Mes: noviembre 2010

El origen del mal según la teoría ética de Immanuel Kant

El texto que viene es la ponencia que leí de forma pública el pasado viernes 26 noviembre para el VI Simposio de Estudiantes de Filosofía. Las citas a Rousseau son del Emilio, y la cita a Habermas es de “Moralidad y eticidad: ¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?”. La sumilla la pueden encontrar acá.


«El hombre es por naturaleza malo» (R 6:32), nos dice el amargado filósofo Immanuel Kant en La Religión dentro de los límites de la mera Razón (1793). Esta oscura tesis podría servir para confirmar la magra imagen de la sensibilidad del ser humano que puede extraerse de una apresurada lectura de su obra sobre moral más conocida, la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785).

No obstante, es en el mismo texto de la Religión donde Kant afirma categóricamente que nuestra sensibilidad, tanto animal como social, nos constituye para el bien (R 6:28). Kant entiende este carácter sensible no como determinándonos, sino únicamente como predisposiciones (Anlage): la predisposición a la animalidad está constituida por el instinto de supervivencia, de reproducción sexual (propagación de la especie), y la necesidad de vivir en comunidad (R 6:26); la predisposición a la humanidad, o social, nos insta a lo que a grandes rasgos llamamos cultura (R 6:27). Hay todavía una tercera predisposición, a la moralidad, que, siguiendo a la tradición, consiste en considerarnos como teniendo la ley moral inscrita ya ‒de alguna forma‒ en nuestros corazones. Queda descartado, entonces, que el origen del mal se encuentre en nuestra sensibilidad (R 6:34-35), o en la materia, como, por ejemplo, era el caso para los estoicos.

¿En dónde reside, entonces, la fuente del mal? Escondida tras la razón, será la respuesta de Kant (R 6:57). Pero para entender esto correctamente, voy a intentar posicionar su proyecto ético de fundamentación  y establecimiento de una moral universal dentro de su visión de la especie humana en la historia, y esperar que esto nos ayude a entender mejor su filosofía moral, comúnmente pensada como a-histórica. Sin embargo, al hacerlo me adentro en aguas desconocidas, y si bien espero ser lo más fiel posible a los textos de Kant, la obligación última de esta ponencia será respecto del proyecto kantiano, que podría considerarse vivo todavía hoy.

Vayamos, entonces, a Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (1784), escrito al mismo tiempo que la Fundamentación.

Si nos limitamos a los hechos, resulta imposible encontrar algún sentido o propósito en los pocos cientos de miles de años que tiene nuestra especie dentro de los aproximadamente 14 mil millones de años de existencia del Universo. Y si queremos ir incluso más allá, a preguntas sobre el origen del mismo, sobre la eternidad y el infinito, pronto no nos quedará otra opción que postrarnos ante el peso del absurdo cósmico que se coloca con absoluto esplendor… sobre nuestra insignificancia.

De esta forma, «al filósofo no le queda otro recurso», nos dirá Kant, «que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza» (I 8:17), que no debemos entender como una realidad objetiva, que descubrimos, sino como un mero principio regulativo, una idea, que nos ayude a pensar más allá de los hechos, siempre conscientes de la inevitable arbitrariedad de nuestro viaje especulativo.

En el cuarto principio de Ideas, Kant introduce el «bastante obvio» carácter antagónico de nuestra especie, que llama insociable sociabilidad, y se refiere con esto a que la inclinación de los seres humanos «a vivir en sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad» (I 8:19). El hombre, entonces, no es el lobo del hombre, como diría Hobbes, pero tampoco una especie apaciblemente gregaria, como algunos científicos parecerían querer hacernos creer. Lo que propone Kant con esta tesis es algo que espera se mantenga ajeno a controversia alguna, y que responda a lo que la mayoría de nosotros pueda aceptar sin ningún problema, es decir, que a veces trabajamos cooperativamente en  perfecta armonía, pero a veces, y no tan pocas veces, nos matamos despiadadamente.

El hombre «encuentra […] en sí mismo la insociable cualidad de doblegar todo a su mero capricho y, como se sabe propenso a oponerse a los demás, espera hallar esa misma resistencia por doquier» (I 8:20). Pero es justamente este lado insociable, expresado en conductas como la ambición, y vicios como el afán de dominio y la codicia, que permiten el paso de la barbarie hacia la cultura, que Kant considera como el valor social del hombre, sobre el que volveremos en un instante.

Sin estas propiedades «verdaderamente poco amables» de la insociabilidad, los seres humanos nos habríamos quedado contentos en una vida de pastores, y seríamos tan bondadosos como las ovejas que cuidásemos.

Ciertamente no fue ese el caso, y poco a poco nuestra especie dio el paso hacia la cultura, que no debemos entender dicotómicamente como buena en comparación a la pagana barbarie, sino que justamente es con aquella que las personas empiezan a atribuirse unas a otras valor social, esto es, surge la desigualdad, a la cual Kant se refiere como «ese rico manantial de tantos males, pero asimismo de todo bien», y que no puede evitar sino acrecentarse (MA 8:118).

