Iván Karamázov

La leyenda del cuatrillón de kilómetros del diablo de Ivan Karamázov

Satanás, imaginado por Iván Karamázov, imaginado por Fiódor Dostoievski, nos cuenta la siguiente leyenda:

—Conozco una, precisamente, sobre nuestro tema; es decir, no se trata de una anécdota, sino más bien de una leyenda. Tú me reprochas la falta de fe: «ves y no crees». Pero no soy el único que se encuentra en este caso, amigo mío: ahora, en nuestro mundo, todo quisqui anda soliviantado, y ello debido únicamente a vuestras creencias. Mientras no se iba más allá de los átomos, de los cinco sentidos y de los cuatro elementos, todo marchaba más o menos bien. De los átomos hablaron ya los antiguos. Pero cuando se supo que aquí habíais descubierto la «molécula química», el «protoplasma» y el demonio sabe qué otras cosas, los nuestros se recogieron la cola entre las piernas. Aquello fue el caos. Todo eran supersticiones y comadreos; habladurías entre nosotros hay tantas como entre vosotros y hasta un poquitín más; y, por fin, delaciones, porque también nosotros tenemos una sección especial donde se reciben ciertos «informes». Pues bien, se trata de una insólita leyenda de nuestros siglos medios (no vuestros, sino nuestras), y nadie la cree ni siquiera entre nosotros, excepción hecha de las mercaderas de diez arrobas, digo de las nuestras, no de las vuestras. Todo lo que existe en este mundo, existe también en el nuestro, éste es un secreto que te revelo sólo por amistad, aunque nos está prohibido hacerlo. La leyenda a que me refiero trata del paraíso. Había entre vosotros, en la tierra, un pensador y filósofo de nota, cuenta la leyenda, que «lo negaba toda, leyes, conciencia, fe» y, en especial, la vida futura. Murió creyendo que iba a desaparecer en las tinieblas y la nada, pero he aquí que se encuentra ante la vida futura. Se quedó asombrado y se indignó: «Esto va en contra de mis convicciones», dijo. Y por estas palabras le condenaron… Bueno, perdona, yo sólo te cuento lo que he oído decir, se trata de una leyenda… Le condenaron a que recorriera en las tinieblas un cuatrillón de kilómetros (ahora, entre nosotros, todo va por kilómetros), y cuando haya recorrido este cuatrillón, le abrirán las puerta del paraíso y le perdonarán…

—¿Qué otros tormentos tenéis en vuestro mundo, aparte de lo del cuatrillón? —le interrumpió Iván con extraordinaria viveza.

—¿Qué tormentos? ¡Ah, no me lo preguntes! Antes los había de la clase que quisieras, pero ahora todo es cargar la mano sobre los morales, sobre los «remordimientos de conciencia» y esas zarandajas. Esto también nos ha venido de vosotros, de  vuestra «suavización de costumbres». ¿Y quién crees que ha salido ganando? Pues los únicos que han salido ganando son los sinvergüenzas, porque de dónde van a sentir ellos remordimientos de conciencia, si no conciencia tienen. Los que han pagado pato, en cambio, han sido las personas decentes, las que no han perdido del todo la conciencia y el honor… Eso es lo que pasa cuando se emprenden reformas sobre un terreno sin preparar y aun copiadas de instituciones extranjeras. ¡Son pura calamidad! Serían preferibles las calderas de antaño. Bien, ese condenado al cuatrillón de kilómetros se planta, mira a su alrededor y se echa de través en el camino: «No quiero andar, ¡me niego por principio!» Toma tú el alma de un ateo ruso instruido, mézclala en la del profeta Jonás, que se pasó tres días y tres noches rezongando en el vientre de una ballena, y te saldrá el carácter de aquel pensador que se echó en el camino.

—¿Pero, sobre qué pudo echarse?

—Bah, algo habría allí sobre qué echarse. ¿No te estarás burlando?

—¡Bravo por el pensador! —gritó Iván, con la misma extraña viveza. Ahora escuchaba con inesperada curiosidad—. Y qué, ¿aún sigue echado?

—No, ése es el caso. Permaneció echado cerca de mil años, luego se levantó y se puso a andar.

—¡Vaya burro! —exclamó Iván, riéndose nerviosamente a carcajadas, como si se esforzara por comprender alguna cosa—. ¿No da lo mismo permanecer eternamente echado que andar un cuatrillón de verstas? ¿No representa esa distancia un billón de años de camino?

—Incluso mucho más; si tuviera lápiz y papel te lo podría calcular. Pero hace mucho tiempo que llegó, y es ahora cuando empieza la anécdota.

—¡Cómo, llegó!…. ¿Pero de dónde sacó un billón de años?

—¡Todo te lo imaginas relacionándolo con esta tierra nuestra de hoy! Pero la tierra actual, quizá se ha repetido un billón de veces; es decir, ha envejecido, se ha cubierto de hielos, se ha resquebrajado, se ha deshecho, se ha descompuesto en sus elementos; otra vez todo quedó cubierto de agua, hasta las partes sólidas del universo, luego apareció otra vez un cometa, otra vez el sol, y del sol se desprendió otra vez la tierra, y es posible que esta evolución se haya repetido ya, quizá, un número infinito de veces, siempre de la misma manera, hasta el último detalle. Es de un aburrimiento indecentísimo…

—Bueno, bueno, ¿y qué sucedió, cuando hubo llegado?

—No bien le abrieron las puertas del paraíso, entró, y antes de que hubiera pasado allí dos segundos (y eso reloj en mano, aunque el reloj, a mi entender, debía de habérsele descompuesto en sus elementos hacía mucho tiempo, en el bolsillo, durante el recorrido), antes de que hubiera pasado allí dos segundos, exclamó que aquellos dos segundos valían no sólo el cuatrillón de kilómetros, sino un cuatrillón de cuatrillones y hasta elevado a la cuadrillonésima potencia. En una palabra, cantó «hosanna» y exageró la nota hasta el punto de que allí, algunos, los de ideas más nobles, querían negarse a darle la mano al principio; se había hecho conservador demasiado aprisa, pensaban. Eso es propio del temperamento ruso. Repito: se trata de una leyenda. Estas son las ideas que todavía corren sobre estas materias allí, entre nosotros. (Dostoievski 1996: 932-935)

Para una entrada similar, ver: El superhombre de… Dostoiesvki.

Para un blog dedicado al pensamiento religioso del stárets Zosima, personaje santo de la novela, ver: Amor humilde.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoiesvski

La versión final de mi ponencia del VII Simposio de Estudiantes de Filosofía, cuya sumilla pueden encontrar aquí.

Su servidor bloguero, segundo desde la derecha, acompañado de los inefables (de izquierda a derecha) Raphael Aybar, Maverick Díaz y Rubén Merino.

La famosa y malentendida tesis kantiana acerca del mal radical en la naturaleza humana, que corrompe nuestra disposición moral de raíz, nos obliga a cambiar nuestro foco de atención del mal que vemos en las acciones de los demás, al mal dentro de uno mismo. Digámoslo sin rodeos: de acuerdo a Kant, ninguno de nosotros se salva; todos somos moralmente malos. Si creyésemos que sí, que estamos libres de mal, o de pecado, si quieren, probablemente sea precisamente porque este mal que nos ataca de raíz, este cáncer moral, se ha arraigado tanto en nuestro interior que nos impide ver nuestra propia mentira.

Para una persona ilustrada, de mente abierta, esto no tiene por qué incomodar… tanto. De arranque tenemos que aceptar que no somos perfectos, que no siempre somos justos, que no hacemos todo lo que podríamos para ayudar a otras personas, que a veces tenemos «malos pensamientos»… en fin. Podemos reconocer una serie de rubros en los que podemos mejorar. La palabra virtud, fuera de la filosofía (e incluso dentro), está desfasada. Pero la virtud es precisamente la fuerza de la que hacemos uso para intentar mejorar quiénes somos apuntando a una imagen, ya sea borrosa, de quiénes queremos ser.

Cuando Kant dice que todos somos malos, tal sentencia, hay que aclarar, permite por supuesto una diferencia de grado: algunos son (o somos) efectivamente más malos que otros. De forma más precisa, la virtud, entendida como la fortaleza para aspirar a un ideal propiamente moral, no es algo que poseamos por naturaleza, o incluso nos venga fácil en la situación actual de competencia en que los seres humanos nos encontramos unos respecto de otros. Cuando Kant dice que todos somos radicalmente malos, lo único que está diciendo es que no somos todo lo virtuosos que podríamos ser, no hacemos de la ley moral, esto es, del respeto a la dignidad en uno mismo y en otros, el móvil último de nuestras acciones.

