqui anda soliviantado, y ello debido únicamente a vuestras creencias. Mientras no se iba más allá de los átomos, de los cinco sentidos y de los cuatro elementos, todo marchaba más o menos bien. De los átomos hablaron ya los antiguos. Pero cuando se supo que aquí habíais descubierto la «molécula química», el «protoplasma» y el demonio sabe qué otras cosas, los nuestros se recogieron la cola entre las piernas. Aquello fue el caos. Todo eran supersticiones y comadreos; habladurías entre nosotros hay tantas como entre vosotros y hasta un poquitín más; y, por fin, delaciones, porque también nosotros tenemos una sección especial donde se reciben ciertos «informes». Pues bien, se trata de una insólita leyenda de nuestros siglos medios (no vuestros, sino nuestras), y nadie la cree ni siquiera entre nosotros, excepción hecha de las mercaderas de diez arrobas, digo de las nuestras, no de las vuestras. Todo lo que existe en este mundo, existe también en el nuestro, éste es un secreto que te revelo sólo por amistad, aunque nos está prohibido hacerlo. La leyenda a que me refiero trata del paraíso. Había entre vosotros, en la tierra, un pensador y filósofo de nota, cuenta la leyenda, que «lo negaba toda, leyes, conciencia, fe» y, en especial, la vida futura. Murió creyendo que iba a desaparecer en las tinieblas y la nada, pero he aquí que se encuentra ante la vida futura. Se quedó asombrado y se indignó: «Esto va en contra de mis convicciones», dijo. Y por estas palabras le condenaron… Bueno, perdona, yo sólo te cuento lo que he oído decir, se trata de una leyenda… Le condenaron a que recorriera en las tinieblas un cuatrillón de kilómetros (ahora, entre nosotros, todo va por kilómetros), y cuando haya recorrido este cuatrillón, le abrirán las puerta del paraíso y le perdonarán…

—¿Qué otros tormentos tenéis en vuestro mundo, aparte de lo del cuatrillón? —le interrumpió Iván con extraordinaria viveza.

—¿Qué tormentos? ¡Ah, no me lo preguntes! Antes los había de la clase que quisieras, pero ahora todo es cargar la mano sobre los morales, sobre los «remordimientos de conciencia» y esas zarandajas. Esto también nos ha venido de vosotros, de  vuestra «suavización de costumbres». ¿Y quién crees que ha salido ganando? Pues los únicos que han salido ganando son los sinvergüenzas, porque de dónde van a sentir ellos remordimientos de conciencia, si no conciencia tienen. Los que han pagado pato, en cambio, han sido las personas decentes, las que no han perdido del todo la conciencia y el honor… Eso es lo que pasa cuando se emprenden reformas sobre un terreno sin preparar y aun copiadas de instituciones extranjeras. ¡Son pura calamidad! Serían preferibles las calderas de antaño. Bien, ese condenado al cuatrillón de kilómetros se planta, mira a su alrededor y se echa de través en el camino: «No quiero andar, ¡me niego por principio!» Toma tú el alma de un ateo ruso instruido, mézclala en la del profeta Jonás, que se pasó tres días y tres noches rezongando en el vientre de una ballena, y te saldrá el carácter de aquel pensador que se echó en el camino.

—¿Pero, sobre qué pudo echarse?

—Bah, algo habría allí sobre qué echarse. ¿No te estarás burlando?

—¡Bravo por el pensador! —gritó Iván, con la misma extraña viveza. Ahora escuchaba con inesperada curiosidad—. Y qué, ¿aún sigue echado?

—No, ése es el caso. Permaneció echado cerca de mil años, luego se levantó y se puso a andar.

—¡Vaya burro! —exclamó Iván, riéndose nerviosamente a carcajadas, como si se esforzara por comprender alguna cosa—. ¿No da lo mismo permanecer eternamente echado que andar un cuatrillón de verstas? ¿No representa esa distancia un billón de años de camino?

—Incluso mucho más; si tuviera lápiz y papel te lo podría calcular. Pero hace mucho tiempo que llegó, y es ahora cuando empieza la anécdota.

—¡Cómo, llegó!…. ¿Pero de dónde sacó un billón de años?

—¡Todo te lo imaginas relacionándolo con esta tierra nuestra de hoy! Pero la tierra actual, quizá se ha repetido un billón de veces; es decir, ha envejecido, se ha cubierto de hielos, se ha resquebrajado, se ha deshecho, se ha descompuesto en sus elementos; otra vez todo quedó cubierto de agua, hasta las partes sólidas del universo, luego apareció otra vez un cometa, otra vez el sol, y del sol se desprendió otra vez la tierra, y es posible que esta evolución se haya repetido ya, quizá, un número infinito de veces, siempre de la misma manera, hasta el último detalle. Es de un aburrimiento indecentísimo…

—Bueno, bueno, ¿y qué sucedió, cuando hubo llegado?

—No bien le abrieron las puertas del paraíso, entró, y antes de que hubiera pasado allí dos segundos (y eso reloj en mano, aunque el reloj, a mi entender, debía de habérsele descompuesto en sus elementos hacía mucho tiempo, en el bolsillo, durante el recorrido), antes de que hubiera pasado allí dos segundos, exclamó que aquellos dos segundos valían no sólo el cuatrillón de kilómetros, sino un cuatrillón de cuatrillones y hasta elevado a la cuadrillonésima potencia. En una palabra, cantó «hosanna» y exageró la nota hasta el punto de que allí, algunos, los de ideas más nobles, querían negarse a darle la mano al principio; se había hecho conservador demasiado aprisa, pensaban. Eso es propio del temperamento ruso. Repito: se trata de una leyenda. Estas son las ideas que todavía corren sobre estas materias allí, entre nosotros. (Dostoievski 1996: 932-935)

Para una entrada similar, ver: El superhombre de… Dostoiesvki.