Contrastándolo con la dignidad, el valor social del hombre consiste justamente en considerarnos unos a otros como cosas, dándonos valores distintos, o poniéndonos precio, lo que nos impide reconocer el valor absoluto que todos los seres racionales poseemos por igual.

El rol que cumple este carácter antagónico es el de llevarnos a desarrollar nuestros talentos, que no deberíamos entender como presupuestos, simplemente esperando ser descubiertos, sino como ese ilimitada capacidad humana que nos permite escribir novelas, construir represas, investigar el átomo y traspasar los límites de nuestro insignificante Sistema Solar.

Ahora, el punto acá es que se llega a un momento en la historia, o al menos así podemos pensarlo, en que la insociabilidad deja de cumplir su papel, y se vuelve un obstáculo para el desarrollo de las disposiciones naturales humanas, y que sólo el «discernimiento ético en principios prácticos» (I 8:20) permite superar; esto es, el imperativo categórico.

Para ilustrar este punto, consideremos lo siguiente. Hasta hace pocos siglos, el estado de competencia entre las naciones las llevó a desarrollar una serie de tecnologías en el periodo que suele llamarse la Revolución Industrial. Muchos abusos, o al menos así lo consideramos ahora, acompañaron estos cambios, como, por ejemplo, la mano de obra infantil (que en buena medida se mantiene hasta nuestros días). No obstante, si bien es imposible justificar tales abusos, el carácter insociable de los seres humanos, a gran escala, es el que permite tales avances tecnológicos que pueden considerarse como parte del desarrollo de nuestras capacidades y talentos como especie.

Ya dijimos que sería malentender fundamentalmente a Kant si creemos que los grandes crímenes de la historia quedan entonces justificados moralmente como medios para un fin ulterior. Nadie está justificado a cometer tales abusos, sino precisamente estamos obligados a lo opuesto, y no puede quedar duda sobre eso. Como bien dice Habermas, «la máxima de que el fin justifica los medios es incompatible con la letra y el espíritu del universalismo moral». El filósofo, no obstante, cuando considera los excesos que han acaecido a lo largo de la historia, está autorizado a pensarlos como parte de un plan mayor, que escapa cualquier «propósito racional» individual (I 8:17).

Volviendo al ejemplo dado, ya en una época posterior al desarrollo de armas de destrucción masiva capaces de acabar con la especie humana, es difícil concebir este antagonismo como sirviendo función alguna, salvo si queremos considerar el fin de los tiempos como un fin deseable.

Es en el mismo cuarto principio de Ideas que Kant habla del paso de un consenso social patológico a uno propiamente moral, donde poco a poco el hombre se va dando cuenta, mediante una continua Ilustración, del valor absoluto de su humanidad, o la ya mencionada dignidad inherente a todas las personas, lo que no puede sino desestabilizar cualquier consenso social que se le oponga, como la esclavitud de un grupo étnico, la sumisión del género femenino, o la ya mencionada labor infantil.

Se podría argumentar que el reconocimiento de la dignidad, o el valor absoluto de todo ser humano, ha estado presente de alguna forma en un sinnúmero de culturas a lo largo de los tiempos (aunque ciertamente en la minoría de individuos); mas es recién en la época que Kant cree estar viviendo que esta Ilustración se vuelve verdaderamente necesaria para que continúe el desarrollo de las capacidades humanas. Si bien la Ilustración, entendida como la consciencia de que todas las personas poseemos igual dignidad, debe extenderse a las masas, la solución que Kant propone para sobreponernos a nuestro carácter insociable es la del establecimiento de un orden civil justo, lo que depende a su vez de la reglamentación de las relaciones entre los estados.

La insociable sociabilidad se mantiene, por supuesto, imposible de erradicar por completo, pero parece poder ser contenida por el derecho, mediante el establecimiento de una constitución civil perfectamente justa (I 8:21). De forma paralela, la virtud también puede apoyar a contener la insociable sociabilidad, y en este contexto se entiende que deba practicarse en comunidad, lo que la asemeja a una religión propiamente moral.

A estas alturas se torna inevitable ya volvernos al problema del mal.

La ley moral, para Kant, es respecto del hombre un incentivo, suficiente por sí mismo, para determinar nuestro albedrío. El hombre, en tanto ser libre, tiene la ley moral ya dentro de sí, y Kant llega tan lejos como para decir que, de no ser ese el caso, incluso el ser más racional (calculador) necesitaría de otros incentivos para determinar su actuar, y ni la más racional de las reflexiones podría siquiera atisbar algo así como una ley moral (R 6:26 n). Que tengamos a la ley moral como incentivo, por el respeto que nos genera, significa que tenemos una predisposición  (Anlage) al bien, y es esta la predisposición a la personalidad, o a la moralidad, que mencionamos al principio. De igual forma, contamos también con el incentivo de la sensibilidad, que identifica bajo la etiqueta del ‘amor propio’ (Eigenliebe).