Esto es bastante obvio, me parece, y no necesitamos que Kant nos lo diga para saberlo; sin embargo, sobre esta afirmación evidente es que se sientan las bases para entender la concepción de una religión racional que será el tema de esta ponencia.

Lo que me propongo hacer en esta exposición es ahondar sobre el tipo de religión que Kant construye precisamente sobre la necesidad de superar este mal radical, y voy a abogar también por su actualidad y relevancia. Además, sugeriré que la concepción kantiana de religión tiene mucho en común con la que Fiódor Dostoievski esboza en su obra cumbre: Los hermanos Karamázov, lo que no viene sin algunas tensiones y problemas. Empecemos.

El planteamiento ilustrado del problema de Dios, de la idea de Dios, por parte de Immanuel Kant, ha sido regularmente subestimado, siempre con el prejuicio de Kant como protestante, y de crianza pietista. Cualquier aporte suyo siempre terminaría concorde a la imagen de Kant como un devoto cristiano.

Quiero optar por una interpretación distinta de su filosofía, una que tenga en cuenta, por ejemplo, que Kant mismo, según sabemos por las fuentes bibliográficas disponibles, no creía ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3).

Pero antes de pasar a la exposición del pensamiento de Kant, considero importante aterrizar el problema en un lenguaje existencial, para no quedarnos meramente en la frialdad  de los conceptos filosóficos. Para esto, nos introduciremos en la problemática a partir de un pasaje de Los hermanos Karamázov, donde se plantea constantemente el problema de Dios, no únicamente desde la irrelevante cuestión acerca de su existencia como creador del mundo, sino desde las implicancias morales que acarrearía dicho mundo sin un soberano moral.

Iván Fiódorovich, una de los hermanos Karamázov, ateo, no obstante, señala:

 […] en el siglo dieciocho hubo un viejo pecador que afirmaba: si no hubiera Dios, habría que inventarlo, s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, en efecto, el hombre ha inventado a Dios. Lo extraño, lo sorprendente no es que Dios exista en verdad; lo asombroso es que semejante idea (la idea de que Dios es necesario) haya podido meterse en la cabeza de un animal tan fiero y maligno como es el hombre; hasta tal punto es sacrosanta, hasta tal punto es enternecedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. (Dostoievski 1996: 383)

Quiero mostrar que el uso del término idea que encontramos en la cita es precisamente el mismo que postula Kant en su crítica a la metafísica tradicional, y en consecuencia, examinar el tipo de religión que se puede concebir desde una idea tal.

Uno de los principales objetivos de la filosofía crítica, desde el punto de vista moral, es el de «suprimir el saber, para obtener lugar para la fe» (Kant 2007: 31). Seguimos a Kant cuando señala que «las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura», proposiciones sobre la existencia de Dios y de una vida futura, jamás podrán ser demostradas, pues «no se refieren a objetos de la experiencia» (para la sensibilidad) ni «a la posibilidad interna de ellos» (en el entendimiento) (2007: 768); pero de la misma forma, será «apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario» (Kant 2007: 769).

Digámoslo más claramente: si aceptamos que Dios no se encuentra en el mundo espacio temporal, ni está inscrito en el funcionamiento de nuestro entendimiento, de forma innata, por ejemplo, entonces jamás podremos afirmar al nivel de un conocimiento científico, ni que Dios existe, pero tampoco que no existe.

No obstante, nos queda la fe en las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma. Estos dos artículos de fe dependen de nuestra propia subjetividad moral autónoma, accesible por igual a «todos los seres humanos sin distinción» (Kant 2007: 843). Es decir, si no tenemos ninguna prueba sensible, como un milagro, ni tampoco una prueba lógica o matemática, como una de esas argumentaciones pretensiosas y refinadas, lo único que nos queda es una fe basada en nuestra autonomía moral.

Lo valioso acerca de la idea de Dios está en que nos permita pensar con mayor claridad el sentido que nosotros mismos podemos darle a la existencia de nuestra ‒otrora insignificante‒ especie de seres animales. Claro que esto conlleva el riesgo de la pérdida de nuestra autonomía, o de la mera búsqueda de un consuelo para los distintos males de la vida; o peor aún, que esta idea pierda su significación moral y sea corrompida por el interés propio y la tan humana necesidad de dominar a otros.

A pesar de los riesgos, podemos pensar la fe, en este contexto, como el compromiso con una idea, en tanto la reconocemos como importante y significativa.

Más el discurso hasta ahora se ha limitado a exponer desde un punto de vista epistemológico el problema. Recién ahora pasaremos a examinar qué tipo de religiosidad es posible sobre la base de estas meras ideas.

Para Kant, la praxis religiosa corresponde a la necesidad de salir del estado de naturaleza ético, en el cual nos encontramos al pertenecer ya a un estado civil de derecho, que nos coloca bajo leyes públicas ejercidas coactivamente por una autoridad estatal (Kant 2001: 119). A diferencia del estado de naturaleza jurídico, nadie puede obligarnos a salir del estado de naturaleza ético:

[…] en una comunidad política ya existente todos los ciudadanos políticos como tales se encuentran en el estado de naturaleza ético y están autorizados a permanecer en él; pues sería una contradicción […] que la comunidad política debiese forzar a sus ciudadanos a entrar en una comunidad ética, dado que esta última ya en su concepto lleva consigo la libertad respecto a toda coacción. (Kant 2001: 120)

Lo propio de salir del estado de naturaleza ético, entrando de esa forma en un estado civil ético, que consiste en la unión de los hombres «bajo leyes no coactivas, esto es: bajo meras leyes de virtud» (Kant 2001: 119), es precisamente que lo hacemos de forma completamente libre, y nadie puede obligarnos. La praxis religiosa únicamente tiene sentido dentro del ámbito de la libertad moral, de un querer ir más allá de las leyes jurídicas que ya de por sí son suficientes para vivir en paz y de forma segura en una sociedad.

Apliquemos esto a nuestra realidad. Actualmente, en Perú, si bien de forma precaria, nos encontramos en un estado civil de derecho: existen leyes que tenemos que obedecer nos guste o no, y no podemos simplemente decidir volver a un estado de naturaleza en sentido jurídico, a una sociedad sin leyes (por más que cuando nos subimos a la combi hacemos básicamente eso). Pero es recién en este estado civil donde podemos libremente elegir participar de una comunidad con fines que, si bien no se oponen a los de la ley, buscan ir más allá, como por ejemplo organizarnos para recaudar fondos y ayudar a algún miembro de la comunidad que pueda estar enfermo; estas son las leyes de virtud de las que habla Kant, la búsqueda de la propia perfección moral así como de la felicidad ajena, que serían el objeto de una comunidad religiosa, o una iglesia, si quieren. Como acotación, es innegable que en Perú existen numerosas parroquias, no sólo católicas sino también evangélicas, que efectivamente realizan actividades de este tipo. La praxis religiosa de la que está hablando Kant no es algo totalmente nuevo, sino que, de alguna forma u otra, siempre ha existido.

De esta forma, es considerado aberrante o contradictorio cualquier intento por parte del Estado de imponer leyes de naturaleza ética o religiosa:

Pero ¡ay del legislador que quisiera llevar a efecto mediante coacción una constitución erigida sobre fines éticos! Porque con ello no sólo haría justamente lo contrario de la constitución ética, sino que además minaría y haría insegura su constitución política. (Kant 2001: 120)

La purga de cualquier aspecto religioso de la esfera de lo político no sólo tiene como mira proteger los derechos civiles fundamentales de los ciudadanos, como la libertad de culto, sino dar el espacio adecuado para una verdadera praxis religiosa, libre. La secularización, por tanto, no debe verse como hostil a las religiones, sino como todo lo contrario.

Consistentemente con lo ya dicho, una iglesia deberá respetar ciertos principios. Primero, debe apuntar a la universalidad. Si bien puede estar «dividida en opiniones contingentes y desunida, sin embargo, atendiendo a la mira esencial, está erigida sobre principios que han de conducirla necesariamente a la universal unión en una iglesia única» (Kant 2001: 127).

En segundo lugar, su composición (o calidad) debe darse mediante «la pureza, la unión bajo motivos impulsores que no sean otros que los morales. (Purificada de la imbecilidad de la superstición y de la locura del fanatismo)» (Kant 2001: 127).

Kant, y supongo muchos de nosotros, vería con malos ojos el unirse a una comunidad religiosa principalmente para sacar provecho material de la ayuda de los demás, o por temor al castigo después de la muerte, o por cualquier otro motivo que no sea uno propiamente moral, como el del respeto al prójimo, con el que queremos entablar una comunicación que vaya más allá de la de meros ciudadanos; por supuesto que esta hipotética persona seguiría siendo libre de hacerlo. Mirar con malos ojos no significa, en este caso, prohibir.