Para un blog dedicado al pensamiento religioso del stárets Zosima, personaje santo de la novela, ver: Amor humilde.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

El corazón humano como el lugar de lo insondable

Seguimos con nuestra investigación acerca del lugar y significado del corazón para la teoría ética de Immanuel Kant, con miras a hacer explícita la tesis presente en La religión dentro de los límites de la mera razón según la cual el ser humano es por naturaleza malo (Ak. VI, 36). En una primera entrada introducimos el tema desde un par de pasajes clave de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, y en una segunda, abordamos el problema del contacto de la ley moral con nuestra sensibilidad desde la Crítica de la razón práctica. En esta ocasión, nos basaremos en pasajes de La metafísica de las costumbres para acercarnos al papel que juega el corazón como el lugar de lo insondable.

Dentro de dicha obra, nos centraremos en la segunda parte, titulada «Principios metafísicos de la doctrina de la virtud», para lo que se vuelve necesario, a modo de introducción (y para que se entienda en qué nivel estamos hablando), señalar la diferencia fundamental entre un deber de virtud y un deber jurídico. Veamos:

El deber de virtud difiere del deber jurídico esencialmente en lo siguiente: en que para este último es posible moralmente una coacción externa, mientras que aquél sólo se basa en una autocoacción libre. (Kant 1989: 233; Ak. VI, 383)

La virtud se ocupará de aquella esfera de la existencia humana, tan antigua como la religión misma, desde la cual los seres humanos tratan de ser mejores, ya sea de acuerdo a una imagen ideal (por ejemplo, de una divinidad), o un juego de principios. Kant pretende estar hablando de una virtud verdadera en la medida que los individuos puedan hacer esto libremente, sin coacción externa alguna, como sería la coacción estatal[1].

Es uno de los dos deberes de virtud principales el buscar la perfección moral propia, que Kant define para el ser humano como «cumplir con su deber y precisamente por deber» (Kant 1989: 245; Ak. VI, 392). La autocoacción, como es evidente, corresponde al actuar no sólo conforme al deber, sino hacer todo lo posible por hacer del respeto a la ley moral un móvil suficiente para determinar nuestras acciones, o el actuar por deber del primer capítulo de la Fundamentación, que, como acabamos de ver, reaparece en esta obra, y al que, no obstante, sólo podemos acercarnos, pues nunca podremos estar seguros de que nuestras motivaciones sean puras:

Porque no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción; aun cuando no dude en modo alguno de la legalidad de la misma. (Kant 1989: 246; Ak. VI, 392; cf. Ak. IV, 407)

Es ya casi un cliché afirmar que el ser humano siempre actúa por egoísmo, incluso en las acciones más nobles y altruistas, en última instancia de modo interesado. Kant no negaría que ese pudiese ser efectivamente el caso, mas no sólo no estaría seguro, sino que afirmaría que es imposible saberlo, dejando abierta la posibilidad opuesta, y cuyo reconocimiento le basta como pilar de su teoría de la virtud.

Solamente «un futuro juez universal», o sea, Dios, es «alguien que conoce profundamente los corazones» (Kant 1989: 293; Ak. VI, 430). La figura del juez es fundamental al hablar de la conciencia moral[2], donde se vuelve explícito que dicho hipotético ser se encuentra en el «interior del hombre», y en tanto «persona ideal […] tiene que conocer los corazones» (Kant 1989: 304; Ak. VI, 439); no es legítimo, a partir de esta voz interior, afirmar la existencia de un ser supremo fuera de nosotros. Aquí Kant parece estar bastante más cercano a la creencia en una divinidad interior de los estoicos que al Dios todopoderoso y omnisciente que ha predominado en el cristianismo.

Asimismo, en la sección sobre el deber más importante del ser humano hacia sí mismo, el «conócete a ti mismo» de la tradición, Kant refiere a un autoconocimiento moral que nos «exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)», y que requiere «examina[r] si [nuestro] corazón es bueno o malo», lo que equivale a examinar la pureza o impureza en la «fuente de [nuestras] acciones» (1989: 306-307; Ak. VI, 441).

Encontramos pocas líneas más adelante una indiscutible referencia al mal radical:

[El autonocimiento moral] exige del hombre ante todo apartar los obstáculos internos (de una voluntad mala que anida en él) y desarrollar después en él la disposición originaria inalienable de una buena voluntad (sólo descender a los infiernos del autoconocimiento abre el camino a la deificación). (Kant 1989: 307; Ak. VI, 441)

Estos pasajes, que atraviezan toda la doctrina de la virtud en lugares clave como los referidos a la propia perfección moral, a la mentira, a la conciencia moral y en la misma didáctica ética (como veremos más adelante), están relacionados con la esfera más profunda de nuestra experiencia de la moral, y son donde Kant ubica la semilla desde la cual, por analogía, surgirá el mismo concepto de una divinidad; aluden también deliberadamente a una insondabilidad en lo que respecta a nuestra propia interioridad, y que Kant ubica de manera explícita, sin ambigüedad, en el corazón humano:

Las profundidades del corazón humano son insondables. ¿Quién se conoce lo suficiente como para saber, cuando siente el móvil de cumplir el deber, si procede completamente de la representación de la ley, o si no concurren muchos otros impulsos sensibles que persiguen un beneficio (o evitar un perjuicio) y que, en otra ocasión, podrían estar también al servicio del vicio? (Kant 1989: 315; Ak. VI, 447)

No es difícil encontrar continuidad con los pasajes de la Fundamentación introducidos en la primera entrada sobre el tema en lo que respecta a la insondabilidad; sobre el contacto, que examinamos en la segunda entrada y en torno a la segunda Crítica, encontramos de la misma forma una confirmación en la correspondiente sección sobre el método, esto es, sobre cómo la ley moral ha de arraigarse en la voluntad humana. Kant se pregunta:

[…] ¿qué es lo que en ti se puede atrever a luchar con todas las fuerzas de la naturaleza en ti y fuera de ti y a vencerlas cuando entran en conflicto con tus principios morales? Si esta pregunta, cuya solución supera completamente la capacidad de la razón especulativa y que, sin embargo, se plantea por sí misma, brota del corazón, el hecho mismo de lo inconcebible en este autoconocimiento tiene que conferir al alma una elevación, que la estimule a observar rigurosamente su deber tanto más intensamente cuanto más se la combata. (Kant 1989: 361; Ak. VI, 483)

Queda reiterada la incapacidad teórica de comprender aquella esfera inmediata de nuestra existencia en dónde reconocemos la presencia de algo misterioso, si bien cuya realidad práctica para Kant jamás entra en discusión.