Kant concibe este amor propio, primero, como meramente mecánico, lo que corresponde a la ya mencionada predisposición del hombre a la animalidad; pero además, como físico, pero que involucra la comparación con otros hombres, lo que identifica con la también mencionada predisposición a la humanidad (R 6:26-27).

En este punto resulta inconfundible la influencia de Jean-Jacques Rousseau, pues ambos niveles de amor propio corresponden al amor de sí, y al amor propio, respectivamente:

El amor de sí, que sólo nos afecta a nosotros, se contenta cuando nuestras verdaderas necesidades son satisfechas; pero el amor propio, que se compara, nunca está contento y no podría estarlo, porque ese sentimiento, al preferirnos a los demás, exige que los demás nos prefieran a sí mismos, lo cual es imposible. […] De esta forma, lo que hace al hombre esencialmente bueno es tener pocas necesidades y compararse poco con los demás; lo que lo hace esencialmente malo es tener muchas necesidades y atenerse mucho a la opinión. (Rousseau, p. 315)

Cuando Kant afirma que el hombre es por naturaleza malo, no se refiere sino a que tenemos una propensión, que consiste en anteponer el incentivo del amor propio al de la ley moral. Y esto no por algún impulso sensible, sino como un acto libre de nuestro albedrío o racionalidad. En esto consiste su tesis del mal radical. En el lenguaje que hemos estado tratando, significaría justamente otorgarnos un valor social unos a otros, que no corresponde a nuestro verdadero valor absoluto o dignidad.

El mal se origina, precisamente, en una elección libre de nuestra voluntad, que no debemos pensar como ocurriendo en algún momento determinado de nuestras vidas, sino que se manifiesta cada vez que nos relacionamos con otros y fallamos en reconocer su valor absoluto.

De ahí que el mal surja no en tanto individuos aislados, sino siempre cuando estamos en relación unos con otros (R 6:93):

La envidia, el ansia de dominio, la codicia y las inclinaciones hostiles ligadas a todo ello asaltan su naturaleza, en sí modesta, tan pronto como está entre hombres, y ni siquiera es necesario suponer ya que éstos están hundidos en el mal y constituyen ejemplos que inducen a él; es bastante que estén ahí, que lo rodeen, y que sean hombres, para que mutuamente se corrompan en su disposición moral y se hagan malos unos a otros. (R 6:93-94)

Cuando Kant afirma en la Antropología en sentido pragmático (1798) que «las pasiones son cánceres de la razón pura práctica y, las más de las veces, incurables» (A 7:XX), no debemos confundir tales palabras como una dictatorial crítica a la sensibilidad, que es de por sí buena, sino como la corrupción de nuestra racionalidad de dejar de reconocer sistemáticamente el valor absoluto de nuestra propia persona o de cualquier otra.

En su Antropología, Kant define ‘pasión’ como aquella «inclinación que impide a la razón compararla […] con la suma de todas nuestras [otras] inclinaciones» (A 7:XX). Siendo a su vez una ‘inclinación’ un «apetito sensible, que le sirve al sujeto de regla (hábito)» (A 7:XX).

Hoy en día, podríamos decir que alguien tiene pasión por, digamos, tocar el piano, si es que esa persona disfruta enormemente dicha actividad, y la considera prioritariamente respecto de muchas otras. De la misma forma, podríamos hablar de pasión por el cine, algún deporte, la filosofía, las reuniones con amigos, etc. Este significado de pasión, por supuesto, no tiene nada de reprochable desde un punto de vista moral. Una vida carente de ese tipo de pasiones, sería una vida bastante triste.

Sólo podríamos hablar estrictamente de pasión, en el lenguaje de Kant, de una persona que, por tocar el piano, para mantenernos en el mismo ejemplo, descuide a su familia, a sus amigos, su propia salud, y esté dispuesto a cualquier cosa, para seguir practicando su actividad. Sólo es en este sentido de ‘pasión’ que nos veríamos obligados a repudiarla moralmente.

Es completamente característico de la filosofía de Kant, que no podemos librarnos de la responsabilidad moral de tomar en cuenta, al actuar, siempre a otras personas que puedan verse afectadas, nos guste o no. Siempre debemos de estar alertas para no anteponer nuestros fines a los de otro. Pretender que nuestras propias inclinaciones toman preferencia respecto de los límites que nos impone la obligación de tratar a todos con dignidad absoluta, es precisamente lo que Kant denomina ‘vanidad’.

También podemos entender tal vanidad como el otorgarnos a nosotros mismos un valor social que consideramos superior al de otras personas. Es esta tendencia humana el mayor enemigo de la moralidad, la expresión del mal radical en una conducta humana que todos somos capaces de reconocer, y la ley moral se manifiesta en todo su esplendor cuando, por el respeto que nos genera, consigue humillarla.