De la misma forma, bajo este criterio podríamos juzgar la capacidad de los líderes de una determinada iglesia. Por ejemplo, dentro del Catolicismo, tenemos figuras como Gustavo Gutiérrez, por mencionar la más cercana, al cual podemos reconocerle móviles propiamente morales, como la lucha contra la pobreza y la injusticia social; pero también dentro de esta misma iglesia, nos encontramos, para mencionar otro ejemplo obvio, con un cardenal Cipriani, para quien y cuyos seguidores no resultan en lo absoluto duros o exagerados los adjetivos que utiliza Kant: imbecilidad, superstición, locura, fanatismo. No descubro nada nuevo al afirmar que muchos líderes religiosos exaltan conductas injustificables desde un punto de vista moral, y deben condenarse de forma pública, lo que, de nuevo, no equivale a prohibir o censurar.

En tercer lugar, la relación entre sus miembros debe darse «bajo el principio de libertad, tanto [de] sus miembros entre sí como la externa de la iglesia con el poder político, ambas cosas en un Estado libre«, y sin jerarquías de ningún tipo (Kant 2001: 127). Prohibir, por ejemplo, el sacerdocio al género femenino es algo irracional y aberrante. Incluso la distinción misma entre laicos y clérigos es considerada por Kant como «degradante» (2001: 151).

En cuanto a su modalidad, su constitución tiene que permanecer inmutable. Lo que no quita que su administración, enteramente contingente, pueda variar «según el tiempo y las circunstancias» (Kant 2001: 127-128).

Finalmente, entonces, cómo sería esta iglesia, ¿a qué se parecerá? Kant nos brinda la siguiente comparación:

Con la que mejor podría ser comparada es con la de una comunidad doméstica (familia) bajo un padre moral comunitario, aunque invisible, en tanto su hijo santo, que conoce su voluntad y a la vez está en parentesco de sangre con todos los miembros de la comunidad, le representa en cuanto a hacer conocida más de cerca su voluntad a aquéllos, que por ello honran en él al padre y así entran entre sí en una voluntaria, universal y duradera unión de corazón. (Kant 2001: 128)

Hay una clara alusión a Jesús en dicha cita, cuya peculiaridad no descansa en cualquier elemento sobrenatural, sino en que, en su condición de un ser humano más, es capaz de comprender y seguir la voluntad divina (para Kant netamente moral), que, sin embargo, también se encuentra a nuestro alcance, aunque la condición humana de enfrentamiento o insociable sociabilidad (precisamente, el estado de naturaleza ético), nos dificulte seguirla, y de ahí que necesitemos (o podamos necesitar) de un guía moral, cuya autoridad es reconocida gracias a nuestra propia facultad moral autónoma.

Aclaremos que si seguimos las enseñanzas de Cristo, de acuerdo a Kant, esto será únicamente en la medida que lo reconocemos libremente como a alguien digno de seguir. Y lo mismo podría pasar, sin contradicción alguna, con los líderes de otras religiones, incluso al mismo tiempo, aprendiendo de todos a la vez.

Debemos introducir ahora la diferencia entre una fe religiosa pura (fe racional) y una fe eclesiástica (histórica). Esta diferencia será fundamental para entender la —aparentemente— controversial tesis de Kant, según la cual «sólo hay una (verdadera) Religión» (Kant 2001: 134). Kant nos explica la diferencia del siguiente modo:

La fe religiosa pura es ciertamente la única que puede fundar una iglesia universal; pues es una mera fe racional, que se deja comunicar a cualquiera para convencerlo, en tanto que una fe histórica basada sólo en hechos no puede extender su influjo más que hasta donde pueden llegar, según circunstancias de tiempo y lugar, los relatos relacionados con la capacidad de juzgar su fidedignidad. (Kant 2001: 128)

Esta mera fe racional equivale a nuestra capacidad autónoma de reconocer a qué estamos obligados moralmente, mediante el uso de nuestra razón, el pensar por nosotros mismos, aunque nunca de forma solipsista, sino siempre en diálogo con otros, y buscando la máxima coherencia posible entre nuestras creencias. Subyace a toda la filosofía crítica de Kant el presupuesto de que efectivamente todos los seres humanos, en tanto seres racionales, tenemos la capacidad —falible, sin duda alguna— de reconocer la diferencia objetiva entre el bien y el mal.

En cambio, creencias acerca de la supuesta divinidad de Jesús, acerca de la naturaleza de la Trinidad, e incluso las enseñanzas mismas de Jesús (al igual que de cualquier otro profeta), corresponden a una fe eclesiástica e histórica, que es enteramente contingente, y cuya validez justamente depende de su conformidad con la fe religiosa pura.

Mas Kant no va a negar la importancia que tiene la fe eclesiástica, pues, en vista de sus contenidos más tangibles, es la única sobre la que se puede «fundar una iglesia», pues no basta con la frialdad de la fe racional, y esto debido a «una particular debilidad de la naturaleza humana» (Kant 2001: 128-129). Añade:

Los hombres, conscientes de su impotencia en el conocimiento de las cosas suprasensibles […], no son fáciles de convencer de que la aplicación constante a una conducta moralmente buena sea todo lo que Dios pide de los hombres para que éstos seas súbditos agradables a él en su reino. (Kant 2001: 129)

Queda señalado que lo único que podemos considerar racionalmente es requerido de nosotros por Dios es una conducta moralmente buena, o el cultivo de una buena voluntad.

Por ejemplo, veamos un par de los pasajes más significativos de los Evangelios:

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial. (Mateo 5: 43-48)

No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 7:21)

El requerimiento moral presente en ambos pasajes no depende de algo sobrenatural, sino del mero reconocimiento de un ideal moral, que nos obliga al margen de nuestros deseos o caprichos arbitrarios. Reconocemos la validez de esos pasajes no por un sometimiento ciego a una voluntad divina, sino porque lo expresado por esta supuesta voluntad divina se adecúa a lo que nos dice nuestra propia capacidad racional. De esta forma, la única religión verdadera es aquella que se sostiene en la fe racional, y es accesible a todos universalmente mediante el uso de nuestra propia razón autónoma.

Kant fuerza la última cita y termina sugiriendo que un cristiano será aquel que ame incluso a su enemigo, al margen del cuerpo doctrinal de creencias que profese.

Volviendo a lo anterior expuesto, debe quedar absolutamente claro, no obstante, que afirmar que existe sólo una religión verdadera, por paradójico que suene, no atenta contra la diversidad de religiones, sino que precisamente reafirmar la capacidad autónoma de cada persona (y por tanto, de distintos grupos de personas, o comunidades) de acceder a esta única religión generará necesariamente distintos modos de creencia. Veamos:

Se puede añadir que en las iglesias diversas, que se separan unas de otras por la diversidad de sus modos de creencia, puede encontrarse sin embargo una y la misma verdadera Religión. (Kant 2001: 134)

Esta distinción se tendría que hacer notar en nuestro uso cotidiano del lenguaje:

Es, pues, más conveniente […] decir: este hombre es de esta o aquella creencia (judía, mahometana, cristiana, católica, luterana), que decir: es de esta o aquella Religión. (Kant 2001: 134)

Así, no sólo ningún modo de creencia puede imponerse a otro, sino que quedan sólidamente establecidas las bases para el diálogo entre los distintos modos de creencia, pues comparten esta religión única y netamente moral.

Ambas formas de fe coexisten, pero la fe eclesiástica tiene a la fe racional como su «intérprete supremo» (Kant 2001: 136). Es más, se puede decir que la fe eclesial puede contener dentro de sí a la fe racional (aunque muchas veces oscurecida o corrompida), y es la presencia de esta última lo que «constituye aquello que [en la primera] es auténtica Religión» (Kant 2001: 139). En el segundo pasaje de la Biblia que veíamos, teníamos a la fe histórica cristiana expresando al mismo tiempo una verdad fundamental que sólo podemos reconocer gracias a la fe racional.

De este modo, Kant afirma que la moralidad no debe ser interpretada según la Biblia, sino más bien la Biblia según la moralidad (2001: 137n); y si bien adecuar el texto sagrado a los principios morales racionales puede generar interpretaciones forzadas respecto de ciertos pasajes, esto es igual preferible a «una interpretación literal que o bien no contiene absolutamente nada para la moralidad o bien opera en contra de los motivos impulsores de esta» (2001: 137).