De esta forma, hemos mostrado con suficiencia que existe un uso constante de la figura del corazón humano en las tres principales obras de ética de Immanuel Kant, que refiere tanto al lugar donde la ley moral hace contacto con la sensibilidad del ser humano, lugar donde además se dan nuestras cavilaciones morales más profundas y que resulta a su vez insondable y más allá de cualquier explicación teórica.

En una siguiente entrada conectaremos nuestro estudio del corazón con lo empezado en esta entrada sobre el mal radical, que fue sutilmente complementado con esta otra, donde pretendemos dar cuenta de la difícil tesis que afirma una maldad innata propia de nuestra especie, es decir, de cada uno de nosotros.


[1] Lo que Kant está diciendo es revolucionario todavía hoy. Cualquier vicio debe ser evitado libremente por cada ciudadano, principio que vuelve ilegítima cualquier legislación estatal que se le oponga, como, por ejemplo, la prohibición del alcohol en su momento y la de una serie de drogas en la actualidad, como son la marihuana, la cocaína, el éxtasis y la heroína.

[2] Sobre este tema en particular, ver: La ética kantiana como una ética de la conciencia moral.

Bibliografía:

KANT, Immanuel

The Metaphysics of Morals. Traducción de Mary Gregor. Cambridge: Cambridge University Press, 1996. 

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

Immanuel Kant sobre el libro de Job (o una interpretación auténtica de la existencia del mal)

Continuando un poco lo expuesto en la última entrada, expondremos ahora la interpretación que hace Immanuel Kant del libro de Job[1], en el contexto de una discusión acerca de las posibilidades de la filosofía de llevar a cabo —con éxito— una teodicea, es decir, volver coherentes tanto la existencia de un Dios justo y todopoderoso con la existencia del mal en el mundo, o, puesto todavía de otro modo, establecer un puente entre el ser y el deber ser.

Kant entiende por teodicea «la defensa de la sabiduría más alta del creador contra las acusaciones que la razón trae por cualquier cosa carente de finalidad [das Zweckwidrige] en el mundo» (1998: 17; Ak 8:225)[2]. De lo que se trata es de pensar, de hacer inteligible la existencia del mal a la vez que mantenemos un orden moral en el mundo. Kant elabora:

Toda teodicea debería ser verdaderamente una interpretación de la naturaleza en la medida que Dios anuncia su voluntad a través de aquella. Ahora, cada interpretación de la declarada voluntad del legislador puede ser ya sea doctrinal o más bien auténtica. La primera es una inferencia racional de aquella voluntad desde las manifestaciones de las cuales se ha valido el legislador, en conjunción con sus propósitos ya reconocidos; la segunda es hecha por el legislador mismo. (Kant 1998: 24; Ak 8:264)

Pero, ¿cómo podríamos penetrar de tal forma en la realidad de las cosas al punto de afirmar poder conocer efectivamente la voluntad de Dios? Resulta elemental para el idealismo trascendental de Kant reconocer que todo conocimiento de la realidad está mediado por la actividad de nuestro entendimiento propiamente humano, y por lo tanto, contingente. Jamás podremos conocer el mundo tal como es, tal como sería intuido por Dios. De ahí que cualquier interpretación filosófica de este tipo, una teodicea propiamente, sea denominada doctrinal, tenga siempre algo de arbitrario, y de ahí que jamás logre su objetivo, y esté destinada al fracaso antes de nacer.

Pero queda todavía una segunda alternativa, la interpretación auténtica, realizada por el legislador mismo. Lo que Kant tiene en mente es que tampoco «podemos negar el nombre de «teodicea» al mero rechazo de todas las objeciones hechas en contra de la sabiduría divina, siempre y cuando este rechazo sea a su vez un decreto divino» lo que equivale a decir que el rechazo sea «un pronunciamiento de la misma razón mediante la cual nos formamos nuestro concepto de Dios — necesaria y previamente a cualquier experiencia — como un ser moral y sabio» (1998: 24; Ak 8:264). Lo que dice Kant bordea —por no decir que cae completamente en— lo sacrílego:

Pues mediante nuestra razón Dios se vuelve él mismo el intérprete de su voluntad tal como está anunciada en la creación; y podemos llamar a esta interpretación una auténtica teodicea. (1998: 24; Ak 8:264)

Pero, para evitar caer nuevamente en una interpretación doctrinal, Kant aclara que no es la razón especulativa la que lleva a cabo esta interpretación auténtica, sino es más la labor de «una eficaz razón práctica que, al igual que al legislar ordena absolutamente sin un fundamento mayor, de la misma forma puede considerarse sin mediación como la definición y la voz de Dios mediante la cual Él da significado a la letra de su creación» (1998: 24-25; Ak 8:264).

Digámoslo sin rodeos. Nos es imposible conocer cómo opera la voluntad de Dios en el mundo (o todavía más, si es que existe Dios), pero sí nos es posible actuar de acuerdo a su voluntad, cuando actuamos moralmente, de forma autónoma, dado que el mismo concepto de una divinidad tal procede de dicha razón legisladora. Lo más que nos puede decir la filosofía al respecto es señalar precisamente esta limitación.