Entonces, si como ya dijimos, el mal surge en comunidad, sólo de igual modo puede superarse:

El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (R 6:94)

Sin embargo, esta sociedad bajo leyes éticas no debe confundirse con el proyecto paralelo de instaurar una constitución civil perfectamente justa, problema que, como ya se dijo, corresponde al derecho.

Si esperábamos una explicación mística del origen de la maldad, ciertamente nos veremos decepcionados si acudimos a Kant. Decir que el mal se origina en la relación entre seres humanos, por el mismo hecho de estar unos al lado de otros, y esto como un carácter de nuestra especie, puede sin duda sonar obvio, o superfluo.

No obstante, me parece que la concepción kantiana del mal resulta inmensamente más valiosa si la consideramos de lado de su teoría ética más formal, que examinada por sí sola podría parecer fuertemente individualista y tontamente rigorista.

Deberíamos considerar, entonces, ambas propuestas, la del establecimiento de un orden civil justo, como la de una comunidad regida por leyes éticas, más bien, como dos flancos por los cuales atacar nuestro carácter insociable, que en el momento actual, no sólo está impidiendo a nuestra especie enfocar sus recursos en el desarrollo de nuestras capacidades, sino que amenaza seriamente nuestra continua existencia.

Una teoría ética que tenga como objetivo reconocer el valor absoluto, es decir, la dignidad de las personas, sería la respuesta histórica de Kant ante el absurdo de la condición humana.

The glory, jest, and riddle of the world

Exactamente al final de Kant: A Biography, me encuentro con esto:

At his funeral, he was honored with a poem — a weak performance, by all accounts. A poem by his favorite author might have been more appropriate; for Kant, who only wanted to be human, was a most remarkable example of this species celebrated by Pope in An Essay on Man with these words:

Plac’d on this isthmus of a middle state,

A being darkly wise and rudely great:

With too much knowledge for the sceptic side,

With too much weakness for the Stoic’s pride,

He hangs between; in doubt to act, or rest;

In doubt to deem himself a God or beast;

In doubt, his mind or body to prefer;

Born but to die, and reas’ning but to err;

Alike in ignorance, his reason such

Whether he thinks too little, or too much:

Chaos of thought and passion, all confus’d,

Still by himself abus’d, or disabus’d;

Created half to rise, and half to fall;

Great lord of things, yet prey to all;

Sole judge of truth, in endless error hurl’d:

The glory, jest, and riddle of the world[1].

La gloria, la broma, y el acertijo del mundo. Kant, la persona, en unos cuantos versos.


[1] Manfred Kuehn, Kant: A Biography (New York: Cambridge University Press, 2002). La cita corresponde a la página 422.

Racionalidad y sociabilidad

¿En qué oscuro momento de la historia de la filosofía se separaron?

El estoico Marco Aurelio, siguiendo de cerca a la tradición, las considera siempre juntas:

Observa atentamente qué reclama tu naturaleza, en la convicción de que sólo ella te gobierna; a continuación, ponlo en práctica y acéptalo, si es que no va en detrimento de tu naturaleza, en tanto que ser vivo. Seguidamente, debes observar qué reclama tu naturaleza, en tanto que ser vivo, y de todo eso debes apropiarte, a no ser que vaya en detrimento de tu naturaleza, en tanto que ser racional. Y lo racional es como consecuencia inmediata sociable. Sírvete, pues, de esas reglas y no te preocupes de más[1].

O también:

Lo que la facultad racional y sociable encuentra desprovisto de inteligencia y sociabilidad, con mucha razón lo juzga inferior a sí misma[2].

Esta correspondencia, que también era obvia para Aristóteles, e incluso para Kant, está hoy en día lejos de ser evidente, habiéndose arraigado el mito del individualismo moderno, de una razón instrumental, que sin embargo, parece ser rechazado por todos y sostenido por nadie relevante.

Entonces, ¿por qué no dejarlo de lado finalmente y trabajar en una concepción de racionalidad filosófica intrínsecamente sociable, y que no se vea limita a una descripción netamente naturalista?

¿Por qué no?


[1] Marco Aurelio, Meditaciones (Madrid:Editorial Gredos, 1999). La cita corresponde a la página 178 (Libro X, 2). El subrayado es mío.

[2] Marco Aurelio, Meditaciones (Madrid:Editorial Gredos, 1999). La cita corresponde a la página 144 (Libro VII, 72).

El «otro» giro copernicano de Kant

El actuar moral en la teoría ética de Kant no nos garantiza la felicidad, sino únicamente que seamos dignos de obtenerla. Es más, rara vez la felicidad —entendida como la satisfacción de nuestras necesidades e inclinaciones— va de la mano con esta dignidad. Alguien puede sufrir las peores torturas como resultado de una acción justa.

Summum bonum (o el árbol es la felicidad; y el sol, la moral).

No obstante, para sobreponernos a este paisaje desolador, y en vista de que es posible pensar un bien mayor o summum bonum (el actuar moral, de la mano con la felicidad), Kant cree necesario postular la existencia de las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma, que permitirían esta unión, si bien no posible en esta vida, sí a largo plazo.