La función de una fe eclesial (o un modo de creencia) se dirige siempre a un cierto pueblo en una época determinada (Kant 2001: 142); la función de la fe religiosa pura, posesión de cada persona, será la de regular y hacer primar la moral en un determinado modo de creencia, pues resulta innegable la propensión de las instituciones religiosas (tanto de las personas que las integran como sus seguidores) a corromperse, y buscar la dominación terrena, traicionando de esta forma los principios fundamentales de la moralidad y de la religión misma, que como hemos visto, coinciden. Ejemplo: el Vaticano. No se me ocurre nada más lejano a las enseñanzas fundamentales de los evangelios que el papel que ha desarrollado la Iglesia Católica en los pocos milenios de su existencia (aunque es innegable que algunas cosas buenas ha hecho).

Dostoievski nos dice precisamente eso en boca de uno de sus protagonistas. Roma, al incorporar el Cristianismo en su estructura estatal pagana, terminó destruyéndolo. Una verdadera iglesia cristiana, como la de los primeros siglos, tiene que ser libre, regida únicamente por nuestra conciencia moral, ayudada por supuesto, de las enseñanzas de Jesús. El Vaticano es la vergüenza del Cristianismo.

Debe resultar evidente que ambos tipos de fe se encontrarán en los distintos modos de creencia históricos, y ningún modo de creencia particular podrá adjudicarse la exclusividad de la fe racional. Esta terminología kantiana, por lo tanto, no debe resultar hostil a ningún modo de creencia existente, así como tampoco favoreciendo a uno específico (como al cristianismo, o dentro de él, al protestantismo, y menos aún, al pietismo).

Puesto que Kant habla de la idea de una religión racional, sí es posible hablar de un progreso, a saber, que «el tránsito gradual de la fe eclesial al dominio único de la fe religiosa pura es el acercamiento del reino de Dios» (Kant 2001: 143). Puesto de otra forma, el cambio de «la forma de una degradante fe coactiva por una forma eclesial que sea adecuada a la dignidad de una Religión moral, a saber: la forma de una fe libre» (Kant 2001: 153n). Digámoslo sin ambigüedades: desde este punto de vista, un modo de creencia en el que sus miembros estén obligados por la fuerza a actuar de tal o cual modo será inferior a aquel otro en el que sus creyentes tengan libertad de conciencia.

Este ideal se mantendrá siempre inalcanzable, y cualquier intento humano con miras a este fin será siempre uno de acercamiento.

[Una religión racional] Es una idea de la Razón, cuya presentación en una intuición [sensible] que le sea adecuada nos es imposible, pero que como principio regulativo práctico tiene realidad objetiva para actuar en orden a ese fin de la unidad de la Religión racional pura. (2001: 153n)

Puesto de otro modo, en la medida que esta idea nos parece razonable, podemos actuar dentro de las instituciones religiosas ya existentes e intentar cambiarlas de forma que se adecúen a la idea, mas nunca de forma perfecta. Un ejemplo sería que las monjas de una determinada congregación entren en huelga y exijan que finalmente se les reconozca la posibilidad de acceder al sacerdocio.

No es menos importante señalar que, en la medida que estamos en el ámbito de las ideas de la razón, su validez depende únicamente del «consenso de ciudadanos libres» (Kant 2007: 766), y por lo tanto, esta visión sobre la religión no podrá ser jamás impuesta, sino únicamente razonablemente aceptada.

Nos adentramos ya en la recta final de esta ponencia, y se vuelve imprescindible hablar un poco del Cristianismo.

 Alguien podría pensar que este modo de creencia ha tenido bastante éxito, si tomamos en cuenta que empezó con una sola persona, y ahora son más de 2000 millones. Pero, ¿qué tanto ha arraigado verdaderamente el Cristianismo? ¿Qué diferencia a los cristianos de hoy en día (y no me refiero a sus intelectuales, sino a los creyentes) de, no sé, digamos, los romanos de la época de Jesús? ¿Alguien podría afirmar, con siquiera un mínimo de convicción, que el creyente cristiano promedio está más cerca de un ideal moral que cualquier creyente de algún otro modo de creencia de cualquier otra época? Puesto todavía de otro modo, ¿cuántos verdaderos cristianos hay hoy en el mundo?

Por supuesto que hay ilimitadas formas de interpretar los Evangelios, yo únicamente me refiero a aquella que tanto Kant como Dostoievski aceptarían, la que hace énfasis en el sometimiento a un ideal moral que nos trasciende, y que incluye un respeto absoluto al prójimo, humildad, un escrutinio constante de nuestras motivaciones por parte de nuestra propia conciencia moral, y quizás el elemento más importante: una fe libre.

Esta interpretación mucho más exigente del Cristianismo lleva a Dostoievski a afirmar que la sociedad cristiana «se sostiene únicamente sobre siete justos» (Dostoievski 1996: 155). Esto está en el otro polo respecto del Cristianismo de Alan García, que lo acoge incluso a él.

Si bien hasta hace unos momentos todo parecía andar muy bien; tenemos como meta la idea de una comunidad religiosa plenamente democrática, donde cada quien participe libremente, y que se rija únicamente por principios morales que puedan ser universalizables, al menos en un sentido amplio. Pero ha llegado el momento de hacer las preguntas difíciles, y ya cae de maduro el siguiente cuestionamiento: ¿qué tan plausible o realista es esta idea?

Después de relatar una serie de hechos reales, entre los más crueles que podemos imaginar, llevados a cabo precisamente por seres humanos, Iván Karamázov cuenta la parábola de un hipotético encuentro en el año 1500 entre el Gran Inquisidor (no confundir con el Gran Canciller) y Jesucristo mismo, que ha vuelto a la tierra, pero ha sido rápidamente capturado y condenado a la hoguera por la Iglesia Católica, que lo ve, con justa razón, como un peligro para sus intereses, como un estorbo.

La escalofriante crítica del Gran Inquisidor a su prisionero apunta precisamente en contra de una fe libre y su inadecuación con la naturaleza humana, que es débil, vil, servil, pues los hombres somos «esclavos, aun habiendo sido creados rebeldes» (Dostoievski 1996: 412). De acuerdo al Gran Inquisidor, Jesús debió bajar de la cruz y someter a toda la humanidad en ese preciso instante. Pero no lo hizo porque quería una «fe libre, no milagrosa» (Dostoievski 1996: 412). Lo poco que ha arraigado verdaderamente el Cristianismo después de 2000 años, o algún otro modo de creencia basado en principios similares, parecería darle la razón a Iván, quien ha cuestionado la plausibilidad de dicho ideal. La humanidad parecería necesitar de una Iglesia fuerte, autoritaria, de un Gran Inquisidor que nos guíe como los borregos que somos.

Pero la dificultad en la realización de un ideal —de nuevo, siempre imperfecta—, y en este caso, quizás el más elevado de todos los ideales, no puede ser un motivo para rechazarlo. O quizás la forma en que Iván concibe la praxis religiosa, como una lucha sobre todo individual, vuelve el camino más tortuoso.

Intentar sobreponernos individualmente a nuestra naturaleza de viles esclavos, o al mal radical en nuestra naturaleza, como diría Kant, es una labor digna del Mesías; por eso Kant ve a la religión, que es la forma de superar esta condición, siempre como una práctica comunitaria, a la que además antepone el problema de la consecución de «una sociedad civil que administre universalmente el derecho«, o una «constitución civil perfectamente justa» (2006: 10-11).

El mal sólo puede vencerse en comunidad con otros:

El dominio del principio bueno […] no es […] alcanzable de otro modo que por la erección y extensión de una sociedad según leyes de virtud […]. (Kant 2001: 118)

O tal vez la cuestión acerca de la plausibilidad o realismo del ideal termine siendo irrelevante. Quizás la oposición entre elegir seguir al Profeta o al Gran Inquisidor sea tan sólo aparente, pues apenas una alternativa implique siquiera elección alguna.

Muchas gracias.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

Invitación

Internet, ciudadanos del mundo, compatriotas, quedan invitados al VII Simposio de Estudiantes de Filosofía, y de forma más específica, a mi ponencia este jueves 8 a las 2 de la tarde en el auditorio de Humanidades de la PUCP.

La sumilla de mi ponencia, titulada «¿La religión dentro de los límites de la mera razón? Un diálogo entre Kant y Dostoiesvki», a continuación.

El problema filosófico a tratar es el de la religión: cómo ésta puede y debe ser pensada desde la filosofía, y las implicancias morales que esto conlleva. La ponencia usará como marco teórico los conceptos que nos son dados por Kant tales como el mal radical, el estado de naturaleza ético, una fe racional moral pura y la diferencia entre religión y modo de creencia. De forma paralela, pondremos estos conceptos a prueba usando la obra cumbre de Dostoievski, Los hermanos Karamázov, en especial el discurso de Iván Karamázov sobre el Gran Inquisidor.

Quedan convocados.