Ahora, antes de que los bienintencionados defensores de la «tradición» peguen el grito al cielo, Kant usa como ejemplo de una interpretación auténtica nada menos que uno de los libros más antiguos de la Biblia: el libro de Job. Veamos como resume la historia[3]:

Job es representado como un hombre cuyo disfrute de la vida incluye todo aquello que cualquiera podría imaginar como haciéndola completa. Él era sano, acomodado, libre, amo sobre otros a quienes podía hacer felices, rodeado de una familia feliz, entre amigos queridos — y por encima de todo esto (lo que es más importante) en paz consigo mismo con una buena conciencia. Un duro destino que le es impuesto con miras a probarlo repentinamente le arrebata todas estas bendiciones, excepto la última. Aturdido por este cambio inesperado, mientras recupera gradualmente el sentido, se quiebra y termina lamentándose sobre su mala suerte; con lo cual rápidamente empieza una disputa entre él y sus amigos — supuestamente reunidos para consolarlo — en donde los dos lados exponen sus particulares teodiceas para dar cuenta del deplorable destino en cuestión, cada lado de acuerdo a su particular modo de pensar (sobre todo, de acuerdo a su condición). Los amigos de Job se declaran a favor de aquel sistema que explica todos los males del mundo desde la justicia de Dios, como tantos castigos por crímenes cometidos; y, aunque no puedan nombrar ninguno por el cual el infeliz hombre es culpable, aún así creen que pueden juzgar a priori que debe tener algunos pesando sobre sí, pues su desgracia sería de otro modo imposible de acuerdo a la justicia divina. Job — que protesta indignado que su conciencia  no tiene nada que reprocharle por toda su vida; y, en tanto que los inevitables errores humanos nos afectan, Dios mismo sabe que ha hecho al hombre una criatura frágil — Job termina declarándose a favor del sistema de una incondicional decisión divina. «Si algo decide, ¿quién le hará cambiar?», nos dice Job, «Si algo se propone, lo lleva adelante» (Job 23:13)[4]. (Kant 1998: 25; Ak 8:265)

Lo que caracteriza a Job es que dice lo que piensa y no se preocupa de ganarse los favores de una divinidad que no termina de comprender, a la que, además, no podría engañar con palabras o gestos vacíos pues Dios conoce el corazón de los hombres mejor que ellos mismos.

Kant ve la aparición de Dios al final de la historia precisamente como dándole la razón a su idealismo trascendental, pues confirmaría la inescrutabilidad de la verdad más profunda sobre la divinidad, el mundo, y los asuntos humanos. Por otro lado, las construcciones doctrinales de los amigos teólogos dan «apariencia de una mayor razón especulativa y humildad piadosa», y resultarán por tanto más populares «ante cualquier corte de teólogos dogmáticos, ante un sínodo, una inquisición o una venerable congregación» (Kant 1998: 26; Ak 8:266), pero no ante Dios mismo.

A Kant le interesa resaltar, por supuesto, otro tipo de fe, una que denote «sinceridad del corazón», «honestidad para admitir abiertamente las dudas cuando uno las tenga», así como «mostrar repugnancia ante un convicción fingida, especialmente ante Dios (donde además este truco es vano)» (Kant 1998: 26; Ak 8:266-267). Concluye:

La fe que brotó en él desde tan desconcertante resolución a sus dudas — a saber, meramente de ser culpable de su ignorancia — podría sólo surgir en el alma de un hombre tal que, en el medio de sus dudas más fuertes, podía todavía decir (Job 27:5-6): «Hasta la muerte me aferraré a mi justicia sin ceder, etc» [5]. Pues con esta disposición probó que no encontraba su moralidad en la fe, sino su fe en la moralidad: en tal caso, a pesar de lo débil que pueda ser su fe, es a pesar pura y de un tipo verdadero, es decir el tipo de fe que se encuentra no en una religión de suplicación, sino en una religión de la buena vida y conducta. (Kant 1998: 26; Ak 8:267)

Kant prefirió siempre una fe débil, pero honesta, a una fe de hierro, pero falsa, fingida. Como interpretación doctrinal, el libro de Job nos brinda un mensaje paupérrimo de la divinidad y de su relación con el mundo de los asuntos humanos (si bien a muchos pueda gustarles su carácter «absurdo»); es, no obstante, como una interpretación auténtica que el libro de Job sienta las bases para una lectura práctica de todo el libro sagrado.

Cualquier parecido con este otro breve comentario al libro de Job que hice hace unas semanas sin haber leído el de Kant, ¿es pura coincidencia?

Para un comentario sobre la interpretación de Kant sobre Job, en el contexto del problema de si la cantidad de felicidad en el mundo equivale necesariamente a la cantidad de virtud (otra forma de abordar el tema de una teodicea) ver: Neiman 2008: 150-176.

Para otros comentarios al popular libro de Job de la blogósfera filosófica peruana, ver Sobre Job, del blog Vacío, donde nos parece, no obstante, que se erra intentando una interpretación doctrinal del  libro, y Un Dios liberado de lo sagrado: el libro de Job como la primera crítica de la ideología, del blog Sagrada Anarquía.

Ver, también: El «otro» giro copernicano de Kant, sobre cómo la religión depende de la moralidad, y no al revés.


[1] Presente en su escrito para el público «On the miscarriage of all philosophical trials in theodocy», o, en español, «Sobre el fracaso de todos los ensayos filosóficos de Teodicea«.

[2] Las precarias traducciones al texto de Kant en inglés son mías.

[3] Puede ser de bastante ayuda para lo que viene a continuación revisar esta entrada, donde Kant explica lo que es el conocimiento en los límites de la razón humana, propio de la metafísica.

[4] Las citas a la Biblia son a la Nueva Biblia de Jerusalén.