Leamos a Manfred Kuehn, citando a su vez a Kant:

Es nuestra autonomía la que sirve de base a la ley moral, y no lo que Dios obliga y requiere de nosotros. El «hombre bueno puede bien decir: yo quiero que haya un Dios, que mi existencia en este mundo sea también la existencia en un mundo puro del entendimiento más allá de las conexiones naturales, y que mi duración no tenga fin» [Kant, Practical Philosophy, p. 255 (Ak 5, p. 1)]. Desde el punto de vista de la teología tradicional, Kant puso las cosas de cabeza[1].

Dios no sólo está ya lejos de ser el criterio último del bien y del mal, sino que considerar su existencia sólo tiene sentido desde el punto de vista del agente moral, no pudiendo aportar ya nada a nuestro entendimiento de la naturaleza.

Estamos —¿por qué no?— bastante más cerca a la idea socrática de la divinidad interior que a un Dios monoteísta.


[1] Manfred Kuehn, Kant: A Biography (New York: Cambridge University Press, 2002). La cita corresponde a las páginas 313 y 314; la traducción es mía.

Racionalidad y cosmopolitismo (o un post sobre Kant y los estoicos)

Siguiendo con la línea de esta entrada anterior —en la que sostenía que la razón humana no puede entenderse como propia de individuos aislados, sino siempre en la relación de unos con otros— presento ahora la siguiente cita del estoico Marco Aurelio:

Si la inteligencia nos es común, también la razón, según la cual somos racionales, nos es común. Admitido eso, la razón que ordena lo que debe hacerse o evitarse, también es común. Concedido eso, también la ley es común. Convenido eso, somos ciudadanos. Aceptado eso, participamos de una ciudadanía. Si eso es así, el mundo es como una ciudad. Pues, ¿de qué otra común ciudadanía se podrá afirmar que participa todo el género humano? De allí, de esta común ciudad, proceden tanto la inteligencia misma como la razón y la ley. O ¿de dónde? Porque al igual que la parte de tierra que hay en mí ha sido desgajada de cierta tierra, la parte húmeda, de otro elemento, la parte que infunde vida, de cierta fuente, y la parte cálida e ígnea de una fuente particular (pues nada viene de la nada, como tampoco nada desemboca en lo que no es), del mismo modo también la inteligencia procede de alguna parte[1].

Al igual que en la filosofía ilustrada de Immanuel Kant, la necesidad de actuar moralmente depende de la facultad racional humana, sí, pero esta necesidad no se puede pensar «sino sólo en la relación entre seres racionales»[2].

¿Ciudadanos de Grecia, o del mundo?

La idea de autonomía expresada de forma completa en el concepto del reino de los fines pretende mostrar justamente eso, que la moralidad no puede practicarse de forma individual, sino todo lo contrario: en comunidad. La tan difundida imagen de la ética kantiana como individualista no es más que un lugar común que no puede sostenerse tras una mirada atenta a los textos.

De ahí que Kant afirme en el segundo principio de Ideas para una historia universal en clave cosmopolita —escrito simultáneamente a la Fundamentación— que el uso de la razón sólo puede desarrollarse por completo en al especie, y no en el individuo.

La filosofía, no obstante, parece haber perdido en la actualidad la capacidad de un discurso de y sobre la razón que la conciba en esta dimensión social cuasi religiosa, sin la cual una ética racional se desconecta de las cosas más importantes y pierde la fortaleza necesaria para servir de guía a la humanidad.


[1] Marco Aurelio, Meditaciones (Madrid:Editorial Gredos, 1999). La cita corresponde a la página 83 (Libro IV).

[2] La cita es, por supuesto, de Kant, y pertenece a la segunda sección de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. La referencia exacta, junto con la cita en su contexto, la pueden encontrar en esta entrada anterior.

Pensamientos de aurora

Leamos estas palabras del estoico Marco Aurelio:

Al despuntar la aurora, hazte estas consideraciones previas: me encontraré con un indiscreto, un ingrato, un insolente, un mentiroso, un envidioso, un insociable. Todo eso les acontece por ignorancia de los bienes y de los males. Pero yo, que he observado que la naturaleza del bien es lo bello, y que la del mal es lo vergonzoso, y que la naturaleza del pecador mismo es pariente de la mía, porque participa, no de la misma sangre o de la misma semilla, sino de la inteligencia y de una porción de la divinidad, no puedo recibir daño de ninguno de ellos, pues ninguno me cubrirá de vergüenza; ni puedo enfadarme con mi pariente ni odiarle. Pues hemos nacido para colaborar, al igual que los pies, las manos, los párpados, las hileras de dientes, superiores e inferiores. Obrar, pues, como adversarios los unos de los otros es contrario a la naturaleza. Y es actuar como adversario el hecho de manifestar indignación y repulsa[1].

Quisiera resaltar particularmente esta idea de naturaleza fuertemente relacionada con un orden mayor —e incluso divino—  y que se encuentra diametralmente opuesta a la mutilada visión naturalista actual, que nos impide ver más allá de los hechos.