Por una religión dentro de los límites de la mera razón (o cómo es posible una religión basada en meras ideas)[1]

«Muchas son las cosas de la tierra que se nos mantienen ocultas; en cambio, se nos ha concedido el don, misterioso y secreto, de percibir nuestro nexo vivo con el mundo del más allá, con un mundo superior y mejor […]»

(Dostoievski 1996: 499)

Introducción

El objetivo del presente ensayo será dar luces acerca del fenómeno de la secularización, valiéndonos tanto de la definición de religión que Mark Taylor propone en After God, a la vez que hacemos uso de algunos conceptos de la filosofía de la religión de Immanuel Kant, así como del espíritu ilustrado que atraviesa su obra.

De esta forma, no seguiremos a Taylor en su posterior análisis de la tradición, sino que haremos, más bien, uso instrumental de su definición de religión e intentaremos integrarla con la filosofía de Kant, esperando obtener así un entendimiento de la secularización todavía vigente, y que se condiga con las principales teorías políticas liberales de la actualidad.

De arranque, aceptamos como uno de nuestros presupuestos la tesis de Taylor según la cual la secularización es un fenómeno religioso (2007: xiii; 132). No obstante, creemos que si esta tesis no es explicada al margen de las tradiciones existentes, o llevada a sus últimas consecuencias, se termina oscureciendo lo que la secularización propiamente es; o puesto de otro modo, lo que la distingue de otras formas de religiosidad.

Así, empezaremos con una exposición conceptual de la definición de religión de Mark Taylor; luego intentaremos conectarla con el planteamiento del problema ilustrado de Immanuel Kant, para lo cual recurriremos a una serie de sus conceptos, así como a algunas imágenes literarias de la obra cumbre de Fiódor Dostoievski, Los hermanos Karamázov; finalmente, presentaremos, a manera de esbozo, una posible definición de secularización, inspirada en las teorías de Taylor y de Kant.

Por una definición compleja de religión

El loable objetivo de Mark Taylor en el primer capítulo de After God es el de darnos las herramientas conceptuales para pensar el fenómeno de la religión con la complejidad que le es propio. Identificar la religión exclusivamente con ciertos ritos, del todo prescindibles (y con la superstición que los suele caracterizar), reduciendo de esta forma su alcance, y pensando que la política, la psicología y la ciencia (entre otras disciplinas) pueden reemplazar completamente el vacío que aquella deja, es fallar completamente en la compresión de lo que la religión propiamente es, y la forma en que «existe una dimensión religiosa inherente a toda la cultura» (Taylor 2007: 3).

Así como existen formas de religiosidad que buscan «simplicidad, seguridad y certeza»,  a la vez que vuelven absolutas normas relativas y «dividen el mundo en opuestos excluyentes» (Taylor 2007: 4); la religión, para Taylor, entendida en toda su complejidad, no sólo provee «cimientos seguros», sino que tiene la función de «desestabilizar cualquier tipo de religiosidad al subvertir la lógica oposicional del o lo uno o lo otro» (2007: 4).

La definición de religión propuesta por Mark Taylor es la siguiente:

La religión es una red [network] emergente, compleja y adaptativa de símbolos, mitos, y rituales que, por un lado, configuran [figure] esquemas [schema] de sentimientos, pensamientos y acciones que le dan significado y sentido a la vida, y por otro lado, desbaratan, dislocan y desfiguran cualquier estructura estabilizadora. (Taylor 2007: 12)

Estos esquemas serán válidos en la medida que nos permitan «hacer predicciones útiles» que incluyan «la interpretación y extrapolación, y a veces la generalización» de situaciones nuevas y de las «regularidades de la experiencia» (Taylor 2007: 13). Su viabilidad depende precisamente de «su exactitud teórica y eficacia práctica» (Taylor 2007: 16).

El acto de configurar esquemas incluirá en sí mismo siempre «algo que no puede ser representado ni comprendido», cualquier configuración [figures] «estará siempre desfigurada como si desde su interior» (Taylor 2007: 20).

Una red religiosa sería una más entre otras como una filosófica, otra de las artes, de las ciencias naturales y las ciencias sociales (Taylor 2007: 29). Los esquemas generados por estas distintas redes no serían independientes, sino que estarían interrelacionados y su constitución sería interdependiente (Taylor 2007: 15).

La función propia de la red religiosa, de acuerdo a Taylor, sería la de abordar «os problemas teológicos, antropológicos y cosmológicos», que pueden articularse en torno a las figuras interrelacionadas de Dios, alma [self], y mundo (2007: 22). Estas tres figuras corresponden, en la filosofía crítica de Kant, a las tres ideas trascendentales, configuradoras de sentido, de la misma forma llamadas ideas de Dios, alma y mundo.

Así como Taylor afirma que «la estructura y el desarrollo del conocimiento debe ser consistente con la estructura y el desarrollo de los fenómenos investigados» (2007: 30), la función de las ideas trascendentales kantianas será únicamente exigir «integridad del uso del entendimiento en la concatenación de la experiencia» (Kant 1999: 209).

Aceptando la definición de Mark Taylor, entonces, procederemos a examinar algunos aspectos de la filosofía de la religión de Kant, y ver hasta qué punto son compatibles con aquella, y en qué sentido pueden expandirla y enriquecerla.

Dios como una hipótesis trascendental

El planteamiento ilustrado del problema de Dios, de la idea de Dios, por parte de Immanuel Kant, ha sido regularmente subestimado por buena parte de los comentaristas, siempre con el prejuicio de Kant como protestante, y de crianza pietista. Cualquier aporte suyo siempre terminaría concorde a la imagen de Kant como un devoto cristiano.

Queremos optar por una interpretación distinta del pensamiento del filósofo de Königsberg, una que tenga en cuenta que Kant mismo no creía ni en Dios ni en la inmortalidad del alma (Kuehn 2002: 2-3). Será de suma importancia para el proyecto del presente ensayo mostrar que es posible y razonable hablar sobre religión sin comprometerse con ninguna en particular. Es más, será necesario poder contar con herramientas para hacer precisamente esto si es que nuestra propuesta concebirá la secularización como el advenimiento de un orden religioso neutro, estrictamente racional y moral (luego veremos cómo esto pueda ser compatible con la existencia de las grandes religiones históricas).

Para empezar con esta propuesta, será importante aterrizar este cuestionamiento en un lenguaje existencial, y no meramente el frío lenguaje filosófico. Para esto, haremos uso de Los hermanos Karamázov, donde se plantea constantemente el problema de Dios, no únicamente desde la irrelevante cuestión acerca de su existencia como creador del mundo, sino desde las implicancias morales que acarrearía dicho mundo sin un soberano moral.

Iván Fiódorovich, una de los hermanos Karamázov, ateo, no obstante, señala:

[…] en el siglo dieciocho hubo un viejo pecador que afirmaba: si no hubiera Dios, habría que inventarlo, s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, en efecto, el hombre ha inventado a Dios. Lo extraño, lo sorprendente no es que Dios exista en verdad; lo asombroso es que semejante idea (la idea de que Dios es necesario) haya podido meterse en la cabeza de un animal tan fiero y maligno como es el hombre; hasta tal punto es sacrosanta, hasta tal punto es enternecedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. (Dostoievski 1996: 383)

Queremos mostrar que el uso del término idea es precisamente el mismo que postula Kant en su crítica a la metafísica tradicional, y en consecuencia el tipo de religión que se puede concebir desde una idea tal, y cómo inevitablemente nos lleva considerar la secularización, no como la desaparición de la religión, sino como un tipo distinto de religiosidad.

Uno de los principales objetivos de la filosofía crítica, desde el punto de vista moral, es el de «suprimir el saber, para obtener lugar para la fe» (Kant 2007: 31; BXXX). Seguimos a Kant cuando señala que «las dos proposiciones cardinales de nuestra razón pura», sobre la existencia de Dios y de una vida futura, jamás podrán ser demostradas, pues «no se refieren a objetos de la experiencia» (sensibilidad) ni «a la posibilidad interna de ellos» (entendimiento) (2007: 768); pero de la misma forma, será «apodícticamente cierto que jamás se presentará hombre alguno que pueda afirmar lo contrario» (Kant 2007: 769).

Es así que tanto Dios como la inmortalidad del alma quedan rebajados (¿o elevados?) a la condición de una hipótesis trascendental, que pueden ser usadas en el campo de batalla de la razón pura «como armas de guerra», mas nunca para «fundar en ellas un derecho, sino sólo para defenderlo» (Kant 2007: 798).

Lo que está en juego con tales ideas en el uso práctico de nuestra razón no es sino la moralidad misma. Mas no es esta última la que depende de las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma, sino que la fe en estos dos artículos de fe depende de nuestra propia subjetividad moral autónoma[2], accesible por igual a «todos los seres humanos sin distinción» (Kant 2007: 843).