[5] El pasaje entero lee: «Pero no pienso daros la razón, me mantendré cabal hasta la muerte. Me aferraré a mi justicia sin ceder, no me reprocho ninguno de mis días».

Bibliografía:

KANT, Immanuel

Religion within the Boundaries of Mere Reason: And Other Writings. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

NEIMAN, Susan

Moral Clarity: A Guide for Grown-Up Idealists. Orlando: Harcourt, 2008.

Sobre la natural propensión del ser humano al mal moral

Pues, no obstante aquella caída, resuena sin disminución en nuestra alma el mandamiento: debemos hacernos hombres mejores. (Kant 2001: 66)

Immanuel Kant. La Religión dentro de los límites de la mera Razón.

Immanuel Kant sostiene la controvertida tesis según la cual el ser humano es por naturaleza malo (2001: 50-51). Pero, ¿qué es exactamente este mal radical y cómo se manifiesta, al punto que le parece obvio y que no necesita demostración, dada «la multitud de estridentes ejemplos que la experiencia nos pone ante los ojos en los actos de los hombres» (Kant 2001: 51)? Procederemos a describir los tres grados de esta propensión al mal, a ver si es que verdaderamente nos resultan, en primer lugar, reconocibles, y en segundo lugar, obvios. Empecemos.

En un primer momento de intensidad, la propensión se manifiesta como una mera fragilidad, como «la debilidad del corazón humano en el seguimiento de las máximas adoptadas» (Kant 2001: 47). Es decir, reconocemos a la ley moral[1] como el incentivo «insuperable», pero a la hora de actuar, termina siendo más débil que la motivación del amor propio. Un ejemplo de esto sería reconocer la rectitud de la máxima ‘no mentir’, pero en una u otra circunstancia, por temor a lo que otras personas puedan pensar, o para salvarnos de una situación incómoda, terminar mintiendo precisamente por este temor, a pesar que reconozcamos que hicimos mal.

En segundo lugar, la impureza en la adopción de las máximas consiste en no admitir «la ley sola como motivo impulsor suficiente«, sino que necesita de otros incentivos para determinar el albedrío a lo que la ley moral le exige (Kant 2001: 48). Un claro ejemplo sería realizar acciones caritativas, no sólo porque es lo correcto, sino porque además nos genera cierto prestigio y valor social[2].

En tercer lugar, la malignidad (o el estado de corrupción y perversión del corazón humano) consiste en la postergación del incentivo de la ley moral, y permite la adopción de máximas propiamente malas (si bien todavía podrían darse acciones conformes al deber). El libre albedrío deja de reconocer la autoridad de la ley moral y por tanto, puede elegir cualquier máxima. Pretende encontrarse más allá del bien y del mal.

Claro que se podría afirmar que todas las características que hemos descrito, en especial las que corresponden al primer y segundo nivel de la propensión, son naturales en la especie; el ser humano simplemente es así. Pero tal afirmación está fuera de un lenguaje propiamente moral, únicamente desde el cual podemos afirmar categóricamente que si bien el ser humano es así, no obstante, debería ser de otro modo. Y que reconozcamos que debe ser de otro modo, implica que efectivamente puede serlo.

¿Cómo, entonces, siendo el ser humano malo, puede volverse bueno?

Respecto del primer y segundo nivel de la propensión, resume Evgenia Cherkasova, los seres humanos «deben empezar por dominar y cultivar su voluntad y fundar su carácter» (2009: 43), lo que constituye un proceso gradual (Kant 2001: 68-69); y sobre esto, Kant se encuentra cercano a la concepción aristótelica de las virtudes como hábitos que se adquieren con la práctica.

Sobre el tercer nivel, donde se ha corrompido el corazón humano al punto de dejar de reconocer la autoridad de la ley moral, se fuerza el gran presupuesto de Kant, a saber, que la razón pura sea efectivamente práctica, y que en el contexto de la restitución al bien de una persona que ha desarrollado el tercer grado de la propensión, significa lo siguiente, que:

un hombre que, cuando conoce algo como deber, no necesita de otro motivo impulsor que esta representación del deber, [y] eso no puede hacerse mediante reforma paulatina, en tanto la base de las máximas permanece impura, sino que tiene que producirse mediante una revolución en la intención del hombre […]; y sólo mediante una especie de renacimiento, como por una nueva creación (Juan, III, 5; cfr. I Moisés, I, 2) y un cambio del corazón, puede el hombre hacerse un hombre nuevo.

Esta explicación permanece en un nivel misterioso, y resulta insuficiente para nuestros propósitos, por lo que dejaremos un análisis más exhaustivo de este tercer grado de la propensión para una entrada futura, próxima, en la cual nos ayudaremos de la literatura de Fiódor Dostoievski (y del libro de Cherkasova sobre ambos pensadores), y en particular, del hombre que escribe desde el subsuelo, y llevaremos hasta las últimas consecuencias el presupuesto de Kant según el cual la razón pura es práctica, o que poseemos la ley de alguna forma, irrenunciable, en nuestra más insondable interioridad.


[1] El mandato supremo de la ética kantiana podría resumirse (aunque no reducirse) de la siguiente forma: Respeta la dignidad en tu persona y en la de los demás. Entendida la dignidad como la capacidad autónoma de las personas, la libertad de decidir cómo vivir sus vidas, en comunidad con otros.

[2] Al respecto, tanto Kant (2002: 70-71; Ak. IV, 398) como Jesús (Mateo 6: 1-4) reconocen que la caridad, por ese preciso motivo, para que tenga valor moral alguno, debe hacerse en secreto. Toma nota, Gisela Valcárcel.

Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. Las traducciones son mías.