Marco Aurelio.

No obstante, incluso dentro de una visión ilustrada, encontramos la presencia —y fortaleza— de una apelación tal, nada menos que en la filosofía de Immanuel Kant, quien se consideraba a sí mismo como mucho más cercano a la concepción estoica de la divinidad que a cualquier otra.

Quizás es por no tomar en cuenta este trasfondo, que su teoría suele aparecer justamente como desconectada de las cosas humanas.

Ya tendré que decir más sobre esto en las próximas semanas, pues las tres monografías que tengo que hacer para fin de ciclo tocarán esta problemática de alguna u otra forma.


[1] Marco Aurelio, Meditaciones (Madrid:Editorial Gredos, 1999). La cita corresponde a la página 59, comienzo del Libro II.

El hombre y la crítica – I

Esta será la primera de tres entradas armadas en torno al proyecto de la filosofía crítica en el contexto de la más completa biografía de Immanuel Kant, escrita por Manfred Kuehn.

Mucho se dice entre la oposición Hume/Kant en los manuales más básicos de la filosofía, pero siempre es bueno recordar lo cercano que Kant se sentía a David Hume, y cómo concebía su filosofía crítica como una continuación de lo empezado por el filósofo escocés, de tal forma que el idealismo trascendental pueda considerarse más cercano al pensamiento anglosajón que a la filosofía netamente alemana de su tiempo.

Veamos, primero el contexto dado por Kuehn, y luego palabras del mismo Kant.

Las preocupaciones últimas de Kant eran morales, y quizá inclusive religiosas. Aceptando la validez de la aproximación empirista a la ciencia y a la expansión del conocimiento, Kant quería rescatar la moralidad de volverse muy naturalista y relativista. Quería mostrar que incluso en la ausencia del conocimiento de la realidad absoluta, la moralidad tiene un reclamo sobre nosotros que es absoluto e incontrovertible. Es este reconocimiento del deber moral [moral claim] lo que nos eleva sobre las bestias. Nos muestra como seres racionales en la forma que Platón creía que lo éramos. La Crítica y los Prolegómenos mostraban que el acercamiento de Platón al problema era equivocado, y también que el camino humeano, de ser entendido correctamente, no era adverso a una mirada más racionalista como muchos habían supuesto hasta ese momento. Una sana dosis de escepticismo injectada al idealismo era justamente lo necesario para mostrar que mientras tenemos un propósito más elevado, no podemos conocer lo que Platón creyó que podíamos. En una nota al pie reminiscente a su sarcasmo de los Sueños [de un visionario], Kant encuentra que

Las elevadas torres y los grandes hombres metafísicos se asemejan, están rodeados de demasiado viento, y eso no es lo mío. Mi lugar es la fructífera trivialidad [bathos] de la experiencia; y la palabra trascendental… no significa algo que pasa más allá de toda experiencia sino algo que efectivamente la precede a priori, y que simplemente tiene como meta el conocimiento de la experiencia posible.

Kant, Prolegomena, ed. Beck, p. i22n (Ak 4, p. 373)[1]

No sólo tenemos ahí una definición de lo trascendental en palabras de Kant, sino también su intento de rescatar, al menos en parte, el espíritu del primer gran proyecto filosófico.


[1] Manfred Kuehn, Kant: A Biography (New York: Cambridge University Press, 2002). La cita corresponde a la página 265; la traducción es mía.

Realismo especulativo

Me llama mucho la atención esta nueva corriente de pensamiento filosófico que se llama a sí misma realismo especulativo.

Para una buena presentación, los dirijo a esta entrada del blog Vacío, de Erich Luna.

Pensar el noúmeno.

Ahí podrán encontrar el documento donde se exponen de forma introductoria —y no tan introductoria— las principales ideas de su pensamiento.

¿Una suerte de oscurantismo o la conclusión del proyecto metafísico crítico de Kant? ¿O tal vez ninguna de las dos o ambas a la vez? Lejos de poder formarme una opinión todavía, los dejo con esta cita de exactamente el final del documento mencionado, traducida por mí.

Como dijo Hegel, no puedes sorprender a la cosa detrás tuyo para saber lo que es cuando no estamos ahí. Si somos paranoicos podemos instalar micrófonos en nuestra casa de forma que sepamos lo que otros dicen mientras no estemos ahí, pero no podemos hacerle eso a las cosas. ¿Dónde están las cosas? No están ahí. No podemos salir de nuestra piel para saber lo que está ahí afuera. Tal vez la ironía será que el mundo es en sí mismo exactamente como es para nosotros — ¡wow! ¡En ese caso los filósofos serían absolutamente inservibles! Tal vez, tal vez. El correlacionismo no dice que sea imposible, sino que es incognoscible.

Lo que está en juego es el correlacionismo kantiano.

Y hablando de eso, esperen en estos días (con suerte desde hoy) una serie de tres entradas sobre el proyecto crítico del filósofo de Königsberg.