Lo valioso acerca de la idea de Dios está en que nos permita pensar con mayor claridad el sentido que nosotros mismos podemos darle a la existencia de nuestra ‒otrora insignificante‒ especie de seres animales. Claro que esto conlleva el riesgo de la pérdida de nuestra autonomía, o de la mera búsqueda de un consuelo para los distintos males de la vida; o peor aún, que esta idea pierda su significación moral y sea corrompida por el interés propio y la tan humana necesidad de dominar a otros.

A pesar de los riesgos, podemos pensar la fe, en este contexto, como el compromiso con una idea, en tanto la reconocemos como importante y significativa.

Más el discurso hasta ahora se ha limitado a exponer desde un punto de vista epistemológico el problema. Recién ahora pasaremos a examinar qué tipo de religiosidad es posible sobre la base de estas meras ideas, y cómo esto nos pueda dar luces acerca del fenómeno religioso que es la secularización.

La religión dentro de los límites de la mera razón

Para Kant, la praxis religiosa corresponde a la necesidad de salir del estado de naturaleza ético, en el cual nos encontramos al pertenecer a un estado civil de derecho, que nos coloca bajo leyes públicas ejercidas coactivamente por una autoridad estatal (Kant 2001: 119). A diferencia del estado de naturaleza jurídico, nadie puede obligarnos a salir del estado de naturaleza ético:

[…] en una comunidad política ya existente todos los ciudadanos políticos como tales se encuentran en el estado de naturaleza ético y están autorizados a permanecer en él; pues sería una contradicción […] que la comunidad política debiese forzar a sus ciudadanos a entrar en una comunidad ética, dado que esta última ya en su concepto lleva consigo la libertad respecto a toda coacción. (Kant 2001: 120)

Lo propio de salir del estado de naturaleza ético, entrando de esa forma en un estado civil ético, que consiste en la unión de los hombres «bajo leyes no coactivas, esto es: bajo meras leyes de virtud» (Kant 2001: 119), es precisamente que lo hacemos de forma completamente libre, y nadie puede obligarnos. La praxis religiosa únicamente tiene sentido dentro del ámbito de la libertad moral, de un querer ir más allá de las leyes jurídicas que ya de por sí son suficientes para vivir en paz y de forma segura en una sociedad.

De esta forma, es considerado aberrante o contradictorio cualquier intento por parte del Estado de imponer leyes de naturaleza ética o religiosa:

Pero ¡ay del legislador que quisiera llevar a efecto mediante coacción una constitución erigida sobre fines éticos! Porque con ello no sólo haría justamente lo contrario de la constitución ética, sino que además minaría y haría insegura su constitución política. (Kant 2001: 120)

La purga de cualquier aspecto religioso de lo político no sólo tiene como mira proteger los derechos civiles de los ciudadanos, sino dar el espacio adecuado para una verdadera praxis religiosa, libre. En esto consiste un primer momento de la secularización, la separación entre cualquier religión del poder coercitivo estatal. En este primer sentido, propiamente, no se puede hablar de la secularización como un fenómeno religioso.

Consistentemente con lo ya dicho, una iglesia deberá respetar ciertos principios. Primero, debe apuntar a la universalidad. Si bien puede estar «dividida en opiniones contingentes y desunida, sin embargo, atendiendo a la mira esencial, está erigida sobre principios que han de conducirla necesariamente a la universal unión en una iglesia única (así pues, ninguna división en sectas)» (Kant 2001: 127).

En segundo lugar, su composición (o calidad) debe darse mediante «la pureza, la unión bajo motivos impulsores que no sean otros que los morales. (Purificada de la imbecilidad de la superstición y de la locura del fanatismo)» (Kant 2001: 127).

En tercer lugar, la relación entre sus miembros debe darse «bajo el principio de libertad, tanto [de] sus miembros entre sí como la externa de la iglesia con el poder político, ambas cosas en un Estado libre«, y sin jerarquías de ningún tipo (Kant 2001: 127).

En cuanto a su modalidad, su constitución tiene que permanecer inmutable. Lo que no quita que su administración, enteramente contingente, pueda variar «según el tiempo y las circunstancias» (Kant 2001: 127-128).

Finalmente, entonces, cómo sería esta iglesia, ¿a qué se parecerá? Kant nos brinda la siguiente comparación:

Con la que mejor podría ser comparada es con la de una comunidad doméstica (familia) bajo un padre moral comunitario, aunque invisible, en tanto su hijo santo, que conoce su voluntad y a la vez está en parentesco de sangre con todos los miembros de la comunidad, le representa en cuanto a hacer conocida más de cerca su voluntad a aquéllos, que por ello honran en él al padre y así entran entre sí en una voluntaria, universal y duradera unión de corazón. (Kant 2001: 128)

Hay una clara alusión a Jesús en dicha cita, cuya peculiaridad no descansa en cualquier elemento sobrenatural, sino en que, en su condición de un ser humano más, es capaz de comprender y seguir la voluntad divina (para Kant netamente moral), que también se encuentra a nuestro alcance, aunque la condición humana de enfrentamiento o insociable sociabilidad (precisamente, el estado de naturaleza ético), nos dificulte seguirla, y de ahí que necesitemos (o podamos necesitar) de un guía moral, cuya autoridad es reconocida gracias a nuestra propia facultad moral autónoma.

Debemos introducir ahora la diferencia entre una fe religiosa pura (fe racional) y una fe eclesiástica (histórica). Esta diferencia será fundamental para entender la —aparentemente— controversial tesis de Kant, según la cual «sólo hay una (verdadera) Religión» (Kant 2001: 134). Kant nos explica la diferencia del siguiente modo:

La fe religiosa pura es ciertamente la única que puede fundar una iglesia universal; pues es una mera fe racional, que se deja comunicar a cualquiera para convencerlo, en tanto que una fe histórica basada sólo en hechos no puede extender su influjo más que hasta donde pueden llegar, según circunstancias de tiempo y lugar, los relatos relacionados con la capacidad de juzgar su fidedignidad. (Kant 2001: 128)

Esta mera fe racional equivale a nuestra capacidad autónoma de reconocer a qué estamos obligados moralmente, mediante el uso de nuestra razón, el pensar por nosotros mismos, aunque nunca de forma solipsista, sino siempre en diálogo con otros, y buscando la máxima coherencia posible entre nuestras creencias.

En cambio, creencias acerca de la supuesta divinidad de Jesús, acerca de la naturaleza de la Trinidad, e incluso las enseñanzas misma de Jesús (al igual que de cualquier otro profeta), corresponden a una fe eclesiástica e histórica, que es enteramente contingente, y cuya validez justamente depende de su conformidad con la fe religiosa pura.

Mas Kant no va a negar la importancia que tiene la fe eclesiástica, pues, en vista de sus contenidos más tangibles, es la única sobre la que se puede «fundar una iglesia», pues no basta con la frialdad de la fe racional, y esto debido a «una particular debilidad de la naturaleza humana» (Kant 2001: 128-129). Añade:

Los hombres, conscientes de su impotencia en el conocimiento de las cosas suprasensibles […], no son fáciles de convencer de que la aplicación constante a una conducta moralmente buena sea todo lo que Dios pide de los hombres para que éstos seas súbditos agradables a él en su reino. (Kant 2001: 129)

Queda señalado que lo único que podemos considerar racionalmente es requerido de nosotros por Dios es una conducta moralmente buena, o el cultivo de una buena voluntad.

De esta forma, la única religión verdadera es aquella que se sostiene en la fe racional, y es accesible a todos universalmente mediante el uso de nuestra propia razón autónoma.

Debe quedar absolutamente claro, no obstante, que esta afirmación no atenta contra la diversidad de religiones, sino que precisamente reafirmar la capacidad autónoma de cada persona (y por tanto, de distintos grupos de personas, o comunidades) de acceder a esta única religión generará necesariamente distintos modos de creencia. Veamos:

Se puede añadir que en las iglesias diversas, que se separan unas de otras por la diversidad de sus modos de creencia, puede encontrarse sin embargo una y la misma verdadera Religión. (Kant 2001: 134)

Esta distinción se tendría que hacer notar en nuestro uso cotidiano del lenguaje:

Es, pues, más conveniente […] decir: este hombre es de esta o aquella creencia (judía, mahometana, cristiana, católica, luterana), que decir: es de esta o aquella Religión. (Kant 2001: 134)

Así, no sólo ningún modo de creencia puede imponerse a otro (pues sería absurdo que un modo de creencia pretenda el monopolio de la única religión verdadera), sino que quedan sólidamente establecidas las bases para el diálogo entre los distintos modos de creencia, pues comparten esta religión única y netamente moral.