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La Religión dentro de los límites de la mera Razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Deontología del corazón

La ética kantiana no es una ética procedimental, sino una ética de la virtud y de la conciencia moral. Para la tradición, esta autoridad última, que Kant identifica con la ley moral misma y la razón pura práctica, está ubicada en el corazón[1]. Mucha de la retórica a lo largo de sus obras lo inscribe en esta misma tradición.

Evgenia Cherkasova, en su libro Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics, reconoce la similitud entre el pensamiento ético del escritor ruso y el del filósofo alemán, y propone  integrarlos con el nombre de deontología del corazón (Cherkasova 2009: 7-27).

Por un lado, se intenta mostrar que:

en la profundidad de la ética [de Kant] yace, no una apática aprensión del deber, sino una cuasi religiosa creencia en la noble y sublime habilidad de las personas de dominarse a sí mismas. Aquí encontramos la clave de la actividad de la razón pura práctica y finalmente podemos decir algunas palabras en defensa de la común crítica que se le hace a la teoría moral de Kant de ser muy formal, fría, e indiferente. (Cherkasova 2009: 25)

Por parte de Dostoievski:

el corazón es el tema unificador que junta los ritmos palpables, a veces sumamente físicos, de la vida y su melodía espiritual. Aquí, el artista se mueve más allá de los distintos credos religiosos y filosóficos que postulan un hiato insalvable entre lo espiritual y lo corporal, la naturaleza y la gracia, la razón y el corazón. (Cherkasova 2009: 15)

El punto en común estaría nada menos que en «la clave para descifrar la propio de la ética», que sería, al enfrentarnos a un dilema moral irreducible, «la obligación incondicional interior», o el «yo debo hacer esto» (Cherkasova 2009: 2), cuyo origen no es un mero razonamiento, sino que es determinado por nuestra conciencia moral, de forma inevitable (aunque podamos elegir y eventualmente acostumbrarnos a no escuchar esta voz interior).

La deontología del corazón intentaría «enfatizar la interacción entre la razón y el corazón en toda su sutileza y riqueza», como origen del fenómeno moral básico que es el deber moral, dando cuenta de «todo lo oscuro y destructivo, así como de lo creativo, que existe en los rasgos del carácter humano» (Cherkasova 2009: 3).

Este interés, nos dice Cherkasova, no es meramente académico:

Tratar la experiencia de lo incondicional es una tarea existencial, una oportunidad de acercarnos filosóficamente al misterio del corazón humano y de investigar la posibilidad de una genuina armonía entre la razón y el corazón. (Cherkasova 2009: 6)

Menudo proyecto.

Para un blog dedicado al pensamiento religioso de Dostoievski, ver: Amor humilde.


[1] Ver, por ejemplo, la siguiente cita: «[…] y lo que Dios quiere que haga un hombre, no se lo hace decir por otro hombre, se lo dice él mismo, lo escribe en el fondo de su corazón» (Rousseau 1998: 313).

Bibliografía:

CHERKASOVA, Evgenia

Dostoevski and Kant: Dialogues on Ethics. Amsterdam: Rodopi, 2009. Las traducciones son mías.

ROUSSEAU, Jean-Jacques

Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

Culpa colectiva e injusticia social (o qué se necesita para cambiar el mundo)

El stárets Zosima, personaje sabio de Los hermanos Karamázov, de Fiódor Dostoievski, sostiene la oscura tesis que señala que «cada uno de nosotros es culpable por todos y por todo en la tierra, sin duda alguna, no sólo de la culpa general de la humanidad, sino por todos y por cada uno de los hombres en particular, en esta tierra» (Dostoievski 1996: 288). He identificado esta tesis en mi blog dedicado al pensamiento del stárets con la etiqueta de mal radical, en obvia alusión al concepto del mismo nombre de Immanuel Kant.

Es imposible dar cuenta de la total significación de semejante doctrina, salvo en lo más recóndito de la conciencia individual de cada uno, e incluso ahí, siempre de forma imperfecta. No obstante, encontré el siguiente comentario sobre la relación entre dicha doctrina y la injusticia social:

De una conversación de la biografía de Zosima, resulta claro que la culpa colectiva refiere también a la injusticia social, que se mantiene por el egoísmo individual de todos: ‘Para cambiar el mundo, las personas, por sí mismas, tienen que tomar psicológicamente otro camino’ puesto que ninguna teoría científica o principio utilitarista pueden lograr que la gente comparta sus posesiones de forma justa. Un cambio de mentalidad espiritual, cristiano, es más importante que teorías progresivas e ideológicas. (van den Bercken 2011: 72)

Parecería que es importante no olvidar la responsabilidad individual, de cada particular, acerca de las injusticias que conciernen a todos, y sobre las que, sin lugar a dudas, no se hace lo suficiente para contrarrestar. O algo así.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

VAN DEN BERCKEN, Wil

Christian Fiction and Religious Realism in the Novels of Dostoevsky. Londres: Anthem Press, 2011. La traducción es mía.

Ideas dobles (o sobre lo insondable en las propias motivaciones)

Porque no le es posible al hombre penetrar de tal modo en la profundidad de su propio corazón que alguna vez pudiera estar completamente seguro de la pureza de su propósito moral y de la limpieza de su intención, aunque fuera en una acción. (Kant 1989: 246)

Immanuel Kant. La metafísica de las costumbres.

El mundo interior de las personas tiene mucho de insondable. A fin de cuentas, sólo conocemos en uno mismo lo que se nos manifiesta, el fenómeno. A diferencia del mundo exterior, los fenómenos internos están ocultos, y depende de la fortaleza de cada uno atravesar la mentira interior que nos impide ver la propia verdad.

En El idiota, de Fiódor Dostoiesvki, el protagonista y héroe, el príncipe Myshkin, desarrolla el problema de las ideas dobles, es decir el problema de poder explicar una motivación interior de dos formas radicalmente opuestas, a saber, una propiamente moral y otra interesada, y no poder estar seguros, jamás, cuál es la que verdaderamente está determinando nuestra voluntad.