El «giro» de John Rawls (o sobre un falso debate entre comunitaristas y liberales)[1]

En el último capítulo de Tras el consenso: Entre la utopía y la nostalgia, titulado «En busca de un «consenso por superposición». Sobre el viraje de John Rawls», Miguel Giusti afirma —a mí parecer, con total razón— que «en sus últimos trabajos John Rawls ha efectuado un importante giro epistemológico que viene a desarticular la polaridad de la discusión [entre comunitaristas y liberales], generando desconcierto entre sus detractores y defensores»[2].

Ante las usuales críticas a teorías éticas con pretensiones universalistas de no tomar en cuenta las particularidades de culturas distintas, de tentar un carácter a-histórico, o de, finalmente, no ser más que etnocentrismos camuflados, Rawls parece responderlas directamente, afirmando que su teoría de la justicia como equidad descansa justamente en las particularidades de la cultura democrática, pertenece, por lo tanto, claramente a un momento de la historia determinado, y de esta forma, le quita el supuesto camuflaje a su pensamiento.

Su teoría universal —si todavía podemos llamarla así— no podría estar más lejos de aquella otra concepción —autoritaria— de «universalismo» que suelen pintar los comunitaristas, que más bien, parece apuntan a lo opuesto: doctrinas particulares cuya universalidad radica en su anhelo de ser impuestas a todos los seres humanos, tanto de culturas diferentes, como, inclusive, de tiempos pasados.

A este universalismo a-histórico, lo llamaré autoritario, o un dogmatismo asolapado. Resulta difícil pensar en siquiera un filósofo serio que usualmente sea identificado como portador de una teoría universal que caiga efectivamente dentro de este grupo.

Al universalismo de John Rawls, en contraposición, lo llamaré de forma amplia democrático[3]. Su universalidad no está en que se pueda aplicar indiscriminadamente y por la fuerza a todas las culturas en todos los momentos de la historia en todos los lugares de la Tierra, sino en que pueda ser aceptado libremente por distintos puntos de vista y formas de pensar, y por lo tanto, debe entenderse mejor como un proyectos histórico y no simplemente aceptado o rechazado a priori.

No deberíamos dejar de notar, como bien señala Michael Walzer, que este tipo de universalismo siempre dependerá de ciertas particularidades (o de un lenguaje maximalista) para ser expresado, y justamente Rawls no duda en aceptar esto, señalando que su liberalismo político sólo tiene sentido dentro de una sociedad en la que los valores democráticos como la libertad e igualdad de los ciudadanos, y la sociedad entendida como un sistema de cooperación equitativo estén fuertemente arraigados.

No obstante, esta característica del universalismo democrático no lo vuelve menos universal, a menos que creamos falsamente que el estándar del universalismo es aquel que parece ser casi universalmente rechazado por el pensamiento filosófico precisamente como autoritario (o una doctrina particular que busque imponerse por la fuerza).

No deberíamos dudar en afirmar que hay efectivamente ciertos sistemas de valores que son más universales que otros. Un cristianismo intolerante, como ha existido durante siglos y sigue existiendo (aunque con mucho menos fuerza), que quiera imponerse por la fuerza, es ciertamente un pensamiento menos universal que aquella otra rama del cristianismo, o de cualquier otra corriente religiosa, que respete la capacidad de elegir libremente la religión propia en los demás, capacidad en la que ella misma se sostiene.

El universalismo, entonces, pasaría a ser una suerte de criterio, o de brújula, que se puede aplicar a distintas formas de pensar, sin comprometerse con ninguna en particular.

Lo que está claro es que este criterio depende de aceptar una serie de valores, que podemos considerar a grandes rasgos como objetivos, lo que, por supuesto, nos lleva a un problema filosófico más profundo y difícil.

De ahí que Giusti mencione —nuevamente, con razón— que el liberalismo político de Rawls se sostiene en «una argumentación circular por cuyo intermedio se postula el ideal de racionalidad intersubjetiva en términos histórico-culturales de raigambre comunitarista» (Giusti, p. 250).

No obstante, es difícil estar de acuerdo con identificar esta movida rawlsiana con «la confianza moderna en el progreso incontenible de la libertad racional» (Giusti, p. 255). Primero, como si Rawls confiara en que el liberalismo se va a imponer inevitablemente por sí solo. Ciertamente ha de creer que, si su doctrina es suficientemente razonable, podrá ser aceptada libremente por otros. Si a eso le llamamos progreso moderno de la razón, entonces resulta difícil notar qué hay de cuestionable en dicha esperanza. Como si no pudiese llamarse progreso a una esperanza de reducir las guerras, injusticia y pobreza en el mundo, claro que acompañada por las luchas de distintos grupos en pos de dicho ideal, y cuyo resultado exitoso, tal como consideraba Kant, es ciertamente contingente.

Más bien, esta «deficiencia» en la reformulación de la teoría de Rawls puede verse justamente como su mayor éxito, y la expresión de pasar finalmente del ámbito filosófico meramente teórico al práctico político, donde realmente las teorías han de mostrar su validez.