Evidentemente, existe una clara correspondencia entre la fe eclesiástica histórica y los modos de creencia, por un lado, y la fe racional con la única religión verdadera, por el otro. Ambas formas de fe pueden coexistir, pero la fe eclesiástica tiene a la fe racional como su «intérprete supremo» (Kant 2001: 136).

Es más, se puede decir que la fe eclesial puede contener dentro de sí a la fe racional (aunque muchas veces oscurecida o corrompida), y es la presencia de esta última lo que «constituye aquello que [en la primera] es auténtica Religión» (Kant 2001: 139).

De este modo, Kant afirma que la moralidad no debe ser interpretada según la Biblia, sino más bien la Biblia según la moralidad (2001: 137n); y si bien adecuar el texto sagrado a los principios morales racionales puede generar interpretaciones forzadas respecto de ciertos pasajes, esto es igual preferible a «una interpretación literal que o bien no contiene absolutamente nada para la moralidad o bien opera en contra de los motivos impulsores de esta» (2001: 137).

La función de una fe eclesial (o un modo de creencia) se dirige siempre a «un cierto pueblo en un cierto tiempo en un sistema que se mantiene de un modo constante» (Kant 2001: 142); la función de la fe religiosa pura, posesión de cada persona, será la de regular y hacer primar la moral en un determinado modo de creencia, pues resulta innegable la propensión de las instituciones religiosas (tanto de las personas que las integran como sus seguidores) a corromperse, y buscar la dominación terrena, traicionando de esta forma los principios fundamentales de la moralidad y de la religión misma, que como hemos visto, coinciden.

Puesto que en realidad la fe religiosa jamás podrá darse en su forma pura, sino que siempre estará acompañada de ciertas características de una fe eclesiástica, Kant introduce dos nuevos tipos de fe, mutuamente excluyentes. La fe beatificante sería posesión de «todo aquel en quien la creencia eclesial, refiriéndose a su meta, la fe religiosa pura, es práctica» (Kant 2001: 143); esta fe será libre, «fundada sobre puras intenciones del corazón» (Kant 2001: 144). Por otro lado, tenemos a la fe de prestación, que «busca hacerse agradable a Dios mediante acciones (del cultus) que (aunque trabajosas) no tienen por sí ningún valor moral», y son por lo tanto acciones «que también un hombre malo puede ejecutar» (Kant 2001: 144).

Debe resultar evidente que ambos tipos de fe se encontrarán en los distintos modos de creencia históricos, y ningún modo de creencia particular podrá adjudicarse la exclusividad de la fe beatificante. Esta terminología kantiana, por lo tanto, no debe resultar hostil a ningún modo de creencia existente, así como tampoco favoreciendo a uno específico (como el cristianismo, o dentro de él, el protestantismo, y menos aún, el pietismo).

Podremos entender ahora un segundo sentido de secularización, el menos aparente, y que, como afirma Mark Taylor, constituye un fenómeno religioso; a saber, que «el tránsito gradual de la fe eclesial al dominio único de la fe religiosa pura es el acercamiento del reino de Dios» (Kant 2001: 143). Puesto de otra forma, el cambio de «la forma de una degradante fe coactiva por una forma eclesial que sea adecuada a la dignidad de una Religión moral, a saber: la forma de una fe libre» (Kant 2001: 153n).

Pero esta secularización, que depende de la idea de una religión racional, se mantendrá siempre inalcanzable, y cualquier intento humano con miras a este fin será siempre uno de acercamiento[3]. Además, en la medida que estamos en el ámbito de las ideas de la razón, su validez depende únicamente del «consenso de ciudadanos libres» (Kant 2007: 766), y por lo tanto, esta visión sobre la religión no podrá ser jamás impuesta, sino únicamente razonablemente aceptada.

Conclusiones

Una red religiosa, tal como se deriva de la definición de Mark Taylor, así como los esquemas que pueda incluir, tendrán que ser evaluados por una moral universalista y racional si es que de lo que se trata es  de medir el grado de secularización que una red determinada posee. Así, un determinado modo de creencia, como el mormonismo, que no permitía el sacerdocio de hombres de origen africano hasta 1978 (atentando contra la universalidad como característica de una iglesia verdadera), puede ser justamente evaluada, respecto de ese aspecto, como menos secularizada que una que sí lo permita. De la misma forma puede ser condenada la exclusión de las mujeres de esta misma institución (el sacerdocio) en el cristianismo.

No es posible hablar de la secularización como un fenómeno religioso si no aceptamos como criterio decisivo la independencia de la moralidad, y la sumisión gradual de las religiones históricas a esta autonomía. Por supuesto que cuando hablamos de moralidad no nos referimos a la moral de Kant, ni a una moralidad occidental y europea. Cómo sea posible o siquiera legítimo hablar de una moral universal es un problema que escapa el alcance de este trabajo. Más semejante labor no debe oscurecer la cada vez más predominante presencia en el mundo de una moral basada en el respeto absoluto a la dignidad humana, que es, a grandes rasgos, lo único que la moralidad toda exige de nosotros.

Cualquier visión comprehensiva, o un metarrelato, ciertamente conlleva el riesgo de ser usada de forma abusiva, sin lugar a dudas; pero justamente es esta visión de la secularización la que puede enfrentar mejor y con mayor claridad tales peligros, afirmando la pluralidad de creencias sobre la base del respeto mutuo.


[1] Lo que sigue es mi ensayo final de un curso de la Maestría en Filosofía, del 2011-1, dictado por Luis Bacigalupo, sobre secularización.

[2] Veamos la siguiente cita:

[…] la convicción no es certeza lógica, sino certeza moral; y como descansa en fundamentos subjetivos (de la disposición moral del ánimo, resulta que ni siquiera debo decir: es moralmente cierto que hay un Dios, etc., sino: yo estoy moralmente cierto, etc. Eso significa: la fe en un Dios y en otro mundo está tan entrelazada con mi disposición moral de ánimo, que así como no corro peligro de perder la última, así tampoco me preocupo porque pueda serme arrancada jamás la primera. (Kant 2007: 841-842)

Debe quedar claro que la moralidad no depende de la existencia de un ser suprasensible, sino de nuestra propia racionalidad.

[3] Kant afirma, consecuentemente con su epistemología:

[Una religión racional] Es una idea de la Razón, cuya presentación en una intuición que le sea adecuada nos es imposible, pero que como principio regulativo práctico tiene realidad objetiva para actuar en orden a ese fin de la unidad de la Religión racional pura. (2001: 153n)

Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

Crítica de la razón pura. Traducción de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, 2007.

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo, 1999.

Religion within the Boundaries of Mere Reason. Traducción de Allen Wood y George di Giovanni. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.

La metafísica de las costumbres. Traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Madrid: Editorial Tecnos, 1989.

KUEHN, Manfred

Kant: A Biography. Nueva York: Cambridge University Press, 2002.

TAYLOR, Mark C.

After God. Chicago: The University of Chicago Press, 2007.

El superhombre de… Dostoievski

Una importante aclaración previa: esta descripción del hombre-dios no puede ser atribuida directamente a Dostoievski, sino que sale de la boca de Satanás, tal como es imaginado por Iván Fiódorovich Karamázov.

A mi modo de ver, no hay que destruir nada, lo único que hace falta es acabar en la humanidad con la idea de Dios, ¡es por ahí por donde hay que poner las manos a la obra! Es por ahí, por ahí, por donde hace falta empezar, ¡oh, ciegos, que nada comprenden! Cuando la humanidad rechace a Dios (yo creo que ese periodo llegará de modo paralelo a como llegan los periodos geológicos), sin necesidad de antropofagia se derrumbará por sí misma toda la antigua ideología y, sobre todo, toda la antigua moral, todo se renovará. Los seres humanos se reunirán para exprimir de la vida cuánto ésta pueda dar, pero sólo para alcanzar la felicidad y la alegría en este mundo. El hombre se encumbrará con un espíritu divino, con un orgullo titánico y aparecerá el hombre-dios. Venciendo a cada hora y ya sin límites a la naturaleza, el hombre, gracias a su voluntad y a la ciencia, experimentará a cada hora un placer tan excelso que le sustituirá todas las anteriores esperanzas en los placeres celestes. Cada uno sabrá que es mortal en cuerpo y alma, sin resurrección, y aceptará la muerte orgullosa y tranquilamente, como un dios. Comprenderá por orgullo que no tiene por qué murmurar de que la vida sea sólo un instante y amará a su prójimo sin necesidad de recompensa alguna. El amor satisfará sólo el instante de la vida, pero la simple conciencia de su brevedad hará más poderoso su fuego, en tanta medida cuanto anteriormente se dispersa en las esperanzas del amor de ultratumba y sin fin… (Dostoievski: 941)

Esta idea del superhombre, que es fundamental para Friedrich Nietzsche, aparece de forma similar (como pueden juzgar) ya en la obra literaria de Dostoievski, de la mano del correlato necesario de la muerte de Dios.