Veamos, primero, la intervención de su interlocutor, una persona viciosa y de mente sencilla, que, sin embargo, se da cuenta de su vicio y de que algo hay de malo en eso; luego le sigue la reflexión del príncipe donde se plantea el problema.

–Oiga, príncipe, he estado aquí desde anoche, primero por un respeto especial hacia el arzobispo francés Bourdaloue (estuvimos abriendo botellas en casa de Lebedev hasta las tres de la mañana), y en segundo lugar, y eso es lo principal (¡y le juro por todas las cruces posibles que digo la pura verdad!), me quedé porque quería, por así decirlo, confesarme con usted completa y sinceramente, contribuyendo de ese modo a mi desarrollo espiritual; con esa idea me dormí a las cuatro de la mañana, bañado en lágrimas. ¿Creerá usted ahora la palabra del más honrado de los hombres? En el momento mismo en que me dormí, rebosante de lágrimas interiores y, por así decirlo, de exteriores también (¡porque acabé por sollozar, lo recuerdo bien!), se me ocurrió una idea infernal: «¿Y, al fin y al cabo, por qué no pedirle prestado dinero después de mi confesión?». Así, pues, he preparado mi confesión, por así decirlo, como una especie de «platito especial condimentado con lágrimas», con el fin de que esas lágrimas preparen el camino y, una vez que estuviera usted en sazón, me alargara ciento cincuenta rublitos. ¿No le parece que eso es mezquino?

–Pero sin duda no puede ser verdad, sino sólo una coincidencia. A usted se le ocurrieron dos ideas a la vez. Eso sucede muy a menudo. A mí me ocurre constantemente. Sin embargo, pienso que eso no es nada bueno, y usted sabe, Keller, que de eso me acuso más que de ninguna otra cosa. En lo que usted me ha dicho me reconozco a mí mismo. En efecto, en alguna ocasión he llegado a pensar –prosiguió el príncipe muy serio y en tono sincero y hondamente interesado– que toda la gente es así, hasta el punto de que empecé a verme a mí mismo con benevolencia, porque es enormemente difícil luchar con estas ideas dobles. He tratado de hacerlo. ¡Sabe Dios cómo llegan a engendrarse! ¡Y usted dice que no son más que mezquindad! Ahora yo también comenzaré a tener miedo a esas ideas. En todo caso, no soy juez de usted. Sin embargo, a mi modo de ver, no cabe decir que eso sea mezquino; ¿qué piensa usted? Usted se ha valido de eso de las lágrimas para sacarme dinero, pero usted mismo jura que su confesión tenía otro propósito, un propósito noble y nada mercenario; en cuanto al dinero, usted lo necesita para irse de juerga, ¿verdad? Lo que después de una confesión como la suya es, por supuesto, una debilidad. ¿Pero cómo puede uno renunciar en un minuto a irse de juerga? Eso es imposible. ¿Qué hacer, pues? Lo mejor será dejarle a usted a merced de su propia conciencia, ¿no le parece?

El príncipe miraba a Keller con extrema curiosidad. Era evidente que la cuestión de las ideas dobles le venía ocupando desde hacía largo tiempo.

–¡Pues bien, después de eso no comprendo por qué dicen que es usted un idiota! –prorrumpió Keller.

El príncipe se ruborizó ligeramente. (Dostoyevski 1999: 442-443)

En tanto el príncipe se rehúsa a tildar como mera mezquindad esta doble motivación, parecería que acepta las ideas dobles como parte de la condición humana; en tanto podemos separarlas (pues son dos), podemos distinguir una noble de una interesada o inmoral, y en vez de reprimirla, debemos más bien resaltarla de tal modo que no prime sobre la propiamente moral.

Para la fuente de la imagen, entrar acá.

Para otra entrada sostenida igualmente en la misma novela, ver: Un argumento, puramente moral, en contra de la pena de muerte.


Bibliografía:

DOSTOYEVSKI, Fiódor M.

El idiota. Traducción de Juan López-Morillas. Madrid: Alianza Editorial, 1999.

KANT, Immanuel

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

¿Por qué no matar a la vieja? (o una entrada sobre los imperativos de la moralidad)

En Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski, el protagonista, Raskólnikov, escucha a dos hombres jóvenes, un estudiante y un oficial, en una cantina, discutir acerca de una vieja usurera a la que, coincidentemente, acababa de conocer. El estudiante le dice al oficial que «sería capaz de matar y robar a esa maldita vieja sin el menor escrúpulo de conciencia» (Dostoiesvki 1996: 138).

Por supuesto que lo dice en broma, aclara el estudiante, mas no deja de considerar la situación de la siguiente forma: con todo el dinero de la «vieja estúpida, insensata, mísera, malvada y enferma», que maltrata hasta a su propia hermana y «le hace daño a todo el mundo», podrían salvarse muchas «vidas jóvenes y sanas cuyas fuerzas se pierden por falta de apoyo» (Dostoiesvki 1996: 139). Él no sería capaz, pero le parece justo hacerlo.

El oficial le responde: «si tú no te decides a hacerlo, no hay justicia que valga» (Dostoiesvki 1996: 140). Si la conciencia del estudiante no se lo permite, al punto que ni siquiera lo considera realmente, entonces es porque su razonamiento no es válido. Hay algo que se lo impide.

Me pregunto, entonces, ¿qué es ese algo?

¿Por qué no matar a la vieja?

Ese algo es, por supuesto, la moral.

Desde un punto de vista subjetivista, según el cual afirmar «matar a la vieja está mal» en realidad no es más que mostrar desaprobación respecto de la acción, la expresión de una actitud o sentimiento, la moralidad deja de existir. Por supuesto que seguirían existiendo buenas costumbres, pero la cuestión se limitaría a si el agente aprueba o no el asesinato de la vieja para ayudar a otras tantas personas. La mayoría la desaprobará, pero es perfectamente válido pensar que alguien —digamos, Raskólnikov— podría aprobar el crimen al punto de llegar a realizarlo. En otras palabras, a ese alguien, a Raskólnikov, el crimen le estaría permitido.