Podría replicarse, como suele hacerse, que esto sigue siendo un etnocentrismo solapado que pretende hacer pasar por universales ciertos valores occidentales. No se me ocurre una réplica más superficial y tendenciosa. Casi como si en «occidente» se aceptaran en la práctica universalmente valores como el de la dignidad humana o de la tolerancia religiosa, o como si en «oriente» estos se negaran de la misma forma.

Como el mismo Walzer sostiene, hay algo que llamamos justicia, que no podemos definir de una forma universal a-histórica; pero que, si hay algo que los seres humanos compartimos a lo largo de la historia y en distintos lugares, es justamente la lucha por honrarla, de forma siempre imperfecta, lo mejor que podamos.

Para una entrada con una temática similar, entren aquí.


[1] Esta entrada fue concebida casi en su totalidad antes de leer el último ensayo de Tras el consenso: Entre la utopía y la nostalgia, de Miguel Giusti, del cual usaré algunas partes para ordenarme, pero en lo absoluto pretendo hacerle justicia a su tesis central.

[2] Miguel Giusti, Tras el consenso: Entre la utopía y la nostalgia (Madrid: Editorial Dykinson, 2006). La cita pertenece a las páginas 241 y 242. En adelante, citaré entre paréntesis.

[3] Por ponerle un nombre, en realidad, pues esta característica es inherente de cualquier tipo de universalismo verdadero, y podría también llamarlo crítico o razonable.

Kant y la democratización de la filosofía

La Crítica de la razón pura, además de ser considerada uno de los libros más trascendentes en la historia de la filosofía, es considerada uno de los más difíciles.

Esta complejidad, que impide al ciudadano de a pie introducirse a su contenido, nos podría llevar a pensar equivocadamente que, para Kant, la más elevada sabiduría, al igual que para Platón (o Nietzsche), se encuentra sólo al alcance de unos pocos.

Esto, por supuesto, no fue pensado así por Kant, que sólo concibió su gran obra como una herramienta para dirigir la ciencia metafísica a un terreno no sólo más seguro, sino productivo. Todo el elaborado discurso previo sobre Dios y el Mundo ha estado viciado de arranque, pues no ha sido mucho más que intentos de la razón de sobrepasar sus límites.

La verdadera metafísica, o la verdadera sabiduría, está en realidad al alcance del entendimiento más común. No es necesario entender la Crítica de la razón pura para adoptar un punto de vista práctico, orientado por verdaderas ideas metafísicas.

La filosofía al alcance de todos.

La obra no estaría, entonces, dirigida al entendimiento común sano, sino como remedio ante la viciosa tendencia metafísica del pensamiento filosófico de sus días.

Les presento la siguiente cita de la excelente biografía de Kant, por Manfred Kuehn, que incluye a su vez, citas a la primera Crítica.

[…] in true Enlightenment fashion, he will claim that all that is essential in religion can be reduced to morality, but he does not reject the main tenets of traditional religion. They are valuable, if only we realize that they are not knowledge, but «nothing more than two articles of belief» (A831=6839), namely the belief in God and the belief in immortality.

Thus even after reason has failed in all its ambitious attempts to pass beyond the limits of all experience, there is still enough left to satisfy us, so far as our practical standpoint is concerned. No one, indeed, will be able to boast that he knows that there is a God, and a future life; if he knows this, he is the very man for whom I have long [and vainly] sought. All knowledge, if it concerns an object of mere reason, can be communicated; and I might therefore hope that under his instruction my own knowledge would be extended in this wonderful fashion. No, my conviction is not logical, but moral certainty; and since it rests on subjective grounds (of the moral sentiment), I must not even say, ‘It is morally certain that there is a God, etc.’, but ‘I am morally certain, etc.’ In other words, belief in a God and in another world is so interwoven with my moral sentiment that as there is little danger of my losing the latter, there is equally little cause for fear that the former can ever be taken from me. (A828f=B856f)

Some might scoff at the idea that this is all that philosophy can achieve, but Kant believed that it is not only more than enough, but also a good thing, that in matters that concern us all, no one is privileged. The «highest philosophy cannot advance further than is possible under the guidance which nature has bestowed even upon the most ordinary understanding» (A83o=B858) [1].

El conocimiento más elevado sería aquella convicción práctica de que nuestra precaria racionalidad —y por lo tanto, siempre comunicable— es todo lo que tenemos para hacer inteligible el lugar de nuestra insignificante especie animal en el Universo; y es esto precisamente lo que nos otorga una dignidad irrenunciable.

Si esta conclusión no se resalta lo suficiente en las aulas, quizás sea porque el academicismo se encuentra a sí mismo amenazado ante una sabiduría de la cual no tiene control privilegiado.


[1] Manfred Kuehn, Kant: A Biography (New York: Cambridge University Press, 2002). La cita corresponde a la página 250 (a lo mejor me animo a traducirla eventualmente).