Continúa Satanás:

Pero, comoquiera que, dada la contumacia estupidez humana, eso quizá no se produzca ni en mil años, a todo aquel que ya ahora tenga conciencia de la verdad le será permitido ordenar su vida tal como le plazca en consecuencia con los nuevos principios. En este sentido, para él «todo está permitido». Es más: aunque nunca llegue el periodo indicado, comoquiera que no existen Dios ni la inmortalidad, nada impide al nuevo hombre hacerse hombre-dios, aunque sea él solo en todo el mundo, y ya, desde luego, en su nuevo rango, saltarse con alegre corazón todos los obstáculos morales del anterior hombre esclavo, si es preciso. ¡Para Dios, la ley no existe! ¡ Donde esté Dios, el lugar ya es divino! Donde esté yo, aquél será al instante el primer lugar… «Todo está permitido». (Dostoievski: 941-942)

No obstante, me parece que Dostoievski, a diferencia de Nietzsche, está lejos de afirmar esta idea, que si es llevada a sus últimas consecuencias, quizás pueda resultar nociva para la humanidad. «Para Dios, la ley no existe» es una afirmación bastante fuerte y controvertida.

El hombre-dios, desde una perspectiva distinta, podría ser aquel que descubra no que no existe una ley externa, sino que ésta, más bien, proviene de sí mismo… Sólo digo.

Para una entrada con una temática similar, ver: La necesidad de la idea de Dios, y una —¿verdadera?— declaración de amor (o una entrada doble sobre Los hermanos Karamázov).


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

Jesús de Nazaret, una mera interpretación racional

«No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos». (Mateo 7:21)

¿Cómo entender a Jesús? Desde la Ilustración, ya no hay marcha atrás en cuanto a descartar todos los aspectos sobrenaturales presentes en el Nuevo Testamento, incluso el más importante de todos: el misterio de la divinidad encarnada. No podemos saber si Dios existe, y menos aún afirmar que embarazó a una mujer y dio a luz a un niño. En realidad, tal asunto carece de importancia.

La pregunta de cómo entender a Jesús debe pensarse, entonces, desde un punto de vista netamente moral: ¿qué podemos aprender de Jesús? La respuesta no sólo no debe negar la tradición hermenéutica cristiana, sino enriquecerse de ella; sin embargo, el criterio último debe ser nuestra autonomía moral, el pensar por nosotros mismos que Kant creía, sobre todo en temas religiosos, era imprescindible para salir de la culposa minoría de edad. Kant llamará a esta capacidad presente en todas las persona una fe religiosa pura, o una mera fe racional (2001: 128), que equivale a la capacidad de conocer por nosotros mismos la voluntad de Dios (2001: 130). Esta fe racional se distingue de la fe eclesiástica o histórica, que contiene creencias específicas (dogmas) acerca de hechos (como, por ejemplo, que Jesús murió en la cruz y resucitó, que su madre, María, era vírgen, o que Jesús convirtió el agua en vino). Esta fe eclesiástica no es nociva en sí misma, sino únicamente cuando se sobrepone a la fe religiosa pura, negándola.

Haremos, pues, uso de esta capacidad humana para abordar, en una serie de entradas, distintas imágenes del Nuevo Testamento. El objetivo no es meramente traducir problemas que son centrales para el Cristianismo, tales como la inmortalidad del alma, el infierno, el Reino de Dios, etc., desmitificarlos y simplificarlos, perdiendo así su riqueza. El objetivo será entender la significación moral de tales imágenes, o al menos, una interpretación posible. No buscamos simplificar la religión, sino, más bien, enriquecer el lenguaje de la moralidad.

En esta entrada inicial me extenderé sobre algunos lineamientos generales.

Negar cualquier realidad sobrenatural en la figura de Jesús no responde únicamente a la predominante visión científica del mundo (que de por sí es suficiente para negar cualquier milagro), sino que responde a un interés moral.

Dostoievski, en boca de Iván Karamázov, expresa esto a la perfección:

Tú no bajaste de la cruz, cuando te gritaban, ensañándose y burlándose: «Bájate de la cruz y creeremos que eres tú.» No bajaste, porque tampoco quisiste esclavizar al hombre con un milagro, anhelabas una fe libre, no milagrosa. Anhelabas un amor libre, no el servil entusiasmo del esclavo ante un poderío que les aterrorizara de una vez para siempre. (Dostoievski 1996: 412)

Si siguiéramos a Jesús porque nos consta que tiene un poder divino, verdaderamente de otro mundo, entonces nuestras acciones no serían verdaderamente morales, sino interesadas, apuntando a evitar el infierno y en miras de la vida eterna, cual niños que obedecen para evitar el castigo y obtener un premio.

Debe resultar completamente obvio lo equivocada que ha estado, y sigue estando, la Iglesia Católica, y cualquier otra Iglesia, cuando intenta convencer a sus fieles a actuar con cualquier tipo de amenaza, incentivo o desinformación. Es un operar intrínsecamente corrupto, que debe ser gradualmente erradicado de cualquier práctica religiosa, y no debe ser moralmente tolerado.

El mensaje del Nuevo Testamento, entonces, se puede pensar como promoviendo nada más que un tipo de conducta, y la religión no sería otra cosa que la práctica de dicha conducta en comunidad con otros, o realizar la voluntad del Padre. Esta conducta nos parecerá loable y digna de seguir gracias a nuestra capacidad autónoma de reconocerla como tal. Esto no excluye la presencia de una fe eclesiástica específica, es decir, ciertos dogmas, en la medida que estén subordinados y sean conformes a la fe religiosa pura.

Amén.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.

KANT, Immanuel

La religión dentro de los límites de la mera razón. Traducción de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza Editorial, 2001.

La necesidad de la idea de Dios, y una —¿verdadera?— declaración de amor (o una entrada doble sobre Los hermanos Karamázov)

En Los hermanos Karamázov se plantea constantemente el problema de Dios, no únicamente desde la irrelevante cuestión acerca de su existencia como creador del mundo, sino desde las implicancias morales que acarrearía dicho mundo sin un soberano moral.

Iván Fiódorovich, ateo, no obstante, señala:

[…] en el siglo dieciocho hubo un viejo pecador que afirmaba: si no hubiera Dios, habría que inventarlo, s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, en efecto, el hombre ha inventado a Dios. Lo extraño, lo sorprendente no es que Dios exista en verdad; lo asombroso es que semejante idea (la idea de que Dios es necesario) haya podido meterse en la cabeza de un animal tan fiero y maligno como es el hombre; hasta tal punto es sacrosanta, hasta tal punto es enternecedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal punto hace honor al hombre. (Dostoievski 1996: 383)

Lo valioso acerca de la idea de Dios está en que nos permite pensar con mayor claridad el sentido que nosotros mismos podemos darle a la existencia de nuestra insignificante especie de seres animales. Claro que esto conlleva el riesgo de la pérdida de nuestra autonomía, o de la mera búsqueda de un consuelo para los distintos males de la vida; o peor aún, que esta idea pierda su significación moral y sea corrompida por el interés propio y la tan humana necesidad de dominar a otros.

A pesar de los peligros de la religión, podemos pensar la fe, en este contexto, como el compromiso con una idea, en tanto la reconocemos como importante y significativa.

Aliosha Karamázov

Por otro lado, tenemos a Alexiéi Fiódorovich, Aliosha, respondiendo a la carta de amor de una joven:

No bien la hube leído, pensé enseguida que todo sería así, pues yo, tan pronto como el stárets muera, he de abandonar enseguida el monasterio. Luego continuaré mis estudios, me examinaré, y cuando llegue el plazo legal nos casaremos. Yo la amaré. Aunque no he tenido tiempo de reflexionar sobre ello, he pensado, de todos modos, que no encontraré mejor esposa que usted, y el stárets que manda casarme… (Dostoievski 1996: 314-315)

El amor, lejos de ser únicamente un sentimiento, es del mismo modo una idea, y ésta nos requiere un compromiso. Yo la amaré… El amor es una promesa.

Para algunas entradas relacionadas, ver: ¿Qué es Dios? Una concepción existencial, mística y práctica y Lou Reed define el amor.

La imagen la saqué de este blog.


Bibliografía:

DOSTOIEVSKI, Fiódor M.

Los hermanos Karamázov. Traducción de Augusto Vidal. Madrid: Cátedra, 1996.