De la misma forma, desde una perspectiva utilitarista, tal crimen sería igualmente permisible, en tanto origina una mayor felicidad; pero tal utilitarismo sería uno burdo y poco atractivo. El utilitarismo de reglas lo prohibiría sin ambigüedad, puesto que una sociedad que permitiese ese tipo de crímenes terminaría generando una incertidumbre y desconfianza generalizadas, y en consecuencia, más dolor que felicidad.

No obstante, podría pensarse —como efectivamente razona Raskólnikov— que existan ciertas personas, muy pocas sin duda, que sean extraordinarias, y que tengan una suerte de «derecho propio, de saltar por encima de ciertos obstáculos, y aun eso tan sólo en el caso de que así lo exija la realización de una idea suya, en ocasiones salvadora, quizá, para toda la humanidad» (Dostoiesvki 1996: 363). Estos individuos podrían permitirse, «en su fuero interno y según su conciencia», pasar por encima de «un cadáver o de un charco de sangre» (Dostoiesvki 1996: 365)

No sería preciso decir que para semejante persona no existiría la moralidad. Sí existiría, sólo que sería distinta, mejor, al punto de aniquilar, en caso de conflicto, la moralidad de aquellos otros seres ordinarios.

¿Cómo contrarrestar un razonamiento tal?

En realidad, en contraposición al juicio de la razón ordinaria, sólo un filósofo —como señala Kant con no poca ironía— «puede fácilmente enmarañar su juicio con un cúmulo de consideraciones extrañas al asunto en cuestión y dejarse desviar del rumbo correcto» (2002: 80).

De tal modo que si ha de discutirse filosóficamente problemas de esta índole, no se puede ser ambiguo en cuestiones que el entendimiento moral común, sin ayuda de filosofía alguna, tiene suficientemente claro (a pesar que se desdiga ocasionalmente en refinados razonamientos como es el caso del estudiante, que, no obstante, carecen de validez práctica).

Una teoría ética que otorgue valor absoluto a todas las personas, esto es, dignidad, afirmando que, en consecuencia, sus vidas no son intercambiables, como si fueren cosas, y en ese sentido, salvando incluso a la más despreciable de las viejas de una muerte cruel, parecería ir por buen camino (Kant 2002: 123-124). Esto queda comprobado, eventualmente, por la conciencia moral del mismo Raskólnikov, a pesar de que pudo oscurecerla temporalmente con refinados razonamientos y teoría.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Crimen y castigo. Traducción de Isabel Vicente. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

Refutación del lugar común en la filosofía: La ética kantiana no toma en cuenta la experiencia

Si por «ética» entendemos su fundamentación, o el principio supremo de toda la moralidad, entonces no hay nada que refutar, y el lugar común es acertado. Toda la moralidad ha de sostenerse en la razón únicamente.

Pero tal concepción de la ética —o de la moral, si gustan— es chata. Desde el «Prólogo» de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant nos dice que las leyes de la moralidad, estrictamente racionales o puras, sin embargo:

[…] requieren todavía un discernimiento fortalecido por la experiencia, para discriminar por un lado en qué casos tienen aplicación dichas leyes y, por otro, procurarles acceso a la voluntad del hombre, así como firmeza para su ejecución; pues, como el hombre se ve afectado por tantas inclinaciones, aun cuando se muestra muy apto para concebir la idea de una razón práctica pura, no es tan capaz de materializarla en concreto durante su transcurso vital. (Kant 2002: 56-57; Ak. IV, 389)

La labor que Kant realiza en la Fundamentación, en donde se esmera de forma casi obsesiva por depurar de todo aspecto empírico su investigación, como ya dijimos, corresponde únicamente al nivel de una fundamentación racional de la moralidad. Kant no sólo no va a negar, sino que afirma que la experiencia es la encargada de aterrizar o «materializar» las leyes morales puras y racionales a nuestras vidas, y es categórico al respecto: lo que fortalece nuestro juicio es la experiencia.

Ya en La metafísica de las costumbres, del cual la primera obra mencionada no es más que su «fundamentación», Kant presenta su sistema ético como una serie de deberes de virtud, los cuales necesitan de una «facultad de juzgar» que determine «cómo ha de aplicarse una máxima en los casos particulares», lo que hace que la ética caiga siempre en una «casuística» (1989: 270; Ak. VI, 411-412).

Por ejemplo, si bien tenemos motivos para considerar el suicidio como inmoral, sería dogmático negar situaciones en las que tal vez realizar dicho acto sea lo correcto, y Kant ciertamente no pretende responder tal problema a priori, sino que lo deja a nuestro propio arbitrio, o de forma más precisa, a nuestra conciencia.

Esto es problemático, pues la conciencia moral, entendida como la voz de la ley moral, o la razón práctica misma, no obstante, es falible. Necesitamos nuevamente de aprender a escuchar nuestra propia conciencia, y eso sólo se logra, nuevamente, con experiencia.

De ahí que el «autoconocimiento moral, que exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear (el abismo)» sea «el comienzo de toda sabiduría humana». (Kant 1989: 307; Ak. VI, 441).

El actuar ético de acuerdo a la filosofía de Kant, y que quede suficientemente demostrado, tiene como un elemento esencial a la experiencia, lo que la pone acorde al entendimiento moral común, del que, sin embargo, nunca se distanció, y sólo una superficial confusión conceptual (identificar a toda la ética sólo con su fundamentación) podría haber separado en primer lugar.


Bibliografía:

KANT, Immanuel

Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducción de Roberto Rodríguez Aramayo